Sobre la inmortalidad / Elías Canetti

Elías Canetti

Es bueno partir de un hombre como Stendhal cuando se habla de esta clase de inmortalidad privada o literaria. Sería difícil encontrar un hombre con mayor aversión a las representaciones de fe corrientes. Stendhal fue enteramente libre de las ataduras y promesas de cualquier religión. Sus sentimientos y pensamientos están exclusivamente vueltos hacia esta vida de aquí. La sintió y la disfrutó del modo más preciso y profundo. Se abrió a todo lo que podía darle placer y no por ello se hizo insípido, porque respetó lo individual en sí mismo. No redujo nada a una dudosa unidad. Dirigió su desconfianza a todo lo que no era capaz de sentir. Pensó mucho, pero no hay pensamiento frío en él. Todo lo que registra, todo lo que crea, permanece cercano al cálido momento de su origen. Amó mucho y creyó en muchas cosas, pero todo era milagrosamente concreto. Todo podía encontrarlo dentro de sí sin necesidad de trucos de ningún orden.

Este hombre, que nada presupuso, que todo quiso encontrarlo por sí mismo, que era la vida misma en cuanto sentimiento y espíritu, que se encontraba en el corazón de todo acontecimiento y que por ello también podía contemplarlo desde fuera, en el que palabra y contenido coinciden de la manera más natural, como si se hubiese propuesto depurar el lenguaje por su propia cuenta, este hombre excepcional y de veras libre tenía, no obstante, una fe, de la que habla tan sencilla y naturalmente como de una amante.

Se conformó, sin quejarse, de escribir para pocos, pero estaba seguro de que cien años después muchísimos lo leerían. En los tiempos modernos no es posible concebir una fe en la inmortalidad literaria más clara, más aislada y más modesta. ¿Qué significa esta fe?¿Cuál su contenido? Significa que uno subsistirá cuando todos sus contemporáneos ya no estén. No es que uno esté mal dispuesto contra los vivos como tales. Uno no los aparta de la ruta, nada hace contra ellos, ni siquiera les presenta combate. Uno desprecia a quienes alcanzaron una gloria falsa, pero asimismo desprecia el combatirlos con sus propias armas. Ni siquiera uno les guarda rencor, porque sabe cuánto se han equivocado. Uno elige la compañía de aquellos a los que uno mismo pertenecerá alguna vez: la de todos aquellos de tiempos pasados cuya obra aún hoy vive; aquellos que a uno le hablan, de los que uno se nutre. La gratitud que siente por ellos es gratitud por la vida misma.

Matar para sobrevivir no puede significar nada para esa disposición de ánimo, porque no se trata de sobrevivir ahora, sino de entrar en liza dentro de cien años, cuando uno mismo ya no vivirá y así no podrá matar. Es obra contra obra lo que entonces se mide y será demasiado tarde para añadir nada. La rivalidad propiamente dicha, la que realmente importa, comienza cuando los rivales ya no están. El combate que librarán sus obras ni siquiera lo podrán presenciar. Pero esta obra debe existir, y para que exista debe contener la mayor y más pura medida de vida. No sólo se ha desdeñado matar; se ha hecho entrar en la inmortalidad a todos los que estaban cerca de uno, a aquella inmortalidad en la que todo se hace efectivo, lo menor como lo mayor.

Es la exacta contrapartida de aquellos detentadores de poder que arrastran consigo a la muerte a todo su entorno, para que, en una existencia del más allá, reencuentren todo a lo que estaban habituados. Nada caracteriza más espantosamente su impotencia más íntima. Ellos matan en la vida, matan en la muerte, un séquito de muertos los escolta al más allá.
Pero quien abre a Stendhal, vuelve a encontrarlo a él mismo y todo lo que le rodeó, y lo encuentra aquí en esta vida. Así, los muertos se ofrecen a los vivos como el más noble de los alimentos. Su inmortalidad redunda en provecho de los vivos: en esta reversión de la ofrenda a los muertos todos resultan beneficiados. La supervivencia ha perdido su aguijón, y el reino de la enemistad toca a su fin.

Elías Canetti
De: Masa y poder, Muchnik Editores
Traducido del alemán por Horst Vogel