Biografía imaginaria de Nicolás Olivari / Jorge Quiroga

Murga rioplatense

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El almacén de la calle Cuyo Antigua “A la ciudad de Génova”, abría sus puertas apenas despuntaba el día. La luz del sol impregnaba las paredes de un tinte pálido y el ajetreo comenzaba muy temprano. Esa zona de la ciudad es un arrabal, parecido a los límites del campo; tambos y vacas pastando en la vereda, caballos atados al palenque de afuera, mucha vegetación, arroyos y arbustos. Allí clientes y parroquianos, criollos e inmigrantes vestidos medio de gauchos pero con elementos urbanos, se arriman al mostrador y al estaño donde sirven las cañas. Algunos habitúes pasan largas horas ocupando las pocas sillas que están en el despacho de bebidas y la algarabía se expresa en sus gritos y bromas alegres. Una tanita joven, en evidente avance de embarazo, ríe de forma cantarina y contagiosa, mientras entona el tango La morocha, recorre las mesas recogiendo las solicitudes. Estamos al borde del año 1900, justamente al comienzo de otro siglo.

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Dicen que venía de lejos, del norte de la ciudad, que tenía su parada en las barrancas del Paraguay, llegaba siempre cerca del mediodía al almacén y pedía invariablemente lo mismo: su plato favorito, arrumbado en la mesa de la ventana: sábalo frito y pan criollo. Se sacaba la flor del ojal del lustroso traje negro entallado y mientras esperaba que lo atendieran la mordisqueaba, con paciencia, dejaba la gorra ferroviaria de hule en la silla y silbaba, compadrón, sobre todo cuando se asomaba una mujer en el cuadrado de la cocina. El pañuelo blanco en el cuello, los pantalones grises, y los botines adornaban sus figuras. Dicen que había sacado del barro tranvías y carruajes al por mayor, en las calles de Buenos Aires, ayudado por un caballito mancarrón, no era del barrio, pero aparentaba serlo, un jovencito medio orillero, medio gaucho, que daba que hablar, sobre todo por el silencio y el misterio que lo rodeaba.

3

El día que nació Nicolás debió ser un día cualquiera, monótono y caluroso, porque ya despuntaba octubre, un mes propicio para que sucedieran cosas impensadas, y así fue. La partera ordenó traer agua, mucha agua caliente, el bebé resultó ser enorme y colorado, como sus padres, y todos supieron desde el inicio, que estaba destinado a destacarse, lo auguraban las campanadas de Balvanera que se oyeron desde la vieja iglesia, alrededor de la cual había nacido el barrio, un lugar de casas chatas, con alguna vivienda con mirador y veletas, para divisar el Río de la Plata, y hacer ulular el viento que venía del sur. Hasta los mayorales de tranvías que remontaban la barranca de la calle Cuyo, con mucho esfuerzo se enteraron de la noticia que había tenido familia la tanita del almacén, e hicieron sonar, tirando de la soga, la campanilla, en señal de alegría. Las viejas esa noche no durmieron, estaban muy ocupadas para hacerlo. Los hombres, tímidamente preguntaban por la salud del niño.

4

La ciudad parecía distinta, se notaba que un día muy especial no tardaría en llegar, los muchachos se entretenían observando los preparativos tan admirados que no hablaban con nadie. Nicolás los acompañó en esos paseos por los territorios cercanos. Hasta los potreros, donde ellos jugaban, permanecían desiertos. Había animadas carreras de sortijas, y cuadreras, con caballos de la zona. Alrededor de los fogones los rostros se encendían con los brillos de las brasas del asado. Los hombres gritaban entusiasmados, el clima era de alegría. Los paisanos venían desde lugares distantes y desconocidos. Algo importante estaba por ocurrir y los pibes, por esa vez silenciosos, esperaban el acontecimiento. La fiesta de todos comenzaba apenas se asomaba el día, y duraba hasta el atardecer, fueron semanas muy felices, sobre todo para los más chicos.

5

Con sus vestimentas estrafalarias los pibes que integraban la murga, andaban de puerta en puerta, pidiendo contribuciones, y cuando algún vecino les respondía afirmativamente, hacían tintinear la enorme bolsa de arpillera que les colgaba del hombro, como si fuese un sonajero, estaban juntando para poder ir al baile de la noche de disfraz y fantasía, en las inmediaciones de Floresta. Concursos de máscaras y comparsas que el júbilo de esas tardes festivas, parecían conducir a un mundo irreal (como si se hubiera suspendido el tiempo). La guerra de los pomos comenzaba temprano, y siempre alguien se enojaba, pero nada podía empañar la gloria de ser mojado con perfume. Nicolás pasaba horas y horas entretenido en esos juegos callejeros. Nadie se acordaba que esto iba a terminar, el carnaval siempre volvía.

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Los primeros de mayo, una abigarrada multitud se agrupaba en las inmediaciones de Plaza Once, se protegían con los árboles, que daban casi un aspecto de campo a la hondonada, un tío siempre lo llevaba, pero antes le advertía que se quedara a su lado todo el tiempo. Sentados en sus caballos, los cosacos lo miraban con seriedad, y el niño creía que lo estaban observando solo a él. Los sables brillaban al sol, y de pronto se oía un grito que semejaba un estallido, todo se ponía en movimiento y la gente corría a guarecerse en la arboleda, los policías se desorientaban porque los animales caracolean. Durante mucho tiempo reinaba la confusión. Los hombres iban y volvían, una y otra vez al mismo sitio, rodaban piedras, aunque el clima tenso iba en aumento, se desplegaban banderas rojas y estandartes blancos y rojos.

7

Un día, los ojos curiosos de los niños se maravillaron con los nuevos arcos de luz. Los obreros fueron trabajosamente desmontando las luminarias de gas, y las reemplazaron con faroles nuevos, que poseían un fluido que los enceguecía. Las bocacalles se transparentaron de aquel haz blancuzco que fascinaba, como un encantamiento, a los grupos que se amontonaban en las esquinas. Un poco de miedo en los rostros y algo de incredulidad. Muy temprano, el alba comenzó a fundirse con la intermitente iluminación, nerviosamente los pibes jugaban empellones, sorprendiendo a los más desprevenidos, todos sabían que estaba ocurriendo un suceso muy importante que no conseguían explicar. Las grandes escaleras quedaron apoyadas largo tiempo en las ochavas.

8

¿Habrá empezado en ese tiempo de la picaresca infantil esa tendencia a lo apócrifo, a esa idea de la infelicidad, que siempre atrae, escapa y hace esconder  los cuerpos del delito? En última instancia lo banal, rutinario y estúpido de la existencia, su monotonía y lo grotesco, tienen el mismo origen, por lo menos el mismo punto de partida. Lo falso es otra cosa que vendrá con el tiempo vivido, y dejará marcas indelebles en la carne, es diferente, ni siquiera puede ser intencional, lleva a una invención sin medida. El niño de Balvanera tiembla, sabe que algo está haciendo mal en esta falsificación y robo, que lo llevará adonde no quería ir. Está entrando en un camino del que no consigue salir de ningún modo, todos aplauden su tendencia al engaño, es que ese fraude no lo soltará nunca. Hay que vislumbrar su absoluta inoperancia.

9

El antiguo almacén “A la ciudad de Génova”, un tugurio vetusto y húmedo, vuelve a veces en las evocaciones, que el tiempo distorsiona y dispersa. Los gordinflones tanos colorados, sus dueños, estaban en la categoría familiar de “los tíos”, rollizos bachichas de pelo duro y bigote siempre parados, alguno de los dos parado en la puerta del almacén, con los brazos cruzados, aguardando a los posibles clientes, casi todos vecinos del barrio, gente honesta y de no confiar. Los pisos, donde se vendían los productos que estaban dentro de grandes bolsas, porotos, garbanzos, yerba, harina, sumamente gastados de tanto fregarlos, tenían baldosas adornadas con guardas. El piberío que allí se reunía no respetaba a los guardianes, y corrían, esquivando las mercaderías, que siempre terminaban en el suelo.

10

–Osté es un homo porcachum…. –bramaba la tía de Nicolás, mientras ponía los rollizos brazos en jarra y luego gesticulaba amenazante.
–Má perqué diche questo, io no le di motivo para parlarte así de mí.
–Mascalzone, con mis propios ochios lo he visto, Cuando la viudita de allá, vino a comprar mercaduría, y el signore se relamía, quasi no le cobra, se derretía como un panqueque.
La gorda enfurecida se mordía los labios de rabia Y la emprendía con su reseca y desteñida cabellera arrancándose los pelos, en una pasional escena de sainete.
–Bachicha, usted sabe que no me acuerdo de nada. –decía eso mientras se acariciaba sus bigotes de Manubrio– No estará confundida con il mío fratello.
–Somos parecidos, como duas gotitas de aqua.
La tana se enfureció aún más, tomando y arrojando lo que encontraba a mano en el pasillo mugriento, trastos, botellas, piedras y tuti cuanti. Tirando con bastante puntería, Bachicha medio se atajaba con las manos, pero varios proyectiles dieron en el blanco, lo que lo obligó a huir despavorido, corriendo entre la gente, que eran vecinos, y se amontonaban en la puerta del boliche de las columnas, ganando la calle y disparando como un gato, mientras resonaba la carcajada general.

Fragmento de Biografía imaginaria de Nicolás Olivari de Jorge Quiroga)
Próxima publicación en Palabras Amarillas ediciones (2025)