Los que fracasan al triunfar / Sigmund Freud

La labor psicoanalítica nos ha descubierto el principio siguiente: los hombres enferman de neurosis a consecuencia de la privación. Entendiendo por tal la privación de la satisfacción de sus deseos libidinosos. Para comprender debidamente este principio se hace preciso un largo rodeo. Pues por la génesis de la neurosis es necesario que exista un conflicto entre los deseos libidinosos de un hombre y aquella parte de su ser que denominamos su yo, el cual es la expresión de sus instintos de conservación e integra su ideal de su propia personalidad. Semejante conflicto patógeno nace únicamente cuando la libido intenta emprender caminos o tender a fines que el yo ha superado y condenado mucho tiempo atrás, habiéndolos prohibido, por tanto, para siempre, y la libido lo intenta así cuando le ha sido arrebatada la posibilidad de una satisfacción ideal, grata al yo. Con ello, la privación de una satisfacción real pasa a constituir la condición primera —aunque no en modo alguno la única— de la génesis de la neurosis.

Así, pues, quedamos sorprendidos, y hasta desconcertados, cuando en nuestra práctica médica descubrimos que hay también quien enferma precisamente cuando se le ha cumplido un deseo profundamente fundado y largamente acariciado. Parece entonces como si estos sujetos no pudieran soportar su felicidad, pues en cuanto a la relación causal entre el éxito y la enfermedad no puede caber la menor duda.

Por mi parte, he tenido ocasión de lograr un atisbo en los destinos de una mujer, cuyo caso voy a describir como prototipo de tales vicisitudes trágicas.

Hija de buena familia y cuidadosamente educada, no pudo refrenar su ansia de vivir, y, adolescente aún, se escapó de su casa, llevando una vida aventurera, hasta trabar conocimiento con un artista, que, a más de saber estimar su encanto femenino, vislumbró el fondo de innata delicadeza latente aún en aquella mujer caída. La acogió en su casa y logró en ella una fiel compañera, a la cual sólo la rehabilitación social parecía faltar para ser plenamente dichosa. Al cabo de largos años de vida común consiguió él que su familia se decidiera a tratarla amistosamente, y estaba dispuesto a legalizar su situación, haciéndola su esposa. Mas precisamente en este momento comenzó ella a fallar. Descuidó el gobierno de la casa, de la cual iba ya a ser legalmente ama y señora; apartó a su marido de toda relación social, mostrándose de pronto insensatamente celosa; obstaculizó su labor artística, y no tardó en caer en una incurable perturbación mental.

Otra de mis observaciones clínicas se refiere a un hombre muy respetable, profesor auxiliar de una Universidad, que había acariciado, a través de muchos años, el deseo, perfectamente explicable, de suceder en la cátedra al profesor que había sido su maestro y le había iniciado en su especialidad. Mas cuando al jubilarse el anciano profesor fue él designado para ocupar su puesto, comenzó a mostrarse indeciso: disminuyó sus merecimientos, se declaró indigno de la confianza que en él se tenía y cayó en una melancolía que le excluyó de toda actividad en los años siguientes.

Por distintos que sean estos dos casos, coinciden en el hecho de que la enfermedad surja en ellos al cumplirse el deseo y anule el disfrute del éxito logrado.

La contradicción manifiesta entre tales observaciones y la tesis de que el hombre enferma a consecuencia de la privación no es en modo alguno insoluble. La distinción entre privación externa y privación interna la hace desaparecer. Cuando en la realidad no existe ya el objeto en el que la libido puede hallar su satisfacción, nos hallaremos ante una privación exterior. La cual es ineficaz en sí y no patógena, en tanto que no se une a ella una privación interna. Esta última ha de partir del yo y disputar a la libido otros objetos de los que la misma quiere apoderarse. Sólo entonces surge un conflicto y nace la posibilidad de una enfermedad neurótica; esto es, de una satisfacción sustitutiva mediante un rodeo a través de lo inconsciente reprimido. Así, pues, la privación interna se da en todos los casos, pero no entra en acción hasta que la privación externa real establece la constelación favorable. En los casos excepcionales, cuando los hombres enferman al lograr el éxito, la privación interna ha actuado sola, y ha surgido una vez que la privación externa ha dejado lugar al cumplimiento de deseos. Ello parece aún, a primera vista, un tanto singular; pero basta reflexionar un poco para recordar cómo no es nada raro que el yo tolere un deseo mientras sólo existe en calidad de fantasía, oponiéndose, en cambio, decididamente a él en cuanto se acerca a su cumplimiento y amenaza convertirse en realidad.

La diferencia con otras situaciones bien conocidas de la génesis de las neurosis está tan sólo en que, generalmente, el incremento interno de la carga de libido hace de la fantasía despreciada y tolerada un adversario temido, mientras que en nuestros casos la señal para la explosión del conflicto es dada por una modificación exterior real.

La labor psicoanalítica nos muestra que son poderes de la conciencia los que prohíben a la persona extraer de la dichosa modificación real la ventaja largamente esperada. Pero es dificilísimo precisar la esencia y el origen de estas tendencias enjuiciadoras y punitivas que aparecen, muchas veces, donde menos esperábamos hallarlas. HI secreto profesional nos veda servimos de los casos clínicos por nosotros observados para exponer lo que de tales tendencias sabemos y sospechamos. Por lo cual habremos de recurrir para ella al análisis de ciertas figuras creadas por grandes poetas, profundos conocedores del alma humana.

Una de estas figuras, la de lady Macbeth, inmortal creación de Shakespeare, nos presenta con toda evidencia el caso de una vigorosa personalidad, que después de luchar con tremenda energía por la consecución de un deseo se derrumba una vez alcanzado el éxito.

Antes no vislumbramos en ella la menor vacilación ni signo alguno de una lucha interior; su única aspiración es vencer los escrúpulos de su marido, hombre ambicioso, pero de buenos sentimientos. Va incluso a sacrificar a su propósito asesino su propia fecundidad, sin reflexionar qué función decisiva ha de corresponder a la misma al llegar el momento de afirmar y perpetuar la posición lograda por medio del crimen;

(Acto primero, escena V.) «Venid, venid, espíritus que inspiran los pensamientos homicidas; trocad mi sexo débil… Venid a convertir mi leche en hiel en mi seno de mujer».

(Acto primero, escena Vil.) «He dado de mamar a un niño, y sé cuán grato es para una madre amar al tierno ser que se alimenta en su seno, y, no obstante, hubiera arrancado mi pecho de entre sus sonrosados labios y le hubiera hecho pedazos el cráneo si lo hubiese jurado como habéis jurado eso».

Un único movimiento contrario la asalta antes del acto criminal:

(Acto segundo, escena II.) «Si el rey no se hubiera parecido a mi padre en su sueño, mi mano se habría encargado de dar el golpe».

Coronada reina por el asesinato de Duncan, surge fugazmente en ella algo como una decepción y un principio de hastío, sin que sepamos la causa:

(Acto tercero, escena II.) «Nada se ha ganado, y se ha perdido todo cuando se ha realizado un deseo sin hallar una completa satisfacción. Es preferible ser la victima que vivir con su muerte en una alegría llena de inquietud».

Pero resiste. En la escena del banquete sólo ella conserva la serenidad, encubre los desvaríos de su esposo y halla un pretexto para despedir a los invitados. Luego desaparece de nuestra vista, hasta la escena primera del acto quinto, en la que volvemos a hallarla, sonámbula y fijada a las impresiones de aquella noche criminal. Pero, como antes, trata aún de infundir valor a su marido:

«¡Cómo, monseñor! ¿Vos, un soldado, tener miedo? ¿Qué nos importa que lo sepan cuando nadie pueda pedirnos cuentas, cuando seamos poderosos?»

Oye llamar a la puerta, como antes su esposo, con terror al acabar de cometer su crimen. Pero se esfuerza aún en «deshacer lo hecho». Lava sus manos, manchadas de sangre, y se da cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos. El remordimiento parece haberla aniquilado, cuando tan incapaz de remordimiento la creíamos. A su muerte, Macbeth, que se ha hecho entre tanto tan implacable como ella se mostraba al principio, sólo encuentra una breve oración fúnebre:

(Acto quinto, escena V.) «Debiera haber vivido más, pero el tiempo lo tenía decidido de otro modo».

Y ahora nos preguntamos qué es lo que ha quebrantado este carácter, forjado al parecer con el más duro metal. ¿Ha sido tan sólo el hecho realizado, y deberemos, por tanto, deducir que también en lady Macbeth una vida anímica originariamente sensible y de femenina benignidad se había elevado con esfuerzo hasta una concentración y una suprema tensión, que no podían durar mucho, o habremos de buscar indicios que puedan explicar el derrumbamiento por una más honda motivación humana?

No creo imposible decidir la cuestión así planteada. El Macbeth shakespeariano es una obra de circunstancias, escrita con motivo de la ascensión de Jacobo, rey de Escocia, al trono de Inglaterra. El argumento estaba dado y había sido ya tratado por otros autores, cuyos trabajos utilizó probablemente Shakespeare a su manera habitual. Además, ofrecía singulares alusiones a la situación presente. La «virginal» Isabel, de la cual se murmuraba que nunca había podido concebir hijos y que al recibir la noticia del nacimiento de Jacobo se había calificado a sí misma, dolorosamente, de «tronco seco[1870]», se había visto obligada, por su esterilidad, a verse suceder por el rey de Escocia, hijo de aquélla María Estuardo a la que Isabel había enviado al cadalso.

La ascensión de Jacobo I al trono fue como una prueba de la maldición de la esterilidad y la bendición de la fecundidad. Y en esta misma antítesis se funda el desarrollo del Macbeth shakespeariano. Las «hermanas del destino» le han profetizado que será rey, pero también han profetizado a Banquo que sus hijos y descendientes ceñirán la corona. Macbeth se rebela contra esta profecía; no le basta satisfacer su ambición personal: quiere ser el fundador de una dinastía y no haber cometido un crimen en provecho de otros. Es, por tanto, erróneo ver tan sólo en esta obra shakespeariana la tragedia de la ambición. Evidentemente, como Macbeth sabe que no ha de vivir eternamente, sólo hay para él un medio de debilitar aquella parte de la profecía contra la cual se rebela, y es tener hijos que puedan sucederle. Así parece, en efecto, esperarlos de su vigorosa mujer:

(Acto primero, escena VII.) «No des al mundo más que hijos varones, porque de tus entrañas de hierro no debieran salir más que hombres».

E igualmente evidente es que, una vez defraudado en tal esperanza, tiene que someterse al destino, so pena de que su actuación pierda todo fin y se transforme en el ciego furor de un condenado al fracaso que intenta aún aniquilar cuanto encuentra a mano. Vemos que Macbeth recorre este camino, y en el culmen de la tragedia hallamos aquellas conmovedoras palabras de Macbeth, reconocidas ya frecuentemente como de múltiple sentido y que pudieran encerrar la clave de la transformación del protagonista:

(Acto cuarto, escena III.) «No tiene hijos».

Lo cual quiere decir, desde luego: «Sólo porque él mismo no tiene hijos ha podido asesinar a los míos»; pero también puede integrar algo más, y, ante todo, puede revelar el motivo más hondo que impulsa a Macbeth más allá de su propia naturaleza, al par que hiere el carácter de su implacable esposa en su único punto débil. Ahora bien: si abarcamos la tragedia shakespeariana desde la cima que estas palabras señalan, vemos que toda ella aparece tachonada de referencias a la relación paterno-filial. El asesinato del bondadoso Duncan es punto menos que un parricidio: en el caso de Banquo, Macbeth mata al padre, pero se le escapa el hijo, y en el de Macduff mata a los hijos porque el padre se le ha escapado.

En la escena del conjuro las «hermanas del destino» le hacen ver un niño ensangrentado y coronado; la cabeza armada de casco que antes aparece es acaso Macbeth mismo. Pero en el fondo se alza la tenebrosa figura de Macduff, el vengador, que es una excepción de las leyes de la generación, ya que no fue parido por su madre, sino arrancado del seno materno antes que llegara el tiempo de su nacimiento.

Sería plenamente conforme a una justicia poética basada en el Talión que la carencia de hijos de Macbeth y la esterilidad de su mujer fueran el castigo de su crimen contra la santidad de la generación, esto es, que Macbeth no pudiera llegar a ser padre por haber robado a los hijos el padre y al padre los hijos, y que, de este modo, se cumpliese en lady Macbeth aquella pérdida de la feminidad que ella misma demandó a los espíritus malignos. La enfermedad de lady Macbeth y la transformación de su ánimo homicida en remordimiento quedarían, así, explicadas como reacción a su esterilidad, la cual lleva a su ánimo la convicción de su impotencia contra las leyes de la Naturaleza y le advierte, al propio tiempo, que su crimen queda despojado, por culpa suya, de la parte mejor de su rendimiento.

En la crónica de Holinshed (1577), de la cual extrajo Shakespeare el argumento del Macbeth, lady Macbeth aparece mencionada una sola vez, como mujer ambiciosa que instigó a su marido al asesinato para llegar ella a reinar. Ni de sus destinos ulteriores ni de una evolución de su carácter dice nada la crónica. En cambio, creemos ver que la transformación de carácter que hace de Macbeth un hombre infeliz y sanguinario aparece movida en ella tal y como nosotros lo acabamos de intentar. Pues la crónica de Holinshed deja transcurrir entre el asesinato de Duncan, que hace rey a Macbeth, y los demás crímenes de este último un espacio de diez años, durante los cuales Macbeth se conduce como un soberano severo, pero justo. Sólo después de este lapso comienza a transformarse su carácter bajo el doloroso temor de que la profecía hecha a Banquo pudiera cumplirse como se había cumplido la de su destino. Sólo entonces hace matar a Banquo y es arrastrado de uno a otro crimen, como en la obra de Shakespeare. Tampoco la crónica de Holinshed consigna expresamente que fuera su falta de hijos lo que le impulsó por este camino, pero deja tiempo y espacio para tal motivación. No así la obra de Shakespeare. Los acontecimientos se suceden en ella con vertiginosa rapidez, pues por los datos que nos procuran los personajes de la obra puede calcularse en una semana la duración de su curso[1871]; Esta aceleración despoja de una base posible a todas nuestras hipótesis sobre la motivación del cambio de carácter de Macbeth y de su mujer. Falta el tiempo preciso para que el continuado fracaso de sus esperanzas de sucesión pueda quebrantar el carácter de su mujer y arrastrar al marido a un obstinado furor y queda en pie la contradicción de que las sutiles circunstancias que descubrimos en la obra y en las relaciones de la misma con su ocasión circunstancial tiendan a coincidir con el tema de la falta de hijos, en tanto que la economía temporal de la tragedia rechaza una evolución de los caracteres por motivos distintos de los más íntimos.

Cuáles, empero, pueden ser estos motivos que en tan corto tiempo hacen del ambicioso indeciso un furioso desenfrenado y de la instigadora, fuerte como el acero, una enferma destrozada por los remordimientos, no es, a mi juicio, posible adivinarlo. Opino, pues, que hemos de renunciar a penetrar la triple oscuridad acumulada por las alteraciones del texto original, la desconocida intención del poeta y el sentido secreto de la leyenda. No quisiéramos dejar paso tampoco a la posible objeción de que tales investigaciones son ociosas ante el magno efecto que la tragedia ejerce sobre el espectador. El poeta puede, ciertamente, dominamos con su arte durante la representación y paralizar con ello nuestro pensamiento, mas no impedir que ulteriormente nos esforcemos en llegar a la comprensión del mecanismo psicológico de tal efecto. También la observación de que el poeta es libre de abreviar la sucesión natural de los acontecimientos que nos presenta, si con el sacrificio de la verosimilitud ordinaria puede lograr un incremento del efecto dramático, me parece en este caso fuera de lugar. Pues tal sacrificio sólo se justifica cuando únicamente perturba la verosimilitud, mas no cuando hace desaparecer el enlace casual; y el efecto dramático del Macbeth no habría sufrido apenas si se hubiera dejado indeterminado el tiempo en que la acción se desarrolla, en vez de limitarlo a escasos días con manifestaciones expresas de los personajes.

Se nos hace tan difícil abandonar por insoluble un problema como el de Macbeth, que nos permitiremos aún agregar una observación susceptible de procuramos una solución inesperada. Ludwig Jekels, en un reciente estudio sobre Shakespeare, ha creído descubrir un aspecto de la técnica del maestro, aplicable acaso también a la obra que nos ocupa. Opina que Shakespeare divide frecuentemente un carácter en dos personajes, cada uno de los cuales nos parece, así, imperfectamente comprensible mientras no lo reunimos con el otro en una unidad. Tal podría ser también el caso de Macbeth y su mujer, y entonces, naturalmente, no conduciría a nada querer interpretar la figura de esta última como una personalidad independiente e investigar los motivos de su transformación sin atender a la figura de Macbeth, complemento suyo. No seguiremos más allá esta pista, pero sí queremos señalar algo que apoya de un modo singular semejante interpretación, y es el hecho de que los gérmenes de angustia que en la noche del asesinato surgen en Macbeth no se desarrollen luego en él, sino en su mujer. Es él quien ha tenido antes del crimen la alucinación del puñal, pero ella la que sucumbe después a la demencia. Después del crimen oyó él una voz que gritaba: «Macbeth mata el sueño y no dormirá más». Pero luego no se nos dice que el rey Macbeth no pueda ya dormir y, en cambio, vemos a la reina alzarse sonámbula de su lecho y delatar su culpa. Macbeth miraba perplejo sus manos ensangrentadas y se lamentaba de que todo el océano del gran Neptuno no bastara para quitar aquella sangre de su mano; pero luego es ella la que frota incansablemente sus manos, sin lograr verlas jamás limpias de sangre. «Todos los perfumes de Arabia no desinfectarían esta mano». (Acto quinto, escena I.) De este modo se cumple en ella lo que a él le hacían temer sus remordimientos; ella se convierte en el remordimiento tras el crimen, y él en la obstinación desafiante, agotando así entre los dos las posibilidades de la reacción al delito, como dos partes desacordes de una única individualidad psíquica, y acaso copias de un único modelo.

Si en el caso de lady Macbeth no hemos podido dar respuesta a la interrogación de por qué se derrumba, enferma, una vez logrado el éxito, acaso nos sea más favorable el análisis de la creación de otro gran dramaturgo [Ibsen] que gusta de perseguir con severo rigor el proceso de la responsabilidad psicológica.

Rebeca Gamvik, hija de una comadrona, ha sido educada por su padre adoptivo, el doctor West, en una amplia libertad de pensamiento y en el desprecio de todas aquellas ligaduras que una moral fundada en la fe religiosa quisiera imponer a los deseos vitales. A la muerte del doctor, Rebeca halla acogida en Rosmersholm, solar de una antigua estirpe, cuyos miembros no conocen la risa y han sacrificado la alegría al más riguroso cumplimiento del deber. En Rosmersholm habitan el pastor Juan Rosmer y Beata, su esposa, mujer enfermiza y estéril. Dominada por un ardiente deseo irrefrenable de lograr el amor del aristócrata, Rebeca decide deshacerse de la mujer que le cierra el camino y pone en juego para ello su valerosa voluntad, no inhibida por consideración alguna. Desliza en las manos de Beata un libro de Medicina, en el cual se designa como fin de la asociación conyugal el logro de una descendencia, de suerte que la infeliz esposa comienza a dudar de la justificación de su matrimonio. Luego, Rebeca le hace suponer que Rosmer, cuyas lecturas y meditaciones comparte Beata, está en vías de apartarse de la antigua fe y pasarse al partido contrario. Por último, después de haber minado así la confianza de Beata en la moralidad de su marido, Rebeca le da a entender que ella misma se ve en el trance de abandonar la casa para ocultar las consecuencias de sus relaciones ilícitas con Rosmer. Los planes criminales de Rebeca logran pleno éxito. La infeliz Beata, considerada como una enferma melancólica e irresponsable, se arroja al río desde el puentecillo del molino, atormentada por el sentimiento de su inferioridad y para no estorbar la felicidad de su esposo.

Desde hace un año, Rebeca y Rosmer viven solos en Rosmersholm, en una intimidad que Rosmer se esfuerza en interpretar como una amistad puramente espiritual e ideal. Pero cuando sobre estas relaciones caen desde el exterior las primeras sombras de la maledicencia y surgen simultáneamente en Rosmer dolorosas dudas sobre los motivos que pudieron llevar a su mujer al suicidio, pide a Rebeca en matrimonio para poder contraponer al triste pasado una nueva realidad viva. (Acto II.) Rebeca saborea con júbilo, por un instante, aquella demanda, pero en el acto declara que le es imposible satisfacerla, y que si Rosmer trata de penetrar en las causas de su negativa, ella «seguiría el camino que antes siguió Beata». Esta negativa resulta incomprensible para Rosmer, y más aún para nosotros, que conocemos mejor la conducta y las intenciones anteriores de Rebeca. Pero no podemos dudar de que su repulsa es firme y sincera.

¿Cómo ha podido suceder que la arriesgada aventurera, de voluntad osada e independiente, que se ha abierto camino, sin reparo alguno, hacia la realización de sus deseos, se resista ahora a cosechar el fruto del éxito ofrecido a sus manos? Ella misma nos da, en el cuarto acto, la explicación: «Eso es precisamente lo terrible: ahora que se me ofrece a manos llenas toda la felicidad del mundo, me encuentro transformada, de tal suerte que mi propio pasado me cierra el camino de la felicidad». Así pues, Rebeca se ha convertido entre tanto en otra mujer; ha despertado su conciencia y ha surgido en ella un sentimiento de culpabilidad que le prohíbe aprovecharse del éxito de sus planes.

¿Y qué es lo que despertó su conciencia? Oigámosla a ella misma y meditemos después si debemos darle entero crédito: «Es la concepción de la vida de la casa Rosmer —o por lo menos la tuya— la que ha contagiado mi voluntad… y la ha enfermado. La ha esclavizado con leyes que antes no regían para mí. Mi convivencia contigo ha ennoblecido mi alma».

Esta influencia agregamos nosotros— no se hizo valer hasta que Rebeca pudo convivir a solas con Rosmer: «… En el silencio, en la soledad, cuando tú me has ido comunicando tus pensamientos sin reserva alguna y todos tus estados de ánimo con tanta sensibilidad y sutileza como tú los vivías…, entonces se inició en mí la gran transformación».

Poco antes se había lamentado de la otra cara de esta transformación: «Porque Rosmersholm me ha quitado mis fuerzas; ha paralizado mi animosa voluntad. Ha pasado para mí el tiempo en que podía arriesgarlo todo. He perdido la energía para la acción, Rosmer».

Rebeca da esta explicación después de haber contestado espontáneamente su crimen ante Rosmer y el rector Kroll, hermano de la mujer que ella había llevado a la muerte. Ibsen hace ver, con pequeños rasgos de magistral sutileza, que Rebeca no miente, pero que tampoco es enteramente sincera. Lo mismo que, a pesar de su total carencia de prejuicio, se quita un año al declarar su edad, también su confesión ante los dos hombres es incompleta y se hace necesario el apremio de Kroll para completarla en algunos puntos esenciales. Así pues, podemos lícitamente suponer que si en la explicación de su renuncia revela ciertas cosas, es tan sólo para mejor ocultar otras.

No hallamos, desde luego, fundamento alguno para sospechar de su aserto de que el ambiente de Rosmersholm y su trato con el noble Rosmer han ennoblecido su ánimo y paralizado su voluntad. Dice con ello lo que sabe y lo que ha sentido. Pero puede muy bien no ser todo lo que ha sentido, y tampoco es preciso que haya podido darse cuenta de todo. La influencia de Rosmer puede ser también, únicamente, un velo detrás del cual se esconde otro influjo que un rasgo harto singular nos delata.

Todavía después de su confesión, en la escena final de la obra, Rosmer vuelve a pedirle que consienta en ser su esposa. Le perdona a Rebeca el crimen que por su amor ha cometido. Y entonces ella no responde, como debiera, que ningún perdón puede desvanecer en ella la vergüenza de haber engañado vilmente a la infeliz Beata, sino que se dirige un distinto reproche, que ha de parecemos extraño en mujer tan libre de prejuicios y que no merece ocupar, desde luego, el lugar que Rebeca le otorga: «No insistas, amigo mío. Es imposible… Has de saber, Rosmer, que tengo un pasado». Con esto quiere, naturalmente, indicar que ha tenido relaciones sexuales con otro hombre, y habremos de anotar que estas relaciones, pertenecientes a una época en la que Rebeca era libre e independiente, le parecen constituir un obstáculo más grave a su unión con Rosmer que su conducta realmente criminal para con Beata. Rosmer no quiere saber nada de aquel pasado. Pero nosotros podemos adivinarlo, aunque todo lo que a él se refiere fluye, por decirlo así, subterráneamente en la obra y ha de ser deducido de alusiones muy leves, aunque tan perfectamente ajustadas que hacen imposible el equívoco.

Entre la primera negativa de Rebeca y su confesión sucede algo de importancia decisiva para su posterior destino. Kroll, el rector, la visita para humillarla, haciéndole ver que conoce su origen ilegítimo, pues ha averiguado que es hija precisamente de aquel doctor West que la adoptó a la muerte de su madre. El odio ha aguzado las facultades inductivas de Kroll; pero éste no cree, sin embargo, decir con ello a Rebeca nada nuevo: «Creí que estaba usted perfectamente enterada. De otro modo, habría sido singular que se hubiera usted dejado adoptar por el doctor West. West se la llevó a usted a su casa a raíz de la muerte de su madre. La trató a usted duramente. Y. sin embargo, usted permaneció a su lado, sabiendo muy bien que no había de dejarle un cuarto. Todo lo que heredó usted de él fue un cajón de libros. Y, a pesar de todo, siguió usted en su casa, aguantando sus extravagancias y asistiéndole hasta el último instante. Lo que usted ha hecho por él le ha sido inspirado por el natural instinto filial. Y toda su demás conducta es para mí un resultado natural de su origen».

Pero Kroll estaba equivocado. Rebeca no sabía en absoluto que fuera hija del doctor West. Cuando Kroll inició sus oscuras alusiones a su pasado, Rebeca hubo de suponer que se refería a algo muy diferente. Una vez que ha comprendido de lo que se trata puede conservar aún, por un momento, su serenidad, pues todavía le es dado creer que su enemigo ha basado sus cálculos en el número de sus años, falseado por ella en su conversación anterior con él. Pero Kroll rechaza victoriosamente la objeción: «Es posible. Pero mis cálculos pueden ser, sin embargo, exactos, pues un año antes de obtener su empleo fue West por allí de visita unos días». Al saber esto, pierde ya Rebeca todo dominio de sí misma. «Eso no es verdad». Va de un lado a otro por la habitación y se retuerce las manos. «Es imposible. Trata usted de hacerme creer una mentira. No puede ser verdad. No; no puede ser verdad». Su emoción es tan violenta, que Kroll no cree poder atribuirla tan sólo a su revelación:

KROLL.—Pero, amiga mía…, ¿por qué se pone usted así? Me da usted miedo… ¿Qué debo figurarme?

REBECA.—Nada; no tiene usted que figurarse nada.

KROLL.—Entonces tendrá usted que explicarme por qué toma usted tan a pecho ese asunto…, esa posibilidad.

REBECA.—(Serenándose.) Muy sencillo, señor rector. No tengo ganas de ser considerada como una hija ilegítima.

El enigma de la conducta de Rebeca no admite más que una solución. La revelación de que el doctor West era quizá su padre es el golpe más rudo que puede herirla, pues no ha sido tan sólo la hija adoptiva de aquel hombre, sino también su amante. Cuando Kroll comenzó a hablar, Rebeca creyó que aludía a aquellas relaciones, las cuales habría ella reconocido alegando su plena libertad a disponer de sí misma. Pero el rector estaba muy lejos de semejante idea; no sabía nada de sus relaciones amorosas con el doctor West, así como ella ignoraba en absoluto que era su hija. Sólo en estas relaciones amorosas puede pensar Rebeca cuando, en su última negativa a la demanda de Rosmer, alega tener un pasado que la hace indigna de ser su esposa. Probablemente, aunque Rosmer hubiera querido oírla, no le habría revelado más que una mitad de su secreto, silenciando la parte más grave del mismo.

Pero ahora ya comprendemos que este pasado constituya para Rebeca el impedimento más serio de su matrimonio con Rosmer y su mayor delito.

Cuando llega a saber que ha sido la amante de su propio padre, Rebeca se somete a su sentimiento de culpabilidad, que ahora se manifiesta con toda su fuerza. Hace ante Rosmer y Kroll la confesión que la estigmatiza como asesina; renuncia definitivamente a la felicidad, hacia la cual se había abierto camino con su crimen, y se dispone a partir para siempre. Pero el verdadero motivo de este sentimiento de culpabilidad, que la hace fracasar ante el éxito, permanece secreto. Y ya hemos visto que es algo muy distinto de la atmósfera de Rosmersholm y del influjo moralizador de Rosmer.

Aquellos de nuestros lectores que nos hayan seguido hasta este punto nos opondrán seguramente una objeción que puede luego justificar ciertas dudas. La primera negativa de Rebeca a las pretensiones matrimoniales de Rosmer sucede, en efecto, antes de la segunda visita de Kroll, o sea, antes del descubrimiento de su nacimiento ilegítimo y en una época en la que nada sabe aún de su incesto —si es que hemos comprendido bien al poeta—. Pero, no obstante, tal repulsa es terminante y sincera. Así pues, el sentimiento de culpabilidad que la hace renunciar al fruto de sus manejos actúa ya en ella antes de su conocimiento de su delito principal, y admitiéndolo así, habremos quizá de borrar el incesto como fuente del sentimiento de culpabilidad.

Hasta ahora hemos tratado a Rebeca West como si fuera una persona viva y no una creación de la fantasía de Ibsen, guiada por una razón rigurosamente crítica. Al intentar ahora rebatir la objeción planteada no tenemos por qué abandonar tal posición. La objeción está bien orientada; la conciencia moral de Rebeca había comenzado ya a despertar antes de saber que sus relaciones con el doctor West habían sido incestuosas. Nada se opone a que atribuyamos tal transformación al influjo de Rosmer, que la misma Rebeca reconoce. Pero con ello no nos libramos de reconocer un segundo motivo. La conducta de Rebeca ante la revelación del rector y su inmediata reacción a ella con la confesión de su crimen no dejan lugar a duda alguna de que sólo en este momento entra en acción el motivo más poderoso y decisivo de su renuncia. Nos hallamos ante un caso de motivación múltiple, en el que detrás del motivo más superficial hallamos otro más profundo. Normas imperativas de la economía poética aconsejaron al autor dar esta forma al caso expuesto, pues el motivo más profundo no debía ser abiertamente presentado y tenía que permanecer encubierto, sustraído a la cómoda percepción del espectador o el lector, so pena de provocar la aparición de graves resistencias, fundadas en sentimientos muy penosos, que habrían de comprometer el efecto de la obra.

Pero podemos exigir, desde luego, que el motivo antepuesto no carezca de conexión interna con aquel otro al cual encubre, sino que se nos muestre como una mitigación y una derivación del mismo. Y si, en cuanto al poeta, suponemos que su combinación poética consciente ha nacido consecuentemente de premisas inconscientes, podremos también intentar la demostración de que también ha cumplido la exigencia antes apuntada. El sentimiento de culpabilidad de Rebeca emana de la rebelión de su yo moral contra el incesto, antes aún que el rector lo hiciera patente a su conciencia. Si reconstruimos su pasado, esbozado por el poeta, nos diremos que Rebeca no puede menos de haber tenido alguna vislumbre de las relaciones íntimas de su madre con el doctor West. Y al convertirse en sucesora de su madre al lado de aquel hombre tuvo que experimentar una profunda impresión, pues se hallaba bajo el imperio del complejo de Edipo, aun cuando no supiera que esta fantasía general se había hecho realidad en su caso. Cuando llegó a Rosmersholm, el poder interior de aquella primera vivencia la impulsó a constituir activamente la misma situación que la vez primera hubo de constituirse sin acción alguna por su parte; esto es, deshacerse de la esposa y la madre para ocupar su puesto al lado del esposo y el padre. Ella misma describe, con energía convincente, cómo se vio forzada, contra su voluntad, a dar paso tras paso para la supresión de Beata.

«Pero ¿creéis acaso que yo obraba con fría reflexión? Por entonces no era yo lo que hoy: no era la mujer que ahora está ante vosotros y os habla. Y, además, parece como si en una misma persona hubiera dos distintas voluntades. Yo quería desembarazarme de Beata. Fuera como fuera. Pero no creía que llegaría jamás a ello. A cada paso que arriesgaba hacia adelante me parecía como si algo gritara dentro de mí: ¡No sigas! ¡Ni un solo paso más! Y, sin embargo, no podía contenerme. Tenía que avanzar un poquito. Y luego otro pasito más… Y siempre un poco más… Así es como suceden estas cosas».

Con estas palabras no intenta Rebeca disculpar su crimen; se limita a exponer, con plena y sincera conciencia, el proceso que hasta él la condujo. Todo lo que hubo de sucederle en Rosmersholm, su enamoramiento de Rosmer y su hostilidad contra Beata, fue ya un resultado del complejo de Edipo, una reproducción obligada de su actitud con respecto a su madre y el doctor West.

Por eso, el sentimiento de culpabilidad que la impulsó primero a rechazar las pretensiones de Rosmer no es, en el fondo, distinto de aquel otro, más intenso, que después de la revelación de Kroll la fuerza a confesar su crimen. Mas, así como el influjo del doctor West había hecho a Rebeca librepensadora e indiferente a la moral religiosa, el amor a Rosmer había vivificado luego y ennoblecido su conciencia. Esto es lo que ella misma comprendía de sus procesos íntimos, y por eso podía designar justificadamente el influjo de Rosmer como el motivo, accesible a su percepción consciente, del cambio de que en ella habíase cumplido.

El médico psicoanalítico sabe cuán frecuente es el caso de que la muchacha admitida en una casa como criada, señorita de compañía o institutriz deja en ella, consciente o inconscientemente, la fantasía —basada en el complejo de Edipo— de que la señora de la casa llegue a faltar y el señor la tome a ella, en su lugar, por esposa.

Entre las creaciones poéticas que tratan esta fantasía cotidiana de las jóvenes es Rosmersholm la suprema obra de arte. Si se convierte en una tragedia es porque al ensueño de la protagonista ha precedido, en su historia anterior, la realidad correspondiente.

Después de habernos demorado tan prolongadamente en los dominios de la producción poética tomaremos a los de la experiencia médica. Pero tan sólo para señalar, en breves palabras, su completa coincidencia. La labor psicoanalítica enseña que las fuerzas de la conciencia que hacen enfermar a ciertos sujetos a causa del éxito, del mismo modo que la generalidad enferma a causa de la privación, se hallan íntimamente enlazadas al complejo de Edipo, a la relación del individuo con su padre y su madre, como acaso, también en general, nuestro sentimiento de la culpabilidad.

Sigmund Freud, 1916
Traducción: Luis López Ballesteros y de Torres
PH / Oliver Stalmans