Once meses antes de la Guerra del Yom Kippur, en noviembre de 1972, Oriana Fallaci, la gran periodista italiana, entrevistó en Jerusalén a Golda Meir. La preocupación inicial de Fallaci fue la paz y, más que eso, la posibilidad de que árabes e israelíes volvieran a la guerra, como ocurriría en octubre de 1973. Una de las respuestas de la primer ministro encierra un algo de profético: “Verá usted, –dijo Meir a la Fallaci– muchos dicen que los árabes están dispuestos a firmar un acuerdo con nosotros. Pero, en estos regímenes dictatoriales, ¿quién nos asegura que un acuerdo signifique algo? Supongamos que Sadat firme y luego sea asesinado. ¿Quién garantiza que su sucesor respetará el acuerdo firmado por Sadat?”.

La historia de esta entrevista es muy especial. Es la historia de una entrevista que fue misteriosamente robada y que tuve que rehacer. Estuve con Golda Meir dos veces, durante unas dos horas, después del robo. Por tanto, creo ser la única periodista que ha charlado cuatro veces y seis horas con esta fantástica mujer, a la que se pueden dedicar elogios o insultos pero a la que no se puede negar el adjetivo de fantástica. ¿Me equivoco? ¿Peco de optimismo o, digamos mejor, de feminismo? Tal vez. Pero mientras admito que no tengo nada contra el feminismo entendido como igualdad entre hombre y mujer, debo añadir que no seré nunca objetiva respecto a Golda Meir. Nunca conseguiré juzgarla con la objetividad de aquellos para quienes un personaje poderoso es un fenómeno que debe analizarse con frialdad, con el bisturí. En mi opinión, incluso si no se está en absoluto de acuerdo con ella, con su política, con su ideología, no se puede evitar el respetarla, admirarla e incluso tenerle afecto. Yo, ahora, le tengo afecto. Entre otras cosas me recuerda a mi madre, a la que se parece un poco. También mi madre tiene esos cabellos grises y rizados, ese rostro cansado y arrugado, ese cuerpo pesado sostenido por piernas hinchadas, delicadas, de plomo. También mi madre tiene ese aire enérgico y dulce, ese aspecto de ama de casa obsesionada por la limpieza. Son de esas mujeres que hoy ya no existen, de esas cuya riqueza consiste en una sencillez que desarma, una modestia irritante, una sabiduría que les viene de haber agotado toda la vida en dolores, preocupaciones y trabajos que no les han dejado tiempo para lo superfluo. Bien: Golda Meir es algo distinto, es algo más. Por ejemplo: de ella depende el destino de millones de criaturas, ella puede hacer o deshacer la paz en Oriente Medio, encender o apagar la mecha de un conflicto mundial. Y, además, es la representante tal vez más autorizada de una doctrina que tantos de nosotros condenan o sobre la que se expresan serias dudas: el sionismo. Pero todo esto se sabe. Y a mí, sobre Golda Meir, no me interesa decir lo que se sabe. Me interesa decir lo que no se sabe. He aquí, pues, la historia de esta entrevista. Más bien mi historia con Golda Meir.
El primer encuentro tuvo efecto a principios de octubre en su residencia de Jerusalén. Era lunes, y ella se había vestido de negro como hace mi madre cuando tiene que recibir visitas. Hasta se había empolvado la nariz como hace mi madre cuando ha de recibir visitas. Sentada en su residencia, frente a un café y un paquete de cigarrillos, parecía solamente preocupada por que yo me sintiera a gusto y por minimizar su autoridad. Le había enviado un libro mío sobre el Vietnam junto con un ramo de rosas. Las rosas estaban en un jarrón y el libro en sus manos. Antes de que le preguntase nada se puso a discutir el modo en que yo había visto la guerra y, entonces, no resultó difícil, por tanto, inducirla a hablar de su guerra: del terrorismo, de los palestinos, de los territorios ocupados, de las condiciones que hubiese impuesto a Sadat y a Hussein si se hubiese visto obligada a negociar con los árabes. Su voz era cálida, sonora. Su expresión sonriente, jovial. Me sedujo rápidamente, sin esfuerzo. Me conquistó del todo cuando, después de una hora y cuarto, dijo que volvería a verme. Y ocurrió tres días después en su despacho de primer ministro. Dos horas interesantísimas. Dejando aparte los problemas políticos, cuyos puntos de vista acepté, a veces, con mucha reserva, en la segunda entrevista me habló exclusivamente de ella misma: de su infancia, de su familia, de sus dramas de mujer, de sus amigos como Pietro Nenni, por el que siente una admiración desenfrenada, un afecto conmovedor. En el momento de despedirnos, también nosotras éramos amigas. Me dio una fotografía para mi madre con la dedicatoria más lisonjera del mundo. Me rogó que volviera pronto a verla: «Pero sin este artefacto, ¿eh? Sólo para charlar entre nosotras frente a una taza de té». El artefacto era el magnetófono en el que yo había grabado cada una de sus respuestas, cada una de sus frases. Sus ayudantes estaban asombrados: frente a tal artefacto nunca se había expresado con tanta confianza. Un ayudante me rogó que le enviase una copia de las cintas para donarla a un kibutz que custodiaba los documentos sobre Golda Meir.
Las cintas. Para mí, nada es más precioso que las cintas. No hay apuntes taquigráficos, recuerdos, que puedan sustituir la viva voz de una persona. Las cintas eran dos minicasettes de noventa minutos cada una más una tercera de cinco o seis minutos. De las tres, sólo la primera había sido transcrita. Por tanto, las coloqué en el bolso con el cuidado que se reserva a una joya, y al día siguiente, partí para llegar a Roma hacia las ocho y media de la noche. A las nueve y media entraba en el hotel. Un gran hotel. Apenas en la habitación, saqué del bolso las tres minicasettes para meterlas en un sobre. Luego dejé el sobre en la mesa escritorio junto a un par de gafas, una polvera de mucho valor y otros objetos diversos, y salí. Por supuesto cerré la puerta con llave; dejé la llave al portero y salí. Estuve fuera aproximadamente durante quince minutos, el tiempo de cruzar la calle y comer un bocadillo. Cuando regresé la llave había desaparecido. La buscaron por todas partes en el tablero de la recepción: en vano. Y cuando subí, la puerta de mi habitación estaba abierta. Sólo la puerta. El resto estaba en orden. Las maletas estaban cerradas, la polvera de mucho valor y los demás objetos estaban donde los había dejado. A primera vista parecía que no se hubiese tocado nada. Y necesité un par de segundos para darme cuenta que el sobre de las cintas estaba vacío, que las cintas de Golda Meir ya no estaban allí. Ni tampoco el magnetófono que contenía otra cinta, pero intacta. Lo habían sacado de un maletín de viaje ignorando un cofrecillo de joyas, y después habían reordenado cuidadosamente el interior del maletín. Únicamente se habían llevado dos collares abandonados sobre la mesa. Para dar una pista falsa, dijo la policía.
La policía acudió en seguida y se quedó hasta el amanecer. Compareció incluso la policía política, representada por austeros jóvenes que no se interesaban por los robos sino por cuestiones más delicadas. Se presentó incluso la policía científica, con las máquinas fotográficas y los instrumentos que sirven para encontrar indicios en los casos de asesinato. Pero sólo hallaron mis huellas digitales en todas partes; los ladrones habían actuado con guantes. Los austeros jóvenes llegaron a la conclusión de que se trataba de un robo político, y esto también lo comprendía yo. Lo que no comprendía es quién lo había hecho y por qué. ¿Algún árabe en busca de noticias? ¿Algún enemigo personal de Golda? ¿Algún periodista celoso? Todo se había hecho con precisión, con agilidad, con lucidez, a lo James Bond. Y me habían seguido: nadie sabía que estaría en Roma aquel día, ni a qué hora ni en qué hotel. ¿Y la llave? ¿Por qué la llave había desaparecido del casillero? Al día siguiente sucedió una cosa extraña. Una mujer con dos bolsas de una compañía aérea se presentó en el hotel y preguntó dónde estaba la policía. Había encontrado las bolsas en un matorral de Villa Borghese y quería entregárselas a la policía. ¿Qué contenían las bolsas? Una veintena de minicasettes idénticos a los míos. Fue detenida y llevada a comisaría. Escuchamos los casettes uno por uno. Sólo eran grabaciones de cancioncillas. ¿Un aviso? ¿Una amenaza? ¿Una burla? La mujer no supo decir por qué fue a buscar a la policía precisamente a aquel hotel.
Y volvamos a Golda. Golda se enteró del robo a la noche siguiente cuando estaba en casa con unos amigos a quienes contaba nuestro encuentro: «Anteayer tuve una experiencia, me divertí concediendo una entrevista a…». La interrumpió uno de sus ayudantes con mi telegrama: «Me lo han robado todo repito todo stop Intente volver a verme por favor». Lo leyó, me contaron, se llevó una mano al pecho y durante algunos minutos no pronunció palabra. Luego levantó unos ojos doloridos, decididos, y marcando bien las sílabas dijo: «Evidentemente alguien no quiere que esta entrevista sea publicada. Por tanto hay que rehacerla. Búsquenme un par de horas para otra cita». Lo dijo así mismo, me aseguran, y yo dudo que otros estadistas actuasen del mismo modo. Creo que cualquier otro, en su lugar, se hubiera encogido de hombros: «Peor para usted. Ya le he concedido más de tres horas. Escriba lo que recuerde. Arréglese». Pero Golda, antes que una estadista, es una mujer de las que ya no hay. La única condición que puso fue que esperase un mes y la nueva cita se fijó para el martes 14 de noviembre. Así sucedió. Y ciertamente, volviendo de la entrevista aquel día, no imaginaba que hubiera descubierto la posibilidad de tomarle afecto. Mas, para explicar una afirmación tan grave, debo decir lo que más me conmovió.
No repetiré que nació en Kiev, en 1898, con el nombre de Golda Mabovitz, que creció en Norteamérica, en Milwaukee, y que se casó con Morris Meyerson en 1917, que con él emigró a Palestina en 1918, que el apellido Meir se lo impuso Ben Gurión para que sonase más hebraico, que su éxito se inició cuando era embajadora en Moscú en tiempos de Stalin, que fuma por lo menos sesenta cigarrillos al día, que se alimenta principalmente de café, que su jornada laboral dura dieciocho horas, que, como primer ministro, gana la miserable cantidad de veinte mil pesetas al mes. No buscaré el secreto de su leyenda. La entrevista que sigue la explica por sí misma. La compuse siguiendo la cronología de las citas con ella y traduciéndola del inglés, la lengua que probablemente conoce mejor, y en la cual hablamos.
Naturalmente, la policía no descubrió nunca el misterio del robo de aquellas cintas. O si lo descubrió, se guardó muy mucho de informarme. Pero un indicio que no tardó en ser más que un indicio se mostró de suyo. Y vale la pena contarlo, aunque sea para dar de los poderosos una idea más.
Casi al mismo tiempo en que solicité la entrevista con Golda Meir pedí también una a Gaddafi. Y éste, a través de un alto funcionario del Ministerio de Información libio, me hizo saber que me la concedería. Pero de pronto, días después del robo de las cintas, citó a un periodista de un semanario de la competencia de «L’Europeo». El periodista se precipitó a Trípoli y, qué casualidad, Gaddafi le regaló frases que sonaban como las respuestas que me había dado Golda Meir. Ni que decir tiene que el pobre periodista ignoraba este detalle. Y ni que decir tiene también que yo sí me di cuenta de ello. E hice una pregunta más que legítima: ¿cómo era posible que el señor Gaddafi pudiese responder a algo que no había sido nunca publicado y que nadie, excepto yo, conocía? ¿Había escuchado mis cintas el señor Gaddafi? Y, además, ¿había hecho que me las robaran? E inmediatamente mi memoria registró un detalle no olvidado. Al día siguiente del robo me convertí en un detective improvisado, y, sin decir ni pío, me fui a hurgar en el cubo de la basura de la planta del hotel en la que se había cometido el delito. Allí, y aunque en el hotel me juraron que desde hacía días no se había hospedado ningún árabe, descubrí un papel escrito en árabe. Junto con mis preguntas se lo entregué a la policía política.
Esto es todo. Y Gaddafi no me concedió la entrevista prometida. Nunca me citó en Trípoli para disipar la infamante sospecha que todavía hoy estoy autorizada a sentir con respecto a él. Por lo demás, si la prensa italiana le interesa tan profundamente y tiene la desfachatez de pedir el despido de un periodista en Turín, ¿por qué no había de tener la osadía de hacer robar mis cintas en un hotel de Roma?

GOLDA MEIR. —Buenos días, querida, buenos días. Estaba mirando su libro sobre la guerra y me preguntaba si las mujeres reaccionan ante la guerra de manera distinta a los hombres… Yo digo que no. En los últimos años y durante la guerra de desgaste me he visto muchas veces en la necesidad de tomar determinadas decisiones: por ejemplo, enviar a nuestros soldados a lugares de los que no regresarían u ordenar operaciones que costarían la vida a quién sabe cuántas criaturas de ambas partes. Y yo sufría…, sufría. Pero daba estas órdenes como las hubiera dado un hombre. Incluso, ahora que pienso en ello, no estoy en absoluto segura de haber sufrido más de lo que hubiera sufrido un hombre. Entre mis colegas masculinos he visto algunos oprimidos por una tristeza más profunda que la mía. No es que la mía fuese pequeña. Pero no influía, no, no influía en mis decisiones… La guerra es una inmensa estupidez. Estoy convencida de que un día todas las guerras terminarán. Estoy convencida de que un día los niños, en la escuela, estudiarán la historia de los hombres que hacían la guerra, como se estudia un absurdo. Se asombrarán, se escandalizarán, como hoy se escandalizan del canibalismo. También el canibalismo ha sido aceptado durante mucho tiempo como una cosa normal. Y hoy, al menos físicamente, ya no se practica.
ORIANA FALLACI —Señora Meir, me alegro de que haya empezado afrontando este tema porque es precisamente por el que yo quería empezar. Señora Meir, ¿cuándo llegará la paz a Oriente Medio? ¿Llegaremos a ver esta paz en el transcurso de nuestra vida?
Usted sí, supongo. Espero… Quizá… No lo sé seguro. Creo que la guerra en Oriente Medio durará aún muchos, muchos años. Y le diré por qué. Por la indiferencia con que los dirigentes árabes envían a morir a su propia gente, por lo poco que cuenta para ellos la vida humana, por la incapacidad de los pueblos árabes para rebelarse y decir basta. ¿Recuerda cuando Kruschev denunció los delitos de Stalin durante el vigésimo congreso del partido comunista? Se alzó una voz del fondo de la sala que dijo: «Compañero Kruschev, ¿y tú dónde estabas?». Kruschev escrutó a los asistentes en busca de su rostro, no lo encontró y preguntó: «¿Quién ha hablado?». Nadie contestó. «¿Quién ha hablado?», preguntó de nuevo Kruschev. Y tampoco esta vez nadie contestó. Entonces Kruschev exclamó: «Compañero, yo estaba donde tú estás ahora». Pues bien, el pueblo árabe está precisamente donde estaba Kruschev, donde estaba el que lo acusaba sin atreverse a mostrar la cara. A la paz con los árabes sólo se podría llegar a través de una evolución por su parte, que incluyera la democracia. Pero vuelva a donde vuelva los ojos, no veo ni sombra de democracia. Veo solamente regímenes dictatoriales. Y un dictador no tiene por qué dar cuentas a su pueblo de una paz que no hace. Ni siquiera tiene por qué rendir cuentas de los muertos. ¿Quién ha sabido jamás cuántos soldados egipcios han muerto en las dos últimas guerras? Sólo las madres, las hermanas, las esposas, los parientes que no les han visto volver. Los dirigentes no se preocupan ni de saber dónde están sepultados, ni si están sepultados. Nosotros, en cambio…
¿Ustedes…?
Mire estos cinco volúmenes. Son las fotografías de cada soldado, hombre o mujer, muertos en la guerra. Cada muerte, para nosotros, es una tragedia. A nosotros no nos gusta hacer la guerra, ni siquiera cuando la ganamos. Después de la última no había alegría en nuestras calles. No había bailes, ni cantos, ni fiestas. Y hubiera tenido que ver a nuestros soldados que regresaban victoriosos. Eran, cada uno de ellos, el vivo retrato de la tristeza. No sólo porque habían visto morir a sus hermanos sino porque habían tenido que matar a sus enemigos. Muchos se encerraban en su habitación y no volvían a hablar. O, a veces, abrían la boca para repetir como una cantinela: «He tenido que disparar. He matado». Precisamente lo contrario que los árabes. Después de la guerra ofrecimos a los egipcios un intercambio de prisioneros. Setenta de los suyos por diez de los nuestros. Contestaron: «Pero los vuestros son oficiales, los nuestros son fellahin. Imposible». Fellahin, campesinos. Temo…
¿Teme que la guerra entre Israel y los árabes pueda estallar de nuevo?
Sí. Es posible, sí. Porque, verá usted, muchos dicen que los árabes están dispuestos a firmar un acuerdo con nosotros. Pero en estos regímenes dictatoriales ¿quién nos asegura que un acuerdo signifique algo? Supongamos que Sadat firme y luego sea asesinado. O simplemente eliminado. ¿Quién garantiza que su sucesor respetará el acuerdo firmado por Sadat? ¿Acaso fue respetado el armisticio que todos los países árabes habían firmado con nosotros? A pesar de tal armisticio nunca hubo paz en nuestras fronteras y hoy estamos permanentemente a la espera de cualquier ataque.
Pero hoy se habla de un acuerdo, señora Meir. Hasta Sadat habla de ello. ¿No es más fácil negociar con Sadat de lo que lo fue negociar con Nasser?
En absoluto. Es exactamente lo mismo. Por la sencilla razón de que Sadat no quiere negociar con nosotros. Yo estoy ya preparada a negociar con él. Hace años que le vengo diciendo: «Sentémonos alrededor de una mesa y miremos de arreglar las cosas, Sadat». Pero él no está preparado en absoluto para sentarse a una mesa conmigo. Sigue hablando de la diferencia que hay entre un acuerdo y un tratado. Dice que está dispuesto a un acuerdo, pero no a un tratado de paz. Porque un tratado de paz significaría el reconocimiento de Israel, relaciones diplomáticas con Israel. ¿Me explico? A lo que alude Sadat no es a una conversación definitiva que establezca el final de la guerra: alude a una especie de alto el fuego. Y, además, rehúsa tratar directamente con nosotros. Quiere negociar a través de intermediarios. ¡No podemos hablar a través de intermediarios! ¡No tiene sentido y es inútil! Ya en 1949, en Rodi, después de la guerra de la Independencia, firmamos un acuerdo con los egipcios, los jordanos, los sirios y los libaneses. Y fue a través de intermediarios, a través del doctor Bunch, que por cuenta de las Naciones Unidas se reunía con un grupo, con otro… ¡Bonito resultado!
Y el que Hussein hable de paz, ¿tampoco esto significa nada bueno?
Recientemente he dicho cosas amables sobre Hussein. Le he hecho cumplidos por haber hablado públicamente de paz. Diré más: creo en Hussein. Estoy convencida de que ahora se ha dado cuenta de lo fútil que resultaría para él embarcarse en otra guerra. Hussein ha comprendido que cometió un tremendo error en 1967 cuando entró en la guerra contra nosotros y no tomó en consideración el mensaje que Eshkol le había enviado: «No entre en la guerra y no le sucederá nada». Ha comprendido que fue una trágica estupidez escuchar a Nasser y sus mentiras sobre Tel Aviv bombardeada. Por tanto, ahora quiere la paz. Pero la quiere bajo sus condiciones. Pretende la orilla izquierda del Jordán, la West Bank, pretende Jerusalén, invoca la resolución de las Naciones Unidas… Nosotros ya hemos aceptado una vez la resolución de las Naciones Unidas: cuando nos pidieron dividir Jerusalén. Para nuestros corazones fue una herida profunda, pero la aceptamos. Y las consecuencias son sabidas. ¿Fuimos nosotros los que atacamos al ejército jordano? No, el ejército jordano entró en Jerusalén. Los árabes son verdaderamente extraños: pierden la guerra y luego pretenden vencernos. Pero, finalmente, la guerra de los Seis Días ¿la hemos ganado nosotros o no? ¿Tenemos o no el derecho a imponer nuestras propias condiciones? ¿Desde cuándo, en la historia, el que ataca y pierde tiene derecho a dictar condiciones al que gana? No hacen más que decir: devolvednos esto, devolvednos aquello, renunciad a esto, renunciad a aquello…
No. Jamás. No. A Jerusalén nunca. Inadmisible. Jerusalén está al margen. Ni siquiera aceptaremos discutir sobre Jerusalén.
¿Renunciarían a la orilla izquierda del Jordán, al West Bank?
Sobre este punto hay, en Israel, diferencias de opinión. Lo que significa que es posible que estemos dispuestos a negociar sobre el West Bank. Me explicaré mejor. Me da la impresión de que la mayoría de israelíes nunca pedirían al Parlamento que renunciara completamente al West Bank. No obstante, si llegásemos a negociar con Hussein, la mayoría de israelíes estaría dispuesta a restituir parte del West Bank. He dicho una parte, que quede claro. Y, por ahora, el gobierno no ha decidido ni sí ni no. Ni yo tampoco. ¿Por qué tenemos que pelearnos entre nosotros antes que el jefe de un Estado árabe se declare dispuesto a discutir con nosotros? Personalmente, creo que si Hussein se decidiera a negociar podríamos restituirle una parte del West Bank. Sea por decisión del gobierno o del Parlamento, o a partir de un referéndum. Desde luego, podríamos convocar un referéndum para este asunto.
¿Y Gaza? ¿Renunciarían a Gaza, señora Meir?
Yo digo que Gaza debe, debería formar parte de Israel. Sí, ésta es mi opinión. La nuestra, diría yo. Pero para negociar, no exijo a Hussein o a Sadat que estén de acuerdo conmigo sobre un punto determinado. Les digo: «Mi opinión, nuestra opinión, es que Gaza debe quedar para Israel. Sé que ustedes opinan de otro modo. All right, sentémonos alrededor de una mesa y pongámonos a negociar». ¿Está claro? No es absolutamente indispensable llegar a un acuerdo antes de las negociaciones; las negociaciones se hacen precisamente para llegar a un acuerdo. Cuando afirmo que Jerusalén no será jamás dividida, que Jerusalén seguirá en Israel, no pretendo que Hussein o Sadat eviten citar Jerusalén. Ni tampoco pretendo que no citen Gaza. Pueden citar lo que quieran en el momento de negociar.
¿Y las alturas del Golán?
Más o menos, se trata de lo mismo. Los sirios quisieran que descendiéramos de las alturas del Golán para disparar sobre nosotros, como hacían antes. Inútil decir que no tenemos la menor intención de hacerlo. Nunca descenderemos del altiplano. Lo que no impide que estemos dispuestos a negociar con los sirios. Bajo nuestras condiciones. Y nuestras condiciones consisten en definir entre Siria e Israel una frontera que asegure nuestra presencia en el altiplano. En otras palabras: los sirios están exactamente en el límite donde debería fijarse la frontera. Sobre esto no creo que cedamos. Porque sólo si se quedan donde están en la actualidad pueden dejar de disparar sobre nosotros como han hecho durante diecinueve años.
¿Y el Sinaí?
Nosotros no hemos dicho nunca que queramos todo el Sinaí o la mayor parte del Sinaí. No queremos todo el Sinaí. Queremos el control de Sharm El Shelikh y una parte del desierto, digamos una franja de desierto que una Israel con Sharm El Shelikh. ¿Queda claro? ¿Debo repetirlo? No queremos la mayor parte del Sinaí. Tal vez no queramos siquiera la mitad del Sinaí. Porque no nos importa en absoluto instalarnos en el canal de Suez. Somos los primeros en darnos cuenta de que el canal de Suez es demasiado importante para los egipcios, que para ellos representa incluso una cuestión de prestigio. También sabemos que el canal de Suez no es necesario para nuestra defensa. Hasta este momento estamos dispuestos a renunciar a él. Pero no renunciaremos a Sharm El Shelikh y a una franja de desierto que nos una a Sharm El Shelikh. Porque no queremos encontrarnos de nuevo en las condiciones de la vez anterior cuando renunciamos a Sharm El Shelikh. Porque no queremos arriesgarnos a despertar otra mañana con el Sinaí lleno de tropas egipcias. Sobre estas bases, y sólo sobre ellas, estamos dispuestos a negociar. Me parecen bases bastante razonables.
Por tanto, es evidente que nunca volverán ustedes a los antiguos confines.
Nunca. Y, cuando digo nunca, no es porque intentemos anexionarnos nuevos territorios. Es porque intentamos asegurar nuestra defensa, nuestra supervivencia. Si existe una posibilidad de alcanzar la paz de la que usted hablaba al principio, éste es el único camino. Nunca habría paz si los sirios volvieran a las alturas del Golán, si los egipcios recuperasen todo el Sinaí, si restableciésemos con Hussein las fronteras de 1967. En 1967 la distancia entre Natanya y el mar era de apenas quince kilómetros. Si regalamos a Hussein la posibilidad de volver a cruzar estos quince kilómetros, Israel se arriesga a quedar dividida en dos… Nos acusan de expansionismo, pero el expansionismo, créame, no nos interesa. Nos interesan sólo los nuevos confines. Y, además, fíjese: estos árabes quieren volver a los confines de 1967. Si aquellos confines eran justos, ¿por qué los destruyeron?
Señora Meir, hasta ahora hemos hablado de acuerdos, negociaciones, tratados. Pero desde el alto el fuego de 1967, la guerra en Oriente Medio ha tomado un nuevo aspecto: el aspecto del terror, del terrorismo. ¿Qué piensa de este tipo de guerra y de los hombres que la dirigen? ¿De Arafat, por ejemplo, de Habash, de los jefes de Septiembre Negro?
Pienso, sencillamente, que no son hombres. Ni siquiera les considero seres humanos, y lo peor que se puede decir de un hombre es que no es un ser humano. Es como decir que es un animal, ¿no? ¿Cómo se puede definir como «una guerra» a esto que hacen? ¿No recuerda la frase de Habash cuando hizo saltar un autobús lleno de niños israelíes?: «Lo mejor es matar a los israelíes cuando son todavía niños». La suya no es una guerra. Ni siquiera es un movimiento revolucionario porque un movimiento que aspira sólo a matar no puede definirse como revolucionario. A principios de siglo, en Rusia, en el movimiento revolucionario surgido para derrocar al zar, había un partido que consideraba el terror como único instrumento de lucha. Un día, un hombre de este partido fue enviado con una bomba a la esquina de una calle por la que tenía que pasar la carroza de un alto funcionario del zar. A la hora prevista, la carroza pasó. Pero el oficial no estaba solo: le acompañaban su mujer y los niños. ¿Qué hizo aquel auténtico revolucionario? No arrojó la bomba. Dejó que le explotase en la mano y murió despedazado. También nosotros durante la guerra de la Independencia tuvimos grupos terroristas: el Stem, el Irgun. Yo era contraria a ellos, lo fui siempre. Pero ninguno de ellos se manchó jamás con las infamias con que los árabes se manchan con nosotros. Ninguno de ellos puso nunca bombas en los supermercados ni dinamitó los autobuses de los niños. Ninguno de ellos provocó tragedias como las que sucedieron en Munich o Lidda.
¿Y cómo se combate este terrorismo, señora Meir? ¿Cree que bombardear las aldeas del Líbano sirve para algo?
Hasta cierto punto, sí. Desde luego. Porque en estas aldeas están los fedayn. Los mismos libaneses dicen; «Ciertas-zonas-son-territorio-de-Al-Fatah». Por tanto estas zonas hay que limpiarlas. Y tendrían que pensar en limpiarlas los libaneses. Los libaneses afirman que ellos no pueden hacer nada. Hussein decía lo mismo en el tiempo en que los fedayn estaban acampados en Jordania. También lo decían nuestros amigos norteamericanos: «No es que Hussein no quiera echarlos. Es que no tiene fuerza suficiente para echarlos». Pero, en septiembre de 1970, cuando Ammán estaba en peligro y su palacio estaba en peligro y él mismo estaba en peligro, Hussein se dio cuenta de que podía hacer algo. Y los liquidó. Si los libaneses continúan sin hacer nada, nosotros les decimos: «Muy bien. Nos hacemos cargo de vuestras dificultades. No podéis. Pero nosotros podemos. Y, para demostrároslo, bombardeamos las zonas que hospedan a los fedayn». Líbano ofrece hospitalidad a los terroristas, probablemente más que cualquier otro país árabe. Los japoneses que cometieron el atentado de Lidda partieron hacia el Líbano. Las chicas que intentaron desviar el avión de la Sabena en Tel Aviv habían sido entrenadas en el Líbano. Los campos de adiestramiento están en el Líbano. ¿Acaso tenemos que permanecer mano sobre mano, rogando a los dioses y murmurando «esperamos-que-no-suceda»? No sirve de nada rezar. Sirve contraatacar. Con todos los medios posibles, incluidos los medios que a nosotros no nos gusten. Por supuesto que preferimos combatirles en campo abierto, pero visto que no es posible…
Señora Meir, ¿estaría dispuesta a hablar con Arafat o con Habash?
¡Jamás! ¡Con ellos no! ¡Nunca! ¿Qué quiere discutir con gente que ni siquiera tienen el valor de arriesgar su propia piel, y entrega los artefactos explosivos a otros? Como aquellos dos árabes de Roma, por ejemplo. Aquellos que entregaron el tocadiscos con la bomba a las dos estúpidas chicas inglesas. Queremos llegar a la paz con los Estados árabes, con los gobiernos responsables de los Estados árabes, sea cual sea su régimen porque su régimen no nos importa. Pero a gentes como Arafat, Habash y Septiembre Negro no tenemos nada que decirles. La gente con la que hay que hablar es otra.
¿Se refiere a los europeos, señora Meir?
Exactamente. Es necesario que los europeos y no sólo los europeos decidan impedir ésta que usted llama guerra. Hasta hoy hay demasiada tolerancia por parte de ustedes. Una tolerancia que, permítame decirlo, tiene sus raíces en un antisemitismo no extinguido. Pero el antisemitismo no se acaba sólo con el sufrimiento de los hebreos. La historia ha demostrado que el antisemitismo, en el mundo, siempre ha anunciado desgracias para todos. Se empieza por atormentar a los hebreos y se acaba por atormentar a cualquiera. Un ejemplo trivial: el del primer avión que fue secuestrado. Era un avión de El Al, ¿recuerda? Lo desviaron a Argelia. Pues bien, algunos se sintieron disgustados, otros se mostraron felices y a ningún piloto se le ocurrió decir: «Yo no vuelo más a Argelia». Si lo hubiese dicho, si lo hubieran dicho, hoy no existiría el problema de la piratería aérea. Pero nadie reaccionó, y hoy la piratería aérea es una de las costumbres de nuestro tiempo. Cualquier loco puede desviar un avión para complacer su locura, cualquier criminal puede desviar un avión para obtener dinero. Los motivos políticos no son indispensables. Pero volvamos a Europa y al detalle de que el terrorismo tenga sus centrales en Europa. En cada capital europea existen oficinas de los llamados movimientos de liberación y ustedes saben muy bien que no se trata de oficinas inocuas. Pero no hacen nada contra ellas. Se arrepentirán. Gracias a la inercia de ustedes y a su condescendencia, el terrorismo se multiplicará y también ustedes lo pagarán. ¿No lo han hecho ya los alemanes?
Usted ha sido muy dura con los alemanes después de la entrega de los tres árabes.
Oh, debe comprender lo que ha significado para nosotros la tragedia de Munich. El hecho mismo de que haya sucedido en Alemania… Quiero decir que la Alemania de la posguerra no es la Alemania nazi. Conozco a Willy Brandt, me lo encuentro siempre en las conferencias socialistas, incluso estuvo una vez aquí cuando era alcalde de Berlín y sé muy bien que ha combatido a los nazis. Ni por un momento he pensado que entregase a aquellos árabes con gusto. Pero Alemania… Verá usted, nunca he podido poner los pies en Alemania. Voy a Austria y no llego a entrar en Alemania… Para nosotros los hebreos, las relaciones con Alemania son un conflicto entre la cabeza y el corazón… No me haga decir estas cosas; soy primer ministro, tengo ciertas responsabilidades… Concluiré afirmando que mi severidad de juicio es inevitable. Las declaraciones que han hecho los alemanes ha sido como añadir el insulto a la herida, a la injuria. Al fin y al cabo se trataba de árabes que habían participado en la matanza de once israelíes inermes y que intentaban matar a otros.
Señora Meir, ¿sabe cuál es la opinión de muchos? Que el terrorismo árabe existe y existirá siempre que haya refugiados palestinos.
No es cierto, porque el terrorismo se ha convertido en una especie de mal internacional: una enfermedad que ataca a personas que no tienen nada que ver con los refugiados palestinos. Considere el ejemplo de los japoneses que cometieron los estragos de Lidda. ¿Acaso los israelíes ocupan territorios japoneses? En cuanto a los refugiados, vea usted: cada vez que estalla una guerra hay refugiados. En el mundo no hay sólo refugiados palestinos: los hay pakistaníes, hindúes, turcos, alemanes. Había millones de refugiados alemanes a lo largo de la frontera que hoy es Polonia. ¿Asumió Alemania la responsabilidad de aquella gente que era su gente? ¿Y los sudetes? Nadie piensa que los sudetes deban volver a Checoslovaquia; ellos mismos saben que no volverán jamás. En los diez años que he frecuentado las Naciones Unidas nunca he oído hablar de los sudetes expulsados de Checoslovaquia. ¿Por qué todos se conmueven solamente por los palestinos?
Pero el caso de los palestinos es distinto, señora Meir, porque…
Lo es, desde luego. ¿Sabe por qué? Porque cuando hay una guerra y la gente huye, acostumbra a huir hacia países de lengua distinta y de distinta religión. Sin embargo, los palestinos huyeron hacia países donde se hablaba su propia lengua y se observaba su propia religión. Huyeron a Siria, al Líbano, a Jordania, donde nadie hizo nunca nada por ayudarles. En cuanto a Egipto, los egipcios que tomaron Gaza no permitieron a los palestinos ni siquiera trabajar y los mantuvieron en la miseria para usarlos como arma contra nosotros. Ésta ha sido siempre la política de los países árabes: utilizar a los refugiados como arma contra nosotros. Hammarskjoeld había propuesto un plan de desarrollo para Oriente Medio, y este plan preveía ante todo el asentamiento de los refugiados palestinos. Pero los países árabes contestaron que no.
Señora Meir, ¿no siente algo de pena por ellos?
Claro que la siento. Pero la pena no significa responsabilidad, y la responsabilidad respecto a los palestinos no es nuestra: es de los árabes. Nosotros, en Israel, hemos absorbido cerca de un millón cuatrocientos mil hebreos árabes, del Irak, del Yemen, de Egipto, de Siria, de países norteafricanos como Marruecos. Gente que llegaba aquí llena de enfermedades y no sabía hacer nada. De setenta mil hebreos llegados del Yemen, por ejemplo, no había ni uno que fuese médico o enfermera; y estaban casi todos enfermos de tuberculosis. Y, sin embargo, los aceptamos, construimos hospitales para ellos y los curamos, los educamos, les dimos casas limpias y los convertimos en agricultores, médicos, ingenieros, maestros… Entre los ciento cincuenta mil hebreos que llegaron del Irak había un pequeñísimo grupo de intelectuales: sin embargo, hoy todos sus hijos frecuentan la universidad. Claro que tenemos problemas con ellos, que no es oro todo lo que reluce, pero queda el hecho de que los hemos aceptado y ayudado. En cambio, los árabes nunca hacen nada por su gente. Se limitan a servirse de ella.
Señora Meir, ¿y si Israel permitiese a los refugiados palestinos que volvieran aquí?
Imposible. Durante veinte años han sido alimentados con odio hacia nosotros; ya no pueden volver entre nosotros. Sus hijos no han nacido aquí, han nacido en los campamentos, y todo lo que saben es que hay que matar a los israelíes: destruir Israel. En las escuelas de Gaza hemos encontrado libros de aritmética que proponían problemas de este estilo: «Tenemos cinco israelíes. Matamos tres. ¿Cuántos israelíes quedan por matar?». Cuando se enseñan cosas semejantes a criaturas de siete u ocho años, cualquier esperanza se desvanece. ¡Sería una desgracia que para ellos no existiese otra solución que la de volver aquí! Pero la solución existe. La demostraron los jordanos cuando les dieron la ciudadanía y los llamaron a construir un país llamado Jordania. Lo que han hecho Abdullah y Hussein es mucho mejor que lo que han hecho los egipcios. ¿Sabe usted que en los años felices, en Jordania, había palestinos en los puestos de primer ministro y de ministro de Asuntos Exteriores? ¿Sabía usted que, después del reparto de 1922, Jordania tenía sólo trescientos mil beduinos y que los refugiados palestinos eran mayoría? ¿Por qué no aceptaron a Jordania como a su país?
Porque no se sienten jordanos, señora Meir. Porque dicen que son palestinos y su casa está en Palestina, no en Jordania.
Entonces hay que especificar sobre la palabra Palestina. Hay que recordar que, cuando Inglaterra asumió el mandato sobre Palestina, Palestina era la tierra comprendida entre el Mediterráneo y los confines del Irak. Esta Palestina comprendía las dos orillas del Jordán, incluso el Alto Comisario que las gobernaba era el mismo. Luego, en 1922, Churchill hizo la partición y el territorio al este del Jordán se convirtió en la Cisjordania y el territorio al oeste del Jordán se llamó Trasjordania. Dos nombres para la misma gente. Abdullah, el abuelo de Hussein, obtuvo la Trasjordania y seguidamente tomó también la Cisjordania, pero, repito, continuó tratándose siempre de la misma gente. De la misma Palestina. Arafat, antes de liquidar a Israel, debería liquidar a Hussein. Pero ese Arafat es tan ignorante… Ni siquiera sabe que, al final de la primera guerra mundial, lo que hoy es Israel, no se llamaba Palestina: se llamaba Siria del Sur. Y luego… En fin; si vamos a hablar de refugiados, le recuerdo que, durante siglos, los hebreos fueron los refugiados por excelencia. Desparramados por países donde no se hablaba su lengua, no se observaba su religión, no se conocían sus costumbres… Rusia, Checoslovaquia, Polonia, Alemania, Francia, Italia, Inglaterra, Arabia, África… Encerrados en ghettos, perseguidos, exterminados. Y, sin embargo, sobrevivieron y no dejaron nunca de ser un pueblo, y volvieron a reunirse para formar una nación…
Esto es justo lo que los palestinos quieren, señora Meir: formar una nación. Precisamente por esto algunos dicen que deberían tener su Estado en el West Bank.
Ya le he explicado que al este y al oeste del Jordán hay la misma gente. Ya le he explicado que primero se llamaban palestinos y luego se llamaron jordanos. Si ahora quieren llamarse palestinos o jordanos, a mí me tiene completamente sin cuidado. No es asunto mío. Pero sí es asunto mío que, entre Israel y lo que ahora se llama Jordania, no se cree otro Estado árabe. En el espacio comprendido entre el Mediterráneo y los confines del Irak sólo hay sitio para dos países, dos Estados: uno árabe y uno hebreo. Si firmásemos el tratado de paz con Hussein y definiéramos los confines con Jordania, lo que suceda al otro lado de las fronteras no es asunto de Israel. Los palestinos pueden arreglarse con Hussein como les parezca, pueden llamar a aquel Estado como les parezca y darle el régimen que les parezca. Lo importante es que no nazca un tercer Estado árabe entre nosotros y Jordania. No lo queremos. No podemos permitirlo. Porque sería usado como un cuchillo para apuñalarnos.

Señora Meir, quisiera tocar otro tema. Es éste: cuando se tiene un sueño, este sueño se nutre de utopía. Y cuando el sueño se realiza se descubre que… la utopía es utopía. ¿Está usted contenta de lo que en la actualidad es Israel?
Soy una mujer sincera. Le contestaré sinceramente. Como socialista, no; no puedo decir que Israel sea lo que soñaba. Como socialista hebrea que ha puesto siempre mucho énfasis en la componente hebrea de su socialismo, bueno: Israel es más de lo que pude imaginar. Me explicaré. La realización del sionismo, en mi opinión, es parte del socialismo. Sé que otros socialistas no estarán de acuerdo conmigo, pero yo pienso así. No soy objetiva y veo que, en el mundo, hay un par de enormes injusticias: la que oprime a los negros africanos y la que oprime a los hebreos. Y pienso, además, que estas dos injusticias sólo se pueden corregir a través de un principio socialista. Hacer justicia al pueblo hebreo ha sido él objetivo de mi vida y… Resumamos: hace cuarenta o cincuenta años yo no esperaba en absoluto que los hebreos llegasen a tener un Estado soberano. Este Estado, hoy, existe y no me parece lícito atormentarse demasiado por sus defectos o por sus culpas. Tenemos un suelo donde poner los pies, donde realizar nuestros ideales de socialismo que antes se los llevaba el viento. Ya es mucho. Cierto que si se hace un despiadado examen de conciencia…
¿Qué no le gusta de Israel? ¿De qué está decepcionada?
Oh… Creo que ningún soñador se dio cuenta al principio de las dificultades que surgirían. Por ejemplo, no habíamos previsto el problema de colocar juntos a hebreos crecidos en países tan distintos y que mantenían entre ellos un lazo de unidad a través de los siglos. Han venido hebreos de todo el mundo, como habíamos querido, sí. Pero cada grupo venía con su lengua, su cultura, e integrarlo en los demás grupos ha sido mucho más arduo de lo que en teoría nos había parecido. No resulta fácil hacer un pueblo homogéneo con gente tan diversa… Los choques eran inevitables. Y a mí me han disgustado, desilusionado. Tal vez… le pareceré tonta, ingenua, pero yo pensaba que en un Estado hebreo nunca se padecerían los males que afligen a otras sociedades: robos, asesinatos, prostitución… Pensaba así porque nos habíamos encaminado bien; hace quince años, en Israel, casi no había robos, no había asesinatos, no había prostitución. Ahora tenemos de todo, de todo… Y eso duele: hiere más que descubrir que aún no hemos conseguido una sociedad más justa, más igualitaria.

Señora Meir, ¿usted cree todavía en el socialismo de la misma manera que creía hace cuarenta años?
Básicamente, sí. La idea base es la misma. Pero para ser honrada tengo que mirar las cosas de forma realista. Hay que admitir que existe una gran diferencia entre la ideología socialista y el socialismo en la práctica. Todos los partidos socialistas que han llegado al poder y han asumido la responsabilidad de un país, han tenido que descender a compromisos. Y más que eso: desde que los socialistas están en el poder en determinados países el socialismo internacional se ha debilitado. Una cosa era el socialismo internacional cuando yo era joven, o sea cuando no había ningún partido socialista en el poder, y otra es el socialismo de ahora. Lo que yo imaginaba, el sueño de un mundo justo y unido en el socialismo, se ha ido a paseo. Los intereses nacionales han prevalecido sobre los internacionales y los socialistas suecos se han revelado sobre todo como suecos, los socialistas ingleses como ingleses, y los socialistas hebreos se han revelado por encima de todo como hebreos… Esto empecé a comprenderlo durante la guerra de España. Había un montón de países con los socialistas en el poder. Pero no movieron un solo dedo por los socialistas españoles.
Pero ¿de qué socialismo habla, señora Meir? Quiero decir si está de acuerdo con Nenni cuando dice estar dispuesto a preferir el socialismo sueco.
¡Seguro! Porque vea usted: se pueden tener todos los sueños que se quiera, pero cuando se sueña no se está despierto. Y cuando uno se despierta, se da cuenta que el sueño tiene bien poco que ver con la realidad. Ser libre, poder decir lo que uno piensa, es tan indispensable… La Rusia soviética no es pobre, no es ignorante; sin embargo, el pueblo no se atreve a hablar. Y aún existe el privilegio… En las Naciones Unidas nunca he recogido una diferencia entre los ministros de Asuntos Exteriores de los países socialistas y los ministros de Asuntos Exteriores de los países reaccionarios. Hace un año, absteniéndose del voto, incluso consiguieron hacer pasar una resolución que nos definía como criminales de guerra. Y les he dicho a mis colegas socialistas cuando les encontré en la Conferencia de Viena: «Tu país se abstuvo del voto. Por tanto yo soy una criminal de guerra, ¿eh?». Pero usted hablaba de Pietro Nenni… Nenni es otra cosa. Nenni es un capítulo aparte en la historia del socialismo. Nenni es uno de los individuos mejores que hoy existen en el mundo. Porque es honesto. ¡Hay en él tal rectitud, tal humanidad, tanto valor en sus convicciones! Lo admiro como a ningún otro. Estoy orgullosa de poder llamarle amigo. Y…, por supuesto, sobre el socialismo pienso como él.
Señora Meir, ¿sabe qué me preguntaba escuchándola? Me preguntaba si tantas amarguras no la han llevado al cinismo, o por lo menos al desencanto.
¡Oh, no! ¡No soy cínica en absoluto! He perdido las ilusiones, esto es todo. Por ejemplo, hace cuarenta o cincuenta años creía que un socialista era siempre una persona de bien, incapaz de decir mentiras. Pero ahora creo que un socialista es un ser humano como los demás, capaz de mentir como los demás, y de comportarse de forma poco honesta como los demás. Esto es triste, desde luego, pero no basta para perder la confianza en el hombre. No basta para llegar a la conclusión de que el-hombre-es-fundamentalmente-malo. ¡No, no! Cuando conozco a alguien siempre pienso que se trata de una persona de bien y sigo pensándolo hasta que no me demuestra lo contrario. Si me demuestra lo contrario, no digo que aquella persona sea mala: digo que ha sido mala conmigo. En resumen, no soy desconfiada. De la gente no espero nunca lo peor. Y… no sé si definirme como optimista. A mi edad, el optimismo es un lujo excesivo. En mi larga vida he visto tanto mal… Pero, en compensación, he visto tanto bien… Tanto, tanto… Y si con el recuerdo examino a los muchos individuos que he conocido, créame, hay pocos a quienes pueda juzgar de modo completamente negativo.
¿Es usted religiosa, señora Meir?
¡No! ¡Oh, no! No lo he sido nunca. Ni siquiera cuando era niña. No, esta actitud mía no proviene de una fe religiosa. Procede de mi confianza instintiva en los hombres, de mi obstinado amor por la humanidad. La religión… Mi familia era tradicional, pero no religiosa. Sólo mi abuelo era religioso, pero con él retrocedemos mucho en el tiempo, retrocedemos a los días en que vivíamos en Rusia. En Norteamérica… hablábamos hebreo entre nosotros, se observaban las fiestas, pero íbamos raramente al templo. Yo iba sólo el primero de año para acompañar a mi madre y encontrarle un sitio para sentarse. La única vez que he seguido las plegarias en una sinagoga fue en Moscú. Y ¿sabe qué le digo? Si me hubiese quedado en Rusia, tal vez hubiera llegado a ser religiosa.
¿Por qué?
Porque la sinagoga, en Rusia, es el único lugar donde los hebreos pueden expresarse como lo que son. Cuando, en 1948, fui enviada a Moscú como jefe de misión, verá usted lo que hice. Antes de partir, reuní a la gente que iba conmigo y les dije: «Coged todos los libros de plegarias, los chales de plegarias, los casquetes, todo. Estoy segura que a los hebreos sólo los encontraremos en la sinagoga». Bien, sucedió exactamente así. Claro está que el primer sábado nadie sabía que yo iría a la sinagoga y encontré sólo unas doscientas personas. O poco más. Pero para el Rosh Hashana, o sea el primero de año hebraico, y por el Yom Kippur, o sea el Día del Perdón, acudieron a millares. Estuve en la sinagoga de la mañana a la noche, y en el momento en que el rabino entonó la última frase de la plegaria, aquella que dice: «Leshana habaa b’Yerushalaym, el año próximo en Jerusalén», la sinagoga entera parecía temblar. Y yo, que soy una mujer emotiva, recé. De veras. Comprenda, no era como estar en Buenos Aires o Nueva York y decir «el año próximo en Jerusalén». Desde Buenos Aires o desde Nueva York se toma un avión y se va. Allí, en Moscú, la invocación asumía un significado especial. Y, rezando, dije: «¡Señor, haz que suceda de verdad! Si no el año próximo, dentro de algunos años». ¿Que Dios existe y me escuchó? Hoy está sucediendo.
Señora Meir, ¿no la une ningún lazo sentimental con Rusia?
No, ninguno. Muchos amigos míos que han abandonado Rusia de adultos dicen que se sienten ligados a aquel país, a su paisaje, a su literatura, a su música. Pero yo no tuve tiempo de apreciar estas cosas; era demasiado pequeña cuando me fui de Rusia. Tenía sólo ocho años, y de Rusia sólo guardo malos recuerdos. No, de Rusia no me traje ni siquiera un momento de alegría; todos mis recuerdos hasta la edad de ocho años son recuerdos trágicos. La pesadilla de los pogroms, la brutalidad de los cosacos que cargaban contra los jóvenes socialistas, el miedo, los gritos; éste es todo el bagaje que dejé en Rusia y lo que me llevó a los Estados Unidos. ¿Sabe cuál es el primer recuerdo de mi vida? El de mi padre claveteando puertas y ventanas para impedir que los cosacos entraran en casa y nos mataran. ¡Oh, el ruido del martillo que hunde clavos en la madera! ¡Oh, el ruido de los cascos de los caballos cuando los cosacos avanzaban a lo largo de nuestra calle!
¿Cuántos años tenía, señora Meir?
Cinco o seis años. Y lo recuerdo todo de un modo muy vívido. Vivíamos en Kiev, y el día en que mi padre dejó Kiev para ir a los Estados Unidos… Éramos muy pobres, no temamos ni siquiera para comer, y él pensaba quedarse en América un año o dos, conseguir algunos ahorros y volver. A principios de siglo, Norteamérica era para los hebreos una especie de banco donde se iba a recoger los dólares esparcidos por las aceras y se volvía con los bolsillos llenos. Y por esto mi padre dejó Kiev, pero Kiev era una ciudad prohibida para los hebreos que no tenían oficio, por ejemplo, el oficio de mi padre que era artesano; y cuando él se fue, también nosotros tuvimos que marchar. Y fuimos a Pinsk, mi madre, mi dos hermanas y yo. Era en 1903. Nos quedamos en Pinsk hasta 1905 en que la brutalidad del régimen zarista alcanzó su punto culminante. La Constitución de 1905 fue una sucia mentira, un truco para concentrar a los socialistas y detenerlos más cómodamente. Y mi hermana mayor, que tenía nueve años más que yo, pertenecía al movimiento socialista. Su actividad política la mantenía fuera de casa hasta altas horas de la noche y mi madre enloquecía porque nuestra casa estaba al lado de una comisaría de policía donde llevaban a los jóvenes socialistas detenidos y… les golpeaban hasta la muerte y sus gritos se oían cada noche. A mi madre siempre le parecía reconocer la voz de mi hermana: «¡Es ella, es ella!». ¡Fuimos tan felices cuando mi padre escribió que fuéramos a reunirnos con él en América porque en América se estaba bien!
Usted se siente muy unida a América, ¿verdad?
Sí, y no sólo porque he crecido en América, porque he estudiado en América, porque he vivido allí hasta los veinte años. Sino porque…, porque en América perdí el terror de Pinsk, de Kiev. ¿Cómo explicar la diferencia que había para mí entre América y Rusia? Cuando llegamos yo tenía poco más de ocho años, mi hermana mayor tenía diecisiete y la pequeña cuatro y medio. Mi padre trabajaba y pertenecía a los sindicatos. Estaba muy orgulloso de sus sindicatos y, dos meses después, por el Labour Day, dijo a mi madre: «Hoy hay un desfile. Si vais a la esquina de la calle tal vez me veréis marchar con los sindicatos». Mi madre nos llevó y, cuando estábamos esperando el desfile, he aquí que aparecen los policías a caballo que lo precedían. Pero mi hermana pequeña de cuatro años y medio no podía saberlo y, cuando vio los policías a caballo, empezó a temblar y a gritar: «¡Los cosacos! ¡Los cosacos!». Tuvimos que llevárnosla sin dar a mi padre la satisfacción de verlo desfilar con los sindicatos. Mi hermana tuvo que guardar cama unos días con fiebre alta, y repetía: «¡Los cosacos! ¡Los cosacos!». La América que yo conocí era un lugar donde los hombres a caballo protegían un desfile de trabajadores, la Rusia que yo conocí era un lugar donde los hombres a caballo mataban a los jóvenes socialistas y a los hebreos.
No es exactamente así, señora Meir, de todos modos…
¡Oh, mire! América es un gran país. Tiene muchos fallos, muchas desigualdades sociales y es una tragedia que el problema de los negros no se haya resuelto hace cincuenta o cien años, pero sigue siendo un gran país, un país lleno de oportunidades, de libertad. ¿Le parece poco decir lo que se quiera, escribir lo que se quiera, incluso contra el gobierno, el establishment? Quizá no soy objetiva, pero ¡siento tanta gratitud hacia América! Quiero a América, ¿de acuerdo?

De acuerdo. Hemos llegado, por fin, al personaje Golda Meir. ¿Podríamos ahora hablar de aquella mujer que Ben Gurión definió como «el hombre más firme de mi gobierno»?
Ésta es una de las leyendas que han florecido en torno a mí. Y es una leyenda que yo siempre he considerado irritante aunque los hombres la utilicen como un cumplido. ¿Lo es? A mí no me lo parece. Porque, en el fondo, ¿qué significa? ¿Que ser hombre es mejor que ser mujer? Éste es un principio con el que no estoy de acuerdo. A los que me hacen este cumplido les querría contestar: ¿Y si Ben Gurión hubiese dicho «los-hombres-de-mi-gobierno-son-tan-firmes-como-una-mujer»? ¡Los hombres se sienten siempre tan superiores! Nunca olvidaré lo que sucedió en un Congreso de mi partido en los años treinta, en Nueva York. Estaba pronunciando un discurso y entre la gente que me escuchaba había un escritor amigo mío. Era una gran persona, un hombre de gran sensibilidad y muy culto. Cuando terminé, se me acercó y dijo: «¡Buena chica! ¡Has hecho un discurso maravilloso! ¡Cuando pienso que eres sólo una mujer!». Lo dijo exactamente así, de modo espontáneo, instintivo. Menos mal que ante ciertas cosas reacciono con humor…
Esto gustará a las mujeres del Movimiento Femenino de Liberación.
¿Se refiere a esas locas que queman los sostenes y andan por ahí desquiciadas y odian a los hombres? Son locas. Locas. ¿Cómo se puede aceptar a locas como esas para quienes quedar encinta es una desgracia y tener hijos es una catástrofe? ¡Si es el privilegio mayor que nosotras las mujeres tenemos sobre los hombres! El feminismo… Verá usted, yo entré en la política en tiempos de la primera guerra mundial, cuando tenía dieciséis o diecisiete años, y nunca he formado parte de una organización feminista. Cuando me inscribí en el laborismo sionista sólo encontré dos mujeres; el noventa por ciento de mis compañeros eran hombres. Entre hombres he vivido y trabajado toda mi vida y el hecho de ser mujer nunca, digo nunca, ha sido un obstáculo para mí. Nunca me ha producido incomodidad, ni complejo de inferioridad. Los hombres se han portado siempre bien conmigo.
¿Está diciendo que los prefiere a las mujeres?
No. Estoy diciendo que nunca he sufrido a causa de los hombres por el simple hecho de que yo fuese una mujer. Estoy diciendo que los hombres nunca me han dado un trato especial, pero tampoco me han hecho la zancadilla. Cierto que he sido muy afortunada, que no todas las mujeres han tenido la misma experiencia que yo; pero sea como sea, mi caso personal no prueba que esas locas tengan razón. Hay un solo punto en el que estoy de acuerdo con ellas: para tener éxito, una mujer tiene que valer mucho más que un hombre. Tanto si ejerce una profesión como si se dedica a la política. En nuestro parlamento hay pocas mujeres, hecho que me molesta bastante. Y estas mujeres, se lo aseguro, no valen menos que los hombres. A menudo valen mucho más. Lo que es ridículo es que hacia las mujeres existan todavía tantas reservas, tantas injusticias, que cuando se prepara una lista para las elecciones, por ejemplo, se elijan solamente nombres de hombres. Pero ¿toda la culpa es de los hombres? ¿No será, al menos en parte, también culpa de las mujeres?

Señora Meir, usted acaba de decir que una mujer, para tener éxito, debe valer mucho más que un hombre. ¿No significa esto que ser mujer es mucho más difícil que ser un hombre?
Sí, así es. Más difícil, más cansado, más penoso. Pero no necesariamente por culpa de los hombres; por razones biológicas, diría yo. La que pare es la mujer, la que cría a los hijos es la mujer. Y cuando una mujer no quiere sólo parir hijos, criar hijos…, cuando una mujer quiere también trabajar, ser alguien… Bien, resulta duro. Duro, duro. Lo sé por experiencia personal. Estás trabajando y piensas en los hijos que has dejado en casa. Estás en casa y piensas en el trabajo que no estás haciendo. Se desencadena tal lucha dentro de ti que el corazón se divide en pedazos. A menos que no se viva en un kibbutz donde la vida está organizada de modo que se pueda trabajar y tener hijos. Fuera del kibbutz todo es correr, multiplicarse, angustiarse y… Total, que es inevitable que esto se refleje en la estructura de la familia. Especialmente si el marido no es un animal social como tú y se siente incómodo con una mujer activa, una mujer a la que no le basta ser una mujer… Llega el choque. Y a veces, el choque deshace la unión. Como me sucedió a mí. Sí, he pagado muy caro el ser lo que soy. Muy caro.
¿En qué sentido, señora Meir?
En el sentido… del dolor. Porque yo sé que cuando mis hijos eran pequeños sufrieron mucho por mi causa. Los he dejado solos tan a menudo… Nunca he estado con ellos cuando hubiera debido o querido. Recuerdo lo felices que eran mis hijos cada vez que yo no iba a trabajar a causa de una jaqueca. Saltaban, reían, cantaban: «¡Mamá se queda en casa! ¡Mamá tiene dolor de cabeza!». Me siento culpable respecto a Sarah y Menahem, incluso hoy que son adultos y tienen también hijos. Y, sin embargo…, sin embargo, debo ser honesta y preguntarme: «¿Golda, lamentas, en el fondo, el hecho de haberte portado como te has portado con ellos?». No. En el fondo, no. Porque a través del sufrimiento les he dado una vida más interesante, menos trivial que la normalidad. Quiero decir que no han crecido en un ambiente familiar restringido. Han conocido personas importantes, han asistido a discusiones profundas, han participado en cosas grandes. Y si habla con ellos se lo confirmarán. Le dirán: «Sí, mamá nos ha descuidado demasiado, nos ha hecho sufrir con sus ausencias, su política, su distracción, pero no conseguimos guardarle rencor porque, siendo como era, nos ha dado mucho más que otra madre». Si supiera el orgullo que sentí el día en que… En 1948, en la época en que combatíamos a los ingleses, yo escribía octavillas que los chicos del movimiento pegaban de noche en las paredes. Mi hija ignoraba que la autora de las octavillas fuese yo y un día me dijo: «Mamá, esta noche volveré tarde. Y tal vez no volveré». «¿Por qué?», pregunté alarmada. «No puedo explicártelo, mamá». Y se fue con un paquete bajo el brazo. Nadie mejor que yo podía saber lo que contenía aquel paquete y pegar las octavillas de noche era muy peligroso. Hasta la madrugada estuve despierta esperando a Sarah, maldiciendo mi temor de que le pasara algo. Y, al mismo tiempo, ¡estaba muy orgullosa de ella!
Señora Meir, el sentido de culpabilidad que siente respecto a sus hijos ¿lo experimentó también hacia su marido?
No hablemos de esto… No quiero hablar de ello… No lo menciono nunca… Está bien. Intentémoslo. Verá usted, mi marido era una persona extraordinariamente buena. Bueno, culto y amable. Todo en él era bueno. Pero era también una persona a la que sólo le interesaba la familia, la casa, la música, los libros. Se daba cuenta de los problemas sociales, sí, pero ante la casa y la unidad de la familia incluso estos problemas perdían todo interés. Yo era demasiado distinta de él. Lo fui siempre. No me bastaba la felicidad doméstica, necesitaba hacer lo que hacía. Renunciar a ello me hubiera parecido una vileza, una deshonestidad para conmigo misma. Habría sucumbido al descontento, a la tristeza… Conocí a mi marido cuando apenas tenía quince años. Me casé pronto y de él aprendí todas las cosas bellas: la música, la poesía. Pero no había nacido para llenarme de música, de poesía… Él quería que me quedara en casa y dejara la política. Pero yo estaba siempre fuera, siempre metida en política… ¡Claro que también hacia él experimento un sentido de culpabilidad!… También a él le he hecho sufrir… Vino a Israel porque yo quería venir a Israel. Vino al kibbutz porque yo quería estar en el kibbutz. Afrontó una vida que no le iba porque era la vida de la que yo no podía prescindir… Fue una tragedia. Una inmensa tragedia. Porque, lo repito, él era una criatura maravillosa y con una mujer distinta de mí hubiera podido ser muy feliz.
¿Nunca hizo usted ningún esfuerzo para adecuarse a él, para complacerlo?
Por él hice el sacrificio más grande de mi vida: abandoné el kibbutz. No hay nada que yo haya amado tanto como el kibbutz. Del kibbutz me gustaba todo: el trabajo manual, la camaradería, la incomodidad. El nuestro estaba en el valle del Jezreel, y, al principio, no tenía que ofrecer más que ciénagas y arena, pero pronto se convirtió en un vergel lleno de naranjas, de frutos, y sólo de mirarlo me entraba tal alegría que hubiera podido pasar allí toda mi vida. Sin embargo, él no podía soportarlo: ni psicológica ni físicamente. No le gustaba comer en la mesa común con los demás. No le gustaban los trabajos pesados. No le gustaba el clima ni el sentirse parte de una comunidad. Era demasiado individualista, demasiado introvertido, demasiado delicado. Enfermó y… tuvimos que irnos, volver a la ciudad, a Tel Aviv. Sentí un dolor que aún hoy se me clava como una espina. Para mí fue un drama, pero lo soporté pensando que, en la ciudad, la familia estaría más serena y más unida. No fue así. Y en 1938 nos separamos. En 1951, murió.
¿No estaba orgulloso de usted, por lo menos en los últimos años?
No lo sé… No creo. Ignoro lo que pensaba de mí en los últimos años y, por otra parte, era tan reservado que nadie hubiera podido adivinarlo. Su tragedia no nacía del hecho de no comprenderme: me comprendía muy bien. Nacía del hecho de comprenderme y, al mismo tiempo, de darse cuenta de que no podía cambiarme. Sabía que no había elección para mí, que tenía que ser lo que era. Pero no lo aprobaba, esto es todo. Y quién sabe si no tenía razón.
¿Y usted no pensó nunca en divorciarse, señora Meir, no pensó nunca en volver a casarse cuando él murió?
¡Oh, no! ¡Nunca! Nunca se me ocurrió semejante idea, nunca. Siempre me he considerado casada con él. Después de la separación, continuamos viéndonos. A veces iba a verme al despacho… Quizá no ha comprendido usted una cosa importante: a pesar de que éramos diferentes e incapaces de vivir juntos, siempre hubo amor entre nosotros. El nuestro fue un gran amor; duró desde el día en que nos conocimos hasta el día en que él murió. Y un amor así no se sustituye.
Señora Meir, ¿es cierto que es usted muy púdica?… Es decir… muy puritana, obsesionada por la moralidad.
Como ya le he dicho antes yo he vivido siempre entre hombres. Y nunca, nunca, ningún hombre se ha permitido contar en mi presencia un chiste sucio o dirigirme frases o invitaciones faltas de respeto. ¿Sabe por qué? Porque yo he dicho siempre que si me dan un vaso de agua, el agua tiene que estar limpia. Si no, no la bebo. Soy así, me gustan las cosas limpias. Un querido amigo mío me dijo una vez: «Golda, no seas tan rígida. No hay cosas morales e inmorales. Hay cosas bellas y cosas feas». Supongo que tenía razón. Incluso supongo más: que la misma cosa puede ser hermosa y fea. Porque a algunos les parece bella y a otros fea. No obstante… No sé cómo explicarme… Tal vez así: el amor siempre es bello, pero el acto de amor con una prostituta es feo.
También dicen que es usted muy dura, inflexible…
¿Dura yo? ¡No! Hay algunos puntos, en política, por los cuales se me puede considerar dura. En realidad no estoy dispuesta a transigir y lo afirmo de manera diamantina. Creo en Israel, no cedo respecto a Israel: punto y aparte. Sí, en este sentido la palabra inflexible me va. En lo demás, en la vida privada, con la gente, con los problemas humanos…, definirme como dura es una broma. Soy la criatura más sensible que pueda encontrar. Hasta el punto de que muchos me acusan de llevar la política con los sentimientos más que con el cerebro. Bien, ¿y si fuese así? No me parece nada malo, al contrario. Siempre me ha dado pena la gente que teme a los sentimientos, a las emociones, y esconde aquello que siente y no sabe llorar a lágrima viva. Porque el que no sabe llorar a lágrima viva, tampoco sabe reír a carcajadas.
¿Llora usted a veces?
¿Que si lloro? ¡Y tanto! Y si me pregunta: «Golda, ¿qué has hecho más en tu vida, reír o llorar?», le contestaría: «Creo que he reído más que llorado». Al margen de mis dramas familiares he tenido una vida muy afortunada. He conocido gente de mucha valía, y he recibido la amistad de gente muy interesante, especialmente en los cincuenta años que llevo en Israel. Siempre he caminado entre un cortejo de gigantes del espíritu, siempre he sido apreciada y amada. ¿Y qué más se le puede pedir a la suerte? Sería muy ingrata si no supiera reír.
No está mal para una mujer a quien se considera como el símbolo de Israel.
¿Símbolo yo? ¡Nada de símbolo! ¿Acaso me está tomando el pelo? Usted no ha conocido a los grandes hombres que eran realmente el símbolo de Israel: a los hombres que fundaron Israel, a los que me influyeron. De ellos no queda más que Ben Gurión y, le juro por mis hijos y nietos, que nunca se me ha ocurrido clasificarme en la categoría de Ben Gurión y de Katzenelson. ¡No estoy tan loca! He hecho lo que he hecho, de acuerdo. Pero excluyo la idea de que, si no hubiera hecho lo que he hecho, Israel sería distinto.
Entonces ¿por qué se dice que sólo usted consigue mantener unido el país?
¡Cuentos! Ahora le voy a decir algo que le convencerá. Cuando murió Eshkol, en 1969, se hizo un sondeo para descubrir el grado de popularidad de sus posibles sucesores. ¿Y sabe cuántos se inclinaron por mí? El uno por ciento. Quizás el uno y medio por ciento. Bien, mi partido estaba en crisis y yo, como ministro de Asuntos Exteriores, me había resentido de ello; pero ¡el uno y medio por ciento! ¿Y una mujer que era tan impopular hace tres años cree que es la que mantiene unido al país? Créame, el país se mantiene unido por sí solo; no tiene necesidad de un primer ministro llamado Golda Meir. Si los jóvenes dijeran: «basta-de-combatir-basta-de-hacer-la-guerra-detengámonos», ninguna Golda Meir podría hacer nada. Si en los kibbutz de Beth Shean se hubiera dicho: «basta-de-dormir-en-los-refugios-vámonos», ninguna Golda Meir hubiera podido hacer nada. Además, Golda Meir ha llegado a dirigir el país por casualidad. Eshkol había muerto, había que sustituirlo, el partido pensó que yo podía sustituirlo porque me aceptaban todas las corrientes y… esto es todo. De hecho, yo ni siquiera quería aceptar. Acababa de salir de la política gubernativa, estaba cansada… Pregúnteselo a mis hijos y a mis nietos.
Señora Meir, ¡no venga a decirme que no es consciente de su éxito!
Sí, lo soy. No me afligen manías de grandeza, pero tampoco me perturban complejos de inferioridad. Cuando niego ser un símbolo y mantener unido el país no estoy diciendo que sea un desastre. No seré perfecta, pero no creo haber fracasado en mi carrera, ni como ministro de Trabajo, ni como ministro de Asuntos Exteriores, ni como secretario del partido, ni como jefe de gobierno. Debo admitir, más bien, que, a mi parecer, las mujeres pueden ser buenas gobernantes, buenos jefes de Estado. Tal vez las cosas no hubieran funcionado tan bien de haber sido un hombre… No lo sé, no puedo demostrarlo, nunca he sido hombre… Pero creo que las mujeres, más que los hombres, poseen una capacidad especial para desempeñar este oficio. La capacidad de andar directo al asunto, de agarrar el toro por los cuernos. Las mujeres son más prácticas, más realistas. No se pierden en vaguedades como los hombres, que dan cien vueltas antes de llegar al nudo de la cuestión.
A veces, habla usted como si no se gustase. ¿Se gusta a sí misma, señora Meir?
¿Qué persona con sentido común se gusta a sí misma? Me conozco demasiado para gustarme. Sé muy bien que no soy la que quisiera. Y para explicarle como quisiera ser, le diré quién me gusta: mi hija. ¡Sarah es tan buena, tan inteligente, tan intelectualmente íntegra! Cuando cree en algo, lo cree hasta el fondo. Cuando piensa una cosa, la dice sin pelos en la lengua. Y no cede nunca a los demás, a la mayoría. No puedo decir lo mismo de mí. Cuando se hace el trabajo que yo hago, siempre hay que llegar a compromisos; nunca se puede uno permitir el lujo de permanecer fiel a sus ideas al ciento por ciento. Naturalmente, el compromiso tiene un límite y no puedo decir que siempre haya que llegar al compromiso. Pero sí con mucha frecuencia. Y esto es feo. No veo la hora de retirarme, especialmente por esto.
¿Se retirará de veras?
Le doy mi palabra. En mayo del año próximo cumpliré setenta y cinco años. Soy vieja. Estoy exhausta. Mi salud es fundamentalmente buena, mi corazón funciona, pero no puedo continuar eternamente en esta locura. ¡Si supiera cuántas veces me digo: al diablo todo, al diablo todos, yo ya he hecho mi parte, ahora que los demás hagan la suya, basta, basta, basta! Hay días en los que haría las maletas y me largaría sin decírselo a nadie. Si me he quedado hasta hoy, si hoy estoy aquí, es por deber y por nada más. ¡No puedo echarlo todo por la ventana! Sí, muchos no creen que me retire. Pero deben creerlo porque les digo hasta la fecha: octubre de 1973. En octubre de 1973 habrá elecciones. Cuando terminen, goodbye.
Dicen que cambiará de idea porque no es capaz de estar sin hacer nada.
Hay otra cosa que la gente ignora sobre mí. Soy, por naturaleza, una mujer perezosa. No soy una de esas personas que deben llenar todos los minutos porque si no se ponen enfermos. Me gusta estar sin hacer nada, a veces sentada en un sillón, o entreteniéndome en pequeñas cosas que me divierten: limpiar la casa, planchar, cocinar… Soy una buena cocinera y una excelente ama de casa. Mi madre decía: «Pero ¿por qué quieres estudiar? ¡Eres muy buena como ama de casa!». Y también me gusta dormir. ¡Me gusta mucho! Me gusta estar con gente, y charlar de todo y de nada. ¡Al infierno las frases serias y los discursos políticos! Me gusta ir al teatro. Me gusta ir al cine sin la guardia de corps en los talones. ¿Será posible que cuando tengo ganas de ver una película me manden como escolta hasta las reservas del ejército israelí? ¿Esto es vida? Hace años que no puedo hacer lo que quiero: ni dormir, ni hablar de cosas sin importancia, ni estarme mano sobre mano. ¡Siempre ligada a esta agenda que me dice lo que debo hacer, lo que debo decir, de media en media hora! ¡Ah, y luego está mi familia! No quiero que mis nietos digan: «La abuela se portó mal con sus hijos y los descuidó, luego se portó mal con nosotros y nos descuidó». Soy abuela. No me quedan muchos años de vida. Y estos años quiero pasarlos con mis nietos. Quiero pasarlos con mis libros. Tengo las estanterías llenas de libros que no he leído nunca. A las dos de la madrugada, cuando me acuesto, cojo uno e intento leer, pero a los dos minutos: ¡paff!, me duermo y el libro rueda por los suelos. Y quiero poder ir al kibbutz de Sarah cuando me parezca, durante una semana, durante un mes. No el viernes por la noche a toda prisa, para volver el sábado por la noche a toda prisa. Quiero ser la dueña del reloj, no que el reloj sea mi dueño.
Veo que la vejez no le da miedo.
No, nunca me ha asustado. Cuando yo sé que puedo cambiar las cosas, me vuelvo más activa que un ciclón. Y casi siempre consigo que cambien. Pero cuando sé que no se puede hacer nada, me resigno. Nunca olvidaré la primera vez que viajé en avión, en 1929, de Los Ángeles a Seattle. Por razones de trabajo, eh, no por diversión. Era un avión pequeño y en el momento que despegó, pensé: «¡Qué loca! ¿Por qué lo he hecho?». Pero en seguida me calmé porque ¿de qué hubiera servido asustarse? En otra ocasión volaba de Nueva York a Chicago con un amigo y nos pilló un temporal tremendo. El avión saltaba, bailaba, y mi amigo lloraba como un niño. Le dije: «Deja de llorar porque ¿de qué sirve?». Querida, la vejez es como un avión que vuela en medio de la tempestad. Cuando se está dentro, ya no hay nada que hacer. No se puede detener un avión, como no se puede detener una tempestad, ni se puede detener el tiempo. Por tanto, vale más tomárselo con calma, con sentido común.
¿Es este sentido común el que la hace, a veces, tan severa con la juventud?
Hay que ser tonto para no comprender que las generaciones más jóvenes piensen de un modo muy distinto y es justo que sea así. Sería bien triste que cada generación fuera la copia de la precedente; el mundo no adelantaría. Yo acepto con alegría que los jóvenes sean distintos a mí. Lo que en ellos condeno es la presunción de decir «todo-lo-que-habéis-hecho-está-equivocado-y-por-tanto-nosotros-lo-reharemos-de-arriba-abajo». Bueno, si lo rehiciesen mejor no me parecería mal, pero se da el caso de que, a menudo, no lo hacen mejor que nosotros los viejos y, a veces, lo hacen peor. El calendario no es, en absoluto, la medida del bien y del mal. Conozco jóvenes reaccionarios y egoístas, y viejos generosos y progresistas. Y hay, además, otra cosa que condeno en los jóvenes: la manía de copiar lo que viene de fuera. Sus modas me ponen nerviosa. ¿Por qué esa música que no es música y que sólo sirve para dar dolor de cabeza? ¿Por qué esos cabellos largos y esos vestidos cortos? Detesto la moda, siempre la he detestado. La moda es imposición, falta de libertad. Alguien en París decide, Dios sabe por qué, que las mujeres tienen que llevar minifalda, y ya están todas con la minifalda: las de piernas cortas, largas, delgadas, gordas, feas… ¡Paciencia, puesto que son jóvenes! Cuando tienen cincuenta años me ponen furiosa. ¡Hay que ver a esos viejos que se dejan crecer esas madejas de ricitos!
Lo que pasa, señora Meir, es que la suya ha sido una generación heroica y, en cambio, la de hoy…
También lo es la de hoy. Como lo es la generación de mis hijos. ¡Cuando veo hombres de cuarenta y cinco o de cincuenta años que desde hace veinte o treinta años hacen la guerra…! ¿Sabe qué le digo? Que también la de los jóvenes de hoy es una generación heroica. Por lo menos en Israel. Cuando pienso que a los dieciocho años ya son soldados, y que ser soldado no significa alistarse y nada más…, siento que se me parte el corazón. Y cuando veo a los estudiantes de segunda enseñanza y pienso que un capricho de Sadat puede arrancarlos de los bancos de la escuela, siento que me falta el aire. Pero, de momento, me impaciento con ellos. Nos discutimos. Pero después de cinco minutos me digo: «Golda, dentro de un mes pueden estar en el frente. No te impacientes con ellos. Déjales que sean presuntuosos, arrogantes. Déjales que lleven minifalda y cabellos largos». La semana pasada estuve en un kibbutz del Norte. En mi despacho estaban escandalizados, decían: «¡Hacer un viaje como éste, tan cansado! ¡Está usted loca!». ¿Sabe por qué fui? Porque se casaba el nieto de uno de mis más viejos compañeros. Y a este hombre, en la guerra de los Seis Días, ya le habían matado otros dos nietos.
Señora Meir, ¿alguna vez ha matado a alguien?
No… He aprendido a disparar, naturalmente, pero nunca he llegado a matar a nadie. Lo digo sin alivio; no hay ninguna diferencia entre matar y tomar decisiones por las que se manda a los demás a matar. Es exactamente lo mismo. Tal vez peor.
Señora Meir, ¿cómo mira la muerte?
Se lo diré en seguida: mi único miedo es vivir demasiado tiempo. La vejez no es un pecado, pero tampoco es una alegría. Hay montones de cosas desagradables en la vejez. No poder correr por las escaleras, no poder saltar…, pero a todo esto se acostumbra uno sin dificultad. Se trata sólo de un deterioro físico y las pérdidas físicas no son degradantes. Lo que degrada es perder la lucidez de la mente; la senilidad. La senilidad… He conocido gente que murió demasiado pronto y me ha dolido. He conocido gente que ha muerto demasiado tarde y me ha dolido mucho más. Mire, para mí, asistir a la destrucción de una inteligencia es un insulto. No quiero que esto me suceda. Quiero morir con la mente clara. Sí, mi único miedo es el de vivir demasiado tiempo.
Oriana Fallaci, Jerusalén, noviembre 1972
De: Entrevistas con la Historia / Editorial Noguer S. A. 1978
Traducción María Cruz Pou y Antonio Samons
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