La guerra Debord / Philippe Sollers

La dificultad, con Debord, es que todo el mundo habla de él sin haberlo leído. Ahora bien, para haberlo leído, es necesario haber vivido de cierta manera que escapa a todos los códigos sociales en vigor. Los filósofos disponen de la repetición universitaria (glosas hasta no terminar nunca), los sociólogos cotillean según la moda, los escritores no piensan más que intermitentemente, y presumen de ello. Podéis siempre situar en un artículo, una emisión de televisión o una conversación la expresión “sociedad del espectáculo”, eso está allí, se dice, nada está dicho. Siguiendo, en general, acusaciones vagas: paranoico, megalómano, terrorista, atrabiliario, marginal definitivo, responsable de todos los desórdenes y de todas las insurrecciones, nihilista absoluto, y la prueba de ello está en su suicidio. Él ha pues fracasado, dormimos en paz.

Debord, mal sueño de los bien instalados de todo tipo. Pero es suficiente abrir su correspondencia, sobre todo la de los años 1973-1978 (reflujo de 1968, clandestinidad muy activa), para reconocer un estilo que es el de la más extrema libertad. Ejemplo: “Uno puede siempre vivir de sus talentos. O hacerse mantener por aquellos que lo merecen. No es necesario históricamente ser heredero; es necesario no ser idiota.” O incluso (respecto al tema de la película que realiza sobre La sociedad del espectáculo): “El autor no ha contemplado criticar tales o cuales detalles de nuestra época, un sindicalista o una actriz, sino la generalidad de esta época, ante la cual los detalles son indiferentes.”

¿La época? Es la de una “decadencia universal”: es comprobable, mostrable, demostrable, pero no para quejarse, sino para afirmar. ¿Se le acusa de dandismo o de ira? En absoluto: “Nos basta hoy ser naturales para asombrar universalmente.”¿Ya nadie es entonces “natural”? ¿Todo se ha vuelto juego de roles y publicidad giratoria? Así es. Tanto más cuanto que este negador positivo la menosprecia: os lanza a la cabeza, con la más grande naturalidad, justamente a Thucydide, Machiavel, Clausewitz, y así sucesivamente. Es familiar de Dante, de Retz, de Gracián. Conoce la historia como nadie, y, blasfemia suprema, no ocupa ningún lugar en el circo de la representación. ¿Cómo existe? No se sabe, pero ciertamente no de manera legal. ¿Dónde vive? Aquí, allí, en otro lugar, pero sobre todo, en esos años, en Italia. ¿Tiene aun así amores, amigos? Sí, y está incluso el elogio de una amistad intransigente que vuelve a salir de estas páginas (Lebovici, pronto asesinado, Gianfranco Sanguinetti, el autor del sensacional Informe verídico sobre las últimas razones para salvar el capitalismo en Italia, escrito bajo el seudónimo de Censor, y que ha engañado a todos los medios de comunicación italianos de su tiempo).” Debord está en la distancia adecuada: está muy informado, se desplaza, escribe, incluso parece pensar que un escrito o una película, por su fuerza interior lógica, pueden trasformar el mundo y conducir la única verdadera revolución (no la de la “izquierda”, ni la de los izquierdistas incultos, y todavía menos la de los terroristas más o menos manipulados). Un objetivo constante: las huellas del estalinismo (“En el izquierdismo ordinario, el estalinismo no es directamente puesto, en cuestión”). Conmociona consecuentemente a todos los que se estancaron en el tiempo: “En este medio, es únicamente a mí al que se quiere precisamente perdonar por haber hecho ocasionalmente algo bueno, y aun así por poco, y de una manera muy descortés.” O bien: “He tenido sin duda influencia sobre mucha gente, pero he visto siempre que aquellos sobre los cuales tenía más influencia eran las personalidades más autónomas y las más capaces de actuar (de suerte que esta influencia no es seguramente unilateral). En el otro extremo del espectro, muchos se han contentado con poder decir que me habían visto.”

Las pruebas de la verdad de un pensamiento están en la vida cotidiana. Es una cuestión de posición. A una amiga: “He pues estimado que me era preciso cesar de perturbar tu existencia; y sobre todo no insistir más gravemente en provocarte cambios que te cansen más de lo que puedan atraerte.” A otra: “Habría algo ilusorio en la idea de que pudieras amarme, puesto que no sabes ni aceptarme ni tampoco reconocerme; y en el fondo no te has preocupado de ello.” A otra: “Yo no sé demasiado, según lo que se puede deducir de la manera en la que hablas de la arquitectura o de tus condiciones de vida mezquinas, si tienes actualmente el sentido del arte o el del lujo. Pero tienes ya el sentido de la inteligencia –que, generalmente, conduce lejos del orden existente— y el del libertinaje.” Extraño revolucionario, ¿no es así?, que bebe mucho y no se prohíbe el libertinaje. En realidad, es una cuestión de tiempo. Ha llegado algo al tiempo, y la revolución, aquí, rápidamente, no tiene otro objetivo, pero “grandioso”, que el conocimiento completo de todas las dimensiones del tiempo. Es porque cada hora cuenta, cada frase, cada letra, cada detalle de publicación. Es preciso ir al corazón del sistema, ser libre para difundir lo que uno quiere cuando quiera. Esa, es la aventura de las ediciones Champ libre (con la complicidad de Lebovici): ninguna entrevista, ningún envío de libros, rareza, agudeza, rechazo: “Uno de los numerosos signos de la irrealidad que vive nuestra época es este hecho muy cierto de que tanta gente que no sabe leer se apasione por una editorial.” Es también el momento del más bello film de Debord, In girum… Esperamos su voz, y el texto prima, está escrito para hacer ver lo que no se ve. Cuando yo lo vi en la época, había tres personas en la sala. Un triunfo, pues.

“El corazón se desgasta en la guerra contra las malas ideas del mundo, si uno no puede seguir a menudo su verdadero camino. Como dice un supuesto proverbio español: “La más alta venganza es vivir bien.”” Todo indica (y hasta el empleo del punto y coma) que Debord se ha dedicado a vivir bien, es decir sin ninguna restricción. No habrá sido de estos individuos “bastante pobres para preferir la miseria al vacío”. En la vida corriente, le ocurre a menudo resolver sus cuentas con brutalidad, puesto que no soporta ni el aburrimiento ni la grosería. “Hay gente que, teniendo la dicha de ser recibido en casa de individuos de un mérito excelente, no piensan en absoluto que tienen al menos la obligación de no hacerles perder su tiempo o complicarles vulgarmente aunque no fuese más que una hora de su vida.” ¿Alguien se vuelve aburrido o triste? Se le abandona. El criterio es preciso: “Yo no condeno nunca a los individuos que consideran lo que ellos han, por mérito o por suerte, conocido mejor, en ellos mismos y fuera, y lo que han hecho (o no han hecho con eso).” La educación debe ser exacta y siempre atenta, y he ahí una virtud revolucionaria de la cual lo menos que podemos decir es que ha desaparecido del horizonte. Lo cual no impide: “Existe gente, para mí, en muy pequeño número, que merece ser seguida muy lejos, y sin otras buenas razones, simplemente porque reconocemos en ellos una cierta cualidad de la vida posible (y entonces, es como en las revoluciones, es preciso hacer por ellos todo lo que se pueda efectivamente).”

Debord ha muerto hace doce años. Todo lo que ha analizado y predicho se ha realizado punto por punto, incluso más allá. La cualidad de la vida, actualmente, es la guerra. Habrá apuntado como mínimo lo esencial: sin nobleza, no hay revolución. Sí, nobleza de Debord. Por lo demás, he aquí lo que piensa a partir de 1975: “Yo estaba bastante advertido en cuanto a la decadencia del mundo, y no dudaba de que Italia, como Francia, está gobernada por imbéciles. Pero de todos modos, a estas alturas, es casi aterrador.”      

Traducción de Miguel Ángel Alonso
[1] Del libro Fugues. Philippe Sollers. Éditions Gallimard 2014. Paris
Ph/ Guy Debord (1931-1994)