¿Cómo se lo decimos a los niños? / Günter Grass

Cuando a fines de marzo (según lo estipulado en el contrato de venta) hubo que desocupar la Gran Sinagoga del hipódromo, Zweifel y los otros alumnos ayudaron a empacar los objetos de culto que al poco tiempo serían enviados a Nueva York, donde hallaron cabida en el Museo Judío como Colección Gieldzinski. (En 1966 los rollos de la Tora se consumieron al estallar un incendio en la biblioteca.)

El pasaje citado de mi libro Aus dem Tagebuch einer Schnecke [Del diario de un caracol] narra la disolución de la comunidad judía de Danzig en la primavera de 1939, cuando hubo que financiar la emigración de sus miembros mediante la venta de los edificios sagrados y de los cementerios judíos. «Dicen que los ancianos y el cantor de la Gran Sinagoga, Leopold Schufftan, lloraron después de haber firmado.»

Cuarenta años más tarde el tesoro de la sinagoga de Danzig se exhibe en Nueva York. Sin embargo, las reflexiones que haga en esta ocasión no pueden girar en torno a la historia cultural, sino que deben derivar de las consecuencias del crimen alemán y de las condiciones propias de mi actividad literaria. El pasado no puede dejar de estar presente para nosotros. Seguimos preguntándonos cómo fue posible que se llegara a eso. Y seguimos sin respuestas. A 35 años de Auschwitz, la pregunta alemana vuelve a ser: ¿Cómo se lo decimos a los niños? O, con mayor precisión: los padres nacidos después de la guerra, que cuando niños recibieron a sus preguntas sólo medias respuestas, palabras evasivas, mentirosas o desamparadas: ¿cómo van a explicar ahora a sus hijos lo sucedido en Auschwitz, Treblinka y Majdanek «en nombre del pueblo alemán», lo cual ha persistido desde entonces de generación en generación y permanecerá imborrable en cuanto culpa alemana?

Otros pueblos son discutiblemente más felices, o sea, más olvidadizos. Nadie declarará al pueblo ruso culpable de la carnicería estalinista efectuada en nombre de la revolución. Un número relativamente reducido de ciudadanos de los Estados Unidos de América todavía se siente responsable hoy en día del crimen de guerra cometido por su país en el conflicto de Vietnam. Inglaterra, Francia y Holanda ya archivaron la injusticia de sus dominios coloniales, que hasta la fecha sigue obrando trascendentes consecuencias: son cosas que ya no cuentan. Es historia. Y la historia continúa.

Tan sólo a los alemanes no se nos permite sustraernos a ella. Cuanto más inofensivo es el aire que adoptamos, más inquietantes somos para nuestros vecinos. Nuestro éxito económico no alcanza a tapar el vacío moral de una culpa sin par. Ninguna referencia a los inocentes que nacieron después de los hechos, ningún remitirse a los crímenes de otros pueblos: nada nos exculpa. Otros nos señalan con el dedo, nosotros nos señalamos con el dedo. Con la misma falta de compasión pedante con la que toleramos, planeamos y llevamos a cabo el genocidio de seis millones de judíos, no dejamos de preguntarnos cuáles fueron los motivos, cuál la razón de ello, y lo mismo nos preguntan (en cada generación con mayor urgencia) nuestros hijos. De manera propia del Antiguo Testamento, la culpa perdura y es transmitida.

Hacia finales de la década de 1960 mis hijos, que entonces tenían 4 y 8 años, y 12 los gemelos, me sometieron a un interrogatorio a mí, que desde hacía años estaba dedicado a poner en duda a otra generación, la de mis padres. De acuerdo con sus edades, las preguntas iban así: ¿También mataron niños en las cámaras de gas? O: ¿Por qué a los niños? O se perdían en los detalles técnicos: ¿Qué clase de gas era ése? La cifra millonaria resultaba superior a toda la capacidad de su imaginación. En cuanto los hijos mayores preguntaron cuál había sido el motivo de la monstruosidad, que seguía siendo abstracta para ellos, los padres nos extraviamos entre explicaciones de complicados procesos que pretendían basarse en fundamentos históricos, sociales y religiosos. Una mezcolanza de relaciones cuya causalidad sólo podía parecer absurda. El interés infantil pasó a otras preguntas referentes a lo cotidiano: el hámster, el programa de televisión, las vacaciones próximas.

Sólo al referir un destino individual o la fuga de una familia —ora a la muerte, ora hasta la meta en Palestina— logré captar la atención de mis hijos, sin estar seguro de que oyeran más que la aventura de la huida. Empecé a apuntar sus preguntas y mis respuestas inseguras. En mi libro de garabatos, puesto que desde marzo hasta el otoño de 1969 estuve ocupado con las inminentes elecciones parlamentarias, se mezclaron las anotaciones relativas a la campaña electoral con las preguntas de los niños, para crear la base del manuscrito que comenzaría posteriormente: Del diario de un caracol. En forma paralela a las circunstancias políticas contemporáneas, quería contar la historia de la persecución, el destierro y el aniquilamiento de los judíos de Danzig; suponía que mi ciudad de origen sería lo suficientemente gráfica para mí como para plasmar el inicio del crimen alemán y su desarrollo ulterior. Lo que sucedió en Berlín, Leipzig, Nuremberg, Francfort y Dusseldorf también ocurrió, si bien retardado por su constitución de ciudad-república, en Danzig. Y todo a la plena luz del día. Un odio imposible de pasar por alto, proclamado por carteles y titulares. El silencio cobarde de las Iglesias cristianas. El ciudadano que se adaptaba a los acontecimientos. La incapacitación impuesta a sí mismo por un pueblo enterado al principio, que después, al conocerse la magnitud del crimen, debió entender su propia ignorancia y también, no obstante, su responsabilidad.

Mi decisión de conducir el relato desde un lugar reconocible y conocido por mí, de permitir que se desarrollara el horror de la «solución final» desde el margen y de restringirme, para ello, a mis propios recursos, los literarios, fue dispuesta de antemano por un esfuerzo que databa de años atrás y que entretanto había sido frustrado y abandonado: sin hallar un punto de partida para ello, me había aventurado a concebir el proyecto de completar el fragmento Der Rabbi von Bacherach [El rabino de Bacherach] de Heinrich Heine. La ironía romántica de Heine me había incitado al desacuerdo. Su fracaso ante un material demasiado exigente había despertado mi ambición. Hoy sé que sin este rodeo por el Bacherach de Heine no hubiera hallado la manera de penetrar a la historia de los judíos de Danzig. Aquí se presenta la oportunidad de revivir a la comunidad judía de ese pequeño poblado medieval de Renania, y de seguir los hilos que han quedado enterrados o fueron pasados por alto.

El fragmento que nos ha sido legado de Der Rabbi von Bacherach abarca una extensión de menos de 60 páginas y sólo tres capítulos. Parece terminar a la mitad de una frase. Entre paréntesis, el autor indica a sus lectores que los capítulos siguientes y el final del relato se perdieron debido a circunstancias fuera de su control. Sin embargo, Heinrich Heine no abandonó el tema durante 15 años, por muchas interrupciones que sufriera el trabajo con el manuscrito, por voluminoso e inmanejable que resultara el material al expandirse, por invariables que permanecieran las condiciones contemporáneas que se oponían a la publicación de todo el libro, lo mismo que del fragmento. La historia de la creación del Rabbi se lee como la crónica de un fracaso.

Desde el verano hasta entrado el invierno de 1824, un año después de que en Prusia se aboliera parcialmente el edicto napoleónico de tolerancia, a raíz de lo cual se prohibió a los judíos el magisterio en las escuelas y las universidades, el estudiante de derecho (y autor del Harzreise [Viaje al Harz]) emprende los trabajos preliminares en la biblioteca de Gotinga. Heine, un poeta suscrito al credo del «indiferentismo», que se burla de toda religión positiva, para quien el judaismo y la doctrina cristiana son mera expresión de una despreciable y «melindrosa censura de la humanidad», y que a lo sumo permanece ligado a su origen por emociones sentimentales (y la oposición al predominio cristiano), este liberal cuya única fe era la razón, comienza a profundizar en la milenaria historia de los sufrimientos del pueblo judío. A su amigo Moser, Heine escribe: «Además, estoy estudiando muchas crónicas y, sobre todo, mucha ‘historia judaica’. Esto último se debe al contacto con el rabino y también, quizá, a una necesidad interior. Son sentimientos muy peculiares los que me mueven al hojear estos tristes anales; una plenitud de saber y de dolor.»

Así, desde el mismo principio del primer capítulo se enfoca el tema con una mirada retrospectiva a la historia, después de la presentación romántica de un pueblo renano, Bacherach, y de la pequeña comunidad judía que vive entre sus murallas: «La gran persecución de los judíos empezó con las cruzadas y causó los estragos más terribles a mediados del siglo XIV, al finalizar la gran peste que, como toda calamidad pública, había sido provocada, supuestamente, por los judíos, al despertar la ira de Dios, según se aseverase, y envenenar los pozos con la ayuda de los enfermos de lepra.»

Heine habla de las hordas medievales de flagelantes que «entonando un enajenado himno a la Virgen» atraviesan Renania hacia el sur de Alemania y en el camino cometen mil asesinatos de judíos. Señala el origen de la mentira reiterada una y otra vez a lo largo de los siglos: «…que los judíos robaban hostias consagradas, las cuales perforaban con cuchillos hasta hacer manar la sangre, mientras que en su fiesta de Pascua mataban a niños cristianos para utilizar su sangre en la ceremonia religiosa de la noche».

Así, se introduce el motivo que desencadenará la desgracia. Con la celebración de la fiesta de Pascua, para la cual la pequeña comunidad congregada en torno a la sinagoga de la ciudad de Bacherach se reúne ante el rabino Abraham, empieza la acción del relato incompleto. Mientras el rabino, un hombre aún joven que realizó sus estudios en la población española de Toledo, donde también se familiarizó con la doctrina cristiana, observa los ritos antiguos en la sala grande de su casa, y la lámpara de plata del sábado derrama «su luz festiva sobre los semblantes piadosamente alegres de jóvenes y viejos», mientras se festeja pacíficamente la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud egipcia, pues, adornada con leyendas, documentada con las escrituras y celebrada con las palabras de la Hagadá (y el pan ázimo) —»¡Ea! ¡Tal es el alimento que disfrutaron nuestros padres en Egipto! ¡Que todos los hambrientos vengan a gozarlo!»—, dos hombres desconocidos, que se dicen correligionarios de paso por el pueblo, penetran en la sala y quieren participar en la fiesta de Pascua. Por suntuoso que se pinte el cuadro de la fiesta de la comunidad, hasta en los detalles—»…los hombres llevaban sus abrigos oscuros, los planos sombreros negros y las golas blancas; las mujeres, con sus vestidos maravillosamente centelleantes de paños lombardos, tenían ceñidas las cabezas y los cuellos con joyas de oro y de perlas…»—, se percibe, no obstante, el precipicio de la catástrofe. El rabino Abraham no tarda mucho en descubrir que uno de los forasteros ha traído y depositado debajo de la mesa el cadáver ensangrentado de un niño. El pretexto para el pogrom está dado. No obstante, Heine ahorra a sus sensibles lectores los detalles, la aniquilación de los judíos de Bacherach. El rabino consigue huir a tiempo, junto con su joven esposa Sara. Un precepto antiguo que le exige dar testimonio impone esta fuga. Abandona su comunidad, sobre la que se cierne «el ángel de la muerte». A continuación, el relato experimenta un giro romántico. Ambos ocupan un bote del Rin que «el silencioso Wilhelm, un muchacho sordomudo pero hermoso como un sol», conduce por la noche a Francfort del Meno, en cuya judería se ubican los dos capítulos siguientes sin que se vuelva a espesar la trama.

No sabemos nada sobre la segunda parte de la historia, la cual, según las afirmaciones hechas por el autor en su correspondencia, debía llevarse a cabo en escenarios españoles. La huida del rabino Abraham probablemente se alargó hasta este sitio a fin de desplegar mejor su principio de tolerancia hacia todas las religiones (y la crítica del autor contra cualquier doctrina ortodoxa).

Poco tiempo antes de su examen de doctorado, en junio de 1825, Heinrich Heine se hace bautizar por la Iglesia cristiana protestante. Quiere presentar conferencias filosóficas e históricas en Berlín. Su ambición requiere cierto desenvolvimiento social. Se conduce de manera conforme a las exigencias de sus tiempos, pero a pesar de ello insiste en proseguir el trabajo con el Rabbi von Bacherach, hasta que nuevas interrupciones lo eximen de esta tarea cada vez más penosa. El proyecto de publicar una versión abreviada en la segunda parte de Reisebilder [Estampas de viaje] es abandonado nuevamente. Cuando en 1833 un incendio en la casa de su madre, en Hamburgo, destruye gran parte de los manuscritos ahí guardados, también se pierde el manuscrito sobre el rabino, que entretanto ha crecido hasta comprender dos libros. Quedan sólo los apuntes para el borrador, con base en los cuales el literato, entretanto emigrado a París, pretende reanudar el trabajo.

No obstante, no es sino hasta 1840 que un suceso contemporáneo induce a Heine a volver a su tema: la fiesta de Pascua que termina con un pogrom. El Conde Ratti-Menton, cónsul francés en Damasco, dispone el tormento judicial de varios judíos acusados de haber asesinado a un fraile capuchino y de beber su sangre durante la fiesta de Pascua. Lo que según el relato de Heine se llevara a cabo en medio del obcecamiento de la superstición medieval, durante los tiempos del emperador Maximiliano, se repite en la modernidad, a despecho del racionalismo y de los postulados de la Revolución francesa.

Heine se manifiesta al respecto en una serie de escritos periodísticos, de los cuales algunos son publicados por el Augsburger Allgemeine Zeitung. En uno de estos artículos, suprimido por el departamento de redacción, ataca directamente al presidente francés: «Durante sus audiencias matutinas el señor Thiers asevera… con aire de máxima convicción, que es completamente cierto que los judíos beban sangre cristiana durante la fiesta de Pascua…»

Dicha serie de artículos, recopilada posteriormente en la primera parte del libro Lutetia, figura entre las obras maestras de Heine como periodista. Mediante la ironía, Heine suaviza la seriedad y la pasión de sus acusaciones, encubre el dolor y la vergüenza con ingenio, con un tono aparente de charla casual cuenta aquí los últimos chismes de la ópera y pinta, luego, un retrato de París (en espera del cadáver de Napoleón), pero siempre se mantiene sobre la pista del verdadero tema. Demuestra que el martirio de los judíos en Damasco no significa solamente, acaso, una recaída, aislada en las tinieblas, de la Edad Media sino que, como renovada persecución de los judíos impulsada por el odio cristiano, pudiera tener un futuro mucho más terrible. Es cierto que se levantaron protestas contra el cónsul Ratti-Menton, que desencadenó y promovió el pogrom en Damasco con escritos difamatorios, pero los prejuicios son reales. Heine comprende y analiza con exactitud la explosiva situación en el Cercano Oriente y el error en que incurren los observadores europeos en su evaluación de la misma. Para ello su «indiferentismo», a menudo lamentado por sus amigos judíos, le ayuda a conservar su lucidez y a presentir (como en otra oportunidad con respecto al marxismo) los crímenes del siglo XX: la mudanza del odio cristiano tradicional a los judíos en el delirio racial organizado del antisemitismo. Como si los acontecimientos en Damasco le hubieran dado un nuevo impulso, produce una versión modificada de su relato, a la que pone como título «Das Passahfest» [La fiesta de Pascua]; no obstante, pese a que está dedicado a la Baronesa Betty Rothschild, pronto debe ceder a un primer tanteo: posiblemente para alejarse del tema y con certeza también para aumentar el volumen de una publicación eventual, el llamado Salón, Heine publica los tres capítulos del fragmento con el que hoy contamos, cuyas aspiraciones literarias se cumplen sólo en la descripción de la fiesta de Pascua, pero que en el desarrollo ulterior se vuelve arbitrario, en sus cuadros floridos, y se encalla en un ingenio forzado. Al cabo de 15 años, Heine se desprende de un material que había sido para él una obligación y una carga. Su trabajo periodístico le ha exigido visiones más exactas sobre la problemática del tema. El fragmento narrativo fracasa a causa del estilo romántico de la época que, atajado de suyo por la ironía, no alcanza a captar la realidad que Heine quería representar mediante una visión retrospectiva y augúrica a la vez. Resignado ya, comunica a su editor Campe: «Escribí este cuadro costumbrista medieval hace unos 15 años y lo que presento aquí es sólo una muestra del libro quemado en la casa de mi madre, quizá para mi propio bien. En su evolución se manifestaban opiniones de suma herejía que hubiesen provocado que tanto judíos como cristianos pusieran el grito en el cielo.»

Antes de empezar a trabajar con la historia del rabino, Heine se había anticipado mejor, en una carta a su amigo Moser, a la irritación que hasta la fecha produce la obra: «Confieso que defenderé con entusiasmo los derechos de los judíos y su asimilación como ciudadanos, y en tiempos duros, que serán inevitables, la plebe germana escuchará resonar mi voz a través de cervecerías y palacios.»

Un enfoque equivocado, en la mayoría de los casos, ha tenido como consecuencia que las opiniones sobre este autor se dividan una y otra vez. No es posible superarlo ni como patriota ilustrado ni como crítico de su patria. Su escrupulosidad fue calificada de corrosiva; su ingenio, criticado por ser ajeno al espíritu nacional. No obstante, aun sus rimas más planas y sus sentimentalismos autoimitadores han guardado, en todos los tiempos, su particular idoneidad para las citas. Los alemanes todavía no podemos tragar a Heine. Su seriedad humorística y riente desesperación nos resultan incomprensibles. No pretendo excluirme de ello, pues el fragmento del Rabbi von Bacherach de Heine, cuando por primera vez lo leí al poco tiempo de finalizar la guerra —era joven y estaba hambriento de la literatura antes prohibida—, significó dos cosas para mí: por poco tiempo, un motivo de escándalo; y luego un interés persistente en afrontarlo. Me propuse continuar el fragmento. Jugué (a título de ensayo) con un estilo que emulaba el suyo. Con la ayuda salvadora del bote del Rin, quería transportar a Abraham y a Sara, los fugitivos del pogrom, al Francfort de la década de 1930, en lugar de la ciudad medieval. Pretendía reanudar el relato de Heine en la actualidad. Un detalle al comienzo del segundo capítulo proporcionaba el punto de partida para ello, pues el rabino, al aproximarse el objetivo de su huida, grita a Sara: «Ahí enfrente, esas casas sonrientes y rodeadas por colinas verdes, son Sachsenhausen, de donde el cojo Gumpert nos lleva las bellas mirras para la fiesta de los Tabernáculos…» Esta mención casual de un poblado que compartiría su nombre con un campo de concentración apuntaba hacia el salto a través del tiempo.

Era una idea obstinada que con igual prontitud quedaba sepultada o volvía a renovarse espontáneamente; pero no ponía nada por escrito, ya que entretanto mis propios temas habrían de ocuparme por años enteros. La ubicación de mi relato no podía llamarse Bacherach, Francfort del Meno (Sachsenhausen) ni Toledo. Seguía arraigado en mi origen y tenía que plantear la pregunta «¿Cómo se lo decimos a los niños?» en una manera que me afectara a mí, desde Danzig. El fragmento de Heine perduró como reto, ciertamente, pero se había gastado su atractivo literario.

Cuando a mediados del decenio de 1960 viajé por primera vez a Israel, conocí en Tel Aviv a Erwin Lichtenstein, un antiguo síndico de la comunidad judía de Danzig que ahora se dedicaba, como abogado, a los llamados derechos de reparación. Cuando joven había tenido que negociar con las autoridades nazis y realizar la venta de los edificios sagrados y los cementerios judíos. En sus manos se había acumulado todo el material que atestiguaba la persecución de los judíos en Danzig, su destierro y aniquilamiento. Pese a que llevaba años trabajando en el manuscrito de un libro que publicaría a comienzos de la década de 1970, no poseía una ambición literaria que le impidiese poner a mi disposición las copias de su material. Gracias a su intervención pude visitar, en el transcurso de un posterior viaje a Israel, a algunos sobrevivientes de la comunidad judía de Danzig, entre ellos a Ruth Rosenbaum, la cual, como joven maestra, había construido y dirigido la escuela particular judía que en medio del terror cada vez más grande sembrado por los nazis siguió impartiendo clases, desde 1935 hasta la primavera de 1939. Poco tiempo antes de la «emigración de los 500», un transporte de judíos de Danzig que al cabo de ciertas correrías y rodeos arribó a Palestina con el buque mercante Astir, la escuela de Rosenbaum fue cerrada, puesto que el número de alumnos había disminuido de más de 200 a 36. «A fines de febrero, ocho alumnos y alumnas todavía pudieron presentar su examen de bachillerato (con certificación por el Senado). (Cuando en Jerusalén pedí los detalles a Eva Gerson, ésta indicó: ‘Nuestro desempeño causó una gran impresión en los nazis del tribunal de exámenes, entre ellos Schramm y otras eminencias.’)»

Apenas entonces, pese a que cuando niño me había criado a la vista de las penalidades judías, adquirí conocimientos que me permitieron ser exacto en mis afirmaciones. La gran cantidad de declaraciones, apuntes de diarios personales, documentos y reportajes periodísticos que hallé con Erwin Lichtenstein dilucidaron el lento proceso de un crimen que desde sus comienzos había ido extendiendo cada vez más su magnitud; sin embargo, no hubiese sido el autor indicado para una crónica lineal. Hacía falta que una constelación contemporánea se erigiese en el tema contrapuesto a fin de poder descubrir, con mi relato, los muchos aspectos del trauma alemán, pues la generación de los que sabían, actuaban y callaban no sólo estaba presente en la actualidad, sin hacerse notar, sino que acudía a los puestos de responsabilidad política como si no hubiese sucedido nada.

A fines de la década de 1960, después de extinguirse lentamente la era de la restauración política interior bajo Adenauer y la «guerra fría», se presentaba la oportunidad, por primera vez en la historia de la República Federal de Alemania, para un cambio democrático de poderes. No obstante, el gobierno provisional formado por la Gran Coalición entre democratacristianos y socialdemócratas se constituyó simultáneamente, al dejar que se desmedrase la oposición parlamentaria, en el primer desafío a la conciencia democrática aún no consolidada de los alemanes federales. A la izquierda, el movimiento de la protesta estudiantil derivó en una «oposición extraparlamentaria»; del lado de la derecha, la gente acudió en tropel a engrosar las filas de un partido neofascista, el NPD, máxime cuando los antecedentes políticos del canciller de la Gran Coalición, Kurt Georg Kiesinger, debilitaban los argumentos que los partidos gubernamentales pudiesen aducir contra los neonazis: como miembro del NSDAP [Partido Obrero Nacionalsocialista] durante largos años, Kiesinger había desempeñado posiciones importantes en el Tercer Reich hasta el final de éste, sin vacilar por un solo momento pese a los crímenes de los que tuvo conocimiento. Su cargo de canciller representaba un insulto a la resistencia contra el nazismo. La revaloración política de su pasado ponía en duda todo lo que los alemanes federales habían aprendido durante veinte años, como alumnos modelo en cuestiones de democracia clásica: la comprensión de su responsabilidad política, el regreso al derecho liberal, no sólo una conducta buena pero descolorida sino también la vergüenza inspirada por los crímenes alemanes.

El hecho de que el antiguo emigrado Willy Brandt, hasta entonces subliminalmente calumniado, asistiera al antiguo nazi Kiesinger en calidad de vicecanciller y ministro del Exterior, no bastó para encubrir la sospechosa transigencia. La generación de la posguerra, cuya conciencia había cobrado sensibilidad a causa de las protestas contra Vietnam, rechazaba especialmente la inverosímil «alianza de la reconciliación». A pesar de ello, ninguna protesta callejera estremeció al nuevo cartel en el poder. Tan sólo las elecciones parlamentarias fijadas para el otoño de 1969 resultaban idóneas para relevar a la Gran Coalición, con todo y Kiesinger, y sustituirla por otra de carácter social-liberal, encabezada por el canciller Willy Brandt.

Contribuí al resultado de esta campaña para las elecciones parlamentarias, que constituían una prueba decisiva porque en ellas habían vuelto a manifestarse las contradicciones alemanas subsanadas antes sólo de manera provisional, mediante la creación, junto con algunos amigos, de una organización de electores socialde-mócratas a nivel nacional. Estuve viajando durante siete meses. Los lunes dejaba mi domicilio en Berlín y regresaba a pasar el fin de semana. Al partir y al llegar, me confrontaban las preguntas de mis hijos: ¿Qué estás haciendo? ¿Para quién haces eso? ¿Por qué Kiesinger fue nazi? ¿Por qué Brandt, cuando era joven, tuvo que salir de Alemania? ¿Cómo fue, exactamente, eso de los judíos? ¿Y qué hacías tú entonces?

Por primera vez me vi expuesto a la pregunta: ¿Cómo se lo explicamos a los niños? Me resultó relativamente fácil esclarecer mi propia biografía, la de un niño de las juventudes hitlerianas que al finalizar la guerra tenía 17 años y se convirtió en soldado todavía con el último reclutamiento: era demasiado joven como para haber incurrido en culpa alguna. Sin embargo, la pregunta «¿Pero si hubieras sido mayor?» no admitía una respuesta unívoca. No estaba en situación de ofrecer garantías de mí mismo. El antinazismo recuperado por mi generación no implica compromisos porque estaba desprovisto de peligros. No hubiera habido manera de excluirme de la participación en el gran crimen, de contar sólo con unos ridículos cinco o siete años más, sobre todo en vista de los angustiados sueños que me afligían (con una frecuencia cada vez mayor al aumentar la distancia en el tiempo) y en los que me veía fracasar, hecho culpable. Los límites entre la acción o el delito real y posible iban borrándose. La discutible suerte de pertenecer a la «generación correcta» se ponía en evidencia mediante las frases tartamudeadas que llenaban mi diario detrás de las preguntas de los niños. Entre ellas, referencias a la campaña electoral, apuntes de la provincia. El presente, que padecía la enfermedad del pasado. El carácter sospechoso del idilio. El vertiginoso hoy, rebasado ya por el ayer. Las dislocaciones alemanas del tiempo. El futuro, también fechado de antemano. Las huellas de pasos arrastrados que se leían al derecho y al revés. Del diario de un caracol.

Así debía llamarse mi libro, en el que pretendía contar a mis hijos y a otros niños la historia de la comunidad judía de Danzig, intercalada con las situaciones cotidianas de la lucha electoral, entretejida con la relación recíproca entre la melancolía y la utopía, tejada con el principio de la duda. Quería exigir a los niños que estaban creciendo ahora, a los nacidos después de los hechos, que comprendieran unos procesos evolutivos desfasados, desarrollos retardados e imposibles de acelerar mediante salto alguno, que aquí impedían el progreso social y allá acumulaban la culpa, primero en cantidades pequeñas, hasta permitir la realización del magno crimen, una carga imposible de desmantelar. Quería enseñar a los niños que toda historia que tuviese lugar hoy en día en Alemania arrancaba siglos atrás, que estas historias alemanas, con sus títulos siempre renovados de culpa, no caducarán, no terminarán. El fracaso del intento de llevar al rabino Abraham, creado por Heinrich Heine, del Bacherach del siglo xv a la ciudad de Francfort en el XX halló cierta correspondencia en mi eliminación de todo desarrollo cronológico, en hacer que la década de 1930 alcanzara a la de 1960, y en mi oposición a la fuerza niveladora de lo pasajero.

Si hoy se expone en Nueva York el tesoro de la Gran Sinagoga de Danzig, la colección Gieldzinski que logró salvarse, el acontecimiento implica a algo más que la mera historia del arte. Debería decirse y oírse todo lo que es imposible mostrar dentro de vitrinas y sobre pedestales. Nuestro concepto del tiempo debería liberarse de las restricciones impuestas por una clasificación historicista. Vivimos simultáneamente el Bacherach medieval de Heine y la fiesta de Pascua terminada en pogrom, el Danzig de mi infancia y su comunidad de judíos perseguida debido a razones de obcecación racial, la existencia aún amenazada de Israel y dos Estados alemanes enfermos del siglo de Heine y de las ideologías de éste, que siguen avasallando a los seres humanos. A su pregunta: «¿Qué estás escribiendo?», mi respuesta fue: «Un escritor, niños, es alguien que escribe contra el transcurrir del tiempo.»

Al concluir el libro, mis hijos ya eran más grandes. Hubieran podido leerlo. Sin embargo, no querían oír historias viejas. Sólo contaba el presente. Y sus palabras evocaban un futuro revolucionario. Los grandes saltos, que siempre acaban en la reincidencia. Entretanto, el pasado nos vuelve a alcanzar (una vez más). Horrorizados, los niños ya adultos, los jóvenes, sus padres reiteradamente turbados y los abuelos aún perplejos se sientan frente a las familiares pantallas de la televisión para ver la serie Holocausto. Inmediatamente, las encuestas enumeran las primeras reacciones: confesiones, consternación, rechazo y protestas. Algunos descubren un detalle histórico equivocado y declaran, por lo tanto, que todo es mentira; otros se muestran hondamente impresionados, como si nunca antes hubiesen oído, visto ni leído nada semejante. Afirman: ¡No lo sabíamos! No lo habíamos visto en esta forma. ¿Por qué no nos lo dijeron antes?

Treinta y cinco años después de Auschwitz, los medios masivos de comunicación celebran su triunfo. Sólo importa la cobertura horizontal, el elevado número de televisores encendidos. Lo que antes se escribió, se presentó en forma de documentos, se demostró mediante cuidadosos análisis y ha estado al alcance de la mano desde hace 30 años no tiene ningún valor, quedó sin efecto (al compararse con el impacto de la televisión); probablemente fuese demasiado complicado. El lema «instrucción masiva» (el reflejo de «aniquilación masiva’ ‘) acaba con toda crítica de esta serie de televisión tan exitosa como problemática. Y en cuanto a los escritores, esas raras aves que después de todo parecen correr peligro de extinción, que aún (y de manera obstinadamente anticuada) exigen la lectura, como actividad humana, al individuo y a las masas, se les recomienda urgentemente arrojar la estética de su élite por la borda, abandonar las complicaciones y suscribirse, de aquí en adelante, a la instrucción masiva. La pregunta: ¿Cómo se lo decimos a los niños?, debe evidentemente hallar su respuesta (entre cortes comerciales) sólo en la televisión.

A eso es a lo que pretendo oponerme a continuación. Los triunfos de la instrucción trivial, en todos los tiempos, han tenido sólo secuelas superficiales. Por mucho que pueda comprobarse (mediante las encuestas) que estremezcan, horroricen, muevan a la compasión y también a la vergüenza al individuo y a las masas —y tal fue el resultado de Holocausto—, no alcanzan a esclarecer los múltiples planos de responsabilidades, la compleja ‘ ‘modernidad» del genocidio. En cuanto a sus motivos, Auschwitz no fue la expresión de una bestialidad humana ordinaria sino el producto reproducible de una responsabilidad organizada, ligada ya sólo a obligaciones circunstanciales y repartida hasta volverse irreconocible, la cual se plasmó como falta de responsabilidad. Cada uno de los participantes o no participantes del crimen actuó, con intención o sin ella, a partir de la estrecha premisa de! deber. Sólo fueron condenados los perpetradores directos —llámense Kaduk o Eichmann—, pero los que se limitaron a atender su escritorio como era debido, al igual que todos los que se volvieron mudos, que no hicieron nada en favor ni nada en contra, que estuvieron enterados y permitieron que sucediese, no sufrieron ninguna sentencia, no se ensuciaron un solo dedo.

Hasta la fecha no se evalúa la complicidad decisiva que tuvieron las Iglesias católica y protestante en Alemania, a pesar de que la responsabilidad común de ambas en Auschwitz queda comprobada por su aceptación pasiva del crimen. Las referencias apaciguadoras hechas con respecto a su deber hacia la razón de Estado dejan ver todavía que el cristianismo organizado en forma clerical, siempre y cuando no resulte afectado él mismo, se refugiará en la aseveración de su falta de responsabilidad, salvando el valor de algunos individuos que obraron en contra de las instrucciones de su Iglesia y de la aislada confesión de culpa presentada por la Iglesia protestante de Stuttgart. Desde Auschwitz, las instituciones cristianas (al menos en Alemania) se han hecho indignas de toda pretensión moral.

Las persecuciones de los judíos durante la Edad Media —la descripción que hace Heinrich Heine de la fiesta de Pascua en Bacherach— y el odio a los judíos, arraigado profundamente en los cristianos, han pasado a formar parte del moderno antisemitismo y se han degenerado, en tiempos recientes, hasta la ausencia pasiva de toda responsabilidad. Los que permitieron el crimen no fueron salvajes ni bestias con figuras humanas, sino los representantes cultos de la religión que predica el amor al prójimo: su responsabilidad es mayor que la del culpable aislado bajo los reflectores, llámese Kaduk o Eichmann.

En Danzig, los obispos de ambas Iglesias también apartaron las miradas, imperturbables, al incendiarse las sinagogas de Langfuhr y Zoppot en noviembre de 1938 y entregarse a la reducida comunidad judía al terror del Asalto 96 de la SA. Yo tenía 11 años entonces y, a pesar de pertenecer a las juventudes hitlerianas, era un católico creyente. En la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús en Langfuhr, ubicada a diez minutos a pie de la sinagoga, no escuché, ni siquiera avanzada la guerra, ninguna oración en nombre de los judíos víctimas de la persecución, mientras que sin pensar repetí muchas plegarias por el triunfo de los ejércitos alemanes y el bienestar del Führer Adolf Hitler. El valor mostrado en la resistencia contra el nazismo por parte de algunos individuos y grupos cristianos alcanzó las mismas elevadas dimensiones que la cobardía de las Iglesias católica y protestante en Alemania al convertirse en los cómplices pasivos de aquél.

No hay serie de televisión que informe sobre ello. Sería imposible sujetar la compleja bancarrota moral del Occidente cristiano a una trama conmovedora y perturbadora dedicada a sacar provecho del terror. ¿Cómo se lo decimos a los niños? Vean a los farsantes. Desconfíen de sus bondadosas sonrisas. Teman a sus bendiciones. Los fariseos bíblicos fueron judíos, los actuales son cristianos.

Günther Grass, 1979
De: El diario del caracol, Alfaguara, 2001
Traductor: Miguel Sáenz

Ph / Weegee, Bombero rescata Torá, 1966, New York