La vida de Tadeusz Borowski resume en cierta manera las tribulaciones del pasado inmediato de Polonia. A comienzos de la guerra, aún adolescente, comenzó sus estudios en la Universidad clandestina y a la vez se inició en la literatura. En 1942 publicó una edición mimeografiada de sus poemas. En 1943 fue aprehendido por la Gestapo y llevado al campo de concentración de Auschwitz. De su experiencia en el campo de concentración surgieron sus mejores relatos, inquietantes, bestiales, sin hacer concesión alguna a nada, que agrupó en tres libros: El adiós a María, 1947, El mundo de piedra, 1948, Mayo rojo, 1955. Este último postumo. Borowski se suicidó en 1951. (N. del T)

En el campo, todo el mundo andaba en cueros. Habíamos pasado por el despiojamiento y nos habían entregado la ropa en depósito, lavada con una solución de cyclone que mataba a la perfección tanto los piojos de los vestidos como a los hombres en las cámaras de gas. Sólo los de las barracas de al lado, separados de nosotros por una empalizada, no habían recibido aún los uniformes. Nosotros, sin embargo, seguíamos desnudos porque el calor era insoportable. El campo estaba herméticamente cerrado. Ningún preso, ni siquiera un piojo, hubieran podido trasponer sus puertas. El trabajo de los «Komandos» se había interrumpido. Durante todo el día millares de personas desnudas deambulaban por las calles y los terrenos donde se pasaba revista; se tendían junto a las paredes y bajo los techos. Dormían sobre los tablones, pues los camastros y las mantas estaban en proceso de desinfección. Desde las barracas se podía ver el F.K.L. (campo de mujeres); allí también estaban despiojando. Habían desnudado a veintiocho mil mujeres, las habían sacado de las barracas; se las podía ver hormiguear por prados, calles y terrenos de revista. Pasa la mañana mientras esperamos la comida; se van consumiendo los paquetes, se visita a los amigos. Las horas transcurren lentamente, como suele acontecer cuando el calor es tan agobiante. Incluso, la detracción habitual ha desaparecido: los largos caminos que conducen al crematorio están desiertos. Hace varios días que no llega ningún transporte. Una parte del «Canadá»[1]fue disuelta e incorporada a los «Komandos». Les tocó uno de los más fatigosos, el de Harmenze, porque habían engordado y descansado. En el campo rige la justicia de la envidia: cuando cae un poderoso sus amigos se esfuerzan para que caiga lo más bajo posible. El «Canadá», nuestro Canadá no está como el de Fiedler, aromado de resinas,[2] sino de perfumes franceses; aquél no es más rico en altos pinos que éste en diamantes y monedas ocultas procedentes de toda Europa. Unos cuantos estamos sentados en un camastro, y columpiamos los pies despreocupadamente. Nos repartimos un pan blanco, bien cocido, tierno, que se desmigaja en la boca, de un sabor un poco extraño, pero que puede conservarse durante unas semanas sin que se enmohezca. Ese pan nos llega de Varsovia. Hace apenas una semana mi madre lo tenía entre sus manos. ¡Dios mío, Dios mío…!
Alguien saca tocino y cebollas; abrimos una lata de leche condensada. Henri, enorme y empapado de sudor, sueña en voz alta con el vino francés que llega en las remesas de Estrasburgo, de los alrededores de París, de Marsella…
—Escucha, mon ami, cuando vayamos de nuevo al andén traeré champaña auténtico. Seguramente nunca lo has bebido.
—No, pero como no te dejarán pasarlo, haz el favor de no joder. Mejor es que me consigas unos zapatos, ya sabes de cuáles: deben ser perforados y con doble suela. De la camiseta, ya ni hablo; me la vienes prometiendo desde hace tanto tiempo…
—Paciencia, paciencia… Cuando lleguen nuevas remesas, traeré todo. Iremos de nuevo al andén.
—¿Y si ya no hubiera más remesas para los hornos? —digo con malevolencia—. ¿Te has dado cuenta de lo tiernos que se están volviendo en el campo? Cantidades ilimitadas de paquetes, prohibición de golpear a los prisioneros, te dejan escribir a casa… ¿No es cierto? La gente habla muchísimo de los nuevos reglamentos. Tú mismo los has estado comentando. De cualquier manera, ¡carajo!, llegará el momento en que comenzará a faltar gente.
—No digas estupideces…
Un bocadillo de sardinas llena la boca del gordo marsellés, cuyo rostro inteligente semeja una minatura de Cosway (es mi amigo, pero ni siquiera sé cómo se apellida).
—No digas estupideces —repite, tragando con esfuerzo (¡ya pasó, vaya!)—, no digas estupideces; la gente no puede faltar. Sería el fin para todos en el campo. Todos vivimos de lo que traen.
—¿Todos? No, no todos. Recibimos paquetes…
—Los recibes tú y tu compañero y unos diez más; los reciben ustedes, los polacos, y ni siquiera todos. Pero nosotros, ¿los judíos y los rusos?… Si no tuviésemos qué comer, si no fuera por las remesas, ¿se creen que podrían comerse tranquilamente sus paquetes? No se lo permitiríamos.
—Nos lo tendrían que permitir. Se morirían de hambre como los griegos. En el campo, quien tiene comida tiene el poder.
—Nosotros tenemos y ustedes también; ¿por qué pelear entonces?
Es verdad, no es necesario pelear. Ellos tienen y yo también; comemos juntos, dormimos en el mismo camastro… Henri corta el pan y prepara una ensalada de tomates. La mostaza de la cantina le da un sabor formidable.
En la barraca, por debajo de nosotros, bulle la gente desnuda, empapada en sudor. Deambulan entre los camastros, por un pasillo a lo largo de la estufa construida ingeniosamente para transformar este establo (en la puerta hay todavía una tablilla que dice: verseuchte Pferde: los caballos enfermos deben enviarse a tal o cual lugar) en el agradable hogar (gemütlich) de más de quinientas personas. Habitan en los camastros de abajo a razón de ocho y nueve; yacen desnudos, mostrando los huesos, apestan a sudor y a excremento. Justamente debajo de mí está un rabino; cubierta la cabeza con un pedazo de trapo, arrancado de una manta, lee un libro de oraciones en hebreo (abunda aquí este tipo de lectura) con un lamento sonoro y monocorde.
—Quizás convendría hacerlo callar. Chilla como si hubiese agarrado a Dios por los pies.
No siento ningún deseo de moverme del camastro. Que berree; irá más pronto al horno.
—La religión es el opio del pueblo; me encanta fumar opio —añade sentenciosamente el marsellés de mi izquierda, que es a la vez comunista y propietario.
—Si ellos no creyeran en Dios y en la vida eterna, hace tiempo que habrían demolido los crematorios.
—¿Y por qué no lo hacen ustedes?
La pregunta tiene un carácter puramente retórico, pero el marsellés responde:
—¡Idiota! —y se llena la boca con un tomate y hace un movimiento como para decir algo; pero continúa comiendo en silencio.
Estamos terminando de comer cuando se produce en la puerta de la barraca un gran alboroto. Los musulmanes se apartan precipitadamente y corren a esconderse en los camastros. En la cabina del jefe de la barraca irrumpe un mensajero. Momentos después, surge el jefe majestuosamente.
—¡Canadá! ¡Fuera! ¡Rápido! ¡Llega una remesa!
—¡Gran Dios! —exclama Henri, saltando del camastro.
El marsellés casi se ahoga con el tomate; coge la chaqueta, grita: «¡Raus!» a los de abajo y un instante después se encuentra ya en la puerta.
Se produce una gran agitación en los demás camastros. El «Canadá» sale rumbo al andén.
—¡Henri, las botas! —grito a manera de despedida.
—Keine Angst! (no te preocupes) —me responde ya desde el patio. Guardo la comida, ato con una cuerda la maleta, en la que se mezclan las cebollas y los tomates del huerto de mi padre en Varsovia con las sardinas portuguesas y el tocino de Lublín (regalo de mi hermano), junto con auténticas frutas secas de Salónica. Me pongo los pantalones y desciendo del camastro.
—Platz! —aúllo, abriéndome paso por entre los griegos, que se apartan. En la puerta tropiezo con Henri.
—Allez, allez, vite, vite!
—Was ist los? (¿Qué sucede?)
—¿Quieres venir con nosotros al andén?
—¡Quiero!
—Entonces, en marcha. Toma tu chaqueta. Hacen falta aún unos cuantos. Ya hablé con el kapo [4]—y me empujó hacia afuera de la barraca.
Nos ponemos en fila. Alguien anota nuestros números, otro desde delante, grita: «Marsch, marsch!», y corremos hacia la puerta, acompañados por los gritos de una muchedumbre multinacional, a la que se conduce una vez más a golpes hasta las barracas. No todos pueden ir al andén. Nos despedimos, y llegamos a la puerta.
—Links, zwei, drei, vierl Mützen ab!
Rígidos, con las manos en los costados, atravesamos la puerta, con paso elástico, enérgico, no carente de cierta gracia. Un SS. soñoliento, con una gran pizarra en la mano, nos cuenta desganadamente, haciendo una señal con el dedo después de cada grupo de cinco.
—Hundert! (cien) —exclama cuando pasa el último.
—Stimmt! (exactamente) —responde una voz ronca desde adelante.
Marchamos de prisa, casi a la carrera. Hay muchos centinelas jóvenes armados de pistolas ametralladoras. Pasamos todos los sectores del campo II B, y el C, de los checos, deshabitado, en cuarentena. Avanzamos por entre perales y manzanos del truppen-lazarott (hospital militar), en medio de un verdor desconocido, de aspecto lunar, asombrosamente exuberante para los pocos días que ha habido de sol. Luego, describiendo una curva, dejamos de lado las barracas, pasamos la línea de centinelas y desembocamos en la carretera: henos aquí ya. Una decena de metros más y entre los árboles aparece el andén.
Es una rústica rampa como pueden encontrarse en algunas estaciones perdidas en regiones remotas. La plazuela, rodeada por el cinturón verde de unos altos árboles, está adoquinada. A un lado, cerca del camino, una pequeña barraca de madera, más sucia y destartalada que la más sucia y destartalada de todas las casetas de estación. Más lejos se ven grandes pilas de rieles y durmientes; montones de tablas, fragmentos de barracas, ladrillos, piedras, tubería de drenaje. Aquí se cargan las mercancías para Birkenau: materiales para los trabajos del campo y gente para las cámaras de gas. En un día normal de trabajo, llegan los camiones, cargan tablas, cemento, hombres…
Los centinelas se sitúan en los rieles y maderos, bajo la verde sombra de los castaños silesianos que circundan el andén. Se secan el sudor de la frente, beben de sus cantimploras. El calor es insoportable; el sol está inmóvil en el cénit. ¡Descanso! Nos sentamos en las partes sombreadas al lado de los rieles. Los griegos (algunos han logrado colarse, sólo el diablo sabe cómo) buscan entre los rieles. Uno encuentra una lata de conservas, otro panecillos duros, restos de sardinas. Comen.
—Schweinendreck! (¡cerdos!) —les escupe un centinela joven y alto, de cabellera rubia y espesa y ojos azules, soñadores—. Dentro de poco habrá tanto de comer, que no podrán acabar con todo —concluye, mientras rectifica la posición de su ametralladora y se seca el sudor con un pañuelo.
—Son cerdos —asentimos.
—¡Eh, tú, gordo! —La bota de un centinela roza ligeramente la nuca de Henri—. Pass mal auf (escucha), ¿no tienes sed?
—Sí, pero no tengo marcos —responde el francés en tono comercial.
—Schade! (¡lástima!)
—Pero, Herr Posten (señor centinela), ¿es que mi palabra no tiene ya ningún valor? ¿No ha hecho más de un buen negocio conmigo? Wieviel? (¿cuánto?).
—Cien marcos. Gemacht? (¿de acuerdo?)
—Gemacht.
Bebemos un agua pesada e insípida a cuenta de un dinero y unos hombres que ni siquiera han llegado.
—Tú, ten cuidado —dice el francés, mientras tira la botella vacía que va a estrellarse contra los rieles—. No tomes dinero, porque puede haber un registro. ¿Para qué demonios podría servirte, si tienes comida suficiente? Tampoco cojas ropa, porque pueden sospechar que intentas evadirte. Toma sólo una camisa de seda con cuello, y una camiseta. Si encuentras algo de beber, no me llames. Yo me arreglaré por mi cuenta. Y ten cuidado si no quieres recibir una buena paliza.
—¿Pegan?
—Por supuesto, hay que tener también ojos atrás, arschaugen (en el culo).
A nuestro derredor están sentados los griegos. Mueven las mandíbulas como insectos rapaces e inhumanos; engullen con avidez unos trozos de pan rancio. Están preocupados; no saben qué trabajo nos espera. Les inquietan esos maderos y esos rieles. No les gustaría cargar con ellos.
—Was wir arbeiten? (¿en qué vamos a trabajar?) —preguntan.
—Nichts. Transport kommen. Alies Krematorium, compris? (Nada. Llega una remesa. Todos al crematorio, ¿entiendes?).
—Alies verstehen (Todo entendido) —contestan en el esperanto del crematorio, tranquilizados; no van a cargar rieles en los camiones ni a transportar los durmientes.
Entre tanto, en el andén el bullicio y el tumulto aumentan a cada momento que pasa. Los Vorarbeiter dividen a los grupos. Destinan a unos para abrir y descargar los vagones que van a llegar; a otros los encargan de las escaleras de madera y les dan instrucciones. Se trata de unas escaleras transportables, cómodas y espaciosas, como para subir a una tribuna. Llegan motocicletas a montones, atronando el espacio, cargadas de suboficiales SS., cubiertos de galones de plata, robustos, regordetes, con las botas bien lustradas y relucientes, con las caras ahitas de crasa vulgaridad. Algunos traen carteras bajo el brazo, otros empuñan cañas flexibles de bambú. Eso les da un aire oficial y dominante. Entran en la cantina, pues eso es —su cantina— la miserable casucha donde en verano beben agua mineral y en invierno se reconfortan con vino caliente; se saludan de manera oficial, extendiendo el brazo a la romana, para después estrecharse las manos cordialmente, sonreír con afecto y ponerse a hablar de las cartas que han recibido, de las noticias de casa, de los niños, y mostrarse sus respectivas fotografías. Algunos se pasean con aire de dignidad por la plazuela, haciendo crujir los guijarros y las botas y silbar los fuetes de bambú en señal de impaciencia.
La muchedumbre de trajes a rayas yace en las estrechas franjas de sombra, respira desacompasadamente y con esfuerzo, habla en su lengua materna y contempla perezosamente y con indiferencia a los hombres majestuosos de uniforme verde, el verdor de los árboles, la torre vecina e inaccesible de una pequeña iglesia cuyas campanas tocan un ángelus tardío.
—¡El tren! —exclama alguien, y todos se levantan a la vez. En la curva aparecen algunos vagones de mercancías: el tren avanza. Primero los vagones, atrás la locomotora; el guardagujas se asoma, agita un brazo y silba. La locomotora le responde con un pitido estridente, resopla y el tren entra lentamente en la estación. Por las rejas de las ventanillas se ven unos rostros humanos, pálidos, macilentos, insomnes: mujeres asustadas y hombres que, ¡espectáculo insólito!, aún llevan cabellos. Pasan lentamente; contemplan la estación en silencio. De pronto, desde el interior de los vagones surge un gran estruendo que hace temblar los bastidores de madera.
—¡Agua! ¡Aire!
Son unos gritos sordos, desesperados.
En las ventanillas se apiña una masa informe, desesperada, de caras. Los labios aspiran ansiosamente el aire. Unas cuantas bocanadas, y vuelven a desaparecer los rostros para dejar sitio a otros que a su vez también desaparecen. Los gritos y estertores son cada vez más intensos.
Un hombre de uniforme verde, con más galones que los otros, hace una mueca de disgusto. Aspira el humo de un cigarrillo, luego lo arroja con ademán brusco, cambia el portafolio de la mano derecha a la izquierda y hace un gesto al centinela. Este deja deslizar lentamente la ametralladora por el brazo, apunta y dispara una ráfaga contra los vagones. Se impone el silencio. Mientras tanto llegan los camiones; los prisioneros colocan las escaleras, y se ponen en hileras al lado de los vagones. El gigante del portafolio hace un gesto con la mano.
—El que sea sorprendido con oro o cualquier cosa que no sea alimento, será fusilado por robo a la propiedad del Reich. Verstanden? (¿entendido?)
—Jawohl! (sí) —responden algunas voces sin entusiasmo, pero no desprovistas de cierta buena voluntad.
—Also los! (¡A trabajar!)
Rechinan los cerrojos y se abren los vagones. Una ola de aire fresco entra al interior, golpeando a la gente como si fuera gas carbónico. Oprimida por una enorme cantidad de maletas, maletines, bolsas y fardos de toda clase (traen todo lo que debió haber constituido su vida anterior y debería iniciar la futura), esta masa informe se nos presenta en condiciones terribles; algunos se desmayan por el calor y son asfixiados y aplastados por los demás. Ahora se agolpan en la puerta abierta, y jadean como peces en la arena.
—¡Atención! Bajen con equipaje y todo. Que no quede nada en el vagón. Amontonen aquí al lado los bultos. Entreguen los abrigos. Estamos en verano. Marchen hacia la izquierda. ¿Está claro?
—Señor, ¿qué va a ser de nosotros? —dicen al pisar tierra, inquietos, nerviosos.
—¿De dónde son ustedes?
—De Sosnowiec, Bedzin. Señor, ¿qué va a sucedemos? —preguntan obstinadamente, escudriñando con atención los fatigados ojos de los otros.
—No sé, no entiendo el polaco.
En el campo, es una ley engañar hasta el último instante a quienes van a morir. Es la única forma de piedad permitida. El calor es tremendo. El sol ha llegado al cénit, el cielo de brasas parece temblar, el viento que de cuando en cuando nos llega, es tan sólo un soplo ardiente. Se agrietan los labios y en la boca se siente el sabor salado de la sangre. Con tan larga exposición bajo el sol, el cuerpo se debilita. Beber, ¡ay!, beber.
Salta del vagón una muchedumbre cargada de fardos, semejante a un río enloquecido y ciego que busca un nuevo cauce. Pero antes de que vuelvan en sí de la sorpresa que les produce el aire fresco y el aroma que desprenden los árboles, ya les hemos arrancado los bultos de las manos y despojado de los abrigos; a las mujeres les quitamos también los bolsos y las sombrillas.
—Señor, se lo suplico, es para el sol; no puedo…
—Verboten (prohibido) —gruñe entre dientes un guardián, resoplando ruidosamente.
A nuestras espaldas se encuentra un SS., tranquilo, dueño de sí mismo, un técnico.
—Meine Heuschaften (Señores míos), no dispersen tanto los objetos. Es preciso mostrar un poco de buena voluntad —dice en tono benévolo, pero tuerce nerviosamente con las manos la delicada fusta de bambú.
—Sí, sí —le responden al pasar, y con movimientos más animados marchan a lo largo de los vagones.
Una mujer se inclina rápidamente para recoger su bolso. Silba la fusta, la mujer da un grito, tropieza y cae bajo los pies de la multitud. Una niña que camina tras ella, una niña pequeña y despeinada grita:
—¡Mamá!
Crece la montaña de objetos: maletas, bultos, mochilas, mantas, vestidos y bolsos de mano, que al caer vierten billetes de banco multicolores, oro, relojes…
A la puerta de los vagones se apilan hogazas de pan, tarros de mermelada y confituras, cerros de jamones y embutidos. El suelo se blanquea con el azúcar derramado. Los camiones, una vez llenos, marchan con ruido infernal, entre los lamentos y gritos de las mujeres que lloran por los hijos que les han arrebatado, y el silencio cargado de estupefacción de los hombres a los que se ha hecho a un lado. Los agrupados a la derecha, jóvenes y vigorosos, irán al campo. No escaparán del gas; pero antes deberán trabajar.
Los camiones parten y llegan continuamente como una ininterrumpida y monstruosa banda. La ambulancia de la cruz roja va y vuelve sin cesar. La enorme cruz de sangre, pintada sobre el radiador, parece fundirse bajo el sol. Va y viene infatigablemente: en ese vehículo, precisamente, se transporta el gas, el gas que asfixiará a esta gente.
Los del «Canadá» trabajan junto a las escaleras. No tienen ni un momento de reposo: separan a los que deben ir al gas, de quienes van al campo; empujan a los primeros por las escaleras y los hacen trepar a los camiones. Sesenta más o menos en cada camión.
Junto a ellos permanece un hombre joven, bien afeitado, un SS., con una libreta en la mano. Cada camión es para él una raya; cuando hayan salido dieciséis habrá un millar de hombres en números redondos. Es un hombre meticuloso y exacto. Ningún camión parte sin que él lo registre y trace su raya: Ordnung muss sein (debe haber orden). Las rayas se transforman en millares de personas y los millares en remesas enteras, de los que sólo se anota: «de Salónica», «de Estrasburgo», «de Rotterdam». El de hoy es designado como el «de Bedzin», pero en el futuro será conocido como el «de Bedzin-Sosnowiec». Los hombres seleccionados para el campo recibirán los números de 131 a 132 (mil, por supuesto), y para abreviar se dirá únicamente: 131-132.
Las remesas aumentan así que pasan las semanas, los meses y los años. Cuando la guerra llegue a su fin, podrá contarse el número de personas que fueron a dar a los crematorios: 4.500,000, la batalla más sangrienta de toda la guerra, la mayor victoria de los alemanes unidos y solidarios. Ein Reich, ein Volk, ein Führer… y cuatro hornos crematorios. Pero en Auschwitz habrá dieciséis, con capacidad para quemar cincuenta mil personas al día. El campo se irá ampliando hasta alcanzar con sus alambradas eléctricas las riberas del Vístula. Encerrará en su seno a trescientas mil personas con uniforme a rayas. Se llamará Verbrecher Stadt (la ciudad del crimen). No, la gente jamás va a faltar. Se quemará a los judíos, a los polacos, a los rusos; llegarán al campo hombres de occidente y del sur, del continente y de las islas. Reconstruirán las ciudades alemanas destruidas, trabajarán la tierra, y tan pronto como flaqueen en ese trabajo inhumano, oirán el eterno Bewegung! Bewegung! (muévanse), y se abrirán ante ellos las puertas de las cámaras de gas. Las cámaras serán perfeccionadas, resultarán más económicas, se las disimulará con mayor habilidad. Serán como las de Dresden, que cuentan ya con una trágica leyenda.
Los vagones quedan al fin vacíos. Un SS delgado, picado de viruelas, se asoma tranquilamente al interior, mueve la cabeza con disgusto, nos lanza una mirada y señala hacia el interior de un vagón.
—Rein! (a limpiar).
Subimos al vagón. En los rincones, y entre excrementos humanos y relojes perdidos, yacen unos niños asfixiados, pisoteados, pequeños monstruos desnudos con cabezas enormes y vientres tumefactos. Los recojo como si fueran pollos, un par en cada mano.
—No; al camión, no. Dénselos a las mujeres —dice el SS, mientras trata de encender un cigarrillo, molesto porque el encendedor no funciona.
—¡Tomen a estos niños, por el amor de Dios! —exclamo al ver que las mujeres se alejan de mí con terror, encogiendo las cabezas entre los hombros.
El nombre de Dios es del todo superfluo. Tanto las mujeres como los niños irán, sin excepción, a los camiones. Sabemos perfectamente lo que eso significa y nos miramos con odio y horror.
—¿Qué pasa? ¿No quieren cogerlos? —dice, con tono de sorpresa y reproche, el SS picado de viruelas, al tiempo que desenfunda el revólver.
—No hay necesidad de disparar. Démelos.
Una mujer alta, de cabellos grises, toma a los niños y me mira fijamente a los ojos durante un instante.
—¡Tú, pobre muchacho! —murmura con una sonrisa, y se aleja con paso torpe.
Me apoyo en la pared de un vagón. Me siento postrado. Alguien me sacude por el brazo.
—En avant! ¡A los rieles! ¡Anda!
Veo danzar un rostro frente a mis ojos. Se desvanece, se confunde, enorme y transparente, con los árboles inmóviles, que de golpe se han vuelto negros, con la muchedumbre que circula… Parpadeo con un esfuerzo: es Henri.
—Dime, Henri, ¿somos buenas personas?
—Deja de hacer preguntas imbéciles.
—Escucha, amigo: siento una rabia incomprensible contra estos pobres tipos a quienes debo el encontrarme aquí. No me producen ninguna lástima, ni siquiera por el hecho de que van al crematorio. ¡Que la tierra se los trague a todos! Me lanzaría contra ellos a puñetazos. Debe ser algo patológico… No acabo de entenderlo.
—Por el contrario, es lo normal. Está previsto y calculado. El tormento que es para ti todo esto, hace que te rebeles y lo más fácil es descargar la ira en los débiles. Incluso conviene que lo hagas así. Es una manifestación del sentido común, compris? —responde el francés, con expresión irónica, y se tiende cómodamente junto a los rieles—. Mira cómo sacan provecho los griegos. Tragan todo lo que les cae en las manos; uno de ellos se ha engullido en mi presencia un frasco de mermelada entero.
—¡Cerdos! Mañana la mitad de ellos reventará por la diarrea.
—¿Cerdos? Tú también has pasado hambre.
—¡Cerdos! —repitió obstinadamente.
Cierro los ojos, oigo gritos, siento temblar la tierra y un aire ardiente me golpea los párpados. Tengo la garganta completamente seca.
El río humano fluye sin cesar; los camiones rugen como perros rabiosos. Vemos desfilar cadáveres sacados de los vagones, niños pisoteados, inválidos que son echados junto a los cadáveres, y multitudes, multitudes… Otros vagones se acercan lentamente; los montones de ropa, maletas y bultos crecen; la gente baja, contempla el sol, respira, suplica que le den agua, monta en los camiones, se marcha. Y más vagones, más gente… Las imágenes se mezclan y se confunden ante mí; no sé si lo que veo sucede en realidad o se trata de un sueño. Veo de golpe que los árboles verdes se columpian con toda la calle, con la abigarrada muchedumbre. La cabeza me da vueltas, siento que voy a vomitar.
Henri me sacude por un brazo.
—¡Despierta! hay que cargar los bultos.
Ya no queda nadie. Los últimos camiones se alejan por la carretera, levantando nubes de polvo. El tren se ha marchado; por el andén vacío se pasean dignamente los SS. Brillan los galones de plata en sus cuellos, resplandecen las botas lustradas, sus rostros están rojos y congestionados. Entre ellos se encuentra una mujer. Seca, huesuda; sólo ahora advierto que ha estado aquí durante todo el tiempo. El pelo ralo y descolorido está peinado hacia atrás y atado a la «nórdica». Se pasea con las manos metidas en una amplia falda-pantalón, de un extremo al otro del andén: una sonrisa de rata congelada en sus labios escuálidos. Odia la belleza femenina con toda la fuerza de una mujer fea que tiene conciencia de ello. Sí, la he visto en otras ocasiones, la recuerdo muy bien: es la comandante del FKL. Ha venido para examinar su lote, pues una parte de las mujeres no ha subido en los camiones y marchará a pie hacia el campo. Nuestros muchachos, los peluqueros, las raparán y disfrutarán ante la humillación de esas mujeres que hasta hace poco eran aún libres.
Cargamos los bultos, levantamos unas maletas enormes y pesadas y las transportamos con esfuerzo hacia los camiones. Allí las acomodan en pilas, las amontonan, les meten los cuchillos en busca de vodka y de perfumes. Una de las maletas se abre, y deja caer una profusión de vestidos, camisas, libros… Recojo un pequeño bulto muy pesado. Lo desato. Es oro: dos buenos puñados de relojes, brazaletes, sortijas, collares, diamantes.
—Gib her (dame eso) —dice tranquilamente un SS, y me tiende una cartera abierta, llena de oro y de billetes extranjeros de muchos colores. Luego la cierra y vuelve al acecho junto al otro camión. Es oro para el Reich.
El calor es insoportable. El aire inmóvil parece una columna al rojo vivo. Las gargantas están secas. Cada palabra produce dolor. ¡Ah! ¡Si pudiésemos beber! ¡Beber! Pero hay que darse prisa: debemos terminar cuanto antes, para ir a la sombra, para descansar. Terminamos de cargar. Los últimos camiones se marchan. Recogemos cuidadosamente todos los papeles y desperdicios que han quedado en las vías, quitamos la basura que ha dejado la expedición «para que no quede la menor huella de esa gentuza». Pero en el momento en que desaparece el último camión tras de los árboles y nos dirigimos, ¡por fin!, hacia los rieles, a descansar y beber algo (quizás Henri pueda comprarle otro poco de agua al centinela), resuena más allá de la curva el pitido del guardagujas. Nuevos vagones van entrando lenta, muy lentamente; la locomotora emite un sonido estridente. Por las ventanillas nos contemplan unas caras marchitas, pálidas, planas como si estuviesen recortadas en papel, con los ojos enormes, ardientes por la fiebre. Aquí están ya los camiones y el hombre tranquilo con su libreta de apuntes; de la cantina entran los SS con sus carteras y portafolios para recoger el oro y el dinero. Comenzamos a abrir los vagones.
No, ya no es posible mantener la sangre fría. Arrancamos con brutalidad las maletas, quitamos violentamente los abrigos. ¡Sigan, sigan, marchen! Y siguen. Y marchan. Hombres, mujeres, niños. Algunos de ellos ya están enterados.
Una mujer camina con paso vivaz, se apresura sin querer demostrarlo, pero sus movimientos son febriles. Un niñito de unos cuantos años, de cara redonda y sonrosada como un querubín, corre tras ella, sin lograr alcanzarla, y le tiende las manos llorando:
—¡Mamá! ¡Mamá!
—¡Eh, mujer! Recoge al niño.
—¡No es mi hijo, no es mío! —grita la mujer histéricamente, y trata de huir, cubriéndose la cara con las manos.
Quiere esconderse, confundirse con las que no irán en camión, las de a pie, las que vivirán. Es joven, bella. Quiere vivir.
Pero el niño corre tras ella, gritando desaforadamente:
—¡Mamá, mamá! ¡No me dejes!
—¡No es mío, no es mío, no!
Por fin, Andrei, un marino de Sebastopol, la detiene. Sus ojos están turbios por el vodka y el calor. La atrapa, la derriba con un violento golpe, y al caer la agarra por el pelo y la levanta. Tiene el rostro deformado por la furia.
—¡Maldita sea tu madre, puta judía! ¿Así que quieres abandonar a tu hijo? ¡Yo te enseñaré, ramera!
La agarra por la cintura, le aprieta la garganta con su enorme manaza y, tomando impulso, la arroja violentamente al camión como si se tratara de un pesado saco de trigo.
—¡Toma! ¡Esto también es para ti, perra! —y le arroja el niño a sus pies.
—Gut gemacht (bien hecho). Hay que castigar a las madres desnaturalizadas —comenta el SS que se encuentra al lado del camión—. Gut, gut, ruski (Bien, bien, ruso).
—Cierra el hocico —gruñe Andrei entre dientes, y se marcha hacia los vagones.
Saca una cantimplora de debajo de un montón de trapos, la abre, toma un trago y me la pasa. Quema la garganta, es alcohol puro. La cabeza comienza a zumbarme y las piernas se me aflojan. Me vuelve la náusea.
De pronto, de esta ola humana que se precipita ciegamente hacia los camiones, como impulsada por una fuerza invisible, emerge una jovencita. Salta ágilmente del vagón y mira a su alrededor con ojos escudriñadores, sorprendidos.
Una abundante cabellera rubia se desliza suavemente sobre sus hombros; con gesto de impaciencia la echa hacia atrás. Pasa maquinalmente las manos por su blusa y con un ademán casi imperceptible se alisa la falda. Permanece inmóvil un momento. Finalmente aparta su mirada de la multitud y la pasea por nuestras caras como si buscara a alguien; nuestros ojos se encuentran.
—Dime, ¿adonde nos llevan?
La contemplo. Tengo ante mí a una muchacha de cabello rubio maravilloso, de pechos delicados cubiertos por una ligera blusa de organdí, y una mirada inteligente, madura. Me mira atentamente a los ojos y espera. De un lado, la cámara de gas, la muerte común, horrible, repugnante. Del otro, el campo, la cabeza rapada, los pantalones de algodón para el verano, la fetidez de cuerpos de mujer sucios y sudorosos, el hambre bestial, el trabajo inhumano, para, al fin de cuentas, ir a parar a la misma cámara de gas, pero con una muerte aún más abominable, más horrible. Quien ha entrado aquí jamás vuelve a su vida anterior; ni siquiera sus cenizas traspasarán la línea de centinelas.
—¿Para qué lo habrá traído si de todas maneras se lo van a quitar? —pienso mecánicamente, al ver en su muñeca un hermoso reloj con una fina pulsera de oro. Tuska tenía un reloj parecido, sólo que lo usaba con una cinta negra.
—Respóndeme.
Me mantengo en silencio. Ella se muerde los labios.
—Ya comprendo —dice con un tono de altivo desprecio.
Echa hacia atrás la cabeza y se dirige resueltamente hacia los camiones. Alguien intenta detenerla, pero ella se desprende bruscamente y sube de prisa por la escalera a un camión casi lleno. De lejos, veo todavía su cabellera rubia flotando al viento.
Entro en los vagones, saco criaturas, arrojo equipajes, toco los cadáveres; pero no puedo dominar el miedo salvaje que aumenta en mi interior. Trato de rehuirlos, pero yacen por doquiera: en la grava, en el andén, en los vagones. Niños, mujeres desnudas y repulsivas, hombres contrahechos por las convulsiones. Corro lo más lejos posible. Siento en la espalda el golpe de una caña de bambú. Por el rabillo del ojo, veo a un SS. Me escapo y me mezclo entre un grupo del «Canadá». Por fin logro deslizarme una vez más a lo largo de los rieles. El sol ha descendido en el horizonte y baña el andén con sus rayos sangrientos, crepusculares. Las sombras de los árboles se proyectan de manera espectral, y en el silencio que al caer la noche envuelve a la naturaleza, el clamor humano resuena cada vez de modo más fuerte y obstinado.
Sólo desde aquí puede verse en conjunto el infierno del andén. Una pareja cae al suelo, unida en un desesperado abrazo. El hombre hunde convulsivamente los dedos en el cuerpo de la mujer y ella se prende hasta con los dientes de la ropa de él. Grita histéricamente, jura, blasfema, hasta que una bota llega a sofocarla. Jadea entonces, se calla. Se les separa igual que si fuesen trozos de madera y se les arrea como a bestias hasta el camión. Cuatro miembros del «Canadá» transportan un cadáver: se trata de una mujerona enorme, hinchada. Juran y maldicen por el esfuerzo, rechazando a patadas a los niños extraviados que corren por el andén y aúllan desolados como perros. Los cogen por la nuca, por la cabeza, por los brazos y los arrojan como fardos en los camiones. Entre los cuatro no pueden levantar a la mujer hasta la rampa del camión; piden ayuda, y con la colaboración de otros, logran por fin depositar aquella montaña de carne en la plataforma. Del andén llegan varios cadáveres tumefactos, enormes. En medio de ellos han arrojado a los lisiados, a los paralíticos y a los que se han desmayado. La montaña de cadáveres se agita, gime, aúlla. El chofer pone en marcha el motor y arranca.
—Halt! Hait! —ruge desde la parte de atrás un SS—. ¡Detente, mal rayo te parta!
Arrastran a un anciano vestido de frac, con un brazo entablillado. La cabeza rebota en las losas, en las piedras. Gime y repite monótonamente y sin cesar:
—Ich will mit dem Herrn Kommandanten sprechen (Quiero hablar con el señor comandante).
—Cálmate, viejo —le grita un joven SS, riendo a carcajadas—; dentro de media hora hablarás con el más supremo de todos los comandantes. Y no olvides decirle: Heil Hitler!
Otros llevan a una niña que ha perdido una pierna. La llevan agarrada por un brazo y por la pierna única. Tiene las mejillas bañadas de lágrimas, musita lastimosamente: «Me duele, me duele». La arrojan al camión de los cadáveres. Será quemada viva junto con ellos.
Es una noche fresca y constelada de estrellas. Permanecemos tendidos entre los rieles. Reina un profundo silencio. En los altos postes, unas lámparas anémicas proyectan círculos de luz entre la oscuridad impenetrable. Unos cuantos pasos, y el hombre desaparece. Pero los ojos de los centinelas vigilan; sus fusiles y ametralladoras están dispuestos para disparar.
—¿Te has cambiado de zapatos? —me pregunta Henri.
—No.
—¿Por qué?
—Ya he tenido más que suficiente.
—¿Tan pronto? ¿Apenas después de la primera expedición? Piensa nada más en mí… Es posible que desde la Navidad hayan pasado ya un millón de personas por mis manos. Lo peor son las expediciones que vienen de París: siempre encuentra uno conocidos.
—¿Y qué les dices?
—Que los llevan a las duchas, que luego nos veremos en el campo, ¿qué les dirías tú?
Permanezco en silencio. Bebemos un café con alcohol; alguien abre una lata de cacao y lo mezcla con azúcar. Hay que cogerlo con la mano; el cacao se pega al paladar. Bebemos más café, más alcohol.
—Henri, ¿qué esperamos?
—Falta aún por llegar otra remesa. Nadie sabe a qué hora llegará.
—Si viene, no iré a descargarlo. No podría.
—¿Te has desinflado? Un buen «Canadá»… Henri sonríe bonachonamente y desaparece en la oscuridad. Momentos después está de regreso.
—Está bien —añade—. Cuida sólo de que no te descubra un SS. Quédate todo el tiempo en este lugar. Yo te buscaré los zapatos.
—¡Deja de joder con los zapatos!
Tengo sueño. Es noche cerrada. Entra otro tren, un nuevo convoy. Los vagones surgen de la oscuridad, pasan por la franja de luz y vuelven a desaparecer en las tinieblas. El andén es pequeño, la zona iluminada es aún menor. Descargaremos un vagón tras otro. Se oye el ruido de los camiones; se aproximan lúgubremente a las escaleras, alumbran los árboles con los fanales. Wasser! Luft! (agua, aire). Se repiten las mismas escenas: una sesión retardada del mismo film; unas ráfagas de metralla, y los vagones se tranquilizan. Una niña logra sacar medio cuerpo fuera de la ventanilla de un vagón, pierde el equilibrio y cae en el andén. Durante un momento, yace aturdida; pero se levanta y empieza a caminar en círculo, cada vez más de prisa, extendiendo torpemente los brazos, como si hiciera ejercicios gimnásticos, aspira ruidosamente el aire y gimotea monótonamente, estridentemente. Se ha vuelto loca. El espectáculo crispa los nervios. Un SS le da una patada en la espalda con la bota herrada y la derriba por el suelo. La oprime con el pie, saca el revólver, dispara una, dos veces: la niña agita convulsivamente las piernas, después queda inmóvil. Empezamos a abrir los vagones.
Otra vez me acerco a ellos. Nos llega un olor cálido y dulzón. Una montaña humana inmóvil en terrible confusión llena el vagón hasta más de la mitad.
—Ausladen! (¡a descargar!) —ordena la voz de un SS que aparece entre las tinieblas. Lleva en el pecho una lámpara portátil. Ilumina el interior.
—¿Por qué se quedan como atontados? ¡A descargar!
Y empieza a dar golpes con la fusta. Cojo la mano de un cadáver y la siento asirse férreamente a la mía. La retiro con precipitación. Lanzo un grito, y echo a correr. El corazón me late enloquecidamente y la garganta se me contrae. Vomito, agachado bajo el vagón. Me deslizo tambaleándome en dirección de los rieles.
Tendido sobre el hierro frío, sueño con regresar al campo, a mi camastro sin colchón, a dormir un poco entre compañeros que no irán durante esa noche a la cámara de gas. De pronto, el campo me parece un tranquilo remanso. Otros mueren, pero uno logra vivir, tiene comida, fuerzas para trabajar, una patria, una casa, una novia…
Las luces centellean de manera lúgubre. La ola humana fluye ininterrumpidamente, turbia, inquieta, enfebrecida. Estas gentes creen que van a iniciar una nueva vida en el campo, y se preparan síquicamente para una dura lucha por la existencia. No saben que morirán en seguida, que el oro, el dinero, los diamantes que precavidamente esconden en los dobladillos y costuras de los vestidos, en los tacones de los zapatos, en los orificios del cuerpo no han de servirles para nada. Personas experimentadas y meticulosas rebuscarán en los intestinos, sacarán el oro de debajo de la lengua, los diamantes de la matriz y del recto. Les arrancarán los dientes, y en cajas herméticamente cerradas enviarán todo eso a Berlín.
Las siluetas negras de los SS pasean tranquilamente. El de la libreta de apuntes traza las últimas rayas, y ajusta el número de quince mil.
Muchos, muchos camiones han partido rumbo al crematorio.
Terminamos. Los cadáveres diseminados en el andén son transportados en el último camión, junto con los equipajes. El «Canadá», rico en panes, mermeladas, azúcar, oliendo a perfumes, con ropa interior limpia, se prepara para el regreso. El «Kapo» termina de llenar una caldera con oro, sedas y café. Es para los guardianes de la puerta; así dejarán entrar al «komando» sin pasar por el control. El campo vivirá unos días gracias a esta remesa; comerá sus jamones y embutidos, confituras y frutas; beberá sus vodkas y licores, vestirá su ropa, traficará con oro y objetos. Una buena parte de este botín será llevada por los civiles fuera del campo, por la Silesia, hasta Cracovia y aún más lejos. Traerán cigarrillos, huevos, vodka y cartas de casa en cambio.
Durante algunos días se hablará en el campo de la remesa «Sosnowiec-Bedzin». Era una buena expedición muy rica.
Cuando llegamos al campo, las estrellas comienzan a palidecer, el cielo, cada vez más transparente, parece que va a elevarse ante nosotros, la noche se aclara. El día se anuncia cálido y sereno. De los crematorios se elevan espesas columnas de humo, y forman en la altura un inmenso río negro, sobre Birkenau, para ir a perderse tras los bosques, por el rumbo de Trzebinia. La remesa de Sosnowiec está ya ardiendo.
Nos encontramos con un destacamento SS armado de ametralladoras, que va a relevar la guardia del campo. Marchan con paso uniforme, hombro con hombro. Una sola masa, una sola voluntad.
—Und morgen die ganze Welt… (y mañana el mundo entero) —cantan a voz en cuello.
—Rechts ran! (¡derecha!) —ordena la voz de mando.
Les dejamos libre el paso.
De: Sergio Pitol, Antología del cuento polaco contemporáneo
México D. F.: Ediciones ERA, 1967
Traducción y prólogo de Sergio Pitol
Ph/ Fotografías de mujeres judías consideradas aptas para trabajar tras su llegada al campo. / Wilhelm Brasse
©Museo Estatal de Auschwitz Birkenau,
[1] Nombre dado a los almacenes del campo, así como a los prisioneros que trabajaban en ellos y que tenían la misión de despojar de su ropa y objetos valiosos a los prisioneros recién llegados. (N. del T.)
[2] Arkady Fiedler, autor polaco de libros de viajes, uno de los cuales trata del Canadá. (N. del T.)
[3] Los parias del campo. (N. del T.)
[4] Jefe de cada barraca. (N. del T.)
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