La voracidad y la ausencia / Rodolfo Cifarelli

Escribir ficción era para Luis Chitarroni explorar en la escritura las guerras que entablan las prácticas más previsibles, esas que recomiendan las pedagogías básicas sobre qué es contar una historia, contra las más imprevisibles, esas que buscan subvertir los sentidos heredados y aniquilar la generalizada licuación de la literatura en lo legible.

La primera puesta en acto de esta exploración fue Siluetas (1992), un repertorio de textos de estrecha afinidad estilística con Historia universal de la infamia de Borges y Vidas imaginarias de Schwob. Luminarias como Bruce Chatwin, Joseph Cornell, Martin Amis y Tanizaki desfilan junto a raras avis como Logan Pearsall Smith, Tristan Corbière y Charlotte Mew, acompañada por su comentarista apócrifa. La silueta es la forma que enlaza la anécdota real o imaginaria con las observaciones críticas, incluyendo la epifanía a través de la paradoja, el chisme o ese dato -sólo en apariencia- excéntrico.

Estas tácticas se reforzarán en El carapálida (1997), su primera novela, en donde la atención narrativa se centra en un séptimo de grado de colegio público, a principios de la década de los ´70 del siglo pasado. El agotamiento de los docentes y cierta desidia compartida con sus educandos se funde a los vahos exiguos del progresismo liberal de la ley 1420. Contra esos pilares agrietados se recuesta Chitarroni y resiste, retrospectivamente, el aluvión de los desconsuelos de esos años en que las promesas iniciales de transformaciones múltiples terminaron en purgatorios e infiernos para todos los gustos. «Nosotros, como ustedes, esperábamos: queríamos ser grandes y miren en lo que nos hemos convertido», dice un joven enviado estatal en un discurso que sintetiza el clima social y cultural con que los años setenta se aprestaban a ahogar los vértigos de los sesenta. Ese joven, claro, es Chitarroni, hablando en los ´70 con la ironía agriada de los ´80 y la desazón sin remedio de los ´90.

A ese acaecer que alguna vez tuvo lugar en un país extranjero, Chitarroni le yuxtapone un narrador casi siempre en tercera persona, que se encarga una y otra vez de puntuar la muerte del carapálida. ¿Es el mismo carapálida quien narra, en un ejercicio fantástico? ¿Es el misterioso Emilio Both? ¿O acaso es un ex compañero, adulto enmascarado, que pasa de la tercera a la primera persona para el pasaje más triste de la novela? La solución «correcta» probablemente sea la siguiente: el narrador es un afantasmado -por la adultez y la memoria- Chitarroni, que posa como niño real, con el cartel Séptimo grado A y B, Escuela Nº 24, año 1971 en el centro de la foto que ilustra la tapa de las dos ediciones del libro. Al carapálida lo mata un auto, el conductor asesino escapa y muere impune en un manicomio. Así de escuetas son su vida y su muerte, totalmente asimétricas comparadas al imperio de su sombra en la novela.

El carapálida no es una novela de fantasmas y sí es una novela sobre cómo lo fantasmal se las ingenia, con la inestimable colaboración de nuestros miedos y pesadumbres, en entrar y salir de la realidad, o, si se quiere, de nosotros mismos. Lo fantasmal es una categoría inescindible de lo real, y quién no se sienta un fantasma, parece advertir Chitarroni, que arroje la primera piedra contra el espejo, que más que multiplicarnos al infinito, nos regala sin magia ni tristeza nuestra superflua obviedad. Ausencia presente, el personaje del carapálida es el fantasma que vuelve y al que se vuelve: una figura análoga a la del desaparecido. De lo que pasó entre 1971 y los inicios de los noventa, la época final de la novela, el narrador, puesto ahora en primera persona, se excusa elegantemente: «¿Hubo otros destinos trágicos? Sí, seguramente. Fue una década difícil.» Apostilla que completa una breve alusión sobre la participación de dos ex alumnos en la guerra de Malvinas. Nada menos.

El otro eje remarcable de El carapálida es Donato Spagnuolo, escritor crepuscular, ex maestro de sexto grado del maestro Quaglia (uno de los tantos chistes en clave), al que Chitarroni amasa con los rasgos distintivos de Ernesto Sábato, cristalizando un ajuste de cuentas que el resto de su generación -enmascarados en chistes o ninguneos irónicos- nunca consumó tan explícitamente. La desubicación y la soberbia, e igualmente la virtud narrativa de Spagnuolo (que Chitarroni despliega en el notable microrrelato de fantasmas del peluquero de Seguido), son puntuaciones sobre la recepción y la entronización del escritor argentino en las clases medias, fenómeno hoy desaparecido. Con sus debilidades y máculas, Spagnuolo es la cáscara moribunda del escritor divo de los sesenta y parte de los setenta, cuya consideración en la escala simbólica (y no sólo simbólica), se erige a enorme distancia de ese escritor degradado que desde los ochenta en adelante habita, con altas y bajas, una realidad cada vez más cooperativa con esa degradación.

Con Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2007), su segunda novela, Chitarroni les imprime mayor radicalidad a las perturbaciones de las rutinas realistas encaradas en El carapálidaPeripecias es el recuento de un narrador trastornado que nos anuncia que fracasará en los intentos de escribir una novela, Las equis distantes, mientras conjura el exceso oceánico de escrituras y lecturas, y los riesgos de los círculos viciosos a los que ese exceso lo lleva. Peripecia preliminar dictada por la pulsión por la letra: entregarse a la fruición hedonista (e ilusoriamente salvífica) de narrar fragmentos, uno tras otro, en los que el goce (¿y el sufrimiento?) de toda la Literatura a veces -o muchas veces- se condensa en la alusión cáustica o el brillo turbio de una palabra anómala. «No se escribe bien no escribiendo, no se escribe mal escribiendo bien. El escritor quiere ser, no escribir, y para ser escritor hay que aceptar el desafío de no escribir una sola línea, no teorizar, no dar el brazo a torcer.» Lúdico, contradictorio y masoquista, solo un narrador con tales virtudes y una sola divisa, la clandestinidad, puede descubrir los juegos ocultos en el drama y los dramas que nada saben del juego.

Toda la vaina reside en que la voracidad que nos infiltra la Literatura, por nuestra condición mortal, entre otras condiciones, está limitada. Jamás leeremos todo ese exceso que nos incita, ni escribiremos todos esos universos que desearíamos escribir. Condenados, maltrechos, nos queda un frágil y dudoso consuelo: empezar y no terminar, o, quizás, como la célebre consigna de Beckett: fracasar cada día un poco mejor. A pesar de que algunos personajes y el registro de algunas situaciones son los mismos de El carapálida, el narrador de Peripecias es más insensato y más nítido en su desasosiego de empecinarse en dinamitar, con digresión y slapstick lingüística de por medio, la secuencialidad y la estabilidad de lo narrado. La tentación endiablada y arborescente por la No novela se burla de la Literatura -como agradecimiento de un amante tan fiel como desesperado, porque sabe que el amor siempre es desgraciadamente efímero- contra la narración zombificada y a favor de una ostensible ofensiva contra las pretensiones del mercado, al que Chitarroni debía comprender y no pocas veces padecer como editor. Si en El carapálida la ausencia pergeñada por un ausente era un centro que organizaba la narración, en Peripecias la legibilidad pide la aceptación de la renuncia a todo centro. La intertextualidad y la contaminación de géneros, experiencias gozadas en Borges, pero también en Cabrera Infante, Cortázar, Néstor Sánchez y Osvaldo y Leónidas Lamborghini, Chitarroni las aplica para navegar en un archipiélago absolutamente personal de referencias y preferencias.

Cada texto de La noche politeísta (2020), su último libro de ficción, tras las máscaras del cuento, es una incrustación afiligranada por una mano que la sustrajo de una pieza mayor que luego se encargó de borrar para siempre. No hay «cuento» porque Chitarroni desobedece los moldes del género, sus garantías de organicidad concebida como countdown de escenas «concursables» hacia un final «abierto» o «cerrado». Desde muy joven Chitarroni sabía algo que todavía desvela los sueños de comisariato de muchos y muchas: El «buen narrar» de los talleres y los suplementos literarios, réplicas exactas de lo que pide la industria cultural, están a años luz de la Literatura. Nueva narrativa argentina, el mejor texto del volumen, se lee como continuación y desvío de la escena desopilante de la «excursión» escolar a la casa de Spagnuolo, en tanto nos recuerda sus contrastes con la última época de los escritores ídolos, así como también se relaciona con Peripecias, en tanto tematiza el lado b del vitalismo literario: «La literatura nos despeja, nos despoja, nos hace morder el polvo de la nostalgia de los detalles crepusculares. Nada por aquí, poco por allá. Registro de unas zonceras criollas y universales. Telegráficas, imprescriptibles, impresentables

Importante fue la tarea de Chitarroni en sus roles de editor, crítico y traductor ocasional. Sus intervenciones en diarios, revistas y portales se seleccionaron parcialmente en Mil tazas de té (2008) y Pasado mañana (2020). Especial atención asimismo merecen las propuestas de revalorizaciones de Breve historia de la literatura latinoamericana (a partir de Borges). De sus traducciones, las últimas que se destacan son la del inglés al español del diario de William Burroughs y la del español al inglés de una selección de poemas de Osvaldo Lamborghini.

Ese es el único reproche a la crítica: que no se dé por enterada, supo decir Chitarroni en un reportaje señalando la oposición no advertida por ningún crítico de los maestros Quaglia (Piglia) /Neira (Aira) de El carapálida. Seamos por una vez optimistas y confiemos en que aquellos que aún no lo han leído se den por enterados de su obra singular, edificada sobre una vasta genealogía de rupturas y devociones.

Rodolfo Cifarelli
Ph / Portada de El carapálida, Interzona Editora, 2013