
Extracto de Cinco años a caballo (Editores Argentinos, 2018)
Traducción al francés: Jacques Alagasi (2007)
Extrait de Cinq ans à cheval, traduit en français par Jacques Alagasi (2007)
Toutes les notes de bas de page sont de Jacques Alagasi.
Cuando aprendí todo acerca del frío vino el calor. Cuando me adapté y reaprendí sobre el desierto rionegrino y la pampa, llegó Buenos Aires; lo atravesé conociéndolo. Después me metí en el litoral impresionante; de él me enamoré y, cuando más lo amaba, tuve que irme otra vez. Cuando me resigné, apareció un dios llamado Córdoba. Me encandiló Santiago del Estero; en su luz de sal me quedé (o me quemé), pero terminó en una selva, Tucumán. Su geografía pequeña quedó atrás y entré en Salta. Y en Salta, te cambia la vida. Como un oasis quedó Uruguay, un país para no dejar; y como un llanto Paraguay, guarania de un tiempo sin explicación. Yo nunca creí en los desplazamientos. Y sin embargo viajé, como si quieta estuviese.
Cuando salí tenía un entorno conocido en el que más bien había vivido enquistada; era Buenos Aires, un lugar en el que uno se siente seguro; se mueve como pez en el agua. La ciudad tiene sus códigos y no se tiene más que andar, llamar el ascensor, salir a tomar el colectivo, sentir la distancia social callejera, la vida en suma conocida.
Me trasladé a Río Grande para partir de allí con los caballos. En el avión ni pensé, solo me quedé mirando por la pequeña ventanilla la costa de Santa Cruz y las nubes. Bajé en el aeroparque con un viento atroz, abrazada a un sombrero negro que jamás me había puesto; tampoco conocía su utilidad.
Ya en el campo empecé a sentirme en falta, no entendía una frase completa; como si la gente estuviese hablando en otro idioma. Sabía que debía observar, ser prudente. Tanto espacio y tan poco diálogo empezaron a asustarme. El primer mes llegué a la conclusión de que solo en el truco y en la mateada me sentía normal; eran los únicos códigos que conocía, el resto era de una crudeza sin límites.
Empecé a desenquistarme de lo ciudadano; un parloteo mental me impedía respirar hondo y ver con calma un cielo extremadamente estrellado. Veía carnear los animales con más pánico que interés y luego comía reviviendo la sangre y los gritos. Nunca había matado para comer y menos había visto hacerlo a diario. Cuando el agua se empezó a congelar en las casas, en los charcos y en mi nariz, supe que había vivido en otro mundo. Después, con la sabiduría del campo contra mi perfecta ignorancia en hacer nudos, aparecieron los primeros problemas de cada día; se me desataban los caballos, se me corría la montura, me dolía el cuerpo y solo veía las ancas enormes caminar como seres de patadas en potencia. Buscaba comunicarme con esos bellos animales; no sabía qué era lo efectivo en ese trato y me quería amigar con quinientos kilos de músculos y tendones paranoides. El tiempo fue el único aliado, además del camino, que amansa a los animales volcándolos al hombre cuando se sabe perdidos.
Supe que un caballo tiene querencia, que así se llama a su tierra, la que él conoce y en la que se crió; que al salir de la querencia el animal se da cuenta y es entonces cuando te empieza a respetar. Supe que la dependencia por la comida y la sed también lo acercan a uno; que si se tiene agua cada vez que él la desea se puede empezar también a encontrar su confianza. ¿Y para qué?, para facilitarlo todo, para no correrlo durante una hora por la mañana, o simplemente para ver el camino sobre el lomo de un animal que te reconoce.
Con las personas fue distinto. Cuanto más lejos y desolado, más emocionante es ser visita. Me preguntaba por qué razón los demás cobraban una consistencia tan dramática o absoluta en el hombre de campo. Cualquier prójimo tiene para él poderes similares a los de un dios; la capacidad de ejercer el bien y el mal para con el resto. Traté de que ellos no cobraran consistencia en mí, con su solemnidad tácita que en verdad me aburría, porque así como tomé sus enseñanzas padecí sus críticas. Me fui apaisanando, llenando de elogios en una cultura de recados donde se dice que siempre hay que caer parado y donde impera un clima de inquisición ante la duda. En esos momentos el alivio era llegar a una ciudad, conocer a alguien que también se cuestionara, que fuese amigo de la ironía, de entrar en ella desde el lado de lo sorprendente, una mirada que me hiciera reír. Eso era en la ciudad. Sí, es lindo el campo, pero yo escribí y pinté siempre pensando en la ciudad.
De entrada tuve la idea de que iría a tolerar la naturaleza y no solamente a disfrutar de ella, y era eso precisamente lo que me impulsaba; hacerlo igual. Meterme en el mundo del campo para poner mi cuerpo en esa prueba, bancarme el cuerpo de los animales cerca (demasiado cerca para uno). Porque nunca tuve la ilusión de que la vida es más o menos verdadera según el grado de contacto con lo natural. Así que no me fui, como podría suponerse, a realizar el sueño mítico de una vida primitiva sino a hacer muchas vidas, todas originales y falsas a la vez. Me seducía esta idea: no saber porqué uno hace las cosas pero seguir haciéndolas, no buscarle el sentido sino tratar de esquivarlo, hasta que ese saber se impone de golpe, como en Salta.
Tampoco me fui por renegar de la ciudad, si es lo que más me gusta. Por el contrario, tomé el recorrido por esos caminos como un gran viaje urbano y, en las circunstancias desfavorables (tormenta, por ejemplo) después de pensar que no debía estar así, a la intemperie, me proponía continuar, en fin, desobedecer pero quedándome con algo.
Una vez escuché a un escalador de montañas decir que lo que más le atraía de todo era bajar. Ese tipo escalaba con un vasito de tinto, despacito se la bancaba, hasta se fumaba un pucho en el ascenso (cosa que se supone inadmisible y antideportiva); pero el tipo quería bajar y subía tratando de pasarla bien. Bueno, a mí me ocurrió eso. El campo fue la subida.
Sentía al paisano cerca cuando desde la acción me enseñaba cosas de trabajo que yo necesitaba aprender, quitándome la ignorancia sobre ese hecho concreto que tenía que resolver con urgencia. En esos casos dejaba partes de lado, desechaba esa solemnidad característica, no le creía todo. Porque el paisano no deja ver debilidades en la reflexión. Ese lado fuerte, sobre todo el de sus dichos, siempre fue algo que tuve que soportar. La falta de duda me desesperaba. Sin embargo, algunas veces a la noche tomando vino, sus confesiones eran como un contraste.
Lo que sí me sorprendió fue su facilidad para llorar, sobre todo porque el paisano es alguien a quien siempre le dijeron que los hombres no lloran. Aparece la fortaleza esta de la lágrima y termina siendo frágil, aunque todos se empecinen en enseñarle lo contrario. En general esto sucedía en las despedidas, cuando yo más los quería y ellos me nombraban hija.
Los padecí y los quise, como en las mejores familias. Traté de verlos desde distintas perspectivas, de comprender sus encierros, su madrugar, saber hacerse esos fuegos parejos o afilar los facones y probarlos en el callo del dedo. Pero también lloré (sufrí verdaderamente) cuando repetían palabras y frases. Sin embargo, algo me cautivó de estos hombres, sus dioses de la tierra y el vino volcado antes de beber. Un campo abierto y su buena vista seguirán impresionándome. De la vida esquivé sus optimismos redondos sin salida, y me terminé encontrando con ellos en los detalles de un saber que solo el campo da, cuando hay que vivir en él y arreglárselas. Por eso me tira su palabrita argel, pico-blanco o rabicano; conocer las plantas, saber herrar, sahumar, apartar hacienda; cachimbo de lo que no conoceremos nunca, agua de sus ojos afuera, saber los vientos, entender cada helada. Sé que jamás volveré a verlos de igual a igual, prendiendo un armado de caballo a caballo en medio de una vieja huella bonaerense; que ya no podré estar en el medio de sus vidas, una más de la peonada, maceteando con ellos los cueros en una matera de Alberdi.
Me fui. Ya no más alambrados ni nudos potreadores, ya no más yesquero ni carne de charqui colgando de mi montura. Pero me di el gusto. Viví con ellos. Me quedo con el paisanito puestero solo, sintonizando Bach en la radio, en un mundo de luna y lana, una noche de tormenta entre ovejas blancas; adolescente solo que se hace la sopa y estira el catre.
Los tradicionalistas que se dividen en dos: los que no anduvieron el campo, y el tipo de fortín que ahora está en el pueblo o en la ciudad pero que anduvo y que sabe mucho. El primero va en un Ford Sierra criticando todo con sobrepuesto de carpincho sobre el asiento tapizado. El segundo es el que tantas veces agradecí encontrar, porque es el que entiende sin necesidad de explicárselo que lo primero es atender el animal y después conversar. Si dicen defender lo nacional no pude nunca dejar de discutir con ellos, cordial y hasta de manera divertida como suelen hacerlo.
Nunca quise perder de vista al tipo ese que adopta lo nuevo y lo incorpora, el hombre curioso de campo que busca solucionar sus problemas y se pone la bota de goma (una genialidad), y sale a trabajar en campera de nylon liviana y cómoda bajo la lluvia. Porque el paisano de tierra adentro tuvo sus razones para usar zapatillas deportivas en la semana y después endomingarse, sacar el emprendado de soga hecho por él e ir al desfile.
La vida en el campo es demasiado diversa e inimaginable hasta que la ves. La colla con bolso Nike y mochila Adidas sobre el burro colorido de matra hilada a mano, y la mesa de madera con la gran botella de Pepsi para todos. La Pepsi familiar bajo los algarrobos, los chicos con el medallón de las tortugas Ninjas caminando por la sal del desierto, y un juego de tabas al lado de la bicicleta todo terreno. El que se enoja pierde. Las remeras de University Oklahoma y el ramito de albahaca en la oreja del carnaval de Salta. Que querés, yo no me puedo enojar como los viejos del pueblo más cercano. No me gusta hablar de lo verdadero, porque yo no sé qué es verdadero, si los pantalones turcos son las bombachas que vendió el ejército francés después de la guerra de Crimea y como sobraron todos esos lienzos los vendieron en el Río de la Plata porque era un mercado aprovechable; lo mismo las guitarras españolas, y la vaca, que no es americana. Entonces no hay que juzgar. Nada más santiagueño que un sonido de violín. Después, si se utiliza mal o bien es otro cantar, como la televisión.
El paisano es un gran tipo que no se preocupa por esas locuras del tradicionalismo fanático. ¿Literatura? No sé, nunca vi libros en los ranchos; los vi en las casas, en los cascos de las estancias. Apenas en los ranchos vi los álbumes de fotos: comunión, casamiento, fiesta de quince, bautismo y jineteada; no faltan nunca y son mostrados a los paseantes con lujo de detalles y explicaciones. También vi posters, cuadernos de clase de los chicos y el cuaderno grande en el que se llevan las cuentas de la hacienda y los potreros (los números de vacas, las pariciones, etc.). Además, ellos me lo dijeron: “Al Martín Fierro lo escribió un señor llamado Martín Fierro”.
Cada provincia fue una isla, una isla Córdoba y Santiago del Estero. Islas unidas, rasgos propios, inconfundibles como Salta. La Patagonia es un mundo donde se jubila a los perros. La provincia de Buenos Aires, otro planeta, códigos de avanzada y riqueza de la tierra, criollo con información. El litoral, alegría profunda, sapucai y río; aún así, Misiones es otra isla dentro de él, donde el trabajo es lo más importante. Contrabando de azúcar en una lancha, portuñol, barro que te hunde la boca, un beso profundo de animales. Allí uno también muere, pero porque quiere, no por destino como en Salta. Más bien es una gran voluntad de enterrarse y ver la raíz del pomelo rosado. Qué lugar para llorar y que no te escuchen. En silencio, no a gritos como en Salta. En Misiones llorar es solitario chorrear de lágrimas sin poder contarlo, porque es deseo imposible, buey prohibido que resbala en la huella jabonosa. Diablos, Misiones diablos con caras de pájaro. Río de hombre enorme que ya no canta ni sueña, oro verde, yerba mate hasta en los dedos de los pies, perros verdes de polvo de yerba caminando lentos por el secadero, temor en el estómago, miel de caña y de galpón, lagartos de arcilla y niños tuertos. Adolescentes amamantando al sol bebés rubios y después andar así, de camisa abierta por la chacra, los pechos a la luz entre los árboles del monte y junto a la casa, por si el niño quiere más. Ropa tendida y canoa vieja. Misiones es un hombre recostado de cuerpo selvático con mujeres que le caminan; y él se queda pensativo, criando a los gurises en hamacas paraguayas que ofician de cunas. Territorio límite de otra isla, de nombres húngaros y checos que no vieron ni verán la nieve. Tierra de mi abuela de la que sólo decía:
-Es todo monte.
Y no se equivocaba.
Córdoba es otra isla, como si tuvieran su propia religión, su mundo, y vos entrás. Ojo, estás en Córdoba. Es otra cosa, ahí no andés mostrando que sos rico porque no vas a conmover a nadie, como en la provincia de Buenos Aires, donde muchos querrían ser como sus patrones para estar del otro lado y ser peores que el suyo. Pero ojo, estás en Córdoba, una isla de hermanos, como si vos fueses allí y los tuvieras que encontrar y aparecen, con nombres como Aparicio.
Hay sitios del alma cordobesa en los que no se puede entrar. Los lugareños están cansados del turismo. La visita no es gran cosa, no es como llegar a un lugar adonde nadie va; todos por una razón o por otra pasan por ella. Pero ojo, estás en Córdoba, en la provincia de los caudillos asesinados.
Salta. La Salta que tuerce los destinos. Aún en la fe o en el dominio de la iglesia, la gente anda con su otro dios en el poncho: la Pachamama. En Salta algo te va a pasar, inevitable, como la muerte. Una isla de telas rojas, donde no amanece. Salta es toda anochecer, crepúsculo y viento zonda. Se sale con otra cara de ella, con miradas que se han sumado a la de uno (no tiene retorno esta provincia). Ella es como una república de cóndores, es como hacer el acto de confianza o algo que uno no ha hecho nunca. Va en su dolor un hilo de sangre alta, vida de guanacos y sombras redondas que bajan como ojos. Pájaros que entran en la casa. Ventanas al universo. Vino al pozo del suelo en un estrellado agujero de locura de quien mira para abajo desde su sombrero faltante. Nunca viene. Salta va. Y uno con ella sin carrera desciende o se alza. Salta es vaivén sin vértigo pero con inseguridad; punto fatídico porque uno no está preparado para ese hálito que no es mareo.
Salta muerte, Salta hermosa venganza para robarle a la vida lo que no te iba a dar. Y le dicen la linda, porque viene de joven con los huesos cargados hasta la última partícula, y viene de oxígeno exiliado, y se va de hombre agachado con leña en las manos y en su caminar se dobla la calle. ¿Arrastrar Salta? No. Se arrastra Misiones con uno y que lo sigue. Salta te espera; meses, años. A Salta hay que beberla, engrandecerse siendo la hormiga que, como ella, va entre los cerros; involucrarse en las procesiones con vírgenes de otro cielo o con Elviras sin dueño. Y ser muy justo con el nombre que uno le pone a los perros.
Voy de costado como los cangrejos, arrancando muerte. Quedé de a pie. Después de cinco años de centauro, quedé de a pie. Una ofensa al deseo. Quedé de a pie. Me ahogo, quedé de a pie, no lo quiero recordar. A veces siento que la vereda me toca el mentón y ya no sé medir la estatura de mi cuerpo. Mido cincuenta centímetros. La vida no me dejó, me dejó el caballo, las riendas me dejaron. Me duelen las piernas de no caminar, los ojos de no ver, las manos de no atar. No me animo a lavar este bozal. Cada vez que escucho los cascos al pasar un carro llevando cartón me largo a llorar sin consuelo con la cara entre las manos, y nadie lo entiende. Creen que lloro por el caballo, y no. No siento nostalgia; soy presa del hábito, no sé cómo vivir.
Cinco años es mucho para no bajarse. Mi cuerpo tenía otro cuerpo abajo de mí, de media tonelada a ver si lo entendés; podía correr a sesenta kilómetros por hora sin moverme, y elevar sobre el horizonte mis tres metros. Y durante tanto tiempo fui yo así que ahora me asalta entre los paragolpes el piso cerca de la cara. Tenía una nave de cuero, una tonelada a favor del pensamiento, ocho horas diarias de reflexión obligada; y cada día buscar el agua, pedir la sombra, dormir en el suelo. Me acomodo en este presente de rincón, ya no tengo cuatro orejas y los oídos me zumban.
Entre las deudas estaba caminar, tomar mate arriba de la planta, nadar con un zaino los ríos dulces; brutalmente no filmar nada, ahogar la cámara de fotos e el río; tirar todo. Yo colgué diálogos en las estalactitas que medían cuatro metros, pero porque no tenía con quién hablar. Por eso a veces siento hundirme en un espacio cerrado que no tendrá remedio.
Ahora solo veo agua en vasos y canillas. Me siento un absurdo animal encerrado. Todo aún lo quiero gritar. Me desespero y me violento frente a mi cabezada vacía e el rincón del departamento, y en vez de ver un perro muerto sobre el camino, veo perros vivos caminando sobre el camino muerto.
En el ojo que guía los sobresaltos me tocará un disparo. Eran días de luz al tranco de unos caballos, y a la noche la ansiada oscuridad como una bendición. Dolor imposible de explicar es ahora, cuando de noche hay luz artificial, y siento el espanto.
No lloro caballos, ni vida nómada. Porque no era el hecho de viajar, era el acto. Entro en los bares y todos están hablando. Admiro ahora a estas personas parlantes, pero no puedo entrar. Quedé afuera. De tanto cielo me quedé afuera. Y siento cabras abajo del mundo.
Me fui del viaje. Cierro los ojos entre los edificios con la sensación de los pies descalzos contra las costillas del caballo. La sombra está en todos lados; antes tenía dueño y yo aprendí a pedirla. Ahora no sé qué hacer con tanta sombra colectiva. Entre todas estas puertas que parecen cantidades, pongo la pava. Hice abandono del no hogar. Y salgo a viajar por mi casa y a conocer gente como mi madre.
Los ponchos del pasado me buscan la cabeza. Veo mis riendas tan gastadas que me da euforia de crines ausentes. Me da por tener un cogote cerca de mis piernas y un temblor de relincho en las rodillas. Basta. Ya no sueñes. Ni siquiera la boina me corresponde. Y ando así, en cabeza.

Cinq ans à cheval / Pied à terre, le voyage est fini
Quand j’eus tout appris du froid, la chaleur apparût. Quand enfin je pus m’adapter et recommencer mon apprentissage en traversant le désert du Rio Negro et La Pampa, la province de Buenos Aires s’est présentée ; je l’ai traversée en la connaissant d’avance. Ensuite, je me suis glissée le long du littoral impressionnant ; j’en suis tombée amoureuse, et au moment précis où je l’aimais plus que jamais, j’ai dû partir à nouveau. J’étais déjà résignée quand est apparu un dieu qu’on appelle Córdoba. J’ai été éblouie par Santiago del Estero ; j’ai été brûlée par sa lumière de sel, mais mon parcours s’est terminé dans une jungle : Tucumán. J’ai dépassé sa géographie restreinte, et je suis entrée dans Salta. Et là, la vie a changé. L’Uruguay était semblable à une oasis, un pays qu’il ne faut pas abandonner. Et le Paraguay a été comme un sanglot, où règne la musique d’un temps qui n’admet pas d’explication. Moi je n’ai jamais cru en la validité des déplacements. Toutefois, j’ai voyagé mais comme si en réalité, j’étais restée immobile.
Quand je suis partie, j’ai laissé derrière moi un contexte connu, dans lequel j’avais vécu comme coincée : c’était Buenos Aires, un endroit où l’on se sent en sécurité, où les gens se déplacent comme des poissons dans l’eau. La ville possède ses codes et il n’y a qu’à commencer à bouger, appeler l’ascenseur, prendre l’autobus, sentir la distance sociale qui règne dans ses rues, en un mot la vie connue.
Je suis allée jusqu’au Rio Grande, qui se trouve en Terre de Feu, pour en partir à cheval. Dans l’avion, je n’ai pas pensé un seul instant, je n’ai fait que regarder par le hublot la côte de la Patagonie et les nuages. À l’aérodrome, j’ai été reçue par un vent atroce, et je me suis accrochée à un chapeau noir que je n’avais jamais porté jusque là et que je serrais entre mes bras ; je ne savais pas non plus qu’il pourrait m’être tellement utile.
Déjà à la campagne, je commençais à me sentir coupable : je n’arrivais pas à comprendre une phrase complète des gens qui m’adressaient la parole, comme s’ils parlaient une autre langue. Je savais que je devais observer, être prudente. Tellement d’espace autour de moi et tellement peu de dialogues a commencé à me faire peur. Après le premier mois, je suis arrivée à la conclusion que seulement quand je jouais au truco1, et quand je partageais le mate2, je me sentais à mon aise ; c’étaient les seuls codes que je connaissais, le reste me semblait faire partie d’un contexte d’une extrême crudité, démuni de tout voile.
J’ai commencé petit à petit à me débarrasser de l’ambiance de la ville ; toutefois, un dialogue intérieur m’empêchait de respirer profondément et de regarder tranquillement le ciel plein d’étoiles. Je voyais de quelle manière on découpait la peau des animaux, plus affolée par le spectacle qu’intéressée par lui, et ensuite je mangeais avec en mémoire, le sang et les cris des bêtes. Je n’avais jamais tué pour manger, et je n’avais jamais non plus vu la tuerie des animaux exécutés chaque jour. Quand l’eau a commencé à se congeler dans les maisons, que les ruisseaux se sont couverts de glace, et que mon nez aussi s’est endurci, je me suis rendue compte que j’avais vécu dans un autre monde.
Ensuite, la sagesse de la campagne qui a commencé à mettre à jour mon ignorance absolue pour faire des nœuds, a laissé apparaître les problèmes quotidiens ; les chevaux s’échappaient parce qu’ils étaient mal attachés, la selle du cheval glissait sous mes jambes, j’avais tout le corps endolori, et je voyais seulement les énormes croupes des animaux qui déambulaient devant moi et qui étaient capables à n’importe quel instant de m’infliger un coup de patte. J’ai essayé d’établir une communication avec ces beaux animaux ; je ne savais pas comment me conduire avec eux, ni comment être l’amie d’une bête qui pesait cinq cents kilos, toute en muscles et tendons dotés d’un comportement paranoïaque pour être la proie de son maître. Le temps a été mon principal allié, et aussi le chemin parcouru ensemble, chemin qui adoucit les animaux et les fait se rapprocher des hommes quand ils se sentent perdus.
J’ai appris qu’un cheval a un berceau, que c’est ainsi qu’on appelle la terre qu’il connaît et où il a été élevé ; que l’animal se rend compte quand il en sort, et c’est alors qu’il commence à te respecter. J’ai aussi appris que la dépendance vis à vis de la nourriture et de la soif sont aussi des facteurs qui facilitent le rapprochement ; que si le cheval peut boire chaque fois qu’il le désire, il apprend la confiance en celui qui lui permet de satisfaire sa soif. Et tout cela dans quel but ? Pour que tout soit plus facile, pour ne pas le poursuivre une heure tous les matins, ou bien simplement pour observer le chemin en selle sur le dos d’un animal qui te reconnaît.
Avec les gens, cela a été différent. Plus le paysage était lointain et désolé, plus grande était l’émotion d’être seulement un visiteur. Je me suis demandée pour quelle raison les autres êtres humains avaient une opinion tellement dramatique et absolue pour l’homme qui vit à la campagne ; n’importe lequel de ses semblables possède en ce qui le concerne les pouvoirs d’un dieu, la capacité d’exercer le bien et le mal autour de lui. J’ai essayé de ne pas les couvrir de tels préjugés, eux qui étaient tellement solennels au point de m’ennuyer ; car j’ai profité de leur enseignement, mais j’ai aussi subi leurs critiques. J’ai commencé à m’assimiler à eux, je les couvrais d’éloges, au sein d’une culture pleine de précautions envers l’autre, où on dit qu’il faut toujours tomber sur ses pieds, et où règne un climat d’inquisition quand apparaît le doute. En ces moments, le soulagement consistait à arriver en ville, connaître quelqu’un qui acceptait le doute, quelqu’un enclin à l’ironie, capable de se laisser surprendre par elle, et croiser un regard qui me fasse rire. C’était la ville. Oui bien sûr, la campagne est très belle, mais j’ai toujours écrit et peint en pensant à la ville.
D’emblée j’ai eu l’idée que j’allais supporter la nature, qu’il ne s’agissait pas d’en tirer du plaisir, et c’était justement l’idée qui me poussait à mener l’aventure jusqu’au bout; la faire de toutes façons. M’introduire dans le monde de la campagne, exposer mon corps à cette épreuve, supporter le corps des animaux (trop proches de moi). Car je n’ai jamais eu l’illusion que la vie soit plus au moins authentique selon l’importance du contact avec la nature. De sorte que je ne suis pas partie, comme on pourrait le supposer, pour réaliser le songe mythique d’une vie primitive, sinon pour mener à bout plusieurs vies, toutes originales et fausses en même temps. L’idée qui me séduisait était de ne pas bien savoir comment faire les choses, mais de les faire quand même, de ne pas essayer d’en trouver le sens, mais plutôt de l’esquiver, jusqu’à ce que ce savoir finisse par s’imposer, tout à coup, comme ce qui m’est arrivé à Salta.
Je ne suis pas non plus partie parce que j’en avais assez de la ville, c’est ce qui me plaît le plus. Au contraire, j’ai pris ce trajet en suivant ces chemins comme s’il s’agissait d’un grand voyage urbain, et quand je devais traverser des circonstance défavorables (une tempête par exemple), je me disais que je n’aurais pas dû rester comme ça, exposée aux éléments, mais je m’obligeais à continuer ; je n’obéissais pas à cette voix intérieure qui m’incitait à renoncer à l’entreprise, quelquefois il est nécessaire de faire ce qu’on pense ne pas devoir faire pour arriver à s’enrichir d’une certaine façon.
Un jour j’ai écouté un alpiniste dire que ce qui l’enthousiasmait le plus c’était les descentes. Ce type faisait l’escalade un verre de vin à la main, il montait tout doucement, supportant tous les inconvénients, il arrivait même à fumer une cigarette pendant qu’il escaladait (chose considérée inadmissible et pas du tout sportive), mais cet homme voulait descendre une fois arrivé à son objectif, et il allait au bout de l’escalade en essayant d’éprouver le plus de plaisir possible. Bon, c’est ce qui m’est arrivée. La campagne a été pour moi ce que cette montée vers les sommets fût pour l’alpiniste.
Je sentais l’homme de la campagne tout proche de moi quand il me montrait à travers des exemples des choses du travail que j’avais besoin d’apprendre, m’enseignant à résoudre une situation concrète que je devais solutionner d’une manière péremptoire. Dans ces cas, je laissais de côté des parties de l’enseignement, jéc’artais cette solennité caractéristique des paysans, je ne croyais pas tout ce qu’il me disait. Car l’homme de la campagne ne laisse entrevoir aucune faiblesse dans ces réflexions. Cet aspect invulnérable, surtout dans ces discours, a toujours été quelque chose que j’ai dû supporter. L’absence de tout doute me consternait. Toutefois, quelques soirs, avec une bouteille de vin à la main, leurs confessions constituaient un contraste vis à vis de leur conduite habituelle.
Ce qui m’a toujours surprise c’était la facilité qu’ils avaient à se mettre à pleurer, surtout à cause de ce qu’on leur disait, que les hommes ne pleurent pas. Tout à coup apparaissait cette force des larmes, et cela mettait en évidence leur fragilité, malgré le fait que tout le monde s’entête à leur montrer le contraire. En général, cela avait lieu dans les adieux, c’est là où je les aimais le plus, et ils m’appelaient leur fille.
J’ai souffert à cause de ces hommes, et je les ai aimé, comme dans les meilleures familles. J’ai essayé de me rapprocher de’ux sous différents angles, de comprendre cette tendance à l’enfermement, d’assister à leur réveil, d’apprendre á faire ces feux uniformes, d’aiguiser les dagues et d’essayer de les utiliser pour diminuer les cors des doigts. Mais j’ai aussi pleuré (j’ai vraiment souffert) quand ils répétaient méthodiquement les mêmes paroles et les mêmes phrases. Toutefois, ces hommes m’ont fasciné, j’ai beaucoup aimé leur dieu de la terre, et le vin versé avant de boire, pour que terre aussi reçoive sa part. Un champ qui s’étend à perte de vue, et son beau paysage, continueront à m’impressionner. Au cours de la vie de tous les jours, j’ai essayé d’esquiver cet optimisme sans issue, résistant à toutes les épreuves, qu’ils démontraient en permanence, et j’ai fini par me joindre à eux pour les détails d’un savoir que seulement la campagne pouvait offrir, quand il fallait y vivre et s’arranger d’une façon ou d’une autre. J’ai été attirée par les mots qui pour moi demeuraient sans explication, argel, picoblanco, rabicano ; connaître les plantes, ferrer un cheval, répandre l’encens, séparer le bétail, et tant d’autres mots qui faisaient allusion à quelque chose qu’en fin de compte nous ne connaîtrions jamais ; voir ces hommes pleurer à un rythme identique à leur façon de parler, connaître les noms des différents vents, comprendre la raison pour laquelle le champ se couvrait de glace. Je sais que je ne les verrai jamais plus comme à cette époque, demandant du feu d’un cheval à l’autre pour allumer une cigarette qu’eux-mêmes confectionnaient le long d’un vieux chemin étroit, que je ne pourrai jamais plus être mêlée à leur vie, en étant une personne de plus dans le groupe des hommes à cheval, macérant avec eux le cuir des bêtes, partageant le mate dans un espace libre d’une ville qui s’appelle Alberdi.
Je suis partie. Plus de fils barbelés, plus de nœuds pour cavaler, plus de pâte faite avec des champignons secs pour faire le feu, plus de viande séchée au soleil, attachée à ma monture. Mais j’ai accompli mon désir. J’ai vécu avec eux. Je conserve dans ma mémoire l’image du petit paysan à son poste, avec une petite radio, essayant d’écouter Bach, entouré d’un monde de lunes et de laine, en une nuit de tempête, au milieu de ses brebis blanches. Un adolescent solitaire qui cuisine sa soupe et prépare son lit de camp.
Ceux qui suivent la tradition se divisent en deux groupes : ceux qui n’ont pas parcouru la campagne, et ceux qui vivent maintenant au village ou en ville, mais qui ont connu la campagne à fond et savent transmettre leur expérience. Ceux du premier groupe se déplacent en voiture luxueuse, aux sièges tapissés de cuir, critiquant tout ce qu’ils voient. La personne du deuxième groupe est celle que j’ai tant de fois remerciée pour l’avoir rencontrée, parce que c’est celle qui comprend sans explications superflues que la première des choses à faire est de s’occuper de l’animal, et ensuite d’entretenir une conversation. Malgré le fait que les personnes du premier groupe disent défendre notre esprit national, je n’ai jamais pu m’empêcher de discuter avec elles, d’une manière cordiale et amusante, comme elles le font entre elles ; j’ai chaque fois utilisé l’argument qu’il ne fallait jamais perdre de vue le type qui adopte une nouveauté et la fait sienne, l’homme de la campagne plein de curiosité qui cherche à solutionner ses problèmes et enfile ses bottes en caoutchouc (une invention géniale), qui part travailler à l’aube avec un blouson de nylon très fin pour être à l’aise sous la pluie. Car le paysan qui vit au fond des provinces a de bonnes raisons pour utiliser des espadrilles pendant la semaine et, en fin de semaine, pour se coiffer soigneusement avec de la brillantine, s’emparer de cette corde enroulée de manière spéciale avec laquelle il recouvre son cheval, et se rendre tout préparé au défilé.
La vie à la campagne est trop diverse, et on ne peut l’imaginer sans l’avoir vue. L’indienne colla3, avec sa trousse de la marque Nike, son havresac de marque Adidas, montée sur l’âne affublé d’une couverture de grosse laine tissée à la main, la table de bois avec la grande bouteille de Pepsi pour tout le monde. La bouteille de Pepsi sous les chênes, les enfants avec le médaillon des tortues Ninjas, marchant à travers les étendues pleines de sel du désert, munis d’un jeu de tabas4, et d’une bicyclette tout terrain. Celui qui se met en colère perd. Les tee-shirts de l’université de Oklahoma et les bouquets de basilic aux oreilles, c’est le spectacle que m’offrait le carnaval de Salta. Que veux-tu, je ne peux pas me fâcher avec les vieux du village tout proche. Je n’aime pas parler de ce qui est authentique, parce que je ne sais pas ce qui est authentique, si les pantalons turcs qu’ils arborent sont les pantalons bouffants qu’a vendu l’armée française après la guerre de Crimée, surplus de vêtements qu’ils ont vendu dans ces terres du Río de la Plata parce que c’était un marché qui offrait des avantages ; de la même manière, les guitares espagnoles, et la vache, qui n’est pas américaine. Alors, il ne faut pas juger. Il n’y a rien de plus typique dans la région de Santiago del Estero que le son d’un violon. Si on l’utilise bien ou mal, c’est une autre histoire, comme la télévision.
L’homme de la campagne est un type fantastique qui ne s’occupe pas des folies qui règnent dans la tradition fanatique. La littérature ? Je ne sais pas, je n’ai jamais vu de livres dans leur mansarde ; je les ai vu dans les maisons des alentours des grandes fermes. Dans quelques pauvres huttes, j’ai vu des albums de photos : communion, mariage, baptême, et concours de dextérité équestre ; ces photos ne manquent jamais, et on les montre aux visiteurs avec d’abondants détails et explications. J’ai aussi vu des affiches, les cahiers de classe des enfants, et le grand cahier où l’on tient les comptes du bétail et des nouvelles naissances. En plus, ils m’on dit : le Martin Fierro a été écrit par un monsieur qui s’appelait Martin Fierro5.
Chaque province a été une île, l’île de Córdoba et de Santiago del Estero. Ce sont des îles unies entre elles, qui ont des caractéristiques propres, qui ne peuvent pas être confondues avec une autre province, comme Salta. La Patagonie est un monde où l’on met les chiens à la retraite. La province de Buenos Aires, une autre planète, qui possède des codes raffinés,
une terre d’une richesse extraordinaire, ce sont les habitants de ces terres qui possèdent un grand bagage d’informations. Le littoral, empreint d’une joie profonde, sapucay6 et fleuve ; mais ce littoral contient une autre île, Misiones, où le travail est la chose la plus importante.
Contrebande de sucre en barque, un langage qui est un mélange de portugais et d’espagnol, une boue qui fond dans la bouche, et la sensation que les animaux vous donnent des baisers prolongés. Là aussi on meurt, mais c’est une mort choisie, non pas à cause du destin, comme à Salta. Il existe là, plutôt une volonté de s’enterrer, pour voir la racine du pamplemousse rose. Quel endroit magnifique pour pleurer et ne pas être écouté! Tout a lieu en silence, il n’y a pas de cris à Salta. Dans cette province, Misiones, pleurer consiste en un ruisseau de larmes sans paroles, parce qu’il s’agit d’un désir impossible, on peut la comparer à un bœuf sacré qui trébuche dans les traces qu’il laisse dans la boue rouge, glissante comme du savon. La province est pleine de diables, des diables à visage d’oiseau, c’est comme un fleuve que parcourt un géant, qui ne chante plus, ne rêve plus, tout est en or vert, on trouve partout cette plante, le maté, jusqu’au doigt de pieds ; les chiens aussi sont verts, à cause de la prépondérance de cette plante, et ils cheminent lentement à travers les lieux destinés à sécher la plante ; on est possédé d’une crainte qui vous prend l’estomac, compensée par le miel de la canne à sucre qu’on trouve dans les hangars, comme s’il s’agissait de lézards d’ardoise. On y trouve plein d’enfants borgnes et d’adolescentes qui donnent le sein à des bébés blonds, et ensuite elles se promènent avec la chemise déboutonnée tout le long de la grange, les seins nus, entre les arbres de la colline, mais en prenant la précaution de ne pas trop s’éloigner de la maison, dans le cas où le bébé aurait encore faim. Des linges tendus accrochés à une corde, une vieille barque… Misiones est comme un homme étendu, doté d’un corps qui semble une jungle, avec des femmes qui lui marchent dessus ; et lui reste pensif, élevant les petits enfants grâce aux hamacs du Paraguay qui servent de berceau.
Il s’agit d’un territoire qui établit une limite avec une autre île, territoire qui résonne avec des noms hongrois et tchécoslovaques, qui n’ont pas vu ni ne verront jamais la neige. La terre de ma grand-mère qui me disait : c’est partout des jungles d’arbres. Et elle ne se trompait pas.
Córdoba est une autre île, qui possède sa propre religion, son monde… et il s’agit d’y entrer. Attention, tu es à Cordoba. Ici c’est autre chose, ici il n’est pas question d’étaler sa richesse, parce que personne n’y est sensible, contrairement à ce qui arrive dans la province de Buenos Aires, où tout le monde veut être patron pour être de l’autre côté et traiter les autres pire que ce que eux-mêmes ont souffert. Mais attention, vous êtes à Córdoba, une île où règne la fraternité, où vous arrivez et vous devez nécessairement rencontrer les habitants, et ils font leur apparition, et ils ont des noms comme Aparicio7.
Il existe des endroits avec l’âme de Cordoba qu’on ne peut pas pénétrer. Les habitantes de cette province ne supportent plus le tourisme. La vue là-bas n’est pas grand chose, ce n’est pas comme quand on arrive dans un endroit où il n’y a personne : tout le monde, pour une raison ou pour une autre passe par Cordoba. Mais attention, tu es à Cordoba, dans la province des grands personnages historiques qui ont été assassinés.
Salta qui tord les destins. Malgré la foi et la domination de l’église, les gens circulent avec un autre dieu sous leur poncho8: La Pachamama9. Dans cette province, quelque chose va t’arriver, quelque chose d’inévitable comme la mort. Une île de briques rouges, où l’aube n’existe pas. Salta est entièrement un crépuscule, où souffle le vent zonda. On en sort avec un autre visage, plein des regards qui s’ajoutent au sien (cette province laisse une marque qu’on ne peut plus effacer). C’est comme une république de condors, c’est comme réaliser le vœu de la confiance en quelque chose, ou bien mener à bout ce que l’on n’a jamais fait. La douleur de Salta est accompagnée par un filet de sang bleu, elle est pleine d’une vie de huanacos et d’ombres rondes qui descendent comme s’il s’agissait d’yeux. D’oiseaux qui entrent dans les demeures. De fenêtres qui s’ouvrent sur l’univers. Du vin qu’on puise dans le sol, un trou étoilé pour qui jette un coup d’œil vers le bas, sous un chapeau inexistant. Salta ne vient jamais à l’encontre des gens. Salta est toujours en fuite. Et celui qui l’accompagne dans sa course descend ou monte. Salta est un va et vient vertigineux sans aucun rythme, mais plein di’nsécurité : c’est un point fatidique parce que l’on n’est pas préparé pour affronter ce souffle que n’accompagne aucun vertige.
Salta et la mort, Salta, une belle vengeance pour quiconque veut voler à la vie ce qu’elle n’allait pas lui donner. Et en plus on l’appelle Salta la belle, parce qu’elle est dotée depuis sa jeunesse d’os pleins jusqu’à leur dernière particule, elle provient d’un oxygène qui a connu l’exil, et elle déambule les épaules basses, avec des bûches entre ses mains, et au cours du chemin qu’elle parcourt, on s’aperçoit qu’on traverse la rue. S’emparer de Salta ? Il n’en est pas question. On s’empare de Missiones, et elle nous accompagne. Salta par contre vous attend, des mois et des années. Il faut la boire, se sentir grandir tout en étant une fourmi qui, comme elle, fait son chemin entre les petits monts. Il faut se mêler aux processions avec les vierges qui appartiennent à d’autres cieux, ou avec des Elvira qui n’ont pas de patron. Et il faut être très juste quand il s’agit de donner un nom aux chiens.
Je marche de côté comme les crabes, arrachant la mort de mon chemin. Je suis restée à pied. Après cinq années vivant comme les centaures, je suis restée à pied. C’est une offense à mon désir. Je suis restée à pied. J’étouffe, je suis restée à pied, je ne veux pas m’en souvenir. Quelquefois je sens que le trottoir m’est arrivé au menton, et je ne sais plus mesurer la hauteur de mon corps. Je mesure cinquante centimètres. Ce n’est pas la vie qui m’a abandonné, c’est le cheval qui m’a quitté, les rênes m’ont laissé. J’ai mal aux jambes faute de marcher, j’ai mal aux yeux de ne plus voir, j’ai mal aux mains, parce qu’elles ne font plus de nœuds. Je n’ose pas laver ce mors qui demeure dans ma mémoire. Chaque fois que j’écoute le bruit des fers des chevaux qui retentissent au passage d’un chariot qui transporte du carton, en ville, je me mets à pleurer sans arrêt, le visage entre les mains, et personne ne comprend mon attitude. Les gens croient que je pleure à cause du cheval. Non. Je n’ai pas de nostalgie, je suis la proie de l’habitude, je ne sais plus comment vivre.
Cinq ans, c’est beaucoup pour ne pas descendre du cheval. Mon corps avait un autre corps sous lui, d’une demi tonne, tu me comprends ? Je pouvais courir à soixante kilomètres par heure sans bouger, et voir ma silhouette de trois mètres se découper sur l’horizon. Et j’ai vécu tellement de temps comme ça que maintenant je sens, entre les pare-chocs des voitures, le sol qui me saute au visage. Je possédais un navire de cuir, une tonne qui favorisait la pensée, huit heures de réflexion obligée par jour. Et tous les jours, chercher l’eau, chercher l’ombre, dormir sur le sol. J’essaye de m’adapter à ce présent fait de quatre coins de mur, je n’ai plus quatre oreilles, et mon ouïe produit comme un bourdonnement permanent.
Parmi les dettes qui subsistent, je peux mentionner le fait de boire un mate sur une plante, nager à cheval dans les fleuves d’eau douce, et tout d’un coup, ne plus avoir envie de filmer, jeter la caméra à l’eau, tout jeter. J’ai suspendu des dialogues aux stalactites de quatre mètres de haut, parce que je n’avais personne à qui parler. C’est la raison pour laquelle quelquefois j’ai l’impression de me noyer dans un espace fermé qui n’a pas d’issue.
Maintenant, je bois seulement l’eau du robinet. Je me sens comme un animal absurde, enfermé. J’ai envie de crier. Je sens un grand désespoir, et j’éprouve une sensation de violence quand je me sens la tête vide dans un coin de mon appartement. Au lieu de voir un chien mort sur le chemin, je vois des chiens morts qui marchent sur un chemin mort.
J’ai l’impression qu’un sursaut va se produire, qu’une espèce de coup de feu éclatera dans mon œil. À cheval, c’était des jours lumineux qui se déroulaient, et la nuit surgissait l’obscurité tant désirée, qui était une sorte de bénédiction. Maintenant c’est une douleur que je ne peux pas expliquer, celle qui m’envahit quand pendant la nuit surgit la lumière artificielle, et je sens une grande frayeur.
Je ne pleure pas mes chevaux, ni ma vie de nomade. Parce qu’il ne s’agissait pas de voyager, il s’agissait d’accomplir un acte. Je rentre dans les bars, et tout le monde parle. J’admire ces gens qui parlent, mais je ne peux pas entrer dans ces endroits. Je suis restée étrangère à tout cela. À force de regarder le ciel, je suis restée en dehors de tout. Et je sens que les chèvres sont au dessous du monde.
J’ai fini le voyage. Je ferme les yeux parmi les immeubles, avec la sensation des pieds nus contre les flancs du cheval. L’ombre est partout ; avant cela, l’ombre avait un patron, et moi j’avais appris à la lui demander. Maintenant, je ne sais que faire avec tant d’ombre collective. Parmi toutes ces portes qui semblent se multiplier, je mets la bouilloire ; celle qui me permettait de savourer le mate. Je crois que j’ai fait l’abandon de la vie sans demeure fixe. Et en conséquence je voyage chez moi et j’essaye de connaître du monde comme ma mère le fait.
Les ponchos du passé cherchent ma tête. Je vois mes rênes tellement usées que j’éprouve la joie que provoque l’image des crins de chevaux absents. J’aimerais avoir une échine près de mes jambes, et le tremblement du hennissement du cheval entre mes genoux. Bon, ça suffit. Arrête de rêver. Même la casquette de laine n’est plus pour moi. Et je chemine dans la vie, la tête nue.
1 Jeu de cartes typiquement argentin, où l’art de mentir est fondamental
2 Breuvage typiquement argentin, une sorte d’infusion d’une plante qui croît dans les régions de Misiones et de Corrientes, et qui fait partie d’un rituel qui consiste à passer un récipient qui s’appelle justement mate, muni d’un espèce de chalumeau en métal, à tous les présents
3 Une race d’indien qui subsiste en Argentine.
4 Un jeu qui consiste à jeter l’os d’une patte de vache enduite d’un métal obscur d’une de ces faces, l’autre étant recouverte d’un métal clair, et celui qui perd est celui qui jette l’os qui tombe sur sa face obscure
5 Le livre Martin Fierro est un classique de la littérature de cette région du Rio de la Plata, et son auteur s’appelle José Hernandez
6 Un cri caractéristique de cette région
7 Aparicio est un nom fréquent dans ces régions, qui pourrait être traduit par : celui qui apparaît
8 Vêtement de laine épaisse, qui passe par la tête grâce à une ample ouverture, et qui recouvre les poings, les épaules et la poitrine.)
9 C’est la déesse de la terre.
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