
“La historia es una pesadilla
de la que estoy tratando de despertar.”
James Joyce
“Lo que quiere decir Joyce
es que el camino de la ficción
es salir de la historia para dirigirse al mito.”
Juan José Saer
La historia es una pesadilla: Sobre La vara y el río de Laura Klein
(Hilos Editora, Bs. As., 2025)
En una tarde o noche cualquiera
En La vara y el río se escribe en la estría del rastrillo de explorar –en una tarde o noche cualquiera– en la que no se podía ya vivir, donde tan solo importa el ritmo y el tono para decir el acto. Este sucede “en la eternidad al acecho antes de reventar el pajonal”. En el borde de la quiebra personal (“Iba a aplastarle ese rostro”), en el trayecto de una tarde o noche en la que se humilla (“Después sucede lo que no conviene”), hasta casi fundirse con el charco con el que tropieza. Todo nacido entre el río y la vara. Se escribe como atados al ritmo y al tono de ninguna interpretación plausible de la intención, aunque insista la posibilidad de alguna transformación. La sensación hace su camino en la imaginación excedentaria, mientras todas las violencias se dicen como una sola violencia. Quedamos tomados por la performatividad del acto poético, para simultáneamente, borrar bloques de pasados. El materialismo se halla en la penetración del pajonal sobre el pensamiento, en el peso que tienen las cosas sobre las palabras. La ontología fluvial que propone horada la noción misma de frontera.
El poemario abre con una cita de Saer: “un acto es una cosa muy seria”. El acto contiene un performativo siempre pendiente: el estar al “acecho” de alguien y el potencial “reventar” algo. También dice un gesto que se asume y soporta en la eternidad: “Atrás de mi extensión cortada, detrás de la raíz / que hundida en la tierra húmeda un día fue arrancada / no hay nada, ninguna historia, nadie que alumbre / las ganas de aplastar una cara en plena alegría de vivir”. La performatividad siempre pendiente(“las ganas de aplastar una cara en plena alegría de vivir”) nos recuerda que los actos nunca son definitivos(“no hay nada, ninguna historia, nadie que alumbre”), sino que están en un estado de flujo constante atados a la interpretación y a la posibilidad de transformación en la ejecución de un acto.
La vara y el río no se limita solo a la ejecución de un acto, sino que incluye la dimensión de su repetición y promueve la citación de un evento. Nos recuerda que cada vez que actuamos, estamos invocando y reiterando “algo” que nos precede, jamás como resentimiento sino como acontecimiento irreversible. Enfrentamos la repetición, que no es nunca una copia exacta de un original, sino que implica una cierta distancia de los estados de cosas vividos, una desviación o una posibilidad de transformación. Es en esta distancia, en esta tensión entre lo que se repite y la forma en que se repite, donde radica la posibilidad de la performatividad del acto poético. Es por ello, tal vez, que los actos performativos abren ficciones involuntarias: “las ganas de aplastar una cara en plena alegría de vivir” –más allá de la dicha y la desdicha, de la risa y de los dones– porque quien escribe desea desprenderse de bloques de pasados. Estoy bien de acuerdo con la frase inicial y el impersonal que interviene en cualquier acto. Un acto es algo serio, porque ensambla lo personal e impersonal de manera simultánea, en una tarde o noche cualquiera.
La historia es una pesadilla
Saer dice que “un acto es una cosa muy seria” e intenta probarlo con un “mito”. La frase contiene la historia de una narración. Un “hombre” que comete varios errores por falta de conocimiento sobre cómo funciona el mundo y las personas que lo rodean. Algunos de sus errores incluyen permitir que su amante lo abandone por una vida más libre, creer que podría controlar a otros hombres y dejar por azar un arma accesible cargada. Debido a estos errores, termina muerto detrás del mostrador de su tienda, habiendo aprendido las lecciones demasiado tarde. Las cosas aprendidas siempre son efectos que llegan demasiado tarde. Saer, en su modo de decir, confirma que: “el camino de la ficción es salir de la historia para dirigirse al mito”. En ese curso vibra la herida encarnada y la lírica como su reverso. No estoy seguro de lo que interpreta Saer sobre Joyce cuando dice: “La historia es una pesadilla de la que estoy tratando de despertar”. Stephen Dedalus lucha por superar las marcas de los bloques de pasados, intenta romper con esa pesadilla histórica y encontrar su camino. Expresión del deseo de romper con “algo” como sea posible. La historia que hunde sus raíces en el mito, es el mayor problema que enfrentamos para decir el deseo de romper.
Me disculpo por la digresión de lo que interpreta Saer sobre Joyce. Retorno a La vara y el río (aunque repongo: “La historia es una pesadilla de la que estoy tratando de despertar”). Acontece algo “entre” (¿la vara y el río? ¿el y ella? ¿ella y ellos?); algo acontece en la distancia del tiempo, en un lapso de la selva espesa de lo real: “el tiempo que me doy para saber si quiero vivir”. Aquí está concentrado todo el acto (en su duración vivida de un performativo siempre pendiente). Por la tensión que esta frase supone, sigo adelante sin dudarlo. Comprendo mejor la pesadilla de La vara y el río. Requiere del tono y del ritmo de su repetición para decir la estría, en el tiempo de aquel instante: “Te suplico, te suplico: No quieras morir”. Todo sucede otra vez, esta semana: “en la eternidad al acecho antes de reventar el pajonal”. La eternidad nos espera en el tiempo que me doy para saber “mi” herida, aquella que existía profunda en el cuerpo, y que solo hemos nacido para encarnarla (“la ola pujaba porque la lancha no me aplastara entera, otra vez, esta semana”). He aquí la pesadilla: otra vez, esta semana, en la eternidad.
La vara y el río me zambulle en esos instantes de ritual, desgastados por la costumbre, que tal vez recuperaron en la situación más adversa, aquel “mito” sensorial inextinguible (¿el deseo de romper?). La vivencia “casi” no es comunicable, apenas impulsa un equívoco, un efecto de deformación, incluso el fantasma de una mentira, pero jamás resulta inauténtica. En el mejor de los casos es una casi-causa de un evento: una pesadilla vital y expresiva, de la cual la poeta trata de despertar por el acto (“Mi junco sueña también que sobrevive”). Nos instalamos entre la vara y el río, entre las ganas de vivir y de morir, entre lo propio y lo impropio. Nos disponemos plenos entre la pesadilla, el sueño y la vigilia. Digo, que nos instalamos “entre”, “en el momento en que nada estaba decidido”. “Éramos la vara”, antes de la conjunción “y”. También, éramos la vara antes del “acto”, de estar al acecho de alguien y de hacer reventar algo. Había “allí” un río y una vara; también “allí” había, un partir la vara y abrir un río; también “allí”, insiste un rostro en noviembre y un futuro inválido. “Siempre un ir juntas: la vara y yo”, cuando nada abre aún diferencias ante la decisión (“de vivir o de no vivir”). La conjunción “y” no solo es un simple conector gramatical, sugiere una conexión abierta donde lo uno no excluye lo otro, sino que se relacionan y transforman (¿la vara y el rio? ¿un partir la vara y abrir un río? ¿un rostro en noviembre y un futuro inválido?). El conector “y” pasa al acto sin pensar en lo inválido. Se golpea el rostro propio, aunque el cuerpo no acompaña; se golpea la cara de otro, para abrir con la mano un río. Suspensivo movimiento “entre”, los golpes de vara y los zarpazos de ola. Temor. Temblor. Miedo…
Contra toda expectativa y dulzor
No, ningún miedo de golpear o de no hacerlo, incluso, aunque persistan algunas dudas suspendidas en el tiempo antes de cualquier golpe. Aunque el ambiente impulsa al acto (“Hasta cuando amanece hay un sector del bicherío que se está muriendo”). Se escribe entre la estría de la conjunción “y”, en el instante del acto, “en la eternidad al acecho antes de reventar el pajonal”. La eternidad nos espera en el tiempo que me doy para saber “mi” herida, aquella que existía profunda antes que “yo” y cualquier “propiedad”, y que nos dice al oído que solo hemos nacido para encarnarla. Todas las violencias se concentran en una sola violencia, aquella de la historia como pesadilla (“Me dejó los ojos en un almendro”). Se escribe contra toda expectativa, bajo amenaza, aunque en la insistencia de una conación. La conjunción “y” enfatiza la multiplicidad (“Yo no soy menos, me dije, / busqué la superficie / y le rajé las ganas de vivir”), en contraste con cualquier identidad (“Mi mano en el junco y su cara iban a ser un río abierto”). Aunque sabemos que el acto es una cosa muy seria, mientras que el concepto mismo de “verdad del acto” es incierto.
Decimos bien, la vara y no el junco. Decimos los dos a la vez: la vara y el junco. Por humilde que sea el junco carga flexible las gotitas del alba, se alabea maleable con el peso, aunque no sabemos si superará el acto (¿las ganas de vivir o de morir?¿la eternidad al acecho antes de reventar el pajonal? ¿la posibilidad de renovación?). Se escribe contra toda expectativa y dulzor. Ninguna humildad y renovación sencillas, mientras suenan zarpazos y golpes. Ni accidentes ni denuncias, ni opresión ni resentimiento. Algo acontece y no acontece “entre”, en el intervalo, en “el tiempo que me doy para saber si quiero vivir”. Marchito está aquello en su infierno, mientras “cuento las flores negras mal cultivadas”. La vara aún vital zanja una vida renovada con saña en su asestar (“Le partí la vara justo en la curva donde doblan las lanchas / en verano). Hay orillas con varas y varas de junco recogidas, ni ascensos ni promesas. Solo se aplica la vara-junco “mío”, más allá de lo estéril y de lo inútil, incluso, aunque la “propiedad” no importe (“y tal vez aún quiera vivir”).
Una melodía casi sin paz, en una noche ajena y rabiosa (“Me dejó los ojos en un almendro”). Sobre la piedra del infortunio, llena de sentimientos extremos, arremeten “contra toda expectativa y dulzor” (“Le golpeé toda la noche sin decírselo”). ¿Dejó estos restos de marejadas el paso del tiempo, el curso de los ríos, el mismísimo ciclo de la vida, la dureza flexible de la vara, o apenas cosas que no podemos negar ni controlar? (“Ahora estoy frente a la vara separada de mí / al dardo quebrado / a la flecha que no alcanza”). El río con orillas, tras un velo de misterio y en los términos de una verdadera tierra incógnita, se llena de preguntas entre el sueño y la vigilia. La escritura vital no es ni demasiado débil para la vida, ni le resulta demasiado grande el vivir. La vara y el río nos hace señas y nos espera, del mismo modo que los eventos que la escanden. En una oscura conformidad humorística, de niño imaginaba las inundaciones como caballos salvajes corriendo. La inundación parecía una manada de bestias en estallido. Su violencia, como todas las violencias, me decía que encarne con calma y perfección el estallido y su desgracia (“El río me esperaba para morir, yo me corría”). Más allá del yuyal que mueve sus tallos, cuando la estepa va contigo, no es posible abandonar el junco. Apenas correrse, como quien dice, “el plan no es mío, viene del río, de una mañana donde la desazón trabó amistad con la lancha colectiva”. Zanja mediante –encarnada con calma y perfección– “se me huyeron las ganas de vivir”, aunque el cauce de las cosas amedrente.
Coda: Ni líquido ni sólido
El golpe estaba todo allí para esperarnos, incluso en su ausencia o en su prevención. Todas las violencias concentradas en una sola. Ya estaba allí la violencia como el río, como una canción de cuna, como el poema inextinguible. Sabemos que la vara no aguanta una semana de lluvia, de agua cargando su tallo. Exploramos en la estría, la tensión entre lo rígido y lo fluido. La exploración de todas las violencias, en una sola y concertada, nos devuelve el estallido propio de una manada salvaje. Lo que importa entre la conjunción y el acto, es el ritmo y el tono para decirlo, porque en este libro parece no haber un solo hecho voluntariamente “ficticio”. El mundo es difícil de percibir, aunque me gustaría poder decir que todo lo que se “cuenta” como artefacto, en el entramado lírico-poético –aunque no hay nada, ninguna historia, nadie que alumbre– proviene de libros leídos, de experiencias personales vividas y ha efectivamente acontecido. En esos instantes de ritual, desgastados por todo aquello cuanto allí había por la costumbre, ella plena se recupera y transforma en la situación más adversa. Hemos habitado la diferencia infinitesimal entre la tierra y el agua, entre la vara y el río. Diferencia que desaparece junto con el carácter móvil de los bordes, entre fenómenos, cosas, imaginarios y potenciales. El materialismo es el “lodo”, precisamente en el punto en que no llega a ser ni líquido ni sólido. Se trata de un materialismo “fangoso” y “chirle”, donde la experiencia cenagosa amenaza con derribar el frágil equilibrio de la realidad.
Adrián Cangi
Ph / Ansel Adams
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