Una versión del Paraíso / Felipe Devincenzi

Añoramos el verano porque el calor ralentiza los pensamientos y esa latencia es ideal para quienes padecemos de ansiedad. Necesitamos sus tardes de siesta y andar descalzo como necesitamos del otoño para sentir, cada tanto, la caricia del viento escurriéndose en la hojarasca o incluso del invierno, que es ideal para acobacharse con las personas que amamos e ignorar la garúa trabajando, escribiendo o tocando un instrumento. Pero existen latitudes donde no hay estos vaivenes; donde el sol brilla perpendicular y las temperaturas son constantes y elevadas. En estos lugares, bien llamados tropicales, es verano todo el tiempo.

Indonesia es un caso ejemplar. El país comprende 17500 islas cálidas que entremezclan ritos animistas, hindúes y budistas con una mayoría musulmana. Recorrerlo entero es improbable, aunque el naturalista Alfred Wallace se acercó bastante, peregrinando sus paisajes espesos durante ocho años para luego describirlos en The Malay Archipelago (1869). Si bien es un libro viejo, sus páginas son ligeras y adictivas y dan cuenta de la diversidad ecosistémica que discurre entre Asia y Australia hasta hoy día. Y en términos culturales pasa lo mismo: en Aceh rige la sharía, en Java y Lombok prevalece el canto de las mezquitas y en Bali se disipan los caños de escape y el quilombo turístico con ofrendas de palo santo y ceremonias vespertinas.

Pero la versión más remota de Indonesia es Papúa. A pesar de ser la segunda isla más grande del mundo, mantiene el halo de los lugares intransitados. El meridiano que la separa en dos países no explica sus múltiples naciones ni sus más de doscientos idiomas. En Raja Ampat, sin ir más lejos, se hablan siete. Se trata de un anexo insular que orbita entre el Pacifico y el mar de Halmahera como si fuera la luna de Guinea, y encaja perfectamente con la postal que provoca invocar una playa de ensueño. De hecho, algunas guías de viaje lo promocionan como el último paraíso; quizás sea porque ahí no hay rutas, y por lo tanto no hay autos, ni edificios de concreto, ni cadenas de hoteles que nos recuerden la existencia de las ciudades. Tampoco hay bares, ni supermercados, ni cajeros automáticos. Sus aldeas son espaciadas y apenas presumen una escuela, una iglesia arrobada con luces de neón, una pérgola que escuda a los perros del mediodía.

Para llegar a Raja Ampat hay que volar a Macasar y luego a Sorong y de ahí tomar un ferry al puerto de Waigeo. Es un viaje sencillo que compartí entre jornaleros, buceadores y unos ornitólogos octogenarios armados con Hasselblads y uniformes corte Nat Geo. Por suerte pertenezco al grupo del medio. Empecé a bucear hace cinco años, incitado por un amigo marplatense y el vago y feliz recuerdo de la serie de Jacques Cousteau que mi tele porteña retransmitía en los años noventa. El mundo submarino, La aventura del hombre, clásicos de enciclopedia para una niñez de internet limitada. Por entonces me cautivaba ese perfil bohemio, acentuado por la pipa y el gorro de lana, pero lo cierto es que Cousteau no solo triunfó por cable, en Cannes, incluso como oficial de la armada francesa, sino que también diseñó el primer sistema de buceo autónomo contemporáneo. El Aqua-Lung fue patentado en 1945 y no difiere demasiado con el equipo que hoy usamos para fines recreativos. Sus poderes se detallan en The Silent World (1953), bestseller precioso que derivó en un documental igualmente icónico, y su diseño está inspirado en las fantasías que desplegó Verne en Vingt mille lieues sous les mers.

Hablemos ahora de estas leguas. El célebre Triángulo de Coral es la principal fábrica de vida marina, ocupa gran parte de las orillas indonesias y el punto de mayor biodiversidad es Raja Ampat. Pasé dos semanas recorriendo sus jardines marcianos, situados entre los cinco y cuarenta metros de profundidad, y algo de esa experiencia reactivó una sensación solo inherente a la infancia, cuando lo que vemos y percibimos recién se descubre y por ende no se puede nombrar. En el parque de mi abuelo, por ejemplo, el verano bonaerense transcurría entre geranios, arrayanes y robles, y la falta de medianeras permitía el quejido de las cigarras y otros pájaros que solo intuía como eco de la arboleda. Una ilusión similar surge en medio del agua: las corrientes del fondo son como un viento tibio, de casi treinta grados, y el lenguaje cede ante las formas caprichosas de los pólipos, ante el fluorescente de las anémonas y un montón de formas que solo puedo evocar visualmente.

Otra ilusión específica del buceo es la ingravidez: en inglés se dice buoyancy y su acepción alternativa es empuje y felicidad. Muchas noches he soñado que volaba, escribía Cousteau al respecto, pero desde mi primera inmersión autónoma no volví a tener ese sueño. Se dice que los únicos en experimentar esa suspensión, ajena al tacto y a la tierra, son los astronautas y buceadores, pero hay una tercera ilusión, todavía más espectacular, que es estrictamente meditativa. Porque a diferencia de otros deportes acuáticos, sumergirse no motiva la competencia, sino un estado de serenidad basado en la respiración controlada. De hecho, respirar en el agua es capcioso porque el aire se comprime ante la presión y escasea variablemente según la profundidad; para racionarlo se puede inhalar como se sorbe una Coca-Cola de vidrio, a consciencia de la minúscula botella, pero la manera más efectiva de prolongar el tiempo de inmersión es no pensar. 

Así y todo, el zen que induce la profundidad responde parcialmente por qué elegimos el mar como santuario de verano. Sea en el Pacífico, en el Mediterráneo o en Necochea, su tranquilidad es aparente y sin dudas impredecible. Conocer sus ambages definió la geopolítica hasta bien entrado el siglo XX, y en sus representaciones el agua siempre es hostil, angustiante o irremediable. Es el caso de The Storm y Robinson Crusoe, los trabajos más importantes de Daniel Defoe. O el de Melville, Hemingway, Steinbeck, incluso el de Iris Murdoch, donde el mar es anfiteatro de la obsesión. Puerto Belgrano, quizás la mejor novela escrita sobre Malvinas, describe la vida de un buque inmenso antes de sucumbir en las fauces del Atlántico Sur. Y de igual manera, el oleaje es el espejo de la guerra en los cuadros de Turner o un fantasma nervioso en los de Courbet. ¿En qué momento, entonces, asociamos la playa, esa frontera con el abismo, al sosiego que nos promete el paraíso? 

The Life Aquatic es una comedia dramática fuertemente basada en las aventuras de Cousteau. Bill Murray interpreta un oceanógrafo ególatra, pedante y depresivo que comanda un equipo de investigadores uniformados con trajes de neopreno y pistolas Glock. El personaje más entrañable es el de Seu Jorge, jefe de seguridad, quien se limita a interpretar temas de Bowie con una guitarra criolla. En portugués, la retórica interestelar de Bowie se adapta magistralmente a la trama marina. Vou lembrar do tempo… de onde eu via o mundo azul. Me gustó reencontrar ese soundtrack en la amura del barco con el que recorrí Raja Ampat, navegando entre cada inmersión y tomando esa birra aguachenta que los indonesios venden bajo la marca Bintang. Después del buceo, la superficie parecía confirmarse como la antesala de una dimensión a la que apenas podemos asomarnos, y la del mar de Halmahera es tan transparente que vemos cómo la luz se refracta y congenia hacia ese lugar remoto.

Comentando las canciones de Seu Jorge, una amiga recién mudada a Rio me dijo que la fonética portuguesa le parece oscilar entre un registro dulce y otro más bien salvaje. Suena como un oxímoron, pero ambas palabras definen el espacio idílico que intento describir. En la escena final de The Life Aquatic, el equipo de Murray descubre un tiburón atigrado de dimensiones colosales, pero el vértigo del avistamiento no induce el pánico, sino un torrente de emociones que el protagonista viene reprimiendo a lo largo de su vida. De igual manera, Cousteau no se cansa de memorar la epifanía que supuso observar el fondo marino por primera vez, armado de unas viejas antiparras Fernez: Hasta la fecha consideraba el mar un obstáculo salado que me irritaba los ojos, por lo que me quedé estupefacto ante lo que contemplé en las aguas de Le Mourillon...

Lo salvaje irrumpe en ambos casos como algo inasible, y esa aparición es un atajo a las emociones más delicadas o las que solemos postergar. Responsable de ese efecto, el paraíso suele encontrarse en lugares poco accesibles y transitorios, sea un rincón del océano, un parque de la infancia o una playa desierta. A veces está bien experimentarlo, no saber nombrarlo y limitarse a respirar. O no poder mirar y entregarse solo a la escucha. En Raja Ampat esto es más fácil porque no hay corriente eléctrica y el mar, de noche, es un rumor primitivo. Dormir a su lado es entender que la felicidad más aguda es una suerte de interrupción.

Yogyakarta, agosto 2025
Fotografías de Felipe Devincenzi