El Quijote: un dibujo por día / Bettina Bonifatti

Durante cuatro meses, entre junio y octubre del 2018, se llevó a cabo la lectura colectiva del Quijote entre usuarios de Twitter de todo el mundo. El texto que presento aquí busca dar cuenta de la experiencia particular no solo de leer el Quijote por primera vez a lo largo de esos cuatro meses, sino también del desafío de hacer un dibujo diario para acompañar el recorrido de la lectura de un capítulo por día. Me uní a la promesa de aventura con cientos de lectores a la vez, en un viaje de iniciación, sin saber lo que ocurriría en cada capítulo, en una nueva soledad, la de leer sola con otros.

Antes de dibujarlo, don Quijote era una especie de fantasma; no era ninguno de los Quijotes vistos en ilustraciones, y menos lo era Sancho. Mi don Quijote preferido, anterior a 1890, es un dibujo de Odilon Redon, porque es el fantasma no ilustrado, una realización humilde que fulmina. Lo visible deja de ser legible, dice Pascal Quignard. Sin embargo, cuando veo el don Quijote de Odilon Redon, es su dibujo el que, por fin, anula cualquier intento de ilustración y abre sin palabras al mundo de Cervantes.

Don Quijote no era para mí un motivo literario de ilustración, sino un campo donde salir a dibujar, ir al encuentro, como en la vida. Ensillar y salir con él, desde el sillón, sobre un pellón de oveja. Aunque coincido con la no correspondencia entre lectura y dibujo, me embarqué. Don Quijote se aleja del monopolio de la familia, preside su propia muerte y su propia vida. Yo lo seguí, con mi libreta al pasar, perdiendo. Algo emparentado con las ganas de callar, de no interactuar al leer, algo impreso en uno. Tomo al dibujo como una anotación más, no una representación dispuesta ante los ojos que intenta fundir dos expresiones; no pretende tampoco yuxtaponer imágenes con letras. No siempre se trata de un empeño de contigüidad.

Las ganas de dibujar se parecen a las ganas de leer. No ilustran; arrancan desde la imposibilidad asumida, trazada con otro destino, que no es el de transportarse a la significación, y sin pretender recuperar nunca lo que las palabras abstrajeron. Eso veo en Redon. Por el contrario, volviendo a Quignard, en el tratado Sobre las relaciones que el texto y la imagen no mantienen dice que literatura e imagen son inmiscibles. Coincido con que no se pueden mezclar, pero ¿qué pasa cuando las ganas de dibujar no pretenden ilustrar sino acercarse a la escritura? Como la necesidad de cantar una canción, obsesiones temporales, tomar nota, aventurarse, dar vida en miniatura. Como dibujar una crucifixión, que acerca, no ilustra. Quien dibuja aparta la mirada, solo ve; no mira. El dibujo no redundante tiene otro silencio, más con lo que Cervantes (parafraseando a Flaubert) se ha matado en no mostrar. No siempre dibujar es mostrar. Sí, la ilustración será a veces antiliteraria; y la experiencia de dibujar el Quijote, algo con lo que no se puede hacer nada.

Un dibujo puede ser un registro de lo que se adora, y dibujar, querer poseerlo, parecido al esbozo que Thomas De Quincey pide públicamente al final del ensayo Caminante Stewart, un intelecto desproporcionado. En el último párrafo, donde ya lo vimos sentado entre las vacas en estado contemplativo, De Quincey pide si alguien tiene de él un esbozo de acuarela que vio en librerías y aclara dónde remitirselo. Dice que quiere poseerlo, pagar por él. Un esbozo reúne lo no dicho, lo no escrito y lo que nunca se va a escribir. Las palabras no se poseen, el dibujo sí. Es una posesión difícil de definir.

Hay algo de letra en el dibujo, como una palmera que, a manera de firma, con su línea única da unas vueltas gráficas. Como el abecedario secreto que inventó un amigo en la infancia donde cada letra era un animal, la a un cuervo, la b un oso, la f una jirafa, la o un búho, y dejábamos los esqueletos de las fieras como letras de geometría. El dibujo venidero, el que uno está por hacer, se adivina o aclara en una pregunta por el futuro. Es una presencia surgida al servirse de un presagio quijotesco, una señal en el texto, sin intención de embellecer, enfrentando por dónde va a mediar la predicción. Un borramiento, porque poseerlo no es ser su propietario sino aventurarse en señalar un bosquejo como parte del bosque.

Una breve mención acerca del temor a repetirse, o a decir cosas ya dichas, con los siglos de lecturas del Quijote: aunque abundan las buenas y nuevas ideas, como dice Simón Leys, es simplemente que hay ciertas ideas por las que uno tiene apego, como un pintor a su objeto que corre un poco y hace otra obra de arte, o el mismo Cézanne corriéndose un centímetro entre sus árboles. No dudo de que en esta audiencia hay especialistas. Mi aporte como principiante, sin entrar en la psicología de la percepción, es contarles de los dibujos como ejecución instantánea. Tengo un sobrino que estudia japonés. Es, según me dijo, una forma de escritura tomada de los chinos, y en esa lengua, escribir y dibujar se dicen con la misma palabra, el mismo verbo: kakimas. La caligrafía se practica con pincel y tinta, y los caracteres están clasificados según el trazo, con distintos nombres. Me volvió a recordar a Leys en La felicidad de los pececillos, sobre los chinos y el dibujo como compañero inseparable del escritor. La ejecución repentista al leer y la adhesión de don Quijote a la aventura me dieron ánimo, es un ejemplo cómo va confiado a la Cueva de Montesinos. El concepto de aventura de Giorgio Agamben, en el ensayo La aventura cabe para mil escenas y también para el aventurarse a dibujar el Quijote: Es necesario precisar que en la adhesión del individuo a la aventura que le ocurre aquí, no está en cuestión la libre elección de un sujeto, no se trata de un problema de libertad. Querer el evento significa simplemente sentirlo como propio, aventurarse, ponerse en juego en él por completo, pero sin necesidad de algo así como una decisión. Sólo así, el evento que en sí mismo no depende de nosotros se vuelve una aventura, se vuelve nuestro o -más bien debería decirse- nosotros nos volvemos suyos.

Los dibujos y la lectura se llevaron como pudieron. Valió la pena; diferencia como la que hay entre leer y copiar un texto, pasar por él; como dice Walter Benjamin, en Calle de mano única. Dibujar el Quijote no me trajo recuerdos, no me transportó al pasado como la música. La percepción se concentró y entré en otra soberanía, un entorno de palabras que fueron lugares, y un silencio que no parece propio sino prestado por todos los animales cervantinos.

Recorrido: el primer dibujo lo hice al pasar, en el teléfono, con lápiz digital, desde la ventanilla de un ómnibus, en Castilla La Mancha. Nunca volví a obtener esa síntesis. Lo vi después, como un acierto solo. No hubo en la Introducción de la edición de Martín de Riquer dibujo alguno, aunque subrayara que fue condenado a que, con vergüenza pública, le fuese cortada la mano derecha, ni la prisión en Argel, ni que venció a los turcos en Lepanto. Empecé con dos retratos tímidos de Cervantes. Desocupado lector decía todo. Estaba ya en camisa de once varas, y busqué ánimo en la frase: En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina (artificio), aclaraba la nota al pie: movimiento de la vista que iba a repetir tantas veces. En Urganda la Desconocida, sabia encantadora, subrayo la décima: ir con letura, ir con cuidado. El texto mismo pide que no me impaciente, que no estampe jeroglíficos y que no presuma. Me queda claro. Entro en la Primera Parte el 3 de junio, con una carbonilla sin pretensiones. Para hechizar los nervios, hago una celada de cartón, con el embalaje de un mueble, y como él, me la pruebo. Doy también un paseo a caballo de verdad, por la sierra de Mijas. Compro un rucio diminuto con imanes en pies y manos, y lo llevo colgado conmigo, como ritual de iniciación. No sé bien qué hago, pero tengo que hacerlo, porque la acción necesita pequeños juegos, un absurdo que salve, que ayude a llevar adelante y acompañe la persistencia ante cualquier empresa. Cada uno tiene sus recursos, y el mío es no confiar en la razón, hacer de repente algo agudo, alguna discreta ocurrencia sin entidad ni propósito. Veo molinos, leo y releo, insegura, la cantidad de imágenes y notas. Sale un boceto al pasar distraído, en el que don Quijote va a ensillar, mirando al lector, con la rienda en la mano. Todavía necesito hacer varios intentos, perdida en un comienzo difícil. Días de dibujo esperanzados, con Rocinante en marcha, Donde se cuenta lo que en él se verá, donde Cervantes nos manda a leer y a ver. Subrayo posibles dibujos cada vez, y me digo: dibujo la noche entreclara, la referencia a dar un puño en el cielo, o cuando dejan el monte y entran en el Toboso, ¿o los perros ladrando? Las dos mulas que vienen con un labrador; no, mejor los umbrales del palacio que imagina, o el embosque en una floresta cercana. No es fácil; pero si don Quijote está con uno, uno está con él, se siente dentro del libro, emboscado.

Camino entre palabras, como piedras que alzo y descarto, o leña que levanto y miro si está húmeda o sirve para quemar. Después, ver sin elegir, como en una vidriera cuando se queda uno mirando fijo sin querer un objeto entre las antigüedades, un bronce en un anticuario, una persona en una reunión, un libro en la biblioteca, un árbol en el monte o apenas un lugar donde sentarse. Cuando hago la jaula y los bueyes, me conmueve el volver a ensillar. Subrayo palabras para Rocinante, con dos palmadas en las ancas. Pienso que el mundo tuvo caballo y que ya poca gente sabe de este sentir, tan preciso, cuando uno ensilla hablándole al animal, en un momento importante. Hay algo en el silencio ecuestre que llama a la comunión, algo paralelo al alma, a la par del jinete, calor y grandeza, y así lo sentí y recordé mientras dibujaba. Hubo un cambio que puedo mencionar: los dibujos casi solo en blanco y negro de la primera parte y la técnica mixta en color en la segunda. Las palabras avive y despierte me recordaron al Abive y despierte contemplando, cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando, cuand presto se va el plazer, cómo después de acordado da dolor, cómo a nuestro parescer cualquier tiempo pasado fue mejor. Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre o del Maestre Rodrigo, que escucho hace décadas con emoción, con la euforia que da a la vida la elegía funeral.

Las cortes de la Muerte, la carreta sin toldo cargada de personajes, el demonio que guiaba las mulas, el ángel con grandes alas pintadas, a la vista de don Quijote, el emperador con la corona; Cupido, sin venda en los ojos, pero con su arco, carcaj y saetas. Gran alegría, no por el Caballero de los Espejos del epígrafe sino por los animales, la comedia, la muerte, la sepultura, las figuras, la conversación que, según Sancho, ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído. Desde los pescuezos juntos de Rocinante y del rucio, la amistad animal, al conjunto con la cigüeña, los perros, la grulla, las hormigas, los elefantes y el caballo. La cita donde los hombres han aprendido de los animales el vómito, el agradecimiento, la vigilancia, la providencia, la honestidad y la lealtad. El cordel con apenas tres de los cien cencerros asidos, y todos los gatos que pude dibujar, y uno que le saltó al rostro. Si tuviera que elegir uno de la segunda parte, sería este, no por la burla. Tampoco sé de qué depende, si en las palabras espanto cencerril y gatuno se animó, quiero decir, el modo de decir, dio vida al dibujo.

Cuando ya queda poco, el libro lleno de marcas pesa del lado ya leído, con todo lo que no he dibujado: subrayo el árbol del que van a dejar colgadas las armas en lugar de un ahorcado, y las ramas donde don Quijote quiere grabar lo que estaba escrito en el trofeo de las armas de Roldán. Casi dibujo la fiesta en el mesón, con mucha gente, el campo, o el hombre que venía a pie, con las alforjas al cuello, pero me quedo con la espera a la sombra del árbol. Marco que llegan al mismo sitio y lugar donde fueron atropellados por los toros, y quiere ser el pastor Quijotiz y que Sancho se llame Pancino; y faltan los candeleros de latón, los albogues, que anoto en el margen. No más refranes, le pide. Y viene la noche, y cada dibujo me lo han dado ellos, con ese y Dios sabe lo que será mañana. Confío en encontrar, sin expectativas, y de todo lo que se escurre entre dichos, los veo juntos, Sancho durmiendo y don Quijote velando. No dibujé a Sancho agazapado debajo del rucio y me quedé con la piara, el tropel de seiscientos puercos. Casi cien hachas ardiendo y quinientas luminarias por los corredores del patio. Releo varias veces. Pero ya hace tantos días que estoy inmersa en su lengua castellana que veo el túmulo ados varas del suelo, el dosel de terciopelo negro y las gradas donde arden velas sobre cien candeleros de plata. Aunque parezca imposible hay que hacer algo, una almohada, un brocado, sentir la humillación. Quedaron afuera las mamonas selladas, el ¡Altisidora vive! y los besos de Sancho en las manos. El 2 de octubre se duermen, y de lado quedó Altisidora coronada, con la tunicela de tafetán blanco, sembrada de flores de oro, el cabello suelto y el báculo negro. Mejor quedarse con lo que hay en las puertas del infierno y dibujar los diablos jugando a la pelota con libros, los doce en calzas y jubón, con valonas guarnecidas con puntas de randas flamencas. Las voces de los diablos no dejaron lugar a nada. Subí con ellos la cuesta y los dibujé juntos, mirando desde la loma. Quedaban dos capítulos, la liebre perseguida por galgos y cazadores, o agazapada debajo del rucio; ¡Malum signum! La jaula de grillos que después olvidé, cuando se la pone en las manos a don Quijote, el rucio con la túnica de bocací pintada de llamas de fuego y la coroza en la cabeza; Sancha desgreñada y medio desnuda, con la hija Sanchica de la mano, o tirando después del rucio, y cada uno a su casa, o la sobrina y el ama, el cura y el bachiller.

Reducirse a la casa, a la vida quieta y honrada. Cada palabra me parecía actual, vigente. Callad, hijas. Obedecí y fui al capítulo de su muerte. Ya no importaba el número, porque no había más. Tampoco la extensión, licencias de lo finito. Subrayé Como las cosas humanas no sean eternas. Que llegó a su fin y acabamiento cuando menos lo pensaba, los que procuraban alegrarle, todo me iba marcando un arco, una forma de abanico, con su ánimo sosegado. Y quedarían afuera sus ruegos para que lo dejasen solo, y su sueño de un tirón de seis horas, el juicio libre y claro, el Yo me siento, sobrina, a punto de muerte y el testamento. Ya no es don Quijote, y no hice al cura confesándole; preferí a Sancho llorando sobre su cuerpo muerto, y el vámonos al campo, que quiere pasar muerte por pereza. Y subrayé que esto de heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es la razón que deje el muerto. Y la expresión dio su espíritu, quiero decir que murió. Morir cuerdo y vivir loco. Lectores herederos todos, terminaba nuestra aventura #Cervantes2018. No colgué la pluma de la espetera como Benengeli, pero empecé a guardar los lápices, la carbonilla, los colores, la sanguina. Vale, decía el final. Bajé la vista a la nota al pie que por siglos el gesto llevó a millones, significaba adiós (en latín). Llevé a don Quijote muerto al balcón para echarle el aerosol fijador, y lo iba a despedir, cuando me interrumpió el teléfono. Siglo XXI, me dije. No sé por qué atendí, nunca más estaré en ese momento. Tal vez porque no había más que hacer, y no me gusta llorar. Qué disparate.

Bettina Bonifatti
Dibujos de Bettina Bonifatti

Leído en las XIV Jornadas Cervantinas Internacionales de Azul, realizadas los días 17, 18 y 19 de octubre de 2024
Un dibujo por día. La experiencia de leer y dibujar el Quijote en la lectura colectiva #Cervantes2018