En la primavera de 1830 llegó a casa de pan[1] Jaczewski, a su propiedad familiar de Rozhanka, el único hijo de su difunto amigo, el joven Józef Migurski. Jaczewski era un anciano sexagenario de ancha frente, anchos hombros y ancho pecho de largos bigotes blancos sobre el rostro de color rojo ladrillo, un patriota del tiempo de la segunda repartición de Polonia.[2] En su juventud, había servido junto con Migurski padre bajo el estandarte de Kościuszko, y con todas las fuerzas de su alma patriótica odiaba a la apocalíptica -como él la llamaba- pecadora de Catalina II y al traidor infame, su amante Poniatowski, y creía tanto en el levantamiento de la Rzeczpospolita como creía por la noche que al día siguiente volvería a salir el sol. En el año 12 comandó un regimiento de las tropas de Napoleón, a quien idolatraba. La ruina de Napoleón lo afligió, pero no desesperaba del levantamiento del, aunque mutilado, de todos modos, reino de Polonia. La apertura del Sejm[3] en Varsovia por Alejandro II reavivó sus esperanzas, pero la Santa Alianza, la reacción en toda Europa y el despotismo de Konstantín aplazó la realización del anhelado deseo. Desde el año 25, Jaczewski se instaló en la aldea y vivió permanentemente en su Rozhanka, ocupando el tiempo con la administración, la caza y la lectura de periódicos y cartas, por medio de los cuales seguía siempre con ardor los sucesos políticos de su patria. Estaba casado en segundas nupcias con una hermosa polaquita pobre, pero ese matrimonio era infeliz. Él no amaba y no respetaba a su segunda esposa, estaba cansado de ella, la trataba mal, con rudeza, como desquitándose con ella por su propio error del segundo matrimonio. No tenía hijos del segundo matrimonio. De su primera esposa tenía dos hijas: la mayor, Wanda, una belleza imponente que conocía bien el valor de su belleza y se aburría en la aldea; y la menor, Albina, la preferida del padre, una muchacha vivaz, huesuda, de cabello enrulado rubio y, como el padre, enormes y brillantes ojos celestes dispuestos a lo ancho.
Albina tenía quince años cuando llegó Józef Migurski. Anteriormente, siendo estudiante, Migurski frecuentaba la casa de Jaczewski en Vilna, donde vivían en invierno, y cortejaba a Wanda; ahora llegaba por primera vez a su casa en la aldea, siendo ya completamente adulto y libre. La llegada del joven Migurski resultó agradable a todos los habitantes de Rozhanka. Al anciano, Jozió[4] Migurski le agradaba porque le recordaba a su amigo, su padre, en la época en que ambos eran jóvenes, y también porque contaba con ardor y las más alegres esperanzas sobre la efervescencia revolucionaria, no solo en Polonia sino también en el extranjero, de donde acababa de llegar. Migurski le agradaba a la pane Jaczewska porque en presencia de invitados Jaczewski se contenía y no la regañaba por todo, como hacía habitualmente. A Wanda le agradaba porque estaba convencida de que Migurski había ido para ella y de que tenía la intención de hacerle una proposición; estaba decidida a darle su consentimiento, pero tenía la intención, como ella se decía a sí misma, de lui tenir la drageé haute.[5] Albina estaba contenta de que todos estuviesen contentos. Wanda no era la única que estaba convencida de que Migurski había ido con la intención de hacerle una proposición. En la casa, todos lo pensaban, desde el viejo Jaczewski hasta la niania Ludvika, aunque nadie lo decía.
Y era verdad. Migurski había llegado con esa intención, pero, después de pasar una semana, confuso por algo e indispuesto, se marchó sin hacer la proposición. Todos estaban sorprendidos por esa partida inesperada y nadie, a excepción de Albina, comprendía sus motivos. Albina sabía que el motivo de aquella extraña partida era ella. Durante todo el tiempo de la estadía de él en Rozhanka, notó que Migurski estaba particularmente entusiasmado y alegre solo estando con ella. Él la trataba como a una niña pequeña, bromeaba con ella, le hacía cosquillas, pero ella percibía, con intuición femenina, que ese trato suyo hacia ella no era la relación de un adulto hacia una niña, sino la de un hombre hacia una mujer. Lo veía en sus miradas enamoradas y en la sonrisa cariñosa que le dirigía cuando ella entraba a una habitación y la acompañaba cuando salía. No se daba cuenta clara acerca de lo que se trataba, pero esa actitud hacia ella la alegraba e involuntariamente trataba de hacer lo que a él le gustaba. Y a él le gustaba todo lo que hacía ella. Por eso en su presencia ella hacía con particular entusiasmo todo lo que hacía. A él le gustaba cómo ella jugaba carreras con un hermoso lebrel (un perro galgo), que saltaba encima de ella y le lamía la cara enrojecida y brillante; le gustaba cómo ella, ante el menor pretexto, derramaba su risa contagiosamente sonora; le gustaba cómo ella, cuando seguía riendo alegremente con los ojos, adoptaba un aire serio durante el aburrido sermón del ksiądz;[6] le gustaba cómo representaba con una fidelidad y una comicidad excepcionales a la vieja niania, al vecino borracho y al propio Migurski, pasando en un instante de la representación de uno a la representación de otro. A ella le gustaba, principalmente, su entusiasta alegría vital, como si recién acabase de conocer por completo todo el encanto de la vida y se apurase a aprovecharlo. A él le gustaba su particular alegría vital, pero esa alegría vital se excitaba y fortalecía precisamente porque ella sabía que esa alegría vital le encantaba a él. Y por eso Albina era la única que sabía por qué Migurski, que había llegado para hacerle una proposición a Wanda, se marchó sin hacerla. Aunque ella no se decidiría a decírselo a nadie, tampoco se lo decía claramente a sí misma, y en lo profundo de su alma sabía que él quería enamorarse de la hermana y se enamoró de ella, de Albina. A Albina eso la sorprendía mucho, ya que se consideraba completamente insignificante en comparación con la inteligente, instruida y hermosa Wanda, pero no podía dejar de saber que era así, y no podía dejar de alegrarse por eso, porque ella amaba a Migurski con toda la fuerza de su alma, lo amaba como se ama solo por primera vez y solo una vez en la vida.
II
Al final del verano los periódicos trajeron la noticia de la revolución en París.[7] A continuación, empezaron a llegar las noticias de los preparativos de disturbios en Varsovia. Jaczewski esperaba con temor y esperanza, en cada llegada del correo, noticias sobre el asesinato de Konstantín y el comienzo de la revolución. Finalmente, en noviembre se recibieron en Rozhanka, otra vez, las novedades del ataque al Palacio del Belvedere,[8] de la huida de Konstantín Pávlovich,[9] después que el Sejm había declarado que la dinastía Románov estaba privada del trono, que Chłopicki había sido proclamado dictador y que el pueblo polaco volvía a ser libre. El levantamiento no había llegado aún hasta Rozhanka, pero todos los habitantes seguían su curso, lo esperaban y se preparaban para él. El viejo Jaczewski mantenía correspondencia con un viejo amigo, uno de los caudillos del levantamiento, recibía agentes judíos no por cuestiones de la administración, sino de la revolución, y se preparaba a unirse al levantamiento cuando fuese el momento. La pane Jaczewska, se ocupaba más que de costumbre de las comodidades materiales de su marido y, como siempre, eso lo irritaba a él cada vez más. Wanda envió sus diamantes a una amiga de Varsovia para que donase el dinero ganado con ellos al comité revolucionario. Albina se interesaba solo en lo que hacía Migurski. Por medio de su padre, se enteró de que había entrado al destacamento de Dwernicki[10] e intentó enterarse de todo lo que se relacionase con ese destacamento. Migurski escribió dos veces: la primera, informó que había ingresado al ejército; la segunda, a mediados de febrero, escribió una carta entusiasta sobre la victoria de los polacos en Stoczek, donde capturaron seis cañones rusos y prisioneros. Concluyó su carta con las palabras: “Zwycięstwo Polakòw i klęska Moskali! Wiwat!”.[11] Albina estaba extasiada. Examinaba el mapa, calculando dónde y cuándo debían ser definitivamente derrotados los moscales[12]y se ponía pálida y temblaba cuando su padre quitaba el sello de los paquetes traídos por el correo. Una vez su madrastra, al entrar a su habitación, la sorprendió frente al espejo vistiendo pantalones y konfederatka.[13] Albina se estaba preparando para huir de su casa vestida con ropas de hombre para unirse al ejército polaco. La madrastra se lo dijo al padre. El padre llamó a la hija y, ocultando frente a ella su comprensión, incluso su admiración, le hizo una severa reprensión, exigiéndole que se quite de la cabeza las ideas tontas sobre participar en la guerra. “Las mujeres tienen otra tarea: amar y consolar a aquellos que se sacrifican por la patria”, le dijo. Ahora él la necesitaba, por ser su alegría y su consuelo, pero llegaría el tiempo en que la necesitaría un marido. Él sabía cómo influir sobre ella. Le hizo alusión a que él estaba solo y era infeliz, y la besó. Ella se apretó contra su rostro, ocultando las lágrimas que, de todos modos, empaparon la manga de su bata, y le prometió que no emprendería nada sin su consentimiento.
III
Solo las personas que vivieron lo que vivieron los polacos después de la partición de Polonia y el sometimiento de una parte de su territorio al poder de los odiosos alemanes, de otra a los aun más odiosos moscales, pueden comprender el entusiasmo que experimentaron los polacos en los años 30 y 31, cuando después de los fallidos intentos de liberación una nueva esperanza de liberación pareció realizable. Pero esa esperanza no duró mucho. Las fuerzas eran demasiado desproporcionadas y la revolución fue sofocada nuevamente. Sin sentido, decenas de miles de rusos obedientes fueron conducidos nuevamente a Polonia bajo la conducción de Díbich y de Paskévich y del ex gobernador Nicolás I, sin saber ellos mismos por qué lo hacían, después de regar la tierra con su propia sangre y con la de sus hermanos polacos, volvieron a aplastarlos y a poner en el poder a personas débiles e insignificantes que no deseaban la libertad ni el aplastamiento de los polacos, sino una sola cosa: satisfacer sus propias codicias y vanidad infantil.
Varsovia fue tomada y destacamentos aislados fueron destrozados. Cientos, miles de personas fueron ejecutadas, torturadas a bastonazos y desterradas. Entre los desterrados estaba Migurski. Su propiedad fue confiscada y él mismo fue destinado como soldado a un batallón de frontera en Uralsk.
Los Jaczewski pasaron en Vilna el verano de 1832 por la salud del anciano, que después de 1831 había sufrido una enfermedad del corazón. Allí le llegó una carta de Migurski, desde la fortaleza. Él escribía que, por difícil que le resultara haber sido trasladado y lo que tenía por delante, estaba feliz de estar sufriendo por la patria, que no desesperaba de esa causa sagrada a la que había consagrado parte de su vida y estaba dispuesto a consagrar el resto, y que si el día siguiente tuviese una nueva posibilidad él actuaría de la misma manera. Mientras leía la carta en voz alta, el viejo comenzó a sollozar en ese pasaje y por largo rato no pudo continuar. En el resto de la carta, que leyó en voz alta Wanda, Migurski escribía que de los planes y sueños qué él hubiese tenido en su última visita, que eternamente sería la más luminosa de toda su vida, en aquel momento no podía ni quería hablar.
Wanda y Albina comprendieron cada una a su manera el significado de esas palabras, pero no le explicaron a nadie cómo lo habían hecho. Al final de la carta, Migurski enviaba saludos a todos y, entre otras cosas, en el mismo tono jocoso con que se dirigiera a Albina durante su visita, se dirigía a ella en la carta, preguntándole si seguía corriendo tan rápido, adelantándose a los lebreles, y si seguía imitando tan bien a todos. Le deseaba salud al viejo, éxitos en los asuntos domésticos de la madre, un marido digno a Wanda y que Albina conservase la misma alegría de vivir.
IV
La salud del viejo Jaczewski fue empeorando cada vez más, y en 1833 toda la familia se trasladó al extranjero. Wanda conoció en Baden a un emigrante polaco y se casó con él. La salud del viejo empeoró rápidamente y a comienzos de 1833 murió en el extranjero, en los brazos de Albina. A su esposa no le permitió que cuidara de él, y ni siquiera en los últimos instantes pudo perdonarle el error que él mismo había cometido al casarse con ella. Pane Jaczewska regresó con Albina al campo. El principal interés de la vida de Albina era Migurski. A sus ojos, él era un gran héroe y un mártir, a cuyo servicio ella decidió consagrar toda su vida. Ya antes de partir al extranjero ella había empezado a mantener correspondencia con él, y cuando cumplió los dieciocho años le comunicó a su madrastra que había resuelto ir a Uralsk a reunirse con Migurski, para casarse con él allí. La madrastra empezó a reprocharle a Migurski que él deseaba, con egoísmo, aliviar su dura situación apasionando a una rica joven y forzándola a compartir su desgracia. Albina se enojó y le aclaró a su madrastra que ella sola podía achacarle esos pensamientos infames a un hombre que había sacrificado todo para su pueblo; que Migurski, por el contrario, rechazaba la ayuda que ella le había ofrecido y que ella había decidido irreversiblemente ir a su encuentro y casarse con él solamente si él quisiera brindarle esa felicidad. Albina era mayor de edad y tenía dinero: trescientos mil eslotis que un difunto tío había dejado a las dos sobrinas. De modo que nada podía retenerla.
En noviembre de 1833, Albina se despidió de su familia como si fuera a morir, con lágrimas que la acompañaron hasta la invisible y lejana linde de la bárbara Moscovia, se sentó junto a la vieja y fiel niania Ludvika, a quien llevó consigo, en un vozok,[14] nuevamente reparado para un largo recorrido, y se perdió en el camino lejano.
V
Migurski no vivía en los cuarteles, sino en un departamento separado. Nikolái Pávlovich exigía que los polacos degradados soportasen no solo toda la carga de la rigurosa vida de soldado, sino que además tolerasen todas las humillaciones a que en esa época eran sometidos los soldados rasos; pero la mayoría de esas personas sencillas que debían cumplir sus disposiciones comprendían toda la dificultad de la situación de aquellos degradados, y a pesar del peligro de no cumplir con su voluntad, donde podían no lo hacían. El semiinstruido comandante, que había salido de las filas de los soldados, del batallón al que fue asignado Migurski, comprendía la situación del joven, que había sido rico y educado, privado de todo; sentía lástima de él, lo respetaba y tenía hacia él toda clase de indulgencia. Migurski no podía dejar de valorar la bondad del teniente coronel de rostro hinchado con patillas blancas y, para recompensárselo, acordó enseñarles matemática y francés a sus hijos, que se preparaban para ingresar al cuerpo.
La vida de Migurski en Uralsk, que ya se extendía por siete meses, no solo era monótona, triste y aburrida, sino también pesada. Además del comandante del batallón -con el cual intentaba seguir el mayor tiempo posible-, sus conocidos se limitaban a un polaco desterrado, poco instruido y mañoso, una persona desagradable, que allí se dedicaba al comercio de pescado. La carga más importante de la vida de Migurski consistía en que le resultaba difícil acostumbrarse a las necesidades. Después de la confiscación de su hacienda no contaba con ningún recurso, y sobrevivía gracias a la venta de los objetos de oro que le quedaban.
La única y gran alegría de su vida, después de su destierro, lo constituía su correspondencia con Albina, cuya bella y poética percepción desde su visita a Rozhanka permanecía en su alma y ahora, en el destierro, se había vuelto más y más hermosa. En una de sus primeras cartas, ella, le preguntó, entre otras cosas, qué significaban las palabras de su lejana carta: “sean cuales fuesen mis deseos y mis sueños”. Él le respondió que ahora podía confesarle que soñaba con poder llamarla su esposa. Ella le respondió que lo amaba. Él le respondió que hubiese sido mejor que no le escribiese eso, porque para él era terrible pensar en lo que habría podido ser y que ahora era imposible. Ella le respondió que no solo era posible, sino que, se realizaría sin falta. Él le respondió que no podía aceptar su sacrificio, que en la situación actual aquello era imposible. En seguida después de esta carta suya, él recibió un envío de dos mil zlotys. Por el sello del sobre y la letra, reconoció que había sido enviado por Albina, y recordó que en una de las primeras cartas él, en todo de broma, le había descrito la satisfacción que experimentaba en ese momento, en que ganaba por las lecciones el dinero suficiente para todo lo que necesitaba: té, tabaco y hasta libros. Poniendo el dinero en otro sobre, se lo envió de vuelta con una carta en que le pedía a ella que no arruinase sus sagradas relaciones con el dinero. Le escribió que él tenía dinero suficiente y que era completamente feliz sabiendo que tenía una amiga como ella. Con esto se interrumpió su correspondencia.
En noviembre, Migurski estaba en casa del teniente coronel, dándole una lección a los niños, cuando se escuchó el sonido de las campanitas del coche de posta, que se acercaba, y de los patines del trineo que empezaba a crujir en la nieve congelada, y se detuvo junto a la entrada. Los niños se levantaron de un salto para ver quién había llegado. Migurski se quedó en la habitación, mirando hacia la puerta y esperando el regreso de los niños, pero en la puerta apareció la propia esposa del teniente coronel.
–Unas señoritas han venido a verlo, pan. Preguntan por usted –dijo–. Deben ser de su pago, parecen polacas.
Si a Migurski le hubiesen preguntado si era posible que fuese a verlo Albina, él habría respondido que era algo impensable; pero en el fondo de su alma, él la esperaba. La sangre afluyó a su corazón y, sofocándose, salió corriendo al recibidor. Allí había una mujer gorda y picada de viruelas desatándose el pañuelo de la cabeza. Otra mujer entró por la puerta del departamento del teniente coronel. AL escuchar pasos a sus espaldas, ella miró alrededor. Debajo de la capucha se dejaban ver los brillantes ojos celestes, alegres y ampliamente abiertos, con las pestañas cubiertas de nieve, de Albina. Él se quedó pasmado, sin saber cómo recibirla, cómo saludarla. “¡Ioze!” –exclamó ella, llamándolo como lo llamaba su padre y como ella lo llamaba para sí misma, abrazó su cuello, estrechó contra su rostro su propio rostro sonrosado y frío, y empezó a llorar y a reírse.
Al enterarse de quién era Albina y para qué había llegado, la bondadosa esposa del teniente coronel la recibió y la alojó en su casa hasta que tuviese lugar la boda.
VI
El bondadoso teniente coronel gestionó la autorización de la autoridad superior. Desde Orenburgo expidieron un ksiądz y casaron a los Migurski. La esposa del comandante del batallón fue la madrina, uno de los alumnos llevaba la imagen y Brżozowski, un polaco desterrado, fue el padrino.
Albina, por extraño que pareciese, amaba a su marido apasionadamente, pero no lo conocía en absoluto. Ella acababa de conocerlo. De por sí, se entiende que ella encontró en una persona viva, de carne y hueso, muchas cosas prosaicas y nada poéticas que no tenía aquella imagen que ella llevaba y dejaba crecer en su fantasía; sin embargo, precisamente porque se trataba de una persona de carne y hueso, ella encontró en él muchas cosas sencillas y buenas que no había en aquella imagen abstracta. Escuchó a amigos y conocidos hablar de su arrojo en la guerra y supo de su valentía cuando perdió su libertad y su condición, y se lo representó como un héroe que vivía una elevada vida heroica; en realidad, a pesar de su extraordinaria fuerza física y su arrojo, él semejaba un cordero manso y sumiso, la persona más sencilla, con sus bromas bondadosas, con la sonrisa más infantil en los labios, rodeados del vello rubio de su barba y bigotes, que ya antes la habían cautivado en Rozhanka y con la inapagable pipa, que a ella le resultaba especialmente fastidiosa durante el embarazo.
También Migurski conocía apenas a Albina, y en Albina conoció a una mujer por primera vez. Pero no podía conocer a las mujeres por la mujer que había conocido antes del casamiento. Y lo que conoció en Albina, como mujer en general, lo sorprendió, y en seguida lo habría desencantado si no hubiese sentido por Albina, como Albina, un sentimiento de una ternura y gratitud especiales. Por Albina, como mujer en general, sentía una cariñosa y algo irónica condescendencia; y hacia Albina, como Albina, no solo un tierno amor, sino admiración y la conciencia de una deuda impagable por su sacrificio, que le había dado una felicidad inmerecida.
Los Migurski eran felices porque, habiendo orientado toda su fuerza hacia el amor mutuo, experimentaban entre extraños la sensación de dos extraviados en el invierno que, congelados, se dan calor entre sí. A la vida alegre de los Migurski contribuía la participación en sus vidas de la niania Ludvika, servil y abnegadamente entregada a su paniusa[15], cómica, bondadosamente rezongona, y enamoradiza de todos los hombres. Los Migurski eran felices y como niños. Un año después, nació un niño. Y un año y medio más tarde, una niña. El niño era una repetición de la madre: los mismos ojos y las mismas gracia y vivacidad. La niña era una hermosa y saludable fierecilla.
Pero los Migurski eran infelices por el alejamiento de la patria y, lo principal, por la dureza de su situación de desacostumbrada humillación. Por esa humillación, sufría especialmente Albina. Él, su Jozió, un héroe, un ideal de hombre, ponerse en posición de firme frente a cualquier oficial, presentar el fusil, hacer guardias y resignarse a obedecer.
Además, llegaron de Polonia noticias tristes. Casi todos los parientes cercanos y amigos o bien habían sido desterrados o bien, privados de todo, habían huido al extranjero. Los propios Migurski no podían vislumbrar un final para esa situación. Todos los intentos de solicitar un indulto o, por lo menos, un mejoramiento de la situación, una promoción a oficial, no lograron su objetivo. Nikolái Pávlovich realizaba concursos, desfiles, estudios, asistía a mascaradas, jugaba con máscaras, andaba al galope sin necesidad por Rusia, desde Chugúiev hasta Novorossíisk, Petersburgo y Moscú, aterrorizando a la gente y reventando caballos, y, cuando algún osado se decidía a pedir un alivio en las condiciones de los decembristas o polacos desterrados, que sufrían a causa de su amor a la patria que enaltecían, él, hinchando el pecho y fijando sus ojos empañados en cualquier cosa, decía: “Que presten servicio. Aún es temprano”. Como si él supiera cuándo dejaría de ser temprano y cuándo sería la hora. Y todos sus allegado -generales, chambelanes y sus esposas, que se alimentaban cerca de él- se enternecían frente a la excepcional perspicacia y sabiduría de ese gran hombre.
De todos modos, en general, en la vida de los Migurski había más felicidad que infelicidad.
Así pasaron cinco años. Pero de repente se desplomó sobre ellos una desgracia terrible e inesperada. Primero se enfermó la niña, y dos días después se enfermó el niño: ardió de fiebre durante tres días y, sin ayuda de un médico (no se pudo hallar a ninguno), al cuarto día murió. Dos días después de él, murió también la niña.
Albina no se ahogó en el Ural solo porque no podía imaginar sin horror la situación de su marido al recibir la noticia de su suicidio. Pero le resultaba difícil vivir. Siempre antes activa y llena de ocupaciones, ahora después de endilgarle todas sus tareas a Ludvika, permanecía sentada durante horas sin hacer nada, mirando callada lo que fuese, y de repente se levantaba de un salto y salía corriendo hacia su pequeña habitación, y allí, sin responder a las palabras de consuelo de su marido y de Ludvinka, lloraba en silencio, balanceando solo su cabeza y pidiéndoles que se fueran y la dejaran sola. En verano iba a las tumbas de los niños y allí se quedaba sentada, desgarrándose el corazón con los recuerdos de lo que fue y de lo que podría haber sido. En especial la atormentaba la idea de que los niños podrían estar vivos si ellos viviesen en la ciudad, donde podrían haber recibido asistencia médica. “¿Por qué? ¿Por qué? -pensaba ella-. Jozió y yo siquiera queremos nada de nadie, solo que él viva como nació y como vivieron sus abuelos y sus tatarabuelos, y yo solo quiero vivir con él, amar a mis pequeños, educarlos. Y de repente lo atormentan, lo destierran, y a mí me quitan lo más preciado del mundo. ¿Para qué? ¿Por qué?”. Ella se hacía esa pregunta a si misma, a la gente y a Dios. Y no podía imaginarse la posibilidad de alguna respuesta.
Pero sin esa respuesta no había vida. Y su vida se detuvo. La pobre vida en el destierro, que ella antes sabía adornar con su gusto y delicadeza femeninas, se le volvió ahora insoportable no solo para ella, sino también para Migurski, que sufría por ella y no sabía cómo ayudarla.
VII
En la época más difícil para los Migurski llegó a Ucrania el polaco Rosołowski, involucrado en un plan grandioso de rebelión y fuga elaborado entonces en Siberia por el ksiądz desterrado Sirotsinski.[16]
Rosołowski, al igual que Migurski y un millar de personas condenadas al destierro en Siberia por querer ser lo que habían nacido, es decir, polacos, se involucró en ese asunto, sentenciado a ser azotado y entregado a los soldados del batallón en el que estaba Migurski. Rosołowski, un antiguo profesor de matemática, era un hombre alto, encorvado y delgado de mejillas hundidas y frente ceñuda.
La primera noche de su estadía Rosołowski concurrió a tomar el té a casa de los Migurski y, con naturalidad, empezó a contar con su tranquila voz de bajo sobre el asunto por el que tan duramente había sufrido. El asunto se trataba de que Sirotsinski había organizando en toda Siberia una sociedad secreta cuyo objetivo consistía, con la ayuda de polacos inscriptos en regimientos de cosacos y de línea, en sublevar a los soldados en las prisiones de trabajos forzados, levantar a los colonos, tomar la artillería de Omsk y liberar a todos.
-¿Acaso eso era posible? -pregunto Migurski.
-Muy posible, todo estaba dispuesto -dijo Rosołowski, frunciendo el ceño sombríamente, y lenta y tranquilamente contó todo el plan de liberación y todas las medidas tomadas para salvar a los conspiradores. El éxito era seguro, si no los hubieran traicionado dos cretinos. Sirotsinski, según Rosołowski, era un hombre genial y de una gran fuerza espiritual. Murió como un héroe y un mártir. Y Rosołowski, con su voz de bajo monótona y tranquila, empezó a contar los detalles de la sentencia a la que, por orden de las autoridades, debió presenciar junto con todos los condenados por ese asunto.
Dos batallones de soldados fueron dispuestos en dos filas, formando como una larga calle, en las que cada soldado tenía en la mano un palo flexible de un grosor tan supremamente establecido de modo que solo tres pudiesen entrar en el cañón del fusil. Primero llevaron al doctor Shakalski. Lo condujeron dos soldados, y los que tenían palos lo golpearon en la espalda desnuda cuando llegaba hasta ellos. Lo vi recién cuando se acercó al lugar donde yo estaba. Entonces escuché solo el redoblar del tambor, pero después, cuando se escuchaba el silbido de los palos y el sonido de los golpes en el cuerpo supe que se acercaba. Y vi cómo los soldados lo empujaban con el fusil, y él caminaba, estremeciéndose y girando la cabeza a uno y otro lado. Y una vez que lo hicieron pasar por delante de nosotros escuché cómo un médico ruso les decía a los soldados: “No lo golpeen dolorosamente, tengan compasión”. Pero ellos le siguieron golpeando; cuando lo hicieron pasar por delante de mí por segunda vez, ya no caminaba por sus propios medios, sino que lo arrastraban. Era terrible observar su espalda. Yo fruncí los ojos. Él cayó y se lo llevaron. Después trajeron a un segundo. Después a un tercero, después a un cuarto. Todos caían, a todos se los llevaban – a algunos, medio muertos; a otros, apenas vivos; y nosotros debíamos permanecer de pie y observar. Esto se extendió durante seis horas, desde la mañana temprano hasta las dos del mediodía. Llevaron último al propio Sirotsinski. Hacía tiempo que yo no lo veía, y no lo reconocí, de lo mucho que había envejecido. su rostro bien afeitado y lleno de arrugas era de un color pálido verdoso. El cuerpo desnudo era flaco, amarillo, las costillas resaltaban sobre el vientre estirado. Caminaba igual que los demás, ante cada golpe se estremecía y levantaba la cabeza, pero no se quejaba y recitaba en voz alta una plegaria: Miserere mei Deus secundam magnam misercordiam tuam.
-Yo mismo lo escuché -dijo rápidamente Rosołowski con voz ronca y, cerrando laboca, comenzó a resoplar por la nariz.
Ludvika sentada junto a la ventana, sollozaba, cubriendo su rostro con un pañuelo.
-¡Anotarlos para una cacería! ¡Bestias, son bestias! -exclamó Migurski y, arrojando la pipa, saltó de la silla y con pasos rápidos salió en dirección a la habitación oscura. Albina estaba sentada como petrificada, con los ojos bajos, en un oscuro rincón.
VIII
Al otro día, Migurski, al llegar a casa de sus estudios, se asombró del aspecto de su esposa, quien, como antes, con pasos leves y el rostro iluminado, lo recibió y lo condujo al dormitorio.
–Bien, Jozió, escúchame.
–Te escucho. ¿Qué?
–Estuve pensando toda la noche en lo que contó Rosołowski, y decidí que no puedo seguir viviendo así, que no puedo seguir viviendo acá. ¡No puedo! Moriré, pero no me quedaré acá.
–¿Y qué podemos hacer?
–Huir.
–¿Huir? ¿Cómo?
–Lo he pensado todo. Escucha.
Y le contó el plan que había pensado la noche anterior. El plan era el siguiente: él, Migurski, se iría de la casa por la noche y dejaría su capote en la orilla del Ural, y el bolsillo del capote una carta en la que escribiría que se quitaba la vida. Entenderán que él se ha ahogado. Buscarán el cuerpo, enviarán documentos. Mientras, él estará escondido. Ella lo esconderá de manera que nadie lo encuentre. Podrá vivir de ese modo por lo menos un mes. Y, cuando todo se apacigüe, ellos huirán.
Desde el primero momento, la empresa pareció a Migurski irrealizable, pero hacia el final del día, cuando con su pasión y su convicción ella logró persuadirlo, él aceptó. Además, él estaba inclinado a estar de acuerdo con ella porque el castigo por una fuga frustrada, el mismo castigo sobre el que había contado Rosołowski, caería sobre él, sobre Migurski, y el éxito la liberaría a ella; y él veía que después de la muerte de los niños a ella le resultaba muy difícil seguir viviendo ahí.
Rosołowski y Ludvika fueron invitados a participar de la empresa, y después de largas deliberaciones, cambios y correcciones, el plan de huida terminó de ser elaborado. Al principio querían hacerlo de modo que Migurski, una vez que fuese reconocido como ahogado, huyera solo, a pie. Entonces, Albina saldría en un carruaje y se encontraría con él en un punto establecido. Ese era el primer plan. Pero después, cuando Rosołowski contó sobre todos los frustrados intentos de fuga durante los últimos cinco años en Siberia (en todo ese tiempo sólo logró huir y salvarse un solo afortunado), Albina propuso otro plan, de acuerdo con el cual Jozió viajaría con ella y Ludvika oculto en el carruaje hasta Sarátov. Ya en Sarátov, él, mudado de ropa, caminaría descendiendo por la ribera el Volga y en un punto determinado se subiría a un bote que ella alquilaría en Sarátov y en el cual navegarían, los tres juntos, río abajo por el Volga hasta Ástrajan y luego, a través del mar Caspio, hasta Persia. Este plan fue aprobado por todos y su principal organizador fue Rosołowski, pero se presentaba la dificultad de preparar una ubicación en el carruaje que no llamara la atención de las autoridades y donde se pudiera ocultar a una persona. Cuando Albina, después de visitar las tumbas de sus hijos, le comentó a Rosołowski cuánto dolor sentía por dejar sus cenizas en tierra extranjera, él, después de pensar un poco, dijo:
–Solicite a las autoridades la autorización de llevarse con usted los féretros de los niños, se lo permitirán.
–¡No, no quiero, no quiero hacer eso! –dijo Albina.
–Solicítelo. De eso depende todo. No nos llevaremos los féretros, haremos para ellos un cajón grande y meteremos en él a Jozió.
En un primer momento, Albina rechazó esa propuesta, ya que le resultaba desagradable relacionar un engaño con el recuerdo de sus hijos; pero cuando Migurski aprobó alegremente ese proyecto, ella también estuvo de acuerdo.
De modo que el plan definitivo quedó elaborado así: Migurski haría todo de modo de convencer a las autoridades de que se habría ahogado. Cuando se reconociese su muerte, Albina solicitaría que, después de la muerte de su marido, se le permitiese regresar a su patria, llevando consigo los restos de sus hijos. Cuando le concediesen la autorización, se haría el simulacro de la exhumación y el retiro de los féretros, pero estos quedarán allí, y Migurski se ocultará en un cajón preparado para ello, en lugar de hacerlo en los féretros de los niños. El cajón será ubicado en un tarantás,[17] y así viajará hasta Sarátov. Desde Sarátov viajarán en un bote. En el bote, Jozió saldrá del cajón y navegarán por el mar Caspio. Y luego Persia, o Turquía, y la libertad.
IX
Primeramente, los Migurski compraron un tarantás con el pretexto de enviar a Ludvika a la patria. Después comenzó la construcción en el tarantás de un cajón donde se pudiese, sin asfixiarse –aunque tuviese que encogerse—yacer y salir rápida e inadvertidamente y meterse de nuevo. Los tres, Albina, Rosołowski y el propio Migurski, idearon y ensamblaron el cajón. Fue particularmente importante la ayuda de Rosołowski, quien era un buen carpintero. El cajón fue construido de modo que, asegurado por detrás a la viga de la carrocería, se ajustaba a ésta de forma compacta, y el lado que se pegaba a la carrocería se desprendía, y así la persona, corriendo ese lado, podía extenderse parte en el cajón y parte en el fondo del tarantás. Además, en el cajón se habían realizado agujeros para el aire, y por arriba y por los costados el cajón debía estar cubierto de esteras y atado con cuerdas. Era posible entrar en él y salir de él por el tarantás, en el que se había hecho un asiento.
Cuando el tarantás y el cajón estuvieron listos, antes de la desaparición del marido, Albina, para preparar a las autoridades, se dirigió al coronel y le informó que su marido había caído en un estado de melancolía y había intentado suicidarse y ella temía por él y pidió que lo liberasen por un tiempo. Su capacidad para el arte dramático le resultó de utilidad. La inquietud y el temor por el marido que expresara fueron tan naturales que el coronel se conmovió y prometió hacer lo posible. Después de eso, Migurski redactó la carta que debía ser encontrada en una manga de su capote en la orilla del Ural y el día convenido, por la noche, se dirigió al Ural, lo alcanzó la oscuridad y colocó en la orilla la ropa, el capote con la carta, y en secreto regresó a su hogar. En el desván, cerrado con un candado, había sido preparado un lugar para él. La noche siguiente Albina envió a Ludvika a ver al coronel para informarle que su marido había salido de su casa hacía veinte horas y no había regresado. A la mañana le llevaron la carta de su marido, y ella, con la expresión de una fuerte desesperación, bañada en lágrimas, se la llevó al coronel.
Una semana después, Albina entregó la solicitud de dirigirse a su patria. El dolor manifestado por Migúrskaia sorprendía a todos los que la veían. Todos se compadecían de la desgraciada madre y esposa. Cuando se le permitió marcharse, ella realizó otra petición: que le permitiesen exhumar los cuerpos de sus hijos y llevarlos consigo. A las autoridades les sorprendió ese sentimentalismo, pero se lo permitieron.
El día después de la autorización de esa solicitud, Rosołowski, Albina y Ludvika, en un carro alquilado con el cajón en el cual se debían meter los féretros de los niños, llegaron al cementerio, a las tumbas de los niños. Albina se arrodilló junto a la tumba de los niños, rezó y en seguida se incorporó y, frunciendo el ceño, se dirigió a Rosołowski:
–Haga lo que sea necesario, yo no puedo –y se hizo a un lado.
Rosołowski y Ludvika corrieron la losa sepulcral y horadaron con una pala la parte superior de la sepultura, para que esta tuviera el aspecto de haber sido excavada. Cuando todo estuvo hecho llamaron a Albina y regresaron a casa con el cajón lleno de tierra.
Llegó el día señalado para la partida. Rosołowski estaba feliz por el éxito de la empresa, casi finalizada. Ludvika cocinó bizcochos y empanadas para el viaje y, después de repetir su refrán favorito, “Jak mamę kocham”,[18] dijo que su corazón estallaba de temor y de alegría. Migurski estaba alegre también por su liberación del desván, en el cual había estado encerrado durante más de un mes, pero más que nada por la animación y la alegría de vivir de Albina. Era como si ella hubiese olvidado todo el dolor previo y todos los peligros y, como en su época de soltera, cuando corría hacia él en el desván brillaba por una extasiada alegría.
A las tres de la mañana llegó un cosaco para acompañarlos y un cosaco cochero llevó el trío de caballos. Albina, Ludvika y el perrito se ubicaron en el tarantás, sobre almohadones cubiertos por un tapiz. El cosaco y el cochero se sentaron en el pescante. Migurski, vestido con ropa de campesino, yacía en la carrocería del tarantás.
Salieron de la ciudad, y el buen trío de caballos condujo el tarantás por una carretera lisa y muerta como piedra, en medio del esparto de la estepa que creciera el año anterior, plateado, sin segar, infinito.
X
El corazón estaba petrificado en el pecho de Albina a causa de la esperanza y el entusiasmo. Deseando compartir sus sentimientos, a veces, sonriendo apenas, le hacía un gesto con la cabeza a Ludvika, señalándole ya hacia la espalda del cosaco sentado en el pescante, ya hacia el fondo del tarantás. Con aspecto serio, Ludvika miraba inmóvil hacia adelante y fruncía un poco los labios. El día era claro. Desde todos los confines se extendía la infinita estepa desierta, que brillaba por el esparto plateado a los oblicuos rayos del sol de la mañana. Solo de uno u otro lado del duro camino, por el cual, como por el asfalto resonaban las veloces patas no herradas de los caballos bashkirios, se divisaban montículos de tierra amontonada por los súsliks;[19] sobre sus asentaderas hacía guardia una fierecilla que, previniendo el peligro, silbó estridentemente y se ocultó en la madriguera. Raramente se encontraron con viajeros: un carro de cosacos con trigo o caballos bashkirios desde los que el cosaco lanzaba vivazmente palabras tártaras. En todas las estaciones de posta los caballos eran frescos, bien alimentados y los cincuenta kopeks para vodka que daba Albina hacían que los cocheros condujesen, como ellos decían, al estilo correo oficial, a galope todo el camino.
En la primera estación, en un momento en que el cochero anterior estaba distraído, el nuevo aún no había llevado los caballos y el cosaco entró al patio, Albina, inclinándose, le preguntó al Mario cómo se sentía y si necesitaba algo.
–Magníficamente, tranquilo. No necesito nada. Por lo menos estos dos días me resultó fácil estar tendido.
Hacia la noche llegaron a la gran aldea de Dergachi.[20] Para que su marido pudiese estirar los miembros y recobrar fuerzas, Albina no se detuvo en la estación de postas, sino en la posada y, en seguida, le dio dinero al cosaco y lo envió a comprar huevos y leche para ella. El tarantás quedó detenido debajo de un alero, el patio estaba oscuro y, después de poner a Ludvika a vigilar al cosaco, Albina liberó a su marido, le dio de comer y, antes del regreso del cosaco, él volvió a deslizarse dentro de su lugar secreto. Lo enviaron nuevamente por caballos y prosiguieron. Albina sentía que el aire le subía más y más, y no podía contener su entusiasmo y su alegría. No tenía con quién hablar, además de Ludvika, el cosaco y Tresorka,[21] y se distraía con ellos.
Ludvika, a pesar de no ser bella, en cada relación con un hombre sospechaba en seguida que ese hombre era una especie de amante para ella, ahora sospechaba lo mismo en relación con el saludable y bondadoso cosaco del Ural, con sus ojos celestes extraordinariamente claros y buenos, quien las acompañaba y quien era especialmente agradable con las dos mujeres, con su terneza sencilla y bondadosa. Además de amenazar a Tresorka cuando le impedía husmear debajo del asiento, Albina se divertía ahora a costas de Ludvika y su cómico coqueteo con el cosaco que no sospechaba de sus intenciones hacia él y sonreía ante todo lo que le decían. Albina, excitada por el peligro y por el éxito de la empresa que empezaba a concretarse, y por el tiempo maravilloso y el aire de la estepa, experimentaba la sensación, hacía tiempo no experimentada por ella, de un entusiasmo y una alegría infantiles. Migurski escuchaba la alegre conversación de su esposa y también, a pesar de la oculta dureza física de su situación (en particular sufría calor y la sed lo atormentaba), se olvidaba de sí mismo y se alegraba por la alegría de ella.
Hacia la noche del segundo día se empezó a divisar algo en la niebla. Se trataba de Sarátov y el Volga. Con sus ojos esteparios el cosaco vio el Volga y los mástiles y se los mostró a Ludvika. Ludvika dijo que también los veía. Pero Albina no podía distinguir nada. Y dijo a propósito en voz alta, solo para que la escuchase su marido:
–Sarátov, el Volga –como si conversara con Trésor, Albina le contaba a su marido todo lo que veía.
XI
Sin entrar en Sarátov, Albina permaneció en la margen izquierda del Volga, en el arrabal de Pokróvskaia, en frente de la ciudad. Allí, esperaba poder hablar con su marido durante el transcurso de la noche, e incluso sacarlo del cajón. Pero el cosaco, durante toda la breve noche primaveral, no se alejó del tarantás, instalándose cerca de él, en un carro vacío debajo de un alero. Ludvika, por disposición de Albina, se quedó en el tarantás y, estando completamente segura de que el cosaco, a causa de ella, no se alejaría del tarantás, hacía guiños, reía y cubría su rostro picado de viruelas con el pañuelo. Pero Albina ya no veía en ello nada alegre y cada vez se inquietaba más, sin comprender por qué el cosaco se mantenía tan inseparable del tarantás.
Varias veces durante la breve noche de mayo, que se fundía con el amanecer, Albina salió de su habitación de la posada, pasando por la maloliente galería, en dirección al patio trasero. El cosaco aún no dormía y, estirando las piernas, estaba sentado en el carro vacío ubicado junto al tarantás. Recién antes del amanecer, cuando ya los gallos se habían despertado e intercambiaban sus gritos de patio a patio, Albina, al bajar, encontró un momento para conversar con su marido. El cosaco roncaba, arrellanado en el carro. Ella se acercó cuidadosamente al tarantás y golpeó el cajón.
–¡Jozió! –No hubo respuesta–. ¡Jozió, Jozió! –dijo ella con voz más fuerta, asustada.
–¿Qué quieres, querida? –respondió Migurski desde el cajón, con voz somnolienta.
–¿Por qué no respondías?
–Estaba durmiendo –dijo él, y ella se dio cuenta, por el tono de voz, de que estaba sonriendo–. Y, ¿puedo salir? –preguntó.
–No puedes, está el cosaco –y, después de decir esto, ella echó una mirada al cosaco, que estaba sentado en el carro.
Sorprendentemente, el cosaco roncaba, pero sus ojos, sus bondadosos ojos celestes, estaban abiertos. Él la estaba mirando, y recién al encontrarse con su mirada cerró los ojos.
“¿Me pareció a mí, o él no estaba durmiendo?” –se preguntó Albina–. “Seguramente, me pareció” –pensó, y volvió a hablarle a su marido.
–Aguanta un poco más –dijo ella–. ¿Quieres comer?
–No. Quiero fumar.
Albina volvió a mirar al cosaco. Dormía. “Sí, me pareció” –pensó.
–Iré ahora a ver al gobernador.
–¡Enhorabuena!
Y Albina, tomando un vestido de su valija, se dirigió a su habitación para cambiarse.
Después de ponerse su mejor vestido de viuda, Albina cruzó el Volga. En la ribera alquiló un coche y se dirigió a ver al gobernador. El gobernador la recibió. La bella viuda polaca, que hablaba perfectamente en francés y sonreía tiernamente, le gustó mucho al viejo gobernador que quería parecer joven. Le autorizó todo y le pidió que volviese al día siguiente para recibir de sus propias manos la orden para el alcalde de Tsaritsin.[22] Alegre por el éxito de su solicitud y por el efecto de su atractivo, que ella observó en la manera del gobernador, Albina, feliz y llena de esperanzas, se dirigió cuesta abajo por una calle sin pavimentar en una dolgusha[23] hacia el desembarcadero. El sol se elevó aun por encima del bosque y con sus rayos oblicuos jugaba en el agua rizada de la enorme oleada. A la derecha y a la izquierda de la montaña se divisaban, como nubes blancas bañadas por las aromáticas flores de los manzanos. Se veía un bosque de mástiles junto a la orilla y las velas brillaban blancas en la oleada que jugaba al sol, que se rizaba por el viento. En el muelle, después de hablar con el cochero, Albina preguntó si era posible alquilar un bote hasta Ástrajan, y decenas de alegres y bulliciosos boteros le ofrecieron sus botes y sus servicios. Ella acordó con uno de los boteros, que le gustó más que los otros, y se encaminó a ver su kosovushka,[24] amarrada estrechamente junto a otros botes junto al embarcadero. El bote contaba con un pequeño mástil con una vela, de modo que se podía navegar con el viento. En el caso de que no hubiera viento, tenía remos y dos saludables y alegres remeros y sirgadores, que estaban sentados al sol dentro del bote. El alegre y bondadoso piloto aconsejaba que no abandonase el tarantás, sino que, sacándole las ruedas, lo subiesen al bote. “Una vez que lo deje, se le sentarán los muertos. Si Dios nos da buen tiempo, en cinco días llegaremos a Ástrajan”.
Albina convino el precio con el botero y le ordenó que fuese al arrabal Pokróvskaia, en la estación de postas de Loguínov, para ver el tarantás y recibir un adelanto. Todo resultó mejor que lo que ella esperaba. Con un estado de ánimo muy feliz y entusiasmado Albina cruzó el Volga y, haciendo las cuentas con el cochero, se dirigió a la posada.
XII
El cosaco Danilo Lifánov era de Streletski Umiot, en el Obshi Sirt.[25] Tenía treinta y cuatro años, y el último mes había cumplido el término de su servicio de cosaco. En la familia había un viejo, un tío de noventa años, que aún recordaba a Pugachov; dos hermanos; la esposa del hermano mayor, enviado a trabajos forzados a Siberia por defender la vieja fe; su esposa, dos hijas y dos hijos. Su padre había sido muerto en la guerra contra los franceses. Él era el mayor de la casa. En el corral tenía dieciséis caballos, dos arados para bueyes, y había sido labrada y sembrada con trigo su tierra libre de quince sotenniks.[26] Danilo había hecho el servicio en Oremburgo, en Kazán, y ahora había cumplido el plazo. Conservaba fervientemente la vieja fe, no fumaba, no bebía y no comía del mismo plato con laicos y también respetaba severamente los juramentos. En todas sus cosas era lenta y rígidamente concienzudo, y ponía toda su atención en lo que le ordenaban las autoridades, sin olvidárselo ni por un instante hasta cumplir, según lo entendía, con toda su obligación. Ahora le habían ordenado conducir hasta Sarátov a dos polacas con unos féretros de modo que no hicieran nada malo en el camino, para que viajasen tranquilas, no hiciesen ninguna picardía, y en Sarátov entregarlas a las autoridades en debida forma. Así que él las condujo hasta Sarátov también con un perrito y con sus féretros. Las mujeres eran humildes y afectuosas a pesar de ser polacas, y no hicieron nada malo. Pero en el arrabal Pokróvskaia, a la noche, al pasar por delante del tarantás, vio que el perrito subió de un salto al tarantás y allí se puso a chillar y a mover la cola, y de debajo del asiento le pareció escuchar una voz. Una de las polacas, la vieja, al ver al perrito en el tarantás se asustó por algún motivo, tomó al perrito y se lo llevó.
“Acá pasa algo” –pensó el cosaco, y empezó a prestar atención. Cuando la polaca joven salió de noche y se dirigió hacia el tarantás él simuló estar durmiendo y escuchó claramente una voz de hombre que salía del cajón. Por la mañana temprano se dirigió a la policía e informó que las polacas que le habían confiado no viajaban de buenas, sino que llevaban, en lugar de muertos, a un hombre vivo en el cajón
Cuando Albina, con un ánimo alegre y lleno de entusiasmo, confiada en que ya todo había terminado y en que dentro de pocos días serían libres, se acercó a la posada, vio con sorpresa junto al portal un tiro elegante de dos caballos listo para partir y dos cosacos. En el portal se había reunido una gran cantidad de gente que miraba hacia el patio.
Albina estaba tan llena de esperanzas y de energía que no le vino a la cabeza la idea de que ese tiro y la multitud que se agolpaba tenía relación con ella. Ingresó al patio y al mismo tiempo miró hacia el alero donde se encontraba su tarantás y vio que la gente se agolpaba precisamente junto a su tarantás, y en ese mismo instante escuchó el desesperado ladrido de Tresorka. Ocurrió lo más terrible que podía ocurrir. Delante del tarantás, reluciente con su uniforme limpio, con los botones y charreteras que brillaban al sol y las botas lustradas, había un hombre de buena presencia, con patillas negras, y decía algo con voz fuerte, ronca e imperativa. Delante de él, en medio de dos soldados, con ropa de campesino y el cabello lleno de heno, estaba él, su Jozió, y, como si no terminase de entender lo que ocurría a su alrededor, levantaba y bajaba sus fuertes hombros. Tresorka, sin saber que había sido la causa de toda la desgracia, estaba erizado y le ladraba enfurecido al jefe de policía. Al ver a Albina, Migurski se estremeció, quiso acercarse a ella, pero los soldados lo contuvieron.
–¡No es nada, Albina, no es nada! –decía Migurski, sonriendo con su sonrisa corta.
–¡Allí está la señora! –dijo el jefe de policía–. Acérquese, por favor. ¿Los féretros de sus hijitos? ¿Eh? –dijo, haciendo guiños en dirección a Migurski.
Albina no respondió; con la boca abierta y tomándose el pecho, solamente miraba a su marido con terror. Como suele ocurrir en los decisivos minutos de la vida previos a la muerte, en un instante ella presintió y previó un abismo de sentimientos y pensamientos, y al mismo tiempo no aún comprendía, no creía su infortunio. El primer sentimiento le era conocido hacía tiempo: el sentimiento de un orgullo agraviado al ver a su marido y héroe humillado en medio de esa gente ruda y salvaje que ahora lo tenían bajo su poder. “¿Cómo se atreven a tenerlo a él, la mejor de todas las personas, bajo su poder?” Otro sentimiento que se apoderó de ella al mismo tiempo era la conciencia de la desgracia efectivizada. Esa conciencia de la desgracia traía a su memoria la desgracia principal de su vida, la muerte de sus hijos. Y ahora surgió la pregunta: ¿por qué? ¿Por qué le fueron quitados los hijos? Y la pregunta de por qué le fueron quitados los hijos generaba otra pregunta: ¿por qué morirá ahora y será atormentada la mejor de todas las personas, su amado, su marido? Y en seguida recordó el vergonzoso castigo que le esperaba a ella, y que ella era culpable de él.
–¿Qué es él de usted? ¿Es su marido? –repitió el jefe de policía.
–¿Por qué, por qué? –empezó a gritar ella y, presa de un ataque de histeria, echó e reír y cayó sobre el cajón, que ya había sido separado de la carrocería y estaba ubicado junto al tarantás. Sacudiéndose a causa de los sollozos, con la cara bañada de lágrimas, Ludvika se acercó a ella.
–¡Pánenka, querida pánenka![27] Dios quiera que no pasará nada, nada –decía, tendiéndole las manos irreflexivamente.
A Migurski le pusieron las esposas y se lo llevaron del patio. Al verlo, Albina salió corriendo detrás de él.
–¡Perdóname, perdóname! –decía ella– ¡Todo es mi culpa! ¡Soy la única culpable!
–Allá analizarán quién es el culpable. La cosa ya llegará hasta usted –dijo el jefe de policía y la apartó con su brazo.
Condujeron a Migurski al cruce y Albina, sin saber por qué lo hacía, fue detrás de él sin escuchar a Ludvika, que intentaba persuadirla.
Durante todo ese tiempo el cosaco Danilo Lifánov permaneció parado junto a las ruedas del tarantás y miraba sombríamente ya al jefe de policía, ya a Albina, ya a sus propios pies.
Cuando se llevaron a Migurski, Tresorka, que había quedado solo, moviendo la cola empezó a lamerlo. Él se había acostumbrado al perro durante el trayecto. De repente, el cosaco se apartó del tarantás, se quitó la gorra, la arrojó al suelo con todas sus fuerzas, alejó a Tresorka con la pierna y se dirigió al salón de té. En el salón de té pidió vodka y estuvo bebiendo todo el día y la noche, bebió por todo lo que tenía, y recién la noche siguiente, cuando se despertó en una zanja, dejó de pensar en la pregunta que lo atormentaba: ¿había hecho bien al informar a las autoridades sobre el marido polaco en el cajón?
Juzgaron a Migurski y lo sentenciaron por la huida a pasar a través de mil palos. Sus parientes y Wanda, que tenía conocidos en San Petersburgo, gestionaron que le atenuaran el castigo, y lo condenaron a destierro perpetuo en Siberia. Albina fue detrás de él.
Nikolái Pávlovich[28] se alegraba de haber aplastado la hidra de la revolución no solo en Polonia, sino también en toda Europa, y se enorgullecía de no haber infringido los preceptos de la autocracia y por el bien del pueblo ruso mantenía a Polonia bajo el poder de Rusia. Y la gente con estrellas y uniformes dorados y lo alababan tanto por ello que él se creía francamente que era un gran hombre y que su vida era un gran bien para la humanidad, y en particular para los rusos, a cuya corrupción y atontamiento estaban dirigidas inconscientemente todas sus fuerzas.
Lev Tolstói, 1906
Traducción: Fulvio Franchi
Ph / Misha Gordin, «Viaje a la oscuridad» (1983)
Nota
El cuento fue publicado por primera vez en el “Círculo de Lectura”, Tomo II, editado por la editorial Posrednik, Moscú, 1906. Se trataba de una publicación periódica de aforismos y escritos misceláneos del propio Tolstói con una orientación moral y religiosa.
En polaco: “Za co?” Opowiadanie z czasów powstania polskiego w r. 1830/1. Warzawa, 1907.
El cuento (cuyo título primitivo fue “Irremediable”) fue escrito entre enero y abril de 1906, influido por la impresión inmediata de la lectura del libro del escritor y etnógrafo S. V. Maxímov, Siberia y los trabajos forzados, donde en la sección que trata sobre los deportados por razones políticas se contaba la historia dramática del desterrado polaco Migurski y su esposa Albina.
El argumento interesó a Tolstói, en parte porque simpatizaba con el movimiento nacionalista polaco de liberación. Para el trabajo sobre el cuento el escritor se valió de libros sobre la historia del levantamiento polaco de los años 1830 y 1831, que a pedido suyo le fueron enviados por V. V. Stásov y el profesor de la Universidad de San Petersburgo I. A. Bodouin de Courtenay. “Hay que leer muchos libros para escribir cinco renglones dispersos por todo el cuento”, decía Tolstói. (Herencia literaria, tomo 90, libro 2, p. 81).
El argumento del libro de Maxímov fue reelaborado por Tolstói: se incluyeron nuevos personajes; se profundizó en las características psicológicas de los personajes; un capítulo completo está dedicado al cosaco que acompaña a los Migurski en su huida, apenas aludido en la obra de Maxímov, y su arrepentimiento por su acción.
[1] En polaco, señor. Mas adelante: pane, señora.
[2] La segunda repartición de Polonia (de la Rzeczpospolita) entre Rusia y Prusia ocurrió en 1793. En respuesta, en 1794 comenzó el levantamiento de Polonia, encabezado por Tadeusz Kościuszko. Fue sofocado, y en 1795 se produjo la tercera repartición de Polonia. (Nota de la edición rusa).
[3] Parlamento. El 27 de noviembre de 1795 Alejandro I firmó la constitución del Reino de Polonia, por la cual Polonia obtenía su autonomía. Como poder de Polonia se erigió un parlamento bicameral, y como dictador general fue elegido el gran príncipe Konstantín Pávlovich. (Nota de la edición rusa). Konstantín Pávlovich Románov era miembro de la familia gobernante de Rusia, hermano del entonces zar Alejando I y del futuro zar Nicolás I. (Nota del traductor).
[4] Diminutivo de Józef.
[5] En francés, expresión que significa hacerle sentir su poder.
[6] En polaco: sacerdote.
[7] Se refiere a la revolución de julio de 1830.
[8] O Belwederski, palacio situado en Varsovia donde residía el Gran Duque Konstantín Pávlovich y de donde huyó durante el levantamiento polaco de 1830. Actualmente, residencia del presidente de Polonia.
[9] Bajo el influjo de los acontecimientos revolucionarios en Europa en noviembre de 1830 comenzó el levantamiento armado polaco en noviembre de 1830. El 17 de noviembre los sublevados tomaron la residencia de Konstantín Pávlovich, el palacio del Belvedere. (Nota de la edición rusa).
[10] Józef Dwernicki (1779-1857), general polaco que estuvo al servicio de Napoleón Bonaparte y que participó con un batallón de caballería en la insurrección polaca de noviembre de 1830 y 1831. Logró la victoria de la batalla de Stoczek contra el ejército ruso enviado para sofocar la rebelión.
[11] En polaco: “¡Vivan los polacos y mueran los moscales! ¡Viva!”
[12] Moscal: forma despectiva de referirse a los moscovitas y, por extensión, a los rusos.
[13] Gorra tradicional polaca de cuatro puntas.
[14] Tipo de trineo cerrado de invierno con ventanillas pequeñas para evitar la pérdida del calor.
[15] En polaco, señora.
[16] Se trata de un hecho histórico conocido como el “caso Omsk”. Jan Sirotsinski (1798-1837) fue un sacerdote católico polaco involucrado en una tentativa de rebelión y fuga masiva organizado por oficiales y soldados polacos desterrados, y también soldados, desterrados y detenidos rusos en 1830-1831.
[17] Tarantás: carruaje de cuatro ruedas, generalmente cubierto, diseñado para realizar viajes de larga distancia.
[18] En polaco: “Te amo como una madre”.
[19] Spermophilus: género de ardillas terrestres que se extienden por Europa y Asia.
[20] O Derhachi, ciudad de la región de Járkov, actualmente perteneciente a Ucrania.
[21] Se trata del perrito. El nombre era común en Rusia, se trata de la palabra francesa trésor (tesoro) con un diminutivo ruso.
[22] Actualmente, Volgogrado. Entre 1925 y 1961 se llamó Stalingrado. Ciudad emplazada sobre el río Volga, 375 km. al sur de Sarátov por el río.
[23] Coche con una carrocería alargada donde los pasajeros se sentaban dándose la espalda unos a otros. Экипаж с длинным кузовом, где пассажиры сидят спиной друг к другу
[24] Tipo de embarcación ligera característica del Volga, con velas y remos, empleada para el transporte de cargas.
[25] Obshi Sirt: cadena de débiles relieves de colinas, extendidas entre el sureste de la Rusia Europea y el noroeste de Kazajstán. Por ella fluyen los cursos de los ríos Volga y Ural. La máxima altura es de 405 m.
[26] Medida de superficie equivalente a 100 sazhens cuadradas, aproximadamente 455 metros cuadrados.
[27] Diminutivo de pane, señora (en polaco).
[28] El zar Nicolás I, que gobernó el Imperio Ruso entre 1825 y 1855.