
I
El último mes tuve la suerte de recorrer las zonas arqueológicas más importantes del Mediterráneo. Menfis, La Acrópolis, Cartago. Pero empecemos por Troya. Al menos dos obsesiones surgen cuando evocamos esa ciudad. Primero está la de los griegos, quienes cruzaron el Egeo a bordo de una flota descomunal, según La Ilíada, para luego asediar sus murallas durante diez años. La segunda, no menos extravagante, es la de su descubrimiento.
II
Heinrich Schliemann nació en Mecklemburgo, en 1822, y de chico alucinó con un grabado que ilustraba su manual de historia. En la escena aparece Eneas con su padre a cuestas, paralizado por la vejez, o más bien por el espanto, sobre el fondo de una patria que sucumbe bajo el fuego de los aqueos. Desde entonces, el inconsciente del alemán dio vueltas alrededor de Homero, encauzando una vida que osciló de la miseria absoluta a ser la de un hombre inmensamente rico. No sabemos muy bien cómo logró esto; parece que aprender idiomas le permitió viajar a San Petersburgo y establecer una red comercial muy lucrativa. En 1851, a su vez, cruzó a Estados Unidos y se asentó en el viejo oeste, donde fundó un banco y se dedicó a otorgar créditos, tal como detalla Christo Thanos en Schliemann and The California Gold Rush.
Pero el libro que nos interesa es el de los años siguientes, dedicados a consumar el sueño de su infancia. Ítaca, el Peloponeso, Troya fue escrito en francés en 1869 y traducido/prologado por el argentino Hugo Bauzá en 2012. En esas páginas, Heinrich describe un viaje que realizó para calcar la epopeya de Ulises sobre la geografía mediterránea. El texto abunda en digresiones pero demuestra hasta dónde puede llevarnos la quimera de una lectura. Porque el autor llegó a Turquía apenas guiado por esos versos, vislumbró la colina de Hisarlik y se puso a cavar. En 1871 encontró los primeros restos de Troya. Hacia 1876 había abierto cientos de zanjas en Grecia, incluida una tumba que atribuyó a Agamenón. La importancia de ese último hallazgo, explica Bauzá, es que incorporó Micenas a la Edad de Bronce, coincidiendo su antigüedad con el reinado de Príamo.

III
Si bien la Máscara de Agamenón resultó más añeja que lo pensado, nos sirve para atribuirle un rostro, un ademán, al parnaso de guerreros que hasta Schliemann fueron solo mitología. Los ojos cerrados, la barba espesa y cuidada: esa lámina de oro es lo primero que expone el Museo Arqueológico de Atenas. Celebro esa resolución del curador, corta y al pie, como si los pasillos del Prado condujeran directo a los tardíos de Goya. Celebro también que el patrimonio helénico se vea rodeado por los murales anarquistas de Exarcheia, porque caminar esas galerías oscuras, de espaldas a la Acrópolis, nos recuerda que las ciudades dialogan en voz baja con aquello que fueron hace siglos, y que esa intimidad expresa un lapso inasible para los mortales.

Un ejemplo más contundente es El Cairo. Su paisaje es un abanico de tonos sepias, y desde la ciudadela de Saladino se ve la alternancia de monoblocs con los minaretes de las mezquitas y los tolderíos de los mercados. Más aún, sus atardeceres presumen un dorado arcano, como si un remanente de arena circulara en el aire, reflejando y multiplicando los destellos del crepúsculo. En abril este fenómeno se agrava y se denomina khamsin, que no es otra cosa que el viento soplando desde el Sahara. Así y todo, al desierto le debemos el resguardo de las necrópolis, a salvo de las lluvias, y también le debemos que los primeros egipcios se agruparan a orillas del Nilo, implementando la agricultura de riego que sostuvo su descendencia durante casi tres mil años.
IV
Además del libro traducido por Bauzá, al Cairo llevé Los Descubridores del Antiguo Egipto de Joyce Tyldesley. Habla del afluente de arqueólogos que desató la egiptomanía en el siglo XIX, época en la que sus exposiciones agotaban localidades. La mayoría de esos especialistas se parecía a Schliemann: eran europeos autodidácticas, atravesados por la pobreza y el ostracismo, hasta que una obsesión fortuita los llevaba a peregrinar por países remotos, donde se los tragaba la tierra o realizaban la hazaña que les valía la fama. Está el caso de Champollion, quien descifró el significado de los jeroglíficos, o el de Belzonte, un italiano que trabajó como fenómeno de circo antes de trasladar los tesoros de Tebas al museo de Londres.

Entre esas biografías, Tyldesley destaca que la primera persona abocada a la exhumación de un monumento haya sido Tutmosis IV. El episodio acentúa una certeza obvia y a la vez llamativa, y es que para el inconsciente del 1400 a.C., las pirámides ya eran un yacimiento milenario. Hoy Giza es un suburbio de la capital, y todavía cautiva la proyección de esa sombra alienígena sobre las calles aledañas. Claro que hay una línea de hoteles y restaurantes alrededor del parque, pero basta caminar unas cuadras para bordear los escombros de Nazlet al-Samman, el barrio que el municipio empieza a tirar abajo, e intuir que, dentro de mil años más, ambos espacios se verán igual de distantes.
V
Para la época de Tutmosis, los faraones habían dejado las pirámides a favor de tumbas secretas que horadaban en la roca. Visitarlas es una de las experiencias más hermosas que ofrece Luxor, y naturalmente remite a Howard Carter y la proeza que narra en La Tumba de Tutankamón. Su libro, una vez más, testimonia la fijación con el pasado, que en cierto punto se cruza con la eternidad añorada por los antiguos, como si ambos protagonistas cavaran un túnel desde dos extremos temporales. En 1923, Carter descubrió la antecámara KV62 y fue la primera persona en asomar una vela en esa oscuridad vetusta. I see wonderful things, atinó a decir a sus compañeros. El sarcófago parecía un juego de muñecas rusas, un cajón dentro de otro hasta llegar al tercero, de oro macizo, y el inventario de la cripta superó las cinco mil piezas, incluyendo una copa de alabastro cuya inscripción sirve como su propio epitafio. Que viva tu espíritu, rezan los jeroglíficos: vos, que supiste amar a Tebas, que pases millones de años sentado frente al viento del norte, con los ojos contemplando la felicidad.

VI
El remisero que me lleva a Asuán maneja como un temerario, esquivando camiones al son de bocinazos percutidos, y las primeras horas canturrea canciones que sintoniza desde un pen drive jaspeado. Son piezas simples, melodías frigias que se declaman sobre un ostinato de kissar, una lira de cuero ovino muy popular en Nubia. Mwashah, especifica el shazam, de Hamza El Din. Me cuesta imaginar a su par argentino, atravesando la puna bajo el hechizo telúrico de Atahualpa. Ambos paisajes se parecen a su música, llena de asperezas, el sol que imprime contrastes sobre una arena cuasi marciana…
VII
A pocos kilómetros de Sudán descansan los templos de Abu Simbel. Nada impresiona más que esas cuatro figuras esculpidas en el lomo del acantilado, de cara al azul brillante del lago Nasser. En 1960 se levantó la represa de Asuán y hubo que trasladar a los colosos para que el agua no los sepultura. El trazo quirúrgico de los especialistas que desmontaron el sitio me hizo acordar a los talleres de la ópera de París, la manera expeditiva en que se cambiaba la escenografía de una noche a la otra, deslizando enormes plataformas rodantes que sostenían la imaginación de Wagner y Strauss. La mención no es casual: junto a los museos, el teatro lírico fue el gran entretenimiento del siglo XIX. Hacia 1870, Egipto era gobernado por el Jedive Ismael Pachá, un melómano educado en Francia, habitué del Garnier, quien concibió un libreto asesorado por el arqueólogo Auguste Mariette y lo encomendó a Verdi para que compusiera Aida. En Buenos Aires, este título es emblemático porque musicalizó la inauguración del Teatro Colón en 1908, así como la reapertura del 2010. La puesta en escena de marzo de este año fue armada por Aníbal Lápiz sobre el diseño original de Roberto Oswald, y me conmovió ver esas esfinges tan logradas sobre las tablas de Cerrito, así como la precisión del vestuario y del solo de violín que acompaña el último dúo, cuando Radamés y Aida se encuentran en un sepulcro idéntico a los de Luxor. El cielo se abre para nosotros, canta la soprano con voz tenue, y nuestras almas errantes vuelan hacia la luz del día eterno.
VIII
La semana inmediata a Egipto alquilé una casa en el suburbio tunecino de La Marsa. Me dediqué a leer, a escribir, a mirar reels con gesto sonámbulo. De madrugada di con una entrevista al vocalista de Mala Fama, en la que una chica pregunta por su desapego material, por su falta de proyección, y Coronel contesta, impávido, que no le gusta pensar a largo plazo. ¿El futuro?, le dice, Ya estamos en el futuro. La afirmación remite a esos idiomas que no distinguen tiempos verbales. Desde esa gramática, pensar en las pirámides, o en los vestigios de Cartago, también es pensar cómo se verán nuestras ciudades cuando sucumban al clima o a las invasiones. El Teatro Colón, por ejemplo, recién desenterrado, perimetrado por un grupo de sobrevivientes expertos. Es la imagen de ese poema de Bolaño que pinta el próximo milenio como una playa en invierno / para otro asombro y otra indiferencia, o la fotografía de El Eternauta que acaba de estrenar Stagnaro. En la dirección opuesta, el capítulo XXI de Ítaca, el Peloponeso, Troya describe a Schliemann subido a una terraza, vislumbrando el relieve de Hisarlik e imaginando el campamento de los griegos, las asambleas, la marcha de los ejércitos. Ambas fantasías son acertadas, así como la repuesta de Coronel. El tiempo es indómito y relativo, y lo recuerdo cuando toco las óperas que Verdi escribió hace doscientos años. De hecho, los músicos solemos comulgar con la tradición, con las ruinas, con los lugares abandonados. Algunos dicen que mantenemos una relación nostálgica con el pasado; lo cierto es que ya estamos en el pasado.
Felipe Devincenzi
La Marsa, Túnez
Abril 2025
Ph / Barrio de Nazlet al-Samman, Giza.
Fotografías / Felipe Devincenzi
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