Libros crueles
La Philosophie du Boudoir del Marqués de Sade, difundida desde hace cien años en ediciones clandestinas, contiene cosas que de otro modo no conoceríamos como objeto de la pluma, si descontamos las inscripciones de los muros en rincones insalubres. Es la obra de un espíritu que ha superado a Rousseau mediante una lectura consecuente y que posee una prosa cuya relación con la de Crébillon, Couvray y Lacios, empolvada y rizada, es análoga a la que se da entre la daga de un caballero y el hacha amplia de un septembriseur. En su obra resuena el aullido de la hiena, que voraz va a cazar por las cloacas, con piel húmeda y viscosa y con un hambre carnívora insaciable, que finalmente absorbe la sangre y devora los despojos de la vida. Cada sorbo de la roja fuente es como el agua del mar, que torna la sed siempre más rabiosa.
A esto se corresponde la manera en que se maneja la pluma: por ejemplo, la separación de las palabras y los jirones de frases mediante guiones que cortan el aliento al discurso y desgarran el lenguaje en estertores y gemidos; la interminable retahíla de sinónimos para designar acciones y objetos que de esta forma pueden ser acariciados de modo cada vez más ávido y sensual: el lenguaje se clava en la carne con agujas ardientes; las comillas mediante las que cualquier palabra se sella como obscenidad: es indispensable el presupuesto de una complicidad perversa del lector con el autor; esa manera peculiar de interrumpir la brutalidad palmaria de los argumentos con giros afectados para conferir a los pasajes de las coyundas más salvajes, a través de un inesperado fogonazo de mojigatería, el máximo grado de evidencia.
El conjunto se lee con angustia, no tanto por los horrores como por la seguridad imperturbable con que se rompe el acuerdo tácito que rige las relaciones humanas. La impresión que causa es algo así como si alguien alzara la voz en un cuarto y dijese: «Puesto que estamos reunidos entre bestias…».
Se ha conservado una obra menos extrema, pero instructiva, en forma de novela ya casi inencontrable: Compadre Matthieu o los excesos del espíritu humano, de Dulaurens, que como autor de libros ateos dio con sus huesos en la cárcel. Aquí entra en escena el Padre Juan, en quien se revela sin tapujos aquel bestialismo que ya se ha escindido de la virtud de Rousseau y que ésta oculta como una de sus posibilidades fundamentales. Su antagonista aparece como claridad volteriana.
En los Jardins des Supplices, de Octave Mirabeau, la crueldad es puramente contemplativa y ajena a las abyectas irradiaciones de la voluntad. Intensifica la viveza del mundo de colores como una materia oscura adornada con flores de seda. Quien se pasea por esos espléndidos jardines pasa ante diversos miradores, donde se ve a diferentes maestros de tortura china ejercitando sus destrezas, y el espectáculo de tales tormentos despierta en el corazón un estado de exaltación inusitada. Los colores y los sonidos provocan sensaciones profundamente voluptuosas, en particular las flores exhalan perfumes sobrenaturales. El método espiritual que sigue el autor tiende a las oposiciones polares: placer y dolor, más o menos finamente separados, afluyen hacia dos puntos contrapuestos, y mientras aquí la imagen del ser humano se retuerce en el polvo, allí parece ascender a una vida suprema.
Es probable que en el circo romano, junto a la furia ciega de las masas estuviera vivo entre las clases cultas un sentimiento de esa índole: la exaltación que experimenta el ser humano, cuando cree representar el destino. Que se tenía conciencia de la bajeza de ese placer demoniaco lo ilustra el hecho de que las estatuas de los dioses fueran cubiertas con velos.
A veces, en nuestras ciudades hay también naturalezas a las que nos imaginamos capaces de cebarse en el tormento de los demás, y siempre serán espíritus serviles, ya sea la plebe que vegeta como si fueran bestias enjauladas u hombres de un estilo de vida asiático, que llevan adherida algo de esa molicie esponjosa típica de los baños turcos. En cuanto comienza a vacilar el orden, en especial durante la cesura entre dos periodos históricos, tales fuerzas salen de sus cloacas y rincones o también de la zona de sus excesos privados. Su meta es el despotismo más o menos inteligente, pero siempre formado a partir del modelo zoológico. De ahí que incluso en sus discursos y libelos suelan conferir a sus víctimas rasgos animalescos.
A esos impulsos destructores se opone una actitud cuya definición más adecuada es la de benevolencia y que adorna de igual modo tanto a los hombres poderosos como a los simples. Esa benevolencia se asemeja a una luz en virtud de la cual la dignidad humana se muestra con un semblante justo. Está estrechamente vinculada con lo que hay de soberano y noble en nuestro fuero interno, pero también con nuestra libre capacidad creativa. Además, se remonta a tiempos arcaicos; embellece a los héroes homéricos no menos que a la realeza que administra justicia en la plaza pública. En esta época, representa el aspecto espiritual del poder que se funda en un origen benigno, cuyo símbolo no es el manto de púrpura, sino el cetro de marfil.
Donde existe ese espacio libre y claro entre los seres humanos, garantizado por la ley justa, ahí las imágenes y las formas también van creciendo sin esfuerzo. Crea un clima favorable, donde sobre todo florece la cultura y la moral; y en tal estado las pequeñas ciudades han tenido mayor parte en la historia de nuestro planeta que los vastos reinos donde incontables millones de personas han vivido sin pena ni gloria. De ese modo un pequeño huerto produce una cosecha más rica que un inmenso desierto.
Es un buen signo para nosotros que nuestra memoria oriente la historia según esos astros de primer orden. En esto, ciertamente, nos parecemos a astrónomos que no pueden prescindir de la realidad visible, pues así como sólo una gran luz puede salvar distancias infinitas, del mismo modo sólo una conciencia excelsa puede penetrar los bancos de niebla del tiempo. Hay un grado de claridad que triunfa sobre el efecto nebuloso de los siglos; así, la Atenas de Pericles se nos muestra mucho más despejada a nuestra vista que la Atenas medieval, alrededor de mil años más próxima a nosotros, y sobre la cual Gregorovius reunió los escasos fragmentos existentes para reconstruir su historia.
Sin embargo, siempre resulta asombroso que modelos y arquetipos conserven su luz a lo largo de los siglos, si se piensa con qué poder lo salvaje y lo amorfo se han impuesto una y otra vez en la historia. En este sentido, la Odisea es el gran canto de la razón ilustrada, la canción del espíritu humano, cuyo periplo a través de un mundo abundante en horrores elementales y monstruos crueles conduce a la meta incluso a pesar de la oposición de los dioses.

El horror
Hay un tipo de láminas de chapa de gran tamaño que suele emplearse en los pequeños teatros para simular el ruido del trueno. Me imagino muchísimas de esas láminas, aún más delgadas y sonoras, dispuestas unas sobre otras a distancias regulares, como las hojas de un libro que, sin embargo, no están prensadas, sino que se mantienen espaciadas entre sí mediante un dispositivo separador.
Imagina que te subo a la hoja superior de esta enorme pila, y apenas el peso de tu cuerpo la roza, se parte en dos con un gran estruendo. Te precipitas, y caes sobre la segunda hoja que asimismo estalla con una explosión todavía más violenta. El cuerpo alcanza la tercera, la cuarta y la quinta hoja sin detenerse, y el aumento de la velocidad de caída hace que los impactos se sucedan con una aceleración semejante en ritmo y fuerza a un creciente redoble de tambor. Cada vez más vertiginosa y delirante, tanto la caída como el redoble se transforman en un poderoso retumbo de trueno que al final hace volar por los aires los límites de la conciencia.
Así es como el horror suele apoderarse de los seres humanos: el horror, que es algo completamente distinto del miedo, la angustia o el temor. Más bien se diría afín al espanto que reconoce el rostro de la Gorgona con el cabello erizado y la boca abierta a punto de gritar, mientras el temor, más que ver lo inquietante, lo sospecha, pero justo por ello su poder atenaza al hombre con mayor fuerza. El miedo se encuentra todavía lejos del límite y puede conversar con la esperanza, y el susto, sí, el sobresalto es aquello que experimentamos cuando se quiebra la lámina superior. Y entonces, en la caída mortal, se intensifican los golpes estridentes de timbales y las luces se ponen de color rojo incandescente, ya no como señal de alarma, sino como terrible confirmación, hasta llegar al horror.
¿Presientes lo que ya sucede en aquel espacio fronterizo, por el que tal vez algún día nos precipitaremos y que separa el vislumbre del abismo de la caída misma?

Tristram Shandy
Durante los combates en Bapaum llevaba siempre conmigo en el guardamapas la edición de bolsillo del Tristram Shandy y también figuraba entre mis cosas cuando aguardábamos la orden de ataque ante la localidad de Favreuil. Puesto que se nos obligaba a esperar en la loma donde estaban las posiciones de artillería, desde el alba hasta bien pasado el mediodía, no tardó en invadirme el tedio, a pesar de que la situación entrañaba peligro. Así pues, comencé a hojearlo, y su melodía entreverada y atravesada por diversas luces, se desposó pronto, como una secreta voz de acompañamiento, con las circunstancias externas, en una armonía de claroscuro. Tras muchas interrupciones y tras haber leído algunos capítulos, recibimos finalmente la orden de ataque; guardé el libro de nuevo y al ponerse el sol ya había caído herido.
En el hospital militar retomé una vez más el hilo, como si todo lo acaecido en el intermedio sólo fuera un sueño o perteneciera al contenido mismo del libro, como si se hubiese interpolado un tipo particular de fuerza espiritual. Me administraron morfina y continué la lectura ora despierto ora aletargado, de tal modo que los múltiples estados de ánimo fragmentaron y ensamblaron una vez más los pasajes del texto ya mil veces fragmentados y ensamblados. Los accesos de fiebre que combatía con cócteles de borgoña y codeína, los bombardeos de artillería y aviación sobre el lugar a través del cual ya comenzaba a fluir la retirada y donde con frecuencia nos dejaban completamente olvidados, todas estas circunstancias aumentaban aún más el desconcierto, de modo que hoy sólo me ha quedado de aquellos días un recuerdo confuso de un estado de excitación mitad sensibilidad y mitad delirio, en el que uno mismo no se habría sorprendido ni siquiera por una erupción volcánica y en el que el pobre Yorick y el honrado tío Toby eran las figuras más familiares que se me presentaban.
Así, en circunstancias tan dignas, ingresé en la orden secreta de los shandystas, a la que, hasta el día de hoy, he permanecido fiel.

La llave maestra
Todo fenómeno dotado de sentido semeja un círculo, cuya periferia puede medirse de día con absoluta precisión. Pero de noche se esfuma, y el centro fosforescente salta a la vista, como las florecillas de la denominada lunaria, esa planta sobre la que Wierus se explaya en su tratado De praestigiis daemonum. Con la luz aparece la forma; en la oscuridad, la fuerza engendradora.
Con nuestro entendimiento pasa algo parecido: puede atacar tanto desde la circunferencia como desde el centro. Para el primer caso el ser humano dispone de una laboriosidad de hormiga; para el otro, del don de la intuición.
Para el espíritu, cuya capacidad de comprensión parte del centro, el conocimiento sobre lo periférico pasa a un segundo plano; asimismo, para quien dispone de la llave maestra de una casa, los juegos de llaves que abren cada una de las estancias en particular desempeñan un papel secundario.
Los espíritus de primer orden se distinguen por el hecho de poseer la llave maestra. Como Paracelso provisto con la raíz de la mandrágora, penetran sin fatiga en cada cámara particular; para gran enojo de los especialistas, que ven cómo sus taxonomías quedan invalidadas de golpe.
Así pues, nuestras bibliotecas nos traen a la memoria la concepción geológica de Cuvier: yacimientos de fósiles, advertencia y recuerdo de un mundo agitadísimo que la irrupción catastrófica del genio derribó estrato por estrato. De ahí procede también ese desasosiego que el ser rebosante de vida experimenta en tales osarios del espíritu humano, y que no es sino la angustia suscitada por la cercanía de la muerte.

El diorama
Entre nuestros recuerdos hay algunos de una nitidez singularmente plástica; contemplamos ciertas escenas del pasado como a través del agujero de la cerradura o de los cristales redondos de los panoramas que antaño se exponían en las ferias anuales. Cuando se nos muestran a la vista tales imágenes minúsculas que aparecen repentinamente, como por un escotillón, advertimos que no pertenecen a esos fenómenos que exigen a la conciencia un particular esfuerzo. A menudo tenemos mucho más presentes aquellas situaciones en las que participamos de un modo letárgico y onírico. Por ejemplo, una vieja nos coge de la mano y nos conduce a una habitación donde el abuelo yace muerto. Con frecuencia, los recuerdos de esta clase dormitan durante largo tiempo; se asemejan a esas películas expuestas a radiaciones invisibles, que un buen día somos capaces de revelar. A estos recuerdos pertenece también el encuentro erótico, y sobre todo el abrazo erótico en el espacio anárquico.
Vivía en un permanente estado febril; había abandonado el hospital militar, porque el reposo se me había vuelto insoportable, pero estaba muy lejos de haber sanado. Por la mañana, todavía expectoraba sangre en mi pañuelo, pero procuraba olvidarlo. Fumaba cigarrillos cargados, el primero ya me esperaba en la mesita de noche nada más abrir los ojos en la madrugada, y el vino se me subía fácilmente a la cabeza.
Durante las noches, de vez en cuando, los disparos me despertaban con un sobresalto, pues en el barrio anguloso donde me hospedaba en una habitación de alquiler, había calabozos, y la muchedumbre intentaba liberar a los prisioneros. En un cuartel cercano se celebraban consejos de guerra, y cada mañana se mandaba fusilar tras un monumento a los saqueadores capturados por la noche. Los hijos de mi patrona conocían la hora y observaban con atención el espectáculo. A pocos pasos de ese monumento se había instalado un parque de atracciones; los órganos del carrusel sonaban desde la tarde hasta el alba.
Por la mañana, mirábamos las calles desiertas y derruidas, que estaban desempedradas; llevaban años sin ser pavimentadas. Por la tarde, la imagen se metamorfoseaba; las luces palpitantes, como las que irradian los tubos vacíos de aire en los laboratorios de física, esparcían un débil resplandor. Esa escena suscitaba la impresión de que un caos fatal se había apoderado de la red eléctrica de la ciudad, como si la corriente se encendiese aquí y allá en un derroche de variados cortocircuitos. Las líneas azules, rojas y verdes disimulaban las míseras fachadas desconchadas y transfiguraban los portales luminosos en soberbios palacios. Tras ellos se abrían salas de baile, restaurantes o pequeños cafés, donde se interpretaba un nuevo género de música enervante. Mientras de día las calles y las plazas se veían inundadas por masas grises y desaliñadas, en estos lugares se reunía un público de una elegancia exagerada, y mientras por la mañana se veían largas filas de mujeres ante la panadería, en estos locales los bufetes servían bandejas llenas de langostas y aves trufadas.
Los bares comenzaban a animarse más bien de noche, y por las tardes los cafés todavía estaban casi vacíos. En uno de ellos solía encontrarme con una muchacha esbelta, de cabello castaño; nos habíamos conocido durante el desfile de uno de los regimientos que retornaban. Existía un gran contraste entre la fiebre caótica que me consumía, y la determinación desapasionada de esa muchacha cuyo curioso nombre de pila no logro recordar. El rostro de aspecto ordinario y algo mojigato hacía pensar en una de aquellas profesoras de gimnasia, cuyo secreto deseo es viajar en verano a Suecia y que frecuenta las bibliotecas ambulantes a la espera de buenas novelas.
No consigo recordar el contenido de nuestras conversaciones; supongo que hablaríamos en dos dialectos muy distintos. Como muchos de los supervivientes, parecía cargado de esa corriente galvánica que transforma los metales que toca, cualquiera que sean las imágenes troqueladas sobre ellos. Ese estado era, sin duda, particularmente apropiado para agudizar la viejísima controversia que se plantea al decidir qué merece más estima, si la bebida misma o la copa en que se ofrece. Me sentía arrastrado con ardor por los vórtices del naufragio; toda estabilidad, toda preservación y protección eran un lastre.
Pero, tal vez, mi poder de seducción se basaba justamente en esta cualidad, cuyos efectos explotaba conscientemente, egoísta y testarudo como un niño que intenta satisfacer su propios caprichos a toda costa. A ello se añadía el insensato placer que me procuraba comprobar mi capacidad de seducción, un placer muy parecido al que experimentan los hipnotizadores de poca monta que imponen a sus víctimas tareas absurdas, cuya ejecución no depara ninguna utilidad ni a esos pobres diablos ni a ninguna otra persona.
Así pues, aquella tarde había intentado todas las estratagemas imaginables para que me acompañara a mi cuarto, y para ser franco demostré un arte de persuasión metódica que exigía menos esfuerzos de mi parte que de la suya para resistirse. Pero justo cuando intenté quitarle el abrigo, se escapó de mis brazos presa del pánico como una sonámbula que recobra el sentido, e inmediatamente después la puerta se cerró tras ella. Todos sus movimientos se sucedieron como bajo una poderosa coacción; tenían algo que me dejaba muy estupefacto, como si la viese representar lejos de mí un papel cuyo sentido escapaba a mi comprensión.
Pero aún me quedé más perplejo cuando, pasado aproximadamente un cuarto de hora, la vi entrar de nuevo en la habitación, sin decir una palabra y sin reparar en mí. Cerró la puerta con llave tras de sí y comenzó a desvestirse, en silencio y con cierta rabia, que se expresaba en una especie de sollozo cada vez que un botón o una cinta parecía ofrecerle resistencia. Sin avergonzarse ni una pizca de su desnudez, se dirigió hacia mí, y durante un largo intervalo de tiempo mantuvimos una suerte de duelo con las miradas, sin pestañear, con una expectación tensa y sin duda hostil. Me di cuenta de que sus ojos me habían cautivado con toda su fuerza de atracción; después empezó a dilatarse la pupila y me atravesó con la mirada como a través de un comparsa que no participara en la escena.
Hay palabras de una profundidad tan fútil o de una futilidad tan profunda que nos avergonzamos de repetirlas cuando se desprenden del instante vital con el que estaban vinculadas. Me pareció como si todavía hubiese un tercer espectador en el cuarto que examinase las circunstancias con mucho cuidado, y sin esperarlo comentase con un tono distante: «Has bebido vino».
Y oí una réplica en voz baja y airada: «¿Qué hay de malo?».
Podía ver nuestra nítida imagen en un viejo espejo que colgaba algo torcido, como dos figuras iluminadas desde abajo por las brasas de la estufa; y el deslustrado revestimiento metálico, como el velo de gasa verde que se sitúa delante del teatro de marionetas, confería a nuestras siluetas la ilusión de lo lejano. Y desde una gran distancia, desde la frontera de los sueños, regresó como un eco a mi pregunta: «O sí, hay algo malo… muy malo».
Ernst Jünger, 1938
De: El corazón aventurero, Ediciones Tusquets, 2003
Traducción de Enrique Ocaña
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