Doce disparos / Felipe Devincenzi

Es un día radiante en las afueras de Cerro Muriano, a pocos kilómetros de Córdoba. El sol imprime sombras nítidas sobre el pastizal y en ese paisaje camina Federico Borrell, miliciano anarquista, con su fusil Mauser echado al hombro. O tal vez no está caminando. Tal vez corre en una dirección específica, al son de una orden superior, la de su comandante, aunque esto último tampoco podemos saberlo. Lo único certero es que hay algo que lo detiene en seco. Algo tan potente que sus rodillas se quiebran y su torso se arquea como el de un crucificado. Federico empieza a caer, sus articulaciones pierden fuerza y abandona el arma con ligereza. ¿El impacto le rompió una costilla, el tórax, le astilló el cráneo? De su cuerpo solo adivinamos un contorno desdibujado. Esto es extraño, porque la tarde es ideal para hacer fotos en movimiento, para congelarlo todo con una obturación fugaz y deportiva, pero la secuencia es tan repentina, tan violenta, que la carne de Borrell no alcanza a amortiguar un proyectil que viaja, con toda seguridad, más rápido que el parpadeo.

The falling soldier es la obra más debatida de Robert Capa y probablemente el capítulo inaugural del periodismo de guerra. Era fines de 1936, las imágenes telegrafiadas engordaban el papel prensa y esta acusa una precisión inédita. De hecho es difícil inferir si el instante de obturación precede o sucede el gatillo del tirador; si Borrell vive en ese cuadro, o si murió un milisegundo antes, o si moriría después, desangrándose sobre la tierra tibia. Pero el que no muere es Robert Capa. Y este no es un detalle menor, porque no sabemos si el fotógrafo está al resguardo de un blindado, de una trinchera que le garantice un destino más feliz que el de Borrell, a quien captura ligeramente adelantado, como quien pasa una pelota de rugby. A juzgar por todo lo que hará después, lo más lógico es asumir que ambos están por igual, a merced del campo de tiro, y que a los ojos del enemigo es Borrell quien sostiene una carabina y dos cartucheras mientras Capa, en cambio, solo lleva una cámara.

La foto se viralizó al ilustrar un artículo de Life del 12 de julio de 1937 que anunciaba la muerte de medio millón de españoles durante el primer año de conflicto: ocupa tres cuartos de carilla y antecede el trailer de un documental comentado por Ernest Hemingway y financiado por John Dos Passos. Previo a hacerse un lugar entre tales celebridades, Capa había deambulado por París bajo el nombre legal de Endre Friedmann, donde conoció a Gerda Taro y forjó un vínculo similar al que Lee Miller mantuvo con Man Ray a pocas cuadras de distancia. Amor, experimentación, competencia: en 1936 partieron juntos a España y acumularon los negativos que dos años más tarde se publicarían en Nueva York como Death in the making. Para entonces Gerda había muerto en acción y Franco arrinconaba a los republicanos contra los Pirineos, un transcurso tan imprevisto que esas tomas tempranas parecen salidas de otra guerra, una más grácil y plena, retratada por dos jóvenes enérgicos, optimistas y enamorados.

Reeditado en 2020, lo llamativo de Death in the making son los epígrafes que exaltan el poder narrativo de esos retratos radiantes: párrafos breves, bosquejados en la premura de las caravanas que atravesaban la península y que proyectan, ya en Capa, un vínculo indisociable entre la manera de escribir y fotografiar. Al contrario, su estilo se endurece en Slightly out of focus, crónica de sus aventuras europeas junto a las fuerzas aliadas. Acá el tono es canchero y ligeramente apático, y no sabemos si intenta socavar el dolor que supuso perder a Gerda o si quiere replicar The sun also rises de Hemingway, con quien había hecho amistad en España y festejaría la liberación de París en agosto del 44’. Pero si bien es cierto que Robert era húngaro, y que su voz filtraba un acento trabado sobre un inglés prematuro, su relato no solo maravilla por sus metáforas concisas, por su picardía sintáctica, sino también por su temeridad, naturalizando las circunstancias de un trabajo que reprime los instintos más básicos de autopreservación en busca de resultados contemplativos. If I was to share the funeral, anticipa en el libro, I would have to share the procession.

Asentado provisoriamente en Nueva York y algo flojo de papeles, Capa partió a Londres con un encargo del semanal Collier’s y pronto se las ingenió para llegar al frente africano a principios del 43. Desde Argel se internó en el desierto hasta dar con Feriana, Túnez, donde tuvo que ser desminado por un equipo antiexplosivos, y luego cubrió la batalla de El Guettar, episodio decisivo para los yanquis del cual reniega porque, según dice, sus fotos no llegan a capturar “la tensión y el drama propio de la batalla”. De esa camada se queja del polvo, de la monotonía y la sordidez del Sahara. En busca de revelados más prístinos, se incorporó luego a la división de paracaidistas que invadiría Sicilia, saltando al vacío y avanzando hasta Palermo, lo que le valdría otro artículo completo en Life. Semanas más tarde, Capa enriquecería su portfolio con una serie de imágenes hechas en Campania, esta vez menos felices, alternando la fiesta del armisticio con funerales de jóvenes partisanos y los escombros que dejó el atentado contra el Correo napolitano de octubre de 1943, por entonces ocupado por familias y refugiados.

Así y todo, el episodio central de Slightly out of focus es el desembarco de Normandía. No solo por su relevancia histórica, sino porque trastoca el límite al que puede llegar un reportero de guerra, dando lugar a las once imágenes comúnmente apodadas las magníficas. De Normandía, claro, sabemos los detalles objetivos: que fue un operativo agravado por las condiciones climáticas, y que la lluvia de acero alemán fue resistida por ciento cincuenta mil jóvenes a bordo de cinco mil barcos que navegaron de madrugada bajo la escolta de diez mil aviones artillados. Una apuesta demencial, al punto que los aliados sumergieron enormes bloques de cemento para improvisar puertos en medio de la Mancha, por lo que tampoco sorprende que el US Signal Corps dispusiera de Arriflex de 35 mm para filmar la invasión, y de oficiales como Robert Sargeant, el guardia costero que realizó la fotografía más citada de aquel 6 de junio.

La composición, la profundidad de campo y nitidez de Into the jaws of death son un hito del archivo histórico, pero Capa iría todavía más lejos. En su biografía comenta el clima enrarecido USS Chase, cuya tripulación separa en soldados que se distraen jugando a las cartas y quienes las escriben anticipando su muerte. Pero nadie esperaba que las primeras Higgins en llegar a Francia pudieran tener bajas de hasta un noventa por ciento, ni siquiera el mismo Capa, quien creía que el muro atlántico era una exageración propagandística de los nazis. La suya partió entre las primeras, a las cuatro de la mañana, y aún le quedaban un par de kilómetros cuando recibió las primeras balas y su pelotón hizo cuerpo a tierra sobre un fondo cubierto por vómito y agua marina. Lo que se describe luego es borroso y estremecedor y explica las sombras impresionistas de las magníficas, un conjunto de tropas encarbonadas que suponen un lente que corre y dispara sin lógica, enfocando la costa y luego el mar, perdiendo ya el sentido de la orientación.

Aunque dimensionar la locura de Omaha Beach es imposible, podemos evocarla a partir de este registro: balas que salpican la espuma de la playa, cuerpos amontonándose bocaabajo, el mantra ensordecedor de las ametralladoras y las barcas que naufragan y ahogan a los conscriptos que se hunden bajo el peso de sus mochilas. En medio de la masacre, lo único que disparó Capa fue un par de cámaras Contax II, marca Zeiss, recubiertas con una funda de hule para proteger el fílmico del océano y armadas con lentes de 50 mm, garantizando cierta ilusión POV a los lectores de Life. Eran, además, modelos telemétricos, es decir con un visor independiente y por ende difíciles de enfocar en semejante contexto, y probablemente sus fotos no pasaron de algunas decenas, sobre todo si se considera que sus manos empezaron a temblar tanto que le fue imposible renovar los rollos. Esta especificación ya es brutal, porque el narrador se admite vulnerable y termina aprovechando sus credenciales de prensa para abandonar la ofensiva: I held my cameras high above my head, and suddenly I knew that I was running away…

El grano de las once magníficas es exagerado y hay que disponer de buenas copias para apreciar sus detalles. La más nítida está tomada de cara al mar, y descubre a varios soldados escabulléndose entre dos erizos de acero: no podemos asegurar que todos estén vivos y en el fondo chapucean tres barcas sobre una marea bravísima. En esa toma Capa ya está mirando a retaguardia, y en su texto aclara que en cierto punto dejó de enfocar la playa porque el miedo se lo impedía. De alguna manera logró abordar un barco médico que describe enchastrado con pedazos de carne y plumas que desprendían los salvavidas baleados; de alguna manera coincidió de nuevo con el USS Chase, que se había transformado en una sala de urgencias; de alguna manera pudo aplacar sus temblores, cambiar los rollos de sus Contax y empezar a fotografiar a los heridos, esforzándose en ignorar el sentimiento amargo que le despertaba saberse alguien que había vuelto con vida, que había huido, alienado por un instinto que la culpa ahora destilaba en cobardía. En ese momento, mientras hacía sus últimas fotos de la Operación Overlord, Capa se desmayó, trastorno que el enfermero de turno diagnosticó como agotamiento, aunque lo más correcto sería llamarlo por lo que era: un síncope vasovagal de origen traumático.

Por regla general, los veteranos que sobrevivieron el campo de batalla coinciden en el carácter transformador del combate, y distinguen a quienes lo atravesaron de los que no. Lee Miller vivió las barricadas de Saint-Maló, y la experiencia de entrar en los campos determinó el derrotero de su obra tras la capitulación alemana, negándose a volver con su pareja a Londres, sumergiéndose en una espiral de adicciones y coleccionando las ruinas de los países del Este. Sus fotos rezuman silencio e intimidad, que es la contemplación inefable de quien captura figuras que huelen a azufre, al hierro de la sangre fresca, a la carne en temprano estado de putrefacción, y que también es la antítesis de sus modelos de revista anteriores a la Blitzkrieg. Las fotos de Capa, en cambio, despliegan una narrativa ruidosa, en movimiento, protagonizada por el gentío y encuadrando un vértigo intangible, que es el de encontrarse a pocos metros de la línea de tiro. Era inevitable que el trauma se trasluciera en su filosofía, y algo similar a lo que plantea Sontag en On Photography se anticipa al asegurar que no podrá captar dos veces aquello vivido en el desierto de Túnez, en las montañas italianas o en las avenidas repletas de París. Going back to the front was a dull prospect, escribe: from now on I would be taking the same pictures over and over again. O lo que Sontag replicaría, en la comodidad de su departamento neoyorkino: Photography has done at least as much to deaden conscience as to arouse it. O de nuevo, en palabras de Capa: The concentration camps were swarming with photographers, and every new picture of horror served only to diminish the total effect.

A pesar del rechazo que le sugería esa devaluación visual (omitiendo quizás las colaboraciones de Miller para Vogue o las de Bourke-White para Life, ambas escalofriantes), Capa decidió pasar los primeros meses de 1945 en Alemania, haciendo fotos cada vez más introspectivas, como el binomio del joven que captura al ras de una ametralladora en un balcón de Leipzig, y su contracara inmediata, que es el mismo soldado abatido por un francotirador, echado sobre un reguero de sangre, a quien bautizó como the last man to die. Pero la guerra es algo que no termina o que en palabras de Hemingway podría llamarse a moveable hell, algo ominoso pero tan antiguo y humano como sus beligerantes, y entre el final de la Segunda y la de Vietnam pasarían solo unos años en los que el húngaro ideó y fundó Magnum, la primera cooperativa independiente de reporteros gráficos con sede en Nueva York y París, además de realizar dos viajes importantes a la Unión Soviética y al recién impuesto Estado de Israel, cuyas imágenes complementarían la prosa de Steinbeck e Irwin Shaw.

Con cuarenta años y una voluntad insalvable, en 1954 aceptó un último encargo para Life en la campaña que los franceses desplegaban en Thái Bin, al norte de Vietnam. Aquel año fue de transición para una guerra que luego sostendrían los yanquis, una guerra en la que perecerían más de doscientos reporteros, y las de Capa, aunque no tan citadas, son imágenes de una belleza pasmosa que presagian la catástrofe que vendría. En una, por ejemplo, se observa una mujer desconsolada en el cementerio militar de Nam Dinh; en otra revela un regimiento que esquiva el cadáver de una niña de unos nueve años, ligeramente desnuda y herida en la cabeza; otra postal es lograda en pleno convoy, y contrasta a dos soldados motorizados con una campesina que parece esculpida bajo un paraguas, todos jaspeados por una polvareda de tintes escenográficos.

Archivadas en el International Center of Photography de Nueva York, sus fotos de Vietnam fueron hechas en el transcurso de pocos días y captan el aura bucólico del país en constante interacción con los vehículos blindados. Algunas de las más encomiables están fechadas el 25 de mayo y hechas exclusivamente en la ruta, muchas de lateral, como si se agazapara en medio de la banquina con un lente de 40, máximo 50 mm, por lo que entendemos que se bajaba del jeep cada vez que visualizaba su próxima fotografía. En una de esas paradas, Capa activó una mina unipersonal que lo mató en el acto. Había sido indemne a las balas del fascismo en todo Europa, desde Andalucía hasta Leipzig, pero fue el primer fotógrafo en fallecer en Vietnam. Por ese destino fatídico y honroso es que su retrato brilla en una de las galerías del War Remnants Museum de Saigón, junto al del argentino Ignacio Ezcurra.

Felipe Devincenzi, Bruselas, septiembre 2025
Ph/ Robert Capa by Gerda Taro

Muerte de un Miliciano

Ernest Hemingway, Guerra Civil

Mujer amamantando, España

Hemingway, Utah

Omaha Beach, 1944
Vietnam