El granito ya era, en los tiempos más antiguos, una clase de piedra notable, y lo es aún más en los nuestros. Los antiguos no lo conocían bajo este nombre. Lo llamaban sienita de Siene, un lugar en los límites de Etiopía. Las enormes dimensiones de esta piedra infunden en los egipcios ideas para obras igualmente colosales. En honor al sol erigieron sus reyes columnas de punta hechas con ella, y por su color salpicado de rojo recibió posteriormente el nombre de “multicolor ardiente”. Todavía son las esfinges, las estatuas de Memnón, las gigantescas columnas, la admiración de los viajeros; y aún en nuestros días eleva el imponente Señor de Roma los restos de un antiguo obelisco, que sus todopoderosos antepasados trajeron entero desde una extraña parte del mundo.
Los modernos dieron a esta clase de roca el nombre que lleva actualmente, debido a su aspecto granulado, y tuvo que soportar en nuestros días momentos de humillación antes de elevarse al prestigio que ahora goza entre todos los naturalistas. Las enormes dimensiones de aquellas columnas puntiagudas y la maravillosa variedad de su textura granulada llevaron a un naturalista italiano a creer que habían sido fraguadas por los egipcios artificialmente a partir de una masa líquida.
Pero esta opinión se desvaneció rápidamente y la dignidad de esta roca fue finalmente confirmada por muchos viajeros con capacidad de observación. Cada camino hacia montañas desconocidas confirmó la antigua experiencia de que lo más alto y lo más profundo era el granito; que este tipo de roca, que ahora se conocía mejor y se aprendía a distinguir de otras, era el fundamento de nuestra Tierra, sobre la que se habían formado todas las demás montañas. En las entrañas más profundas de la Tierra reposa imperturbable; sus altas crestas se elevan, sus picos jamás fueron alcanzados por las aguas que todo lo rodeaban. Esto es lo que sabemos del granito y poco más. Compuesta de elementos conocidos, combinados de forma misteriosa, no permite deducir su origen ni del fuego ni del agua.
Altamente variada en la mayor simplicidad, su mezcla cambia hasta lo innumerable. La disposición y la relación de sus partes, su permanencia, su color, se modifican con cada cordillera; y las masas de cada montaña se distinguen a menudo, paso a paso, en sí mismas. Y sin embargo, en conjunto, vuelven siempre a asemejarse. Y así, cualquiera que conozca el encanto que los secretos de la naturaleza ejercen sobre el hombre, no se extrañará de que yo haya abandonado el círculo de observaciones al que antes me dedicaba y me haya vuelto con una inclinación verdaderamente apasionada hacia este otro. No temo el reproche de que deba ser un espíritu de contradicción el que me haya conducido de la contemplación y la descripción del corazón humano —la parte más joven, variada, móvil, mutable y vulnerable de la creación— a la observación del hijo más antiguo, firme, profundo e inconmovible de la naturaleza. Pues se me concederá de buen grado que todas las cosas naturales están en una conexión íntima, y que el espíritu investigador no se deja excluir fácilmente de aquello que está a su alcance. Sí, concédaseme a mí, que tanto he sufrido y sufro por los vaivenes de los sentimientos humanos, por sus movimientos rápidos en mí mismo y en los demás, esa sublime tranquilidad que otorga la silenciosa, solitaria cercanía de la gran naturaleza, que habla suavemente; y quien tenga un presentimiento de ello, que me siga.
Con estos sentimientos me acerco a vosotros, venerables monumentos de los tiempos más antiguos. Sentado en una alta cumbre desnuda y contemplando una vasta región, puedo decirme: aquí descansas directamente sobre un fundamento que se prolonga hasta los lugares más profundos de la Tierra; ninguna capa más reciente, ningún cúmulo de escombros arrastrados se ha interpuesto entre tú y el sólido suelo del mundo primigenio. No caminas, como en aquellos fértiles y hermosos valles, sobre una tumba persistente; estas cumbres no han producido nada vivo ni han devorado nada vivo: son anteriores a toda vida y están por encima de toda vida. En este instante, en que las fuerzas interiores de atracción y movimiento de la Tierra obran sobre mí como de manera inmediata, en que las influencias del cielo me rodean más de cerca, me hallo elevado a consideraciones más altas de la naturaleza; y, así como el espíritu humano vivifica todo, surge también en mí una comparación cuya grandeza no puedo resistir. Así de solitario, me digo a mí mismo, al mirar hacia abajo desde esta cumbre completamente desnuda, viendo apenas a lo lejos, a sus pies, un musgo de escaso crecimiento: así de solitario, digo, se siente el hombre que solo quiere abrir su alma a los sentimientos más antiguos, primeros y profundos de la verdad. Sí, puede decirse a sí mismo: aquí, sobre el más antiguo, eterno altar, que se asienta directamente en la hondura de la creación, ofrezco un sacrificio al ser de todos los seres. Siento los primeros, más firmes comienzos de nuestra existencia; contemplo el mundo, sus valles más abruptos y más suaves, y sus lejanas praderas fértiles; mi alma se eleva sobre sí misma y sobre todo, y anhela el cielo más cercano. Pero pronto el sol abrasador le despierta la sed y el hambre, sus necesidades humanas. Vuelve la mirada hacia aquellos valles por encima de los cuales su espíritu ya se había elevado; envidia a los habitantes de esas llanuras más fértiles y ricas en manantiales, que han levantado sus dichosas moradas sobre los escombros y ruinas de errores y opiniones, que remueven el polvo de sus antepasados y satisfacen en un círculo estrecho, con calma, las pequeñas necesidades de sus días. Preparada por estos pensamientos, el alma se remonta hacia los siglos pasados; se hacen presente todas las experiencias de los observadores más cuidadosos, todas las conjeturas de los espíritus ardientes. Este acantilado, me digo a mí mismo, era más escarpado, más irregular, más alto hacia las nubes, ya que esta cima aún se erigía como una isla rodeada por el mar en las antiguas aguas, alrededor de ella zumbaba el espíritu que se cernía sobre las olas, y en su amplio seno se formaron las montañas más altas a partir de los restos de la cordillera primitiva y, a partir de sus restos y de los restos de sus propios habitantes, se formaron las montañas posteriores y más lejanas. El musgo comienza a crecer, los habitantes del mar se mueven con menos frecuencia, el agua desciende, las montañas más altas se vuelven verdes, todo comienza a bullir de vida.
Pero pronto nuevas escenas de destrucción se oponen a esta vida. A lo lejos se elevan volcanes en erupción, que parecen amenazar al mundo, sin embargo, los cimientos sobre los que aún descanso seguro permanecen inquebrantables, mientras que los habitantes de las costas e islas lejanas quedan sepultados bajo el suelo traicionero. Dejo de lado cualquier reflexión divagante y contemplo las rocas, cuya presencia eleva mi alma y la llena de seguridad. Veo su masa atravesada por grietas enmarañadas, aquí rectas, allí inclinadas hacia arriba, a veces construidas sobre sí mismas de forma pronunciada, a veces en montones informes como arrojados unas sobre otras, y casi me dan ganas a una primera mirada, de exclamar: aquí nada está en su posición original, aquí todo son escombros, desorden y destrucción. Encontraremos precisamente esta opinión cuando, tras contemplar estas montañas, nos retiremos a nuestro estudio y abramos los libros de nuestros antepasados. Aquí se dice que la cordillera primitiva es completamente compacta, como si estuviera moldeada de una sola pieza, que está separada por fisuras en capas y bancos, que están atravesados por un gran número de pasillos en todas direcciones, a veces se dice que esta roca no tiene capas, sino que se trata de masas enteras separadas sin la más mínima regularidad, mientras que otro observador afirma haber encontrado a veces capas fuertes y otras veces confusión. ¿Cómo podemos conciliar todas estas contradicciones y encontrar una guía para futuras observaciones?
Esto es lo que me propongo hacer en este momento; y aunque no tenga tanta suerte como deseo y espero, mis esfuerzos darán a otros la oportunidad de seguir adelante; pues en las observaciones incluso los errores son útiles, ya que llaman la atención y dan al ingenioso la oportunidad de ejercitarse. Sin embargo, consideraría hacer una advertencia, más para los extranjeros- si este escrito llegara a sus manos- que para los alemanes: aprender a distinguir bien este tipo de roca de otras. Los italianos siguen confundiendo la lava con el granito de grano fino y los franceses, el gneis, al que llaman granito laminado o granito de segundo orden; incluso nosotros, los alemanes, que por lo demás somos tan meticulosos en estas cosas, hasta hace poco confundíamos el tote- un tipo de roca compacta compuesta por cuarzo y cuarcita y que se encuentra principalmente bajo las capas de pizarra- y la roca gris del Harz, una mezcla más reciente de cuarzo y fragmentos de pizarra, con el granito.
J. W. Goethe / Über den Granit, 1784
Traducción: Cuarta Prosa
Ph / Casa de Goethe en Weimar