El señor Francesco Pelegatta creía en Dios. Él era un hombre sumamente moral, y jamás había cometido acto alguno que su conciencia le hubiera impedido cometer. Había estudiado en el Colegio Longone, con los Barnabitas. En tiempos de las guerras por la independencia había sido “guardia nacional”, en Bolonia: lo que recordó, algunas veces, con señoril y bondadosa gracia.
De joven había viajado, por razones de estudio y de trabajo: no había aprendido casi nada, pero en suma había estado en Elberfeld, en Lyon, en Londres. Conocía “las lenguas”, era negoziant de seda. Había perdido todo su patrimonio, su pesadilla eran los framassoni; pero la elegancia innata del porte y el irreprensible candor de la camisa almidonada podían hacer creer todavía a los ingenuos que él poseía alguna fortuna. Por el contrario, no tenía dinero; creía en Dios, en los apóstoles todos y en la Santa Iglesia Madre de todos los hombres, pero no tenía ni la sombra de un centavo. Si bien las dos cosas, es decir la riqueza y la Fe, son notoriamente conciliabilísimas.
Mediante su apariencia impecable y cierta dignidad bondadosa de gentilhomme campagnard, de marqués amante del progreso, había obtenido que todos, en el pueblito que diremos, lo llamaran con devoto respeto el scior Pelegatta. Los interrogaba humanamente sobre los gusanos de seda y las papas, cómo andaba el maíz, se interesaba por el progreso del lugar: hoy un henil reparado, mañana una nueva cisterna para el estiércol: pasado mañana una vaca, muerta de cólico bilioso.
Estaba suscrito a “Perseveranza”; en realidad, éste era el único periódico que su nobleza toleraba; el “Corriere della Sera” ya le parecía sospechoso, con sus detallados relatos del caso Murri; el “Secolo” luego un negocio sucio, un montaje de los francmasones. Los otros los ignoraba por completo.
Su familia, descendiente por parte materna de un noble linaje lombardo, poseía bienes y una gran casa en Brianza. La casa no le quedó a él, ni siquiera imaginarlo, el más chico de tres hermanos amantes del progreso: los bienes se evaporaron en diversos azares comerciales.
Y sin embargo, sus delicados sentimientos se fueron abrianzando cada vez más: hallaba que ese lugar (no muy lejano del pariniano Bosisio) era la cuna de su gente; le recordaba a su mamá; una vez, yendo hasta ahí, se largó a llorar: porque Francesco Pelegatta había tenido una mamá. Sobre todo, él amaba la agricultura: en todas sus formas; que es la riqueza de las naciones, la salud de los individuos. Maíz, espárragos, peras mantecosas, vides, duraznos.
Era conocedor de vinos, del pisar, del hervir, del prensar, del trasvasar. El embudo, dicho pedriòlo por los lombardos, lo llenaba de merecidas satisfacciones: le parecía tener entre manos la clave de la salud civil. Su familia bebía “vino embotellado por él”: compraba y elegía los tapones (obtenida después de largas búsquedas la dirección de un especialista), de buen corcho, sanos, los untaba religiosamente con aceite de Camaiore, tenía una máquina para meterlos en el cuello de las botellas, tatatràc, de una vez: un milagro de la mecánica, del progreso. El aceite para los usos domésticos, un poema, lo hacía venir directamente de Camaiore (Lucca), en latas de una veintena de kilos. Creía en Dios y escuchó con todas las purísimas fuerzas de su espíritu el mandamiento de Cristo crescite et multiplicamini. Se había casado en una buena edad y su esposa había muerto nueve meses después, dejándole una niña y una maraña notarial de deudas que se volvió su sello en el mundo después del bautismo. Cuando la niña se casó, es decir después de veinticuatro años, él pensó otra vez en Cristo: que le dijo una vez más, ¡ánimo!
De ánimo el señor Francesco Pelegatta no careció nunca, sereno dentro de la coraza que salva de cada tempestad en el puerto cuando entonan el ora pro eo gracias a las pocas miles de liras recibidas. Casándose por lo tanto por segunda vez, tuvo tres hijos más, terminó de perder la sombra del último centavo, y munido de la fe, de la Pasión por los campos y por la Brianza, y de la suscripción a “Perseveranza”, y con esa otra no menos intensa por las casas, determinó preocuparse por el futuro de sus tres hijos dejándoles un terrenito, una pequeña huerta donde pudieran encontrar los espárragos y una casa en Brianza, la tierra de los mayores. —
“Alteri saeculo”, pensó en su alma generosa y campestre, plantando los espárragos. “El que planta dátiles no come dátiles” decía con el ojo velado de tristeza. “Serán para mis hijos”, suspiró.
A decir verdad, por un momento dudó si la casa no podía construirla en Milán, que por unas pocas decenas de miles de liras se hubiera hecho entonces una casita que hoy valdría unos centenares a causa del terreno. Pero la solución, que hubiera encantado a algún otro creyente o incluso a algún francmasón, a él lo horrorizó. En Milán no había campiña. — Además ya tenía experiencia con fábricas: había construido una vez una hilandería en un lugar desaconsejado por todos: sin agua, sin obreros. Pero él los habría creado, habría aportado la prosperidad y el progreso, etc. etc., incluso en ese lugar. De hecho apenas terminada tuvo que venderla más rápido: y ninguno supo qué hacer con ella: establo no era, estercolero tampoco, “vivienda popular” tampoco. Por lo tanto hizo entonces la casa en Brianza, para sus hijos: no la llamó villa, no quería ese nombre porque aborrecía el fasto y los nombres suntuosos, irreconciliables con el espíritu de la época y con su modesta piedad de marqués que renuncia al título, jactancia aprobada por Porta. Sino “casa”. Si le decían “su villa”, se enfurecía. Los pasos para la fábrica fueron los siguientes: buscar primero el agua, cavar el pozo, y justo quiso Dios omnipotente que el pozo le saliera redondo, con agua adentro por otro lado.
Ubicar la casa según los puntos cardinales incluyendo las viviendas de los campesinos, en quienes él ya soñaba con encontrar “colaboradores” para hacerlos crecer en el culto de la Religión, de la Patria, del Progreso. Munir la casa con un porche, una terraza, más galerías. El porche debía servir para que jugaran los niños, que crecieran sanos, vigorosos, alegres bajo el porche: las galerías se harían para airear la casa, la terraza para el fresco de la tarde, después del trabajo. El porche también debía permitir la entrada en carruaje si llovía: una maravilla, el confort de los nuevos tiempos.
El terreno había tenido la habilidad de comprarlo a cuatro propietarios distintos, de a partes, con tres caminos en el medio: el sacerdote, también “señor párroco”; un cierto Gallina tembloroso de avaricia inveterada que siempre parecía decir no, no, como el Gioppino: sufría de ciática y de campesinismo crónico; un cierto Baffi de barba abundante, tembloroso también él que parecía decir siempre sí, sí, ex cocinero enfermo de la vejiga: para orinar se retiraba a su departamento a horas fijas (tenía necesidad de un sistema hidráulico). Pero era un terreno magnífico, con una vista espléndida sobre el Eupilio, y se veía del otro lado del lago el pueblo donde estaba la antigua finca de los suyos: estaba asimismo lleno de piedras, una cantera de adoquines tal que hoy la Agencia Vial podría empedrar con ellas la vía Emilia o la Aurelia o la Flaminia o la Appia o las cuatro juntas. Por último un cierto Moltani, campesino, que exudaba transpiración y bosta de calidad brianzola. Moltani, Gallina, el heladero-cocinero Baffi y el “señor párroco” compitieron por atenciones de todo tipo con el señor Francesco Pelegatta. Se produjeron intercambios de terrenos, vos me das aquella parte y yo te doy esta otra: la conclusión era uniforme: que el señor Francesco daba mil metros cuadrados y a cambio recibía seiscientos, y además tenía que soltar algún billete de cien, verdadero por cierto, que entonces valían un poco más que ahora: “Ah, pero la parte que toma usted, señor Francesco, ¿quiere apostar? No es ni siquiera comparable con lo que me da a mí, ¿no ve qué vista, qué aire?” De hecho la vista era magnífica: se veían aldeanos astutos y desenvueltos a montones esparcidos por los campos.
El señor Pelegatta se sentía renacer, respiraba a todo pulmón: sus hijos, con ese aire, iban a crecer vigorosos, felices.
Comenzaron los cimientos, los pilares, las bóvedas. Una muralla sostuvo el terraplén hacia el norte, porque la casa fue construida justo sobre un desnivel. ¡Ay, un salto de 4 metros! El porche quedó espléndido. “¡Hasta es un pecado cubrir estas bóvedas!”, decía el señor Francesco cuando quisieron revocarlas, mirando hacia arriba como Miguel Ángel la bóveda de la Sixtina.
Fue una casa blanca, cal y madera, risueña, también entreverada (me olvidaba de este bello verbo de Ada Negri), entre el verde y las pocas piedras de los alrededores y una cantidad enorme de lagartijas, culebras y lagartos que rondaban por ahí, coleando para el terror de las mujeres. Pero también ellos son hijos de Dios.
En la casa no se construyó ningún baño; en una galería se ubicó una chimenea que nunca se encendió y creo que no se encenderá jamás; en el sótano, una estufa brianzola (hacía falta incentivar la industria local). Se sentía olor a muros frescos, a cal, a modestia salubre de costumbres simples y aireadas, sin un espejo, sin un sillón cómodo para dormir la siesta, y el señor Francesco era el patriarca de toda aquella salubridad. Para bañarse había que ir en el auto del Batta y el tren de Milán.
La cocina quedó enorme: con el embudo y el tamiz; con las cacerolas y las ollas que se necesitaban dos personas para barajarlas; con aquella maravilla de la hidráulica, de la neumática y en definitiva de la física moderna que es el extractor para sacar el aceite de las botellas sin volcar. Una felicidad para el señor Francesco: los chicos iban a crecer simples, sanos, en la fe tradicional, extrayendo aceite de los botellones. Y era feliz con sólo pensar que iban a ser buenos en algo.
A la casa, desde Milán, se llegaba en poquísimo tiempo: ¡milagro del progreso! Pasar en tres horas del sofocamiento atroz de la ciudad tentacular a la más salubre aura de la casta Brianza.
El viaje se hacía rápido: las “Ferrovías Norte de Milán”, financiadas por algunos clérigos adinerados y congregaciones de Jesuitas belgas, con locomotoras belgas de cuatro ruedas y el tubo cónico largo como el poste de un telégrafo, perjudicaban, jirafas bienpensantes, a la querida y ancestral Brianza: formidables de potentes puf-puf llegaban a Erba en dos horas, (treinta y siete km.), y ese viaje era un sueño de una noche de verano, acariciada la oreja por la música de los más entrañables nombres lombardos, en ago y en ate. De hecho, de todas las tierras de la tierra, la Lombardía tiene el primado del buen gusto y de la eufonía toponomástica. Saronno, Usmate, Inverigo, Lurago, Pizzighettone, Incasate, Buccinigo, Capiago, Busto Arsizio, Busto Garolfo: para Francesco Pelegatta los gritos de los conductores en las veintidós paradas eran una música nostálgica, la Patética o el minué boccheriniano. Yendo a Erba suenan Brusuglio y Cormano, Lambrugo y Lurago. En Erba estaba la carroza: esta máquina, para aquellos que no lo sepan, es un edificio con 4 ruedas y un fuelle de cuero incrustado y seco, con olor a establo y a ancas de caballo sudado: adelante, en el pescante, está el olor propio del cochero y de la galga, magnífico mecanismo de la técnica moderna para frenar con forma de destapador y molinillo de café. Un agotado cuadrúpedo la arrastra deambulando con estertores inexplicables por el polvo inevitable de aquellas calles, perezoso sí, pero todavía capaz de depositar sus desechos sobre el estribo, levantada la cola y exhibido un rosetón color rojo, invitación brianzola a los misterios pitagóricos. — El cochero aquellos desechos los tira pero no todos, porque algunos le sirven para calentarse los pies en la brisa vespertina.
Cotejamos un día, cultores como somos de las disciplinas matemáticas, el costo de los dos vectores: la carroza brianzola y el tren nocturno de Milán a Roma. Estadólatras ferrólatras y nocturnólatras como somos, computamos con alegría que el costo del segundo transporte es cerca de treinta veces inferior al primero.
Francesco Pelegatta llegaba a la casa, el casero lo saludaba “señor patrón” en pleno idilio colaboracionístico: el cochero preguntaba regularmente si tenía que entrar hasta el porche con el caballo: “¡pero por favor, el pórtico está para eso!” Pero la maniobra para salir era difícil: los bujes de las ruedas traseras se llevaban regularmente alguna bella parte del borde de los pilares cuando al salir doblaban frente a la muda consternación del señor Francesco.
“¿Novedades?” Las de siempre: la bomba del pozo que silbaba y hacía gargarismos extraños en vez de dar agua. Había sido encomendada a Erba para favorecer la industria local; una dificultad similar el señor Francesco no se la encontró jamás, porque también en Erba la técnica de los cilindros trabados hace ahr, ahr: pero por definición tenía que funcionar bien. El plomero, Erba, explicación técnica complicada, válvulas de succión e impelentes, ciento setenta liras.
Helo por fin aquí el vaso de agua, agua saludable, cristalina, límpida, buena, bacteriológicamente pura: con un gustito a aceite y a cilindro que la volvía todavía más aromática.
El señor Francisco, seguido por su querida familia, subía luego a la casa. A esta la limpiaban los escorpiones y las escolopendras, que la salubridad del aire era también para ellos. Entre las ideas técnicas que había introducido en la construcción brianzola había una maravilla del progreso edilicio: las celosías a “coulisse”. Imaginémonos el marco de madera que sostenía las hojas: cincuenta centímetros de ancho, tres metros de alto, y tenían que correr paralelamente al lado corto por medio de rueditas dentro de hendijas llenas de pequeños restos de la construcción. Al cabo de tres o cuatro horas, con el socorro de la gente de la zona, las coulisses podían coulissar: pero no había que tirar demasiado de aquella maravilla porque si no se trababan en el rectángulo de la ventana, y entonces ya no iban ni para atrás ni para adelante. Al maniobrar, las manos se manchaban con la pintura agrumada en la madera no estacionada y que nunca se había secado, ni siquiera después de años. Esas persianas eran obra brianzola de un carpintero brianzolo, estimulado, como el mecánico y tantos otros, por el espíritu progresista del señor Francesco y de su billetera, magra, sí, pero brianzófila.
La Marquesa, segunda mujer del señor Francesco, en aquella salubridad y en aquella luz, con el querido botellón en el querido armario, se sentía una reina. Volaban gordos moscardones, verdes, y una tempestad de moscas negras y brianzolas por doquier. A Señora Hipoteca, la primera hija del señor Francesco, no se le hacía fácil llegar a Brianza. Afectuosa y aforística como siempre, con la dulzura de la señora irrigada por el jadeo de alguna frasecita inútilmente viperina y de la música celestial de una voz ultranasal, vacacionaba en otra casa, donde su distinguido saber de gentil señora podía seguir levantándose a las 11 de la mañana suscitando la admiración de sus parientes. — La Marquesa Adelaida, llena de virtudes y de coraje y de estudios y con la mente generosamente puesta en los más generosos (ay, chirriantes) armarios, no amaba excesivamente a la Señora Hipoteca, y frente a sus gélidos y viperinos aforismos perdía regularmente los estribos, mientras se le encendía la cara y el ánimo, perdiendo el control de sí misma. Pálidos y mal vestidos, los tres nuevos hijitos del señor Francesco, Marqués de Longone, y de la Marquesa Adelaida, escuchaban cómo la Marquesa iba por la casa enojada, peleándose con los queridos aldeanos, con los queridos campesinos, cohabitantes olorosos y franciscanos en la casa del Marqués Francesco porque el perejil, si bien era brianzolo, estaba seco como la paja.
Rara vez el baño tenía el beneficio del agua, porque la bomba brianzola, que alimentaba el excelso tanque, maravilla cincada en Erba Incino, hacía por lo general ahr, ahr, ahr: en medio la desolación general.
Las afectuosas atenciones de los padres criaban a los queridos hijitos: estos vivían bajo el salubre porche a la espera de aprender, cuando fueran más grandecitos, a sacar el aceite de las botellas. Jugando bajo el porche sentían cada tanto chirriar la puerta del armario empotrado de la sala de comer, porque la Marquesa tenía mucho que hacer. Imaginaban el resto de la historia. La sirvienta, despertando una cierta curiosidad en Carlo Emiliuccio orinaba regularmente de pie en el prado brianzolo, como las más expertas y caldosas señoras de los cornudos cuadrúpedos brianzolos. Era una mujer brianzola, honesta y timorata hasta el punto de ignorar aquel elemento del dessous que no le permitiría a una muchacha, incluso brianzola, poder miccionar agradablemente de pie.
El burbujeante arroyito hacía un bello y espumante laguito sobre el campo franciscano y después descendía, para terror de las hormigas del hormiguero, en cuya tradición oral y escrita creo que debe vivir todavía hoy el mito platónico y mosaico del diluvio.
“La Marietta hace pis de pie”: éste es uno de los recuerdos infantiles más queridos de Carlo Emiliuccio, una de esas frases que vuelven a los labios secos y amargos después de haber florecido, extraña flor, en los labios y los ojos y el alma del niño, que sorprendía sueños purísimos; y vivía en la querida Brianza, simple y paterna y poblada de mecánicos, de plomeros, de sirvientes y de sirvientas. A veces la Marietta hacía las veces de dama de compañía de la Marquesa Adelaida y entonces se escuchaba chirriar un poco más seguido el armario en la sala de comer, es decir, dos veces cada vez.
Nubes extrañas trasvolaban el cielo abrasador, desde Bérgamo hasta Albenza, en Lecco, bello nombre lombardo, como también Menaggio y Chiavenna. Los enormes cúmulos se oscurecían como presagios de futuras tempestades. La cigarra inmensa, a veces, se callaba y más lejanas y remotas cigarras pronunciaban melancólicas desolaciones de esa tierra poblada por brianzolos.
Descartes pasó su niñez rodeado de gente que, en el peor de los casos, habrá hablado francés. Habló el griego de Atenas la nodriza de Platón, y la Marietta de Malebranche habló la lengua de la buena Francia, y la Marietta de Shakespeare habló la lengua de Shakespeare, y la de Lapo Gianni una lengua que suena todavía en los versos de su amigo cuando dice:
Guido, me gustaría que tú, Lapo y yo
fuéramos tomados como por encanto
y colocados en una nave que con cualquier viento
fuera por mar según tu voluntad y la mía
Probablemente no eran sus mercedes, las buenas Mariettas, tan modestas y brianzolas como la “sirvienta” de los Marqueses de Longone, y tal vez el futuro Reverendo y el futuro trágico habrán “palpado” de lo lindo alguna parte de los hemisferios traseros o alguna calota delantera con forma de sandía. Pero juraría que ni la parisina, ni la ateniense, ni la stratfordense ni la florentina solían orinar de pie, como lo hizo la brianzola.
A Carlo Emiliuccio la suerte le reservó, entre otras infinitas gracias lombardescas y perseverantestas, también las guturaciones pleistocénicas de los plomeros de Erba Incino, que transmitieron por sugestión a su bomba las guturaciones de los aldeanos astutos y desenvueltos esparcidos por los campos, y todo el dulce lenguaje que irriga de alóbroges e insúbricas dulzuras “el dulce llano, / que de Vercelli a Marcabò declina”.
Cada uno de ellos tuvo la sonrisa de su madre y el lenguaje de su gente acarició la infancia: la de Lapo y Guido, la de Michele, más que mortal, ángel divino, y de aquel de Urbino que escuchó hablar a la bella Fornarina y la vio desnudarse. Pero para Carlo Emiliuccio la brianzola orinó. Y los brianzolos hablaron brianzolo, y los lombardos lombardo.
En Gadda, Carlo Emilio, Villa in Brianza. Milán, Adelphi, 2007.
Traducción: Nicolás Caresano
Ph/ Gianni Berengo Gardin, Un artesano trabajando, 1972