
CITA CON UN CONDENADO A MUERTE
San Petersburgo me pareció siempre una ciudad mágica, pintada de colores ingenuos. A veces, es brillante y pura; pero puede ser también amarga, cruel, melancólica y triste. Quizá por eso, Dostoievski dibujaba caras asustadas en los márgenes de sus manuscritos. Y Pushkin, mientras escribía versos, pintaba ahorcados.
San Petersburgo ha dejado una huella en mi vida. La he vivido en todas las estaciones, a todas las horas. Y cuando paseo por sus calles o me aventuro en sus canales, llevo siempre el corazón lleno de vagos recuerdos de familia: los fantasmas de mi tía Lola, que perdió la razón, joven y enamorada, en uno de estos palacios. En Llegar cuando las luces se apagan —el primer volumen de mis memorias— he contado la historia de este amor desgraciado. Fue ella quien primero me habló de Anna Virubova, la amiga de la zarina Alexandra, que se convirtió en cómplice de Rasputin. Ella tocaba el piano para que yo cantase a Tchaikovski. Y fue ella quien me enseñó a pronunciar en ruso la palabra amor, buscándola en los versos de Pushkin, en las páginas de Dostoievski, en Anna Karénina de Tolstoi y en las cartas de su juventud. Me acuerdo bien: liúbav, liúbov, porque ella cerraba siempre el sonido de la o no acentuada, considerándolo más elegante. Así aprendí que el amor, en ruso, es femenino, igual que el alma, el minuto, el dolor, el papel de escribir y el abedul. Todas las cosas importantes o bellas son femeninas en Rusia.
¡San Petersburgo! Magia de las noches blancas de junio, cuando se puede leer a Pushkin sin encender la lámpara, porque el sol nunca se oculta en el claro horizonte. Milagro de las noches de invierno, cuando las luces de gas se reflejan sobre las calles heladas, cuando se pueden seguir las huellas de Raskólnikov por los alrededores del viejo Mercado del Heno. Alegría de la primavera, cuando las aguas del Neva se rompen, como flores de nieve en un cuadro de Iliá Repin. Silencio sagrado del otoño, cuando los primeros aires tímidos se pasean por la fachada de los palacios, por los canales dormidos, por las mansiones barrocas de la Moika, donde vivieron Pushkin y Esenin.
Me apasionan los rincones geográficos que tienen alma; los lugares que esconden una conciencia oculta, como esta ciudad de duelos y domingos sangrientos, de crímenes y revoluciones, de ahorcados y fuegos artificiales, de canales nevados y gritos nocturnos, de noches blancas y cristal de roca, de poetas suicidas y mujeres bellísimas. Dostoievski encontró aquí el escenario perfecto para Crimen y castigo. Pushkin, el más apasionado de los poetas rusos, murió en esta ciudad después de batirse en duelo con un francés que presumía de haberle robado la mujer. El petimetre Georges d’Anthés no merecía la sangre pura del poeta. Quizá por eso Esenin —aquel joven rubio que componía también rituales de muerte— se ahorcó en la habitación de un hotel, abriéndose primero las venas, para escribir en rojo sus últimos versos. La elegantísima poetisa Anna Ajmátova escribió aquí su réquiem contra los verdugos soviéticos. Llevó una vida desgraciada y perseguida, encerrada en las habitaciones de servicio del palacio Sheremétev, confinada como una criada fantasma en estos salones que habían sido despojados de estatuas y de cuadros, de tapices y alfombras. Stalin asesinó a su amante y fusiló a su hijo. Me la figuro pasando el plumero sobre las notas fugitivas de Liszt que se habían quedado en las paredes empolvadas, esperando cada noche a su amante entre las fuentes secas del jardín, sacudiendo cada día las sábanas de su hijo, como si hubiese dormido en ellas, y escribiendo versos en los posos del té, para que no cayeran en manos de la policía. Y, como no podía publicar sus versos, tuvo que distribuirlos a trozos entre sus amigos, para que intentasen memorizarlos.
Entre los poetas locos, los muertos de las revoluciones y las víctimas del asedio nazi podría llenarse de estrellas el cielo de San Petersburgo. El joyero Fabergé lo convirtió todo en esmaltes y perlas.
La primera vez que desembarqué en el puerto, un policía me advirtió que siguiese a mi guía y no me apartase de las rutas permitidas. Pero yo venía buscando a un amigo, sin saber si los verdugos del Gulag lo habían matado.
Me había comprado un gorro de astracán y debía parecer un ruso de Gógol, porque me perdí en los canales sin que nadie se fijara en mí. Tampoco se fijaban en Ibrahim Gannibal, el bisabuelo de Pushkin, que era un príncipe negro que hizo carrera en el ejército de Pedro el Grande.
Me perdí por los puentes de piedra, por las pasarelas de hierro. Una brisa fresca acariciaba las farolas, arrancando un misterioso silbido. Y me iba acercando a los dioses, adentrándome en un mundo mitológico de grifos alados, de cenefas y verjas, entre palacios barrocos, frías fachadas de granito y elegantes miradores modernistas. Desde una ventana abierta me llegaban las canciones de Tchaikovski: «Niet tolko tot to zhnal…». Y pintaba en mi imaginación los esplendores de la época dorada de San Petersburgo, como aquellos cuadros de Premazzi en los que se ven habitaciones alegres cubiertas de flores.
Llevaba en mi agenda muchas direcciones: la casa a orillas del canal Moika en la que murió Pushkin, desangrándose entre sus libros, tendido en un sofá de cuero que nunca podré borrar de mi memoria; el Castillo Miguel, a orillas del Fontanka, donde estaba la escuela de ingenieros en la que estudió Dostoievski; la casa Kutaizoff, que fue donde Evelina Hanska recibió a Balzac, y una vivienda del antiguo Ministerio de la Guerra, donde nació Lou Salomé (en ruso la llamaban Ljola), aquella femme fatale que fue la pasión imposible de Nietzsche y la amante de Rilke…
No sé por qué un azar caprichoso reúne a los genios en determinados instantes, en la muerte o en la vida. Pero el 29 de julio de 1843, cuando Balzac llegó a San Petersburgo para encontrar a su amante, Dostoievski rondaba por aquellos canales, leyendo Eugenia Grandet. No podían verse las caras, porque Balzac vivía entonces en la calle Millonaria, entre samovares y alfombras, elefantes de porcelana, canapés, biombos y confidentes.
En un puente sobre la Moika encontré a una muchacha rubia y pálida que se parecía mucho a la Princesa Nocturna, aunque más perdida en el vodka que en el champán. Y le pregunté si conocía a Yevdokia Golitsyna, aquella bellísima princesa que vivía de noche, organizando continuas fiestas en su espléndido palacio, porque una gitana le había vaticinado que moriría a la luz de las estrellas. Pero no debía de conocerla ni ser tampoco ella, porque desabrochó su abrigo, y me mostró el ángel de su cuerpo pálido que parecía sólo un temblor.
En la calle Bólshaya Morskaya, me detuve a contar rosas en la fachada modernista de una casa, donde vivió un principito ruso llamado Vladímir Nabókov. Se hizo famoso en 1955 con la historia de Lolita, pero también él escribía libros con nombres terribles, como Invitado a una decapitación. Era un tipo muy pintoresco, que se enfrentaba a gritos a los nazis sin pensar que llegarían a ser tan peligrosos. Le gustaban los trucos de magia y las mariposas, y se inventaba «jugadas suicidas» en el ajedrez, en las que las blancas debían moverse de forma que obligasen a ganar a las negras. Quizá se parecía al gran ajedrecista Akiba Rubinstein, que vivía encerrado en un manicomio pero lo dejaban salir cuando debía jugar una partida de campeonato. Y, como no quería ver la imagen de su adversario, le ponían delante un espejo donde podía competir consigo mismo en una lucha esquizofrénica que, a veces, acababa en tablas.
Mientras atravesaba el canal de la Moika, envuelto en las brumas del amanecer, me preguntaba por qué el sofá de Pushkin está tapizado de cuero granate, como si tuviese el color de su sangre. Murió en medio de dolores atroces, él, el héroe de todos mis poemas. Me pregunto todavía por qué han guardado las armas odiosas del duelo absurdo en que encontró la muerte. Y en su biblioteca de color caoba acaricio los pomos de sus bastones, mientras leo uno de sus versos, escritos con la letra más bella y elegante que he visto en mi vida.
Sin embargo, no era a Alexander Pushkin a quien yo buscaba. Pensé que mi amigo me esperaba en el Hotel Astoria, donde Rasputin —el Diablo Sagrado— se reunía con sus elegantes y místicas zorras. Pedí un café, y me lo sirvieron en una cafetera de plata que llevaba grabada una inscripción en francés: «Saint Pétersbourg, capitale de l’Empire, 1905». Debía ser una pieza que había sobrevivido a las orgías de los poetas soviéticos, porque me contaron que Serguéi Esenin vivió en el hotel su romance de amor con la bailarina Isadora Duncan y que estaba siempre borracho. Era muchos años más joven que ella, pero además Isadora no hablaba ni una palabra de ruso y Serguéi no hablaba una palabra de inglés. Se fueron juntos a América, a bordo del París, pero aquel amor sin palabras era difícil, angustioso, más duro para un poeta que para una bailarina. Después de una noche de amor, Isadora acariciaba los cabellos rubios de su poeta, intentando cerrar con sus dedos cansados los rebeldes ojos azules de él. Y él la contemplaba, medio vestida con su camisón de satén rosa, y no sabía cómo decirle, con su oscura voz de alcohólico, que era tan bella como la aurora, «peligrosa como una gata que, cansada de buscar aventuras en la noche, se despereza y se lava en el tejado». Era un campesino místico que había perdido su tierra rusa, como los niños pierden un día sus nodrizas. Por eso comenzó a destrozar los hoteles. «Occidente es el reino de la espantosa pequeña burguesía, siempre próxima a la estupidez», escribía a sus amigos rusos. Y, al terminar su cena, rodeado siempre de rufianes malditos y mujeres bellísimas, rompía las copas y las vajillas.
Al regresar a Rusia, después de este amor imposible, Esenin se casó con todas las mujeres que encontró en su camino: actrices, cantantes, poetas, gitanas… Con todas tuvo hijos. Y, al final, encontró a Sofía Andréievna Tolstaia, una joven idealista y romántica que quiso ayudarle. No en balde ella había nacido en Iásnaia Poliana y era nieta de Tolstoi. Se casaron en las noches de julio, cuando los abedules parecen de plata. Pero, en «la desolada y pálida luna de miel», a él tuvieron que encerrarlo, drogado y borracho, en un manicomio. Y allí estuvo hasta que, en Navidades, pidió permiso para visitar a su mujer. Fue entonces cuando alquiló una habitación en el Hotel Inglaterra, rompió las copas y se colgó de la correa del maltratado baúl que le había acompañado en sus viajes de bodas. Un último detalle de maldita elegancia…
Pensaba en todas estas cosas, saboreando mi amargo café. Los nombres de los poetas muertos se amontonaban en mi memoria. Y estuve esperando dos horas en el bar del hotel, pero mi amigo no se presentó a la cita. Quizás había muerto, y yo sin saberlo; porque nunca tuve idea muy clara del tiempo en que se fueron mis muertos. Se llamaba Fiódor Mijailóvich Dostoievski y escribía sombríos folletines de terror, tenebrosos exámenes de conciencia, atormentados tratados de contrición: maravillosas vidas de idiotas, oscuras figuras de asesinos que se hacen amar porque sienten el dolor de su culpa, almas místicas que parecen lirios en los corredores sombríos donde se mueren los pobres diablos de sus novelas; dolientes retratos de madres que, con el cabello despeinado por el dolor, parecen mujeres caídas, :y de mujeres caídas que, con los ojos mojados de lágrimas, parecen madres.
Estos hijos de la Santa Rusia vivían soñando milagros, teofanías, apocalipsis, revoluciones. Los tiranos les alimentaban la mística a latigazos. Por eso el joven Dostoievski se unió a un círculo revolucionario, en el que alternaban los poseídos con los endeudados, los malditos con los benditos, los jóvenes visionarios ricos con los pobretones hambrientos. De todos ellos, los señoritos anarquistas eran los más peligrosos. Y el más bello y dañino de todos era Nicolái Spiechniov, que había viajado y conocido a Bakunin. Dostoievski le debía quinientos rublos. Por eso se sentía poseído por este diablo romántico. «¡Ahora me debo a mi Mefistófeles!», le confesó a un amigo.
Los jóvenes revolucionarios hablaban de temas prohibidos: la abolición de la esclavitud, la libertad de prensa, la reforma de la justicia… No sabían que había un delator entre ellos.
Continué, solo, mi recorrido por San Petersburgo. No tenía ya esperanzas de encontrar a mi amigo. Estaba seguro de que le habían fusilado. Me perdí enseguida en la noche blanca, en un laberinto de puentes, canales y ríos. En las aguas aceradas del Neva veía reflejarse la alta torre de la fortaleza de Pedro y Pablo. Sí, ahora estaba seguro de que allí le habían condenado a muerte. En la plaza cubierta de nieve habían levantado un estrado con crespones negros. Los tambores sonaban mientras la muchedumbre contemplaba a los reos. Todos llevaban camisas blancas. Después de dejarles besar una cruz, los condujeron a los puestos de fusilamiento. Mi amigo era el primero de la segunda fila…
En una librería encontré una vieja edición de Dostoievski. Y, leyendo aquel libro, supe que mi amigo no había sido fusilado. Cuando estaba a punto de oírse el disparo fatídico, un oficial había detenido el siniestro espectáculo, anunciando, con gesto teatral, que el magnánimo zar indultaba a los condenados. El 22 de diciembre de 1849, a los veintiocho años, Fiódor Mijailóvich Dostoievski había vuelto a nacer.
Dos días más tarde era Nochebuena. Le pusieron unos grilletes, que arrastró durante tantos años que llegaron a formar parte de sus manos, y salió de San Petersburgo en un trineo que le llevó hacia las provincias lejanas: Nijni Novgorod, Yaroslav, Perm… La ventisca apenas dejaba ver los pueblos. Se sucedían los bosques nevados. Y, antes de atravesar la barrera de los Urales, pudo volver la vista atrás. «Delante de nosotros, la Siberia, nuestro misterioso destino. Se me llenaron los ojos de lágrimas».
¿Quién puede decir que Rusia no sea la tierra de la inmensidad, la perspectiva de la desmesura? Ayer se llamó la Santa Rusia. Luego fue la República Socialista Federativa Soviética de Rusia. Pero haceos explicar lo que entiende un ruso por república, y veréis que es algo muy próximo… a la santidad.
«Es más, si alguien pudiera demostrarme que la verdad está fuera de Cristo, y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría estar con Cristo antes que con la verdad», escribió Dostoievski. La destinataria de este pensamiento era Natalia Fonvizine, la mujer que le había regalado una Biblia en el camino de Siberia.
Dostoievski nunca olvidaría aquel momento en que unas mujeres caritativas se acercaron a él en Tobolsk, dándole vestidos y comida caliente. Esposa de un exiliado decembrista, Natalia había vivido siempre en el destierro, y conocía la soledad de la Casa de los Muertos. Por eso, en el interior de las cubiertas de la Biblia, había ocultado diez rublos.
Siempre, hasta el mismo día de su muerte, Dostoievski guardó esta Biblia bajo su almohada y, más tarde, en la mesita de noche junto a su cama. Estando en la prisión enseñó a leer en este libro al joven Alei.
Y por eso fui a buscarlo hasta Rusia, para tenerlo entre mis manos. Gracias al camarada Kuznetsov, agregado de prensa en la Embajada Rusa en París, conseguí un permiso para entrar en el Museo Lenin de Moscú. Me dejaron rebuscar entre los recuerdos de Dostoievski. Sombreado por las manchas del tiempo, comido por los mordiscos de una vida errante y desgraciada, aquel libro estaba allí, como lo había dejado él, un lejano miércoles, 29 de enero de 1881, a las ocho y media de la tarde… Me sentía tan emocionado que sólo acertaba a acariciarlo, buscando torpemente Mateo, III, 15: «Déjame obrar así ahora, pues así debe cumplirse toda justicia». Son las últimas palabras que oyó Dostoievski junto a su lecho de muerte, cuando Anna Grigórievna, su mujer, quiso animarle a luchar contra la agonía. «No te preocupes —respondió él— que estoy seguro de que moriré hoy mismo». Y, para confortar su espíritu, le pidió que leyese al azar un fragmento de aquella Biblia que le había acompañado por todas partes, en los mismos lugares donde lo he ido buscando durante años: en los caminos de Siberia, en los casinos de Baden Baden y Wiesbaden, en las calles altas de Ginebra, delante de la Madonna Sixtina de Dresden, frente al Cristo de Holbein en Basilea, en las orillas del canal Griboiédov y junto al puente Kukuchkin por donde pasaba Raskólnikov para ir a la casa de la usurera.
«Entre Cristo y la verdad, yo elegiría a Cristo». He llevado siempre en el alma estas palabras tan bellas, pensando que ciertos hombres valen más que la verdad. Por eso quise ser escritor, persiguiendo luces y sombras, resucitando muertos, venerando las vidas hasta después de que los fanáticos intelectuales intentaran convertirlas en verdades.
Quizá San Pablo se comprometió también así, persiguiendo a Cristo; porque era mejor perseguirlo que perderlo, mejor sentir su mano y ser derribado del caballo que no encontrarlo nunca.
Nunca olvidaría Dostoievski el momento en que, camino de San Petersburgo, cuando era casi un niño, había visto cómo un empleado de correos golpeaba despóticamente la cabeza de un cochero para que éste, espoleado por los manotazos, hiciese correr a los caballos. Por eso, cuando le mandaron a un presidio en Siberia, deportado durante cuatro años a la Casa de los Muertos, escribió: «Cerca de mí habrá hombres, y ser un hombre entre los hombres, sin desfallecer jamás, en eso consiste la vida, el verdadero sentido de la vida».
Los psicoanalistas dicen que en todos los personajes de Dostoievski hay un complejo de culpa. Es verdad que los hermanos Karamázov se ponen de acuerdo para desear la muerte del padre. También Dostoievski era hijo de un déspota alcohólico, que había llenado sus tierras de descendientes no deseados. Los campesinos le odiaban, le temían y le despreciaban. Cuando doce mujiks humillados se confabularon un día para aplastarle los testículos en el camino de sus posesiones, el joven Dostoievski recibió la noticia con la cabeza baja, como si acabase de ver morir a su perro. Pero, ante el cuerpo descuartizado, no dijo nada cuando las autoridades, para evitar escándalos, le sugirieron que el viejo terrateniente había muerto de una apoplejía.
La figura del padre será, en su obra, un reflejo de los peores recuerdos de su infancia. Y por eso se complace en pintar esos «viejos desagradables», que educan a sus hijos en un «respetuoso terror», exigiéndoles una veneración admirativa, mientras les relatan «los heroicos servicios que han rendido a la sociedad». Sentimental y cruel, como el padre de los Karamázov, el viejo Dostoievski tenía, sin embargo, algunas virtudes: educó a sus hijos en el amor al estudio. Y fue así como el joven Fedia escuchó ya en la mesa familiar la lectura de la Historia del Estado Ruso de Karamzin, y se aficionó a los escritores románticos, a Walter Scott y a Byron. Le gustaban también las salmodias de la Biblia en la capilla. Y, por su cuenta, comenzó a leer algunos autores malditos, como el loco Charles Robert Maturin. Pero todo eso no era bastante para explicarse por qué su padre le parecía un «ser hostil y extraño».
SEPULTADO EN VIDA
«Hubo un tiempo —escribe Dostoievski a su hermano Miguel, al salir del presidio— en que fui sepultado vivo (…) Hay ahora en mí muchas exigencias y esperanzas que antes no había soñado (…) Y esos años no habrán pasado en balde».
Apenas acababa de salir de presidio y ya le robó la mujer a su único amigo: un viejo profesor de Historia que, en aquellos pueblos de la estepa siberiana, era su único consuelo. Ella, María Dmítrievna (él la llamaba Mascha) no le amaba, pero hacía el amor con él porque era joven y estaba habitualmente más sobrio que su marido. Era una relación clandestina, como a él le gustaban, porque así podía sentirla hasta la desesperación, hasta el riesgo, hasta enturbiar su conciencia. Pero lo tremendo es que, cuando el pobre profesor dejó este mundo, Dostoievski tuvo la idea descabellada de casarse con la viuda, heredando un hijo de pocos años que le costaría toda la vida muy caro, contribuyendo a abrumarle con deudas hasta tal punto que llegó a vender los muebles de su casa, cuando él estaba de viaje.
Dostoievski organizaba siempre así su vida, pensando que escribiría media docena de folletines para pagar las deudas. Y, si le fallaban las cuentas, se iba a un casino y probaba la suerte.
Desde que regresaron de Siberia, María se había vuelto otra o, quizá, se había vuelto como había sido siempre: una buena madre gruñona que sólo pensaba en su hijo, en el porvenir de la familia, en la prosa exigente de la vida cotidiana. Ni siquiera tenía un sentido dramático de las disputas, capaz de inspirarle a su marido la figura de una heroína de novela. Lo máximo que había hecho en la vida era engañar al viejo maestro borracho con este loco soñador. Pero tampoco le amaba tanto como adoraba a su hijo.
Dostoievski la enviaba a un balneario, para librarse de sus reproches, para que ella pudiese desvivirse por su niño y para que el monstruo del jovencito pudiera acabar de secarle el corazón a su pobre madre. Pero sentía un extraño vacío, sintiéndose así engañado por su mujer y su propio hijastro. Era como el viejo maestro borracho estuviese vengándose, al cabo de los años, del amigo que le había traicionado.
A Dostoievski sólo le quedaba ahora huir de las sombras y de las deudas, aprendiendo a acostarse con las culpas impagadas y a levantarse con los deseos incumplidos. Quizá por eso se enamoró de una joven romántica, Polina Súslova, que sólo tenía veintidós años. Ella era hija de un viejo siervo que, después de liberado, se había enriquecido con los negocios. El buen hombre le había dado a sus hijas una exigente educación: la mayor, Nadiejda, llegó a ser la primera mujer médico en Rusia; la más pequeña, Polina, era creativa, idealista, orgullosa, inconstante, apasionada. Siendo sólo una muchacha ya había escrito algunas obras, y cuando conoció a Dostoievski tuvo el atrevimiento de citarse con él en París. Nadie sabe cómo llegaron a convertirse en amantes, pero él perdió la cabeza y pidió un préstamo para acudir a la cita; aunque, por el camino, se entretuvo jugando en los casinos, con la ilusión de ganar una fortuna. Y, cuando al fin llegó a París, ella le confesó: «Demasiado tarde. Decías que tardo mucho en entregar mi corazón; pero lo he dado en una semana, a la primera solicitud, sin lucha, sin certidumbre, casi sin esperanza de ser amada…».
Polina se había entregado así, ingenuamente, a un español llamado Salvador, que la había abandonado cuando todavía tenía las mejillas calientes. Dostoievski lo perdonaba todo. Y ahora los dos estaban ya unidos por la experiencia de amar sin ser amados. Recorrieron juntos los casinos de Europa, mientras él perdía lo que ganaba y ganaba lo que perdía; porque no sabía sacarle beneficios a sus libros, pero siempre tuvo el misterioso don de convertir el oro en literatura.
Polina inspiró los rasgos de algunos de sus personajes femeninos: Dunia en Crimen y castigo, Aglaé de El idiota, Lisa de Demonios, Ajmakova de El adolescente y Catalina de Los hermanos Karamázov.
Arruinado y arrepentido, después de recorrer Europa con su amante, Dostoievski regresó junto a la pobre María, que estaba gravemente enferma. Polina se marchó discretamente, sin reprocharle nada, porque era así, libre y generosa; hasta el punto de que siempre siguieron siendo buenos amigos.
Sin embargo, en San Petersburgo le esperaba el infierno. María ya no conocía a nadie. Sólo veía demonios en la habitación. Y en su delirio se le aparecía el viejo maestro borracho que, en las cabezadas del vino, había visto todos sus guiños con el joven Dostoievski, sus caricias disimuladas, sus risas y las cartas de amor que, en los días lejanos de la traición, se pasaban por debajo de la mesa.
El 15 de abril de 1864 el cadáver de María fue expuesto en la casa, para que sus amigos pudiesen rendirle el último homenaje. La colocaron sobre una mesa, como una última carta de un amor. «Me quedé solo y tuve miedo —escribió Dostoievski—. Mi vida se había roto en dos pedazos».
Los malos años son así, como los truenos cuando se encadenan en una noche de tormenta. Y a María siguió también Mijaíl, el hermano amado de Dostoievski, el amigo fiel que había colaborado con él en todas sus empresas literarias, administrando las revistas en su ausencia, buscando editor para sus libros, pidiendo préstamos para ayudarle.
Si las obras inmortales nacen, como las erupciones volcánicas, de un largo silencio y una agobiante presión interior, uno diría que en el corazón de Dostoievski se acumularon en estos años todos los sufrimientos que darían origen a sus mejores novelas: Crimen y castigo, El idiota y Los hermanos Karamázov. Y él sabía cómo alimentar este fuego. Porque, en el peor momento económico de su vida, decidió añadir a la familia que había heredado de su primera mujer, también la de su hermano Mijaíl. «Regresaría otra vez a la prisión —escribió entonces— si eso me permitiese pagar todas mis deudas».
No sabía ni quería contar. Y, quizá por eso, la bellísima Sonia Korvin-Krukovski —que se haría famosa, años más tarde, como matemática, con el nombre de Sofía Kovalevski— se desmayó un día mirándole a los ojos. Ella tenía sólo catorce años, y no comprendía cómo un loco tan maravilloso que utilizaba los números —rojo, negro, par, impar, manque, passe— como si fueran colores en una ruleta mágica, podía hacerle la corte a su hermana mayor, que era una sabihonda nihilista y aburrida.
Dostoievski escribía muy deprisa, llevado por una inspiración alborotada y fantástica. Pero, para pagar las deudas, tenía que multiplicar su producción. Su hijastro era capaz de tragarse un capítulo de El jugador en una noche de juerga. La familia de su hermano necesitaba también ayuda, quizás un libro más extenso, como podría ser Crimen y castigo.
Algunos amigos le propusieron recurrir a la colaboración de pequeños escritores profesionales para trabajar en equipo. Pero él tuvo una idea feliz: dictar sus novelas a una secretaria que dominase bien la taquigrafía. Y así es como llegó a su casa la joven Anna Grigórievna Snitkina.
Como todas las mujeres que conoció en su vida, también ella había llorado leyendo Recuerdos de la Casa de los Muertos. Y, nada más ver a Dostoievski, quedó impresionada por sus ojos misteriosos: uno de ellos castaño y el otro con una pupila tan dilatada que ahogaba completamente el iris. No sabía que este detalle no se debía tanto al genio como a la atropina que un médico le había recetado contra los ataques de epilepsia.
Ella tenía un rostro divino, una frente luminosa, una mirada profunda que los años de literatura volverían espiritual y sabia. Cada vez que veo su retrato pienso que, si no hubiese sido la mujer de Dostoievski, habría sido la descubridora del radio. Él preparaba los capítulos durante la noche —le gustaba trabajar en la madrugada— y se los dictaba durante las primeras horas de la tarde. Y así, en veintiséis días, dieron comienzo y remate a El jugador.
Unos días más tarde, Dostoievski concertó una cita con Anna y le confesó que estaba imaginando otra novela: la historia de un artista que ya no es joven y encuentra a una muchacha maravillosa. «Creo que será una novela triste y con poco éxito —comentó, como arrepentido— porque ninguna muchacha aceptaría esta propuesta de amor».
Cuando se casaron en San Petersburgo, en 1867, ella tenía veinte años y él cuarenta y cuatro. Pero la familia que él llevaba siempre a cuestas no quería ni pensar que pudiera casarse con esta «insignificante secretaria». Su hijastro, instalado en casa, la humillaba y la trataba groseramente. El mismo día en que su cuñada le cubría de reproches, acusándole de ser «un viejo verde», él empeñaba su pelliza para ayudar a sus sobrinos.
Pero Anna será su mujer, le dará cinco hijos, le cuidará en sus ataques de epilepsia, administrará la ruina de su casa, empeñará su anillo de bodas para que él se lo juegue en el casino y se lo devuelva transformado por su alquimia inmortal: convertido en novelas, en lágrimas de amor, en sueños, en delirios místicos.
Anna sabía bien que su marido necesitaba fuego en el corazón para poder convertirlo en literatura. Sabía que sus personajes le esperaban en las calles de San Petersburgo, en los garitos de Sennaya Plóschad, en aquellos patios sombríos donde las mujeres compartían la misma cocina, en las escaleras pintadas de azul celeste, en los bulevares arbolados donde se paseaban las prostitutas, en la plaza donde Raskólnikov cayó de rodillas y besó el suelo… Todavía, cuando paseo por estas calles comprendo que la literatura rusa esté tan llena de locos, porque estos rostros tan humanos y tan divinos están en los iconos, se dibujan en las grietas de las paredes rotas, hacen muecas en las primeras hojas caídas del otoño dorado, gimen en los canales que se van deshelando bajo el tímido sol de la primavera…
Pero Anna sabía también que, de tarde en tarde, los rusos tienen que curarse de Rusia. Y entonces, con dinero o sin dinero, con un préstamo cualquiera, tenían que iniciar una peregrinación loca hacia Ginebra, hacia París, hacia Dresden. Rodaban por hoteles baratos o por apartamentos modestos, esperando siempre un giro de Correos; pero se detenían también en los pueblos alegres, donde él recobraba la inspiración delante de un buen plato de anguilas y un vino del Rin.
En octubre de 1867 los Dostoievski pasaron por el Valais. Su itinerario describe el mismo camino que llevará, años más tarde, al poeta Rilke hasta el castillo de Muzot. Él quería jugarse sus últimos ahorros en el casino de Saxon-les-Bains. Siempre estaba convencido de tener una fórmula para ganar en la ruleta. Y Anna le dejaba jugar hasta el último céntimo, porque sabía que un loco sólo puede curarse abandonándose al deseo. Pero las ruletas no le trajeron la felicidad. Regresó a Ginebra, más pálido y arruinado que nunca, después de empeñar el abrigo y las alianzas en casa de un usurero. La pobre Anna, embarazada de amor y de literatura, le esperaba en la estación para escuchar sus eternas disculpas: «¡Qué desgracia, Annuchka! Ayer tenía mil trescientos francos en mis manos. ¡Qué mala suerte!».
Para comprender a Dostoievski hay que aceptar que los hombres que han pasado su infancia en un infierno y su juventud en un presidio llevan en los ojos un reflejo sombrío, como ciertos ángeles misteriosos que tienen el encargo de abrir las tumbas para resucitar a los muertos. Hasta sus manuscritos son desordenados, tormentosos, emborronados por dibujos y cicatrices de tinta, como si las palabras se le apareciesen en una sesión de espiritismo, como si las ideas le surgiesen en las cabezadas borrosas del ultramundo. Quizás era un dandi del subsuelo, un ángel epiléptico, hijo de un médico borracho y de una pobre mujer tuberculosa. Su hijo Alexéi, que había heredado su enfermedad, murió en un ataque epiléptico: un ataque brutal que duró más de tres horas.
En una biblioteca de San Petersburgo encontré un retrato de mi amigo muerto. No era trágico, como el terrible Cristo yacente que pintó Holbein y que a él tanto le impresionaba. Se había quedado inmóvil, arrebatado por el trance, cuando vio en el Museo de Basilea aquel rostro desencajado. Prefiero a Dostoievski muerto, porque el Cristo de Holbein parece un pobre epiléptico en el paroxismo de su sufrimiento.
Perdido en San Petersburgo, sigo caminando hasta el monasterio de Alejandro Nevski, donde está enterrado mi amigo. Llevo en las manos un rosario de madera, acabado en una borla negra, que compré en la iglesia de Nuestra Señora de Vladímir, delante de la casa donde vivió Dostoievski. Le gustaba vivir cerca de las iglesias, para ver las cúpulas frente a su ventana. Y le gustaban las casas que hacen esquina, los relojes, los marcos barrocos, los cigarrillos que liaba parsimoniosamente con la mezcla de tabaco Laferne, que se vendía en unas cajitas ovaladas de metal, los iconos de la Virgen con su cubierta de plata, los muebles pesados, los paraguas, las siluetas de papel, los sombreros altos, los grabados de Rafael y las habitaciones grandes que no podía pagar.
Una vieja campesina se santigua al verme y me toca el brazo, como si yo fuese un stárets esperando que le dedique unas palabras de consuelo.
—Bábuchka —abuela, le digo, para no defraudarla—, tengo aquí dentro un hermano. Si él estuviese ahora con nosotros besaría tus manos, porque eres ya anciana y has sembrado mucho trigo.
Cae una fina nevisca sobre los caminos y los árboles parecen brazos desnudos elevándose al cielo. Me he quitado el sombrero porque esto está lleno de nombres inmortales: Mússorgski, Glinka, Petipa, Tchaikovski, Dostoievski.
En el silencio de la oscura mañana de enero en la Lavra, distingo pequeñas huellas en la nieve. «Creyó en la fuerza infinita y divina del alma humana», dijo alguien, mientras el ataúd cubierto de laurel y de flores descendía a la tierra. Se diría que entre las estatuas hay también ángeles de ala negra que vienen de la Casa de los Muertos. Parecen pájaros, pero no cantan. Se ocultan en las sombras y van abriendo las puertas, silenciosamente…
Me voy de San Petersburgo preguntándome si alguien ha demostrado que es mejor la verdad que Cristo. El día en que me encontré a Dostoievski yo iba persiguiendo verdades; pero él me derribó del caballo.
De: Mauricio Wiesenthal, Libro de Réquiems, Edhasa, 2005
Ph / Yasuhiro Ishimoto, Pisadas en la nieve, 1994
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