
Leer a Hugo Savino, abrir sus cuadernos, cada libro es uno, es ir directos a la escritura. Recojo primero la experiencia del que lee, que se comunica con la experiencia del que escribe, una experiencia hecha palabras. Destaco esta conexión entre la experiencia y la palabra porque hay algo ineludible en la lectura que convoca al lector a su propia experiencia, pero donde la palabra es algo más que un vehículo, más que un conector. ¿Qué vemos? Párrafos en cierta autonomía, cada uno un fresco en sí mismo, fruto de un momento, de un recuerdo vivo que dibuja una escena que se rasga en presente, con una particularidad, la vida pasa a ser una relación al lenguaje. No hay juego con el producto sino un acercamiento, una fidelidad sin adorno a una determinada orilla del lenguaje.
Si entendemos el arte como aquello que introduce el misterio de la vida en una forma, creando una relación inédita, siempre nueva, que dota al objeto de algo que lo excede, abrir este cuaderno de Hugo, o cuaderno Elia, es leer, directamente, una relación al mundo. Y aquí tenemos que detenernos para no restarle el alcance que tiene, para no defendernos de lo que leemos. Esta relación al mundo es algo más que el hecho de que sea escrito desde una relación al mundo, una relación que uno podría variar, organizar, mostrar al lector. El desde parece incluir una distancia en el hacer que traicionaría ese lugar, esa orilla del lenguaje. Por eso es preferible hablar de maniera y no de estilo.
Para entenderlo, quizá sea necesaria una pequeña digresión. El concepto maniera es utilizado por Giorgio Vasari en su tratado Las vidas…, del que se ha dicho, con razón, que es el texto fundador de la historia del arte. Vasari utiliza el término para destacar el modo particular de hacer de cada artista, el hacer que sale de su mano. Se ha hablado mucho de la deriva de este concepto hasta desembocar en aquel que ha terminado sustituyéndolo, el estilo. Parece que todo el mundo entiende de qué hablamos cuando decimos estilo, un sello particular del autor, sin darnos cuenta que en el camino se ha producido un salto que nos aleja de algo fundamental. Al ir de la maniera al estilo introducimos una traslación desde el modo de hacer hacia un método de valuación. De la mano que hace hemos pasado al objeto que evaluamos… ¿cómo?, bajo unos criterios. Lo importante deja de ser el modo de hacer, a favor del cómo lo leemos, necesitando, parece lógico, criterios orientadores. Y así, este pasaje introduce nuestra defensa ante lo que está destinado a cortarnos la respiración, esa relación directa a la palabra que tiene el escritor que, por la razón que sea, y probablemente para su desgracia, se encuentra indefenso ante el lenguaje. O sea, que el escritor, o el artista, no puede participar de su manipulación, sólo ejercer su manera. Y que los demás no podemos aprender ni imitar sin salirnos del juego de relaciones creado. Lo que nos llevaría a dos posibles derivas. La deriva vía hacer, imitativa, que sería un manierismo. La deriva vía conocer, que sería aprehender el texto desde la lectura del estilo.
Recuérdese que el stilus era el punzón con el que se escribía sobre una superficie encerada. Un punzón que era espátula en el otro extremo para corregir los errores. Aplanando el surco se hacía tabula rasa, y así la nueva inscripción carecía de mácula, de tachadura. Por tanto, el stilus encarna de alguna forma la regulación, la normatividad, el consenso que vendría a garantizar el buen hacer, mientras que la maniera se queda en ese buen hacer de la mano en contacto directo con el pincel, con la pluma, o, ahora, de los dedos que tipean. (Por eso me gusta el verbo tipear, es directo). ¿Y qué tipean?
Cito: “Cuaderno del fracaso. 6.07. Soy Elia. Fracaso y no se lo puedo contar a nadie. Hoy descubro que no vale la pena contarle nada a nadie.”
Casi podríamos dejarlo aquí… Hay cosas que es mejor no comentar, sólo leer, y releer.
Cito: “Escribo esta crónica que no me pidió nadie y que ya tiene sus detractores y la soledad está en cada una de sus frases es una construcción que le debe mucho a otras construcciones es la crónica de esa leyenda del patio y mi mano derecha la escribe en libretas y cuadernos y es una repetición de muchas escenas de otros libros y de detalles exactísimos de situaciones del pasado que nunca escribí y hay insultos y una defensa de mi locura contra la pesada locura de esos cosos que reclaman lugares esos faustos berretas medio canas medio mendicantes pero hoy este cielo azul perfecto de este lado del Puente es lo único que me interesa…”
No sé si es importante decir que en este párrafo, que continúa unas líneas más, no hay puntos ni comas, lo cual no quiere decir que no tenga un ritmo. Todo lo contrario, pero dejo que Hugo responda a su manera:
“Alojados lo que se dice alojados siempre estuvimos. Alojamiento frágil. Eso sí. De ahí me viene esa incertidumbre, esas ganas de arrinconarme. Hay tipos que creen que la no puntuación es un recurso. Creen que hay no puntuación. No entienden que siempre hay una puntuación. Voy a dar un taller de puntuación así no me joden más con eso. Ahora que los talleres son el último grito”.
Sigamos con el no comentario. ¿No resulta increíble ver cómo pasa de un asunto a otro, de un arrinconamiento físico a otro del lenguaje, del alojamiento frágil al despacho de los tipos que creen en los recursos de la escritura? ¿Y de qué manera? Maniera Hugo: no conectores. Savino hace cuaderno. Se enumera lo que hay y lo que no hay. Visiones que el lector, uno determinado, hace suyas.
Cito: “Rasco en la tela del pasado y veo luz dorada que anda entre los techos de Sarandí. Eran los días en que el viento traía y llevaba hojas. No hay más. O no quiero seguir. Es un esfumado de escena. Que tal vez encuentre su lector.”
Esfumados de escena que tal vez encuentren su lector. Fijaros que no dice un lector. Igual que están las dos orillas del lenguaje para el que escribe, están para el que lee. Desde la otra orilla, la de los recursos literarios, no podríamos ser lectores de estos cuadernos. Optaríamos, eficazmente, por una defensa. ¿Cómo pensar entonces estas dos orillas? ¿Se trata de una elección? ¿Qué elección? Desde la orilla desde la que escribe Hugo se entra en el lenguaje sin pasar por el relato. El que escribe no es intermediario, nos ofrece en bruto un material, como leemos aquí, exactísimo, que manifiesta su nivel de sometimiento para trasladar la escena que viene ese día a la mano.
Estar en esa orilla le permite escribir, por ejemplo, un párrafo con tan sólo cuatro palabras: “Elia mira el río”. Y Elia se queda ahí, mirando el río, aunque saltemos de párrafo. ¿Qué hacer con esa presencia, suspendida en la eternidad del instante? En mi caso, pidió ir al mapa. Con la libertad de no haber estado nunca en esas calles, en esa ciudad, sin la posibilidad de introducir, pues, mi propio aplanamiento, he dejado al texto hacer surco. Donde Hugo hace cuaderno, yo hago calle. He ido al café de la calle Maipú y me he paseado por la calle Paláa, he cruzado la plaza Alsina, con sus gorriones y sus pobres, he visto a Elia darles una moneda, y luego me he dirigido al sur, a la calle Berruti. He entrado en las casas aconventilladas, en los patios colectivos, al alojamiento frágil que contiene también escenas de costurera en patio y miradas a pollera. Y he vuelto después hacia el norte, hacia el puente Puyrredón, para encontrar a Elia, mirando desde ese culo de la ciudad, desde Avellaneda, el norte, y los barrios más pudientes de Buenos Aires. Calle a calle he dejado que se creara una ciudad, no sé si puedo decir mía, pero vivamente poblada. Porque el libro de Hugo son muchos libros, una geografía que lo contiene todo. Memoria, a la vez pasado, presente y futuro, y también sueño y realidad. Una superficie donde se inscribe bien temprano el sueño de pasar la frontera, ese lugar físico y no físico que es el Paso del Norte, despertado por la lectura infantil. Cito: “Hubo en el comienzo dos chicos: un chico fenimore cooper y un chico twain en Avellaneda.”
Podemos leer aquí el contrapunto entre las ganas de arrinconarse y ese pasar la frontera, pero sin menoscabo alguno de sensibilidad por la escena. No sé cómo llamarlo. Hay que ir al singular. No son personajes. Es o está Gloria. Está Lola. Está Celia. Está Orlando, Luis Cardoso, y está Elia. Es lo que hacen, dónde están sentados, el libro que Gloria lleva en el bolso, lo que anota. La maniera Savino es llegar a este desnudamiento. Al hay.
Cito (estoy abusando de las citas): “Gloria era mujer de imagen en la calle –solo tenía que pasar, que caminar, que saludar. Y todos quedaban santificados, colgados de sus ojos. Pero en este barrio todo se carga de epopeya. Les basta un grupo en la esquina y todo se infla. Se amplía, se eleva y se marmotiza en anécdotas y nadie sabe cómo fue. La manía fabuladora sube la escalera. Y de ahí a mito. Y se pierde hasta que lo rescato y lo vuelvo a perder. Hasta el hastío. Y hay que buscar el silencio. Y se impone un cronista.”
Pero un cronista que evita el relato para dejarnos lo inmediato. Un cronista que registra. En cada momento lo suyo. Tanto el recuento de impurezas como la pura contemplación. Acabo con esto porque me ha impresionado particularmente. Una mirada, heredera de lo desheredado, que mira al cielo y deja que se escriba el misterio de lo sencillo.
Cito: “Sonidos de la noche del verano que flotaban en la orilla: chapoteo aceitoso, ruido del remolcador cuando golpea contra el muelle, voz que llega del otro lado, dos voces de una cena en otro barco, claras, muchas estrellas colgadas del cielo, y el viento que vuelve a esa hora de la mirada y lo empuja a Elia, lo empuja. Viento de la noche estriado de naranja.”

Zacarías Marco, 7 de febrero de 2025
Ph / Presentación de Elia, de Hugo Savino, editado por Arena libros, colección Libros del último hombre / Asociación Cultural Cruce, Pensamiento y Arte Contemporáneo, Madrid.
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