Nueva Orleans / William Faulkner

Nueva Orleans / William Faulkner

El judío rico

“Tres cosas amo: el oro, el mármol, el violeta; esplendor, solidez, color”. La marea del Destino espuma el Este, donde fue acunada la infancia de la raza del hombre, y ruge sobre la faz de la tierra. Que ruja: mi raza se ha librado de ella. Contra la ola de la historia mi raza siempre se ha propuesto valerosa, tal vez imprudentemente, como cuando mis antiguos ancestros fenicios cruzaron los fabulosos mares desconocidos con barcas para el comercio, buscando esas cosas que, también yo, amo. El sol sale y se pone; las edades del hombre empiezan y gozan y batallan y lloran y fallecen. Que fallezcan: también yo soy un terrón de polvo húmedo frente al rostro de Dios. Pero estoy viejo y todo el dolor y la pasión y la tristeza de la raza humana están en mi pecho: alegrías para animar, penas para consumir el alma.

De las cenizas amargas que soy surgirán, como el fénix, herederos de mis placeres y dolores. Porque la sangre es vieja, pero fuerte. ¡Oh! ¡Ustedes, razas mestizas, con su sangre mezclada y debilitada y perdida, con su sueño sin razón, deslucido, ignorantes del deseo! Mi gente les ofreció un sueño de paz que sobrepasaba el entendimiento, pero las áridas arenas sirias bebieron la sangre de sus jóvenes; arrojé monedas de oro, pero ustedes eligieron el martirio en los jardines del Ahenobarbus; quitaron el Destino de las manos de mi pueblo, y ahora sus hijos y los míos yacen juntos en el limo de Passchendaele y duermen codo a codo bajo suelo extranjero. ¿Extranjero? ¿Qué suelo me es extranjero? Alejandros y Césares y Napoleones ascienden en sangre y oro, apenas se lamentan por el hogar, y luego se van, como las olas cuando sisean ondulantes en la playa, y mueren. No hay tierra que sea extraña a mi pueblo. ¿Acaso no hemos conquistado todas las tierras con el pretexto de su Natividad? Espuman los mares del Destino. ¡Que espumen! Mi pueblo los alzará, quizás para barrerlos como sonoras trompetas entre las estrellas distantes.

“Tres cosas amo: el oro, el mármol, el violeta; esplendor, solidez, color”.

El sacerdote

La tarde es como una monja calzada de silencio, la tarde es como una chica que se desliza por la pared para encontrar a su amante…

El crepúsculo es como el aliento del ganado satisfecho cuando se agita entre las lilas y agita las espigas florecientes, como cuando suenan las campanas silenciosas de los jacintos que, por poco tiempo, sueñan con Lesbos y susurran entre las palmeras pálidas y frondosas.

Oh, Dios… Oh, Dios. La luna es una hoz plateada a punto de segar la rosa vespertina del cielo occidental; la luna es un pequeño bote plateado en mares verdes y sin costa. Ave, Maria, deam… Qué parecido a las aves con alas doradas suenan las notas contenidas de las campanas, hacia afuera y hacia arriba, atravesando con un ligero y claro remordimiento la última prisa esbelta de la cruz y el chapitel; y qué parecido a la alondra desplomada el eco se pierde al cantar. Ave Maria… Oh, Dios, oh, Dios… Esa noche debería llegar pronto.

Orión se aleja a través de los prados estrellados, el Wain rechinante irrumpe oscuro en el húmedo pasto desmayado de la Vía Láctea. Tristeza y amor desaparecen. ¡Ave, Maria! Una pequeña virgen de plata, herida y triste y lastimosa, que se acuerda de la boca de Jesús en su seno. Mortificación: la carne es como un niño llorando entre árboles negros… “Rápido, toma mi pelo y bésalo: ¡Oh, Dios, oh, Dios, ese día no debería tardar en llegar!”

Ave Maria; deam gratiam… Torre de marfil, rosa del Líbano.

Frankie y Johnny

Escucha, cariño, antes de verte yo era como uno de aquellos barcos, cruzando una y otra vez un río oscuro o alguna otra cosa por mi cuenta, pasando y traspasando como si nunca llegase a ningún lado sin saberlo, pensando que yo era todo el tiempo. Sabes, lleno de nombres de gente y de cosas, cada uno con sus problemas, pero pensando siempre que yo era lo máximo. Y escucha: 

Cuando te vi venir por aquella calle fue como si dos barcos no se hubieran visto hasta ese momento, como si, en vez de seguir de largo, hubieran frenado al cruzarse y, juntos, hubieran ido hasta donde no había nadie excepto ellos mismos. Escucha, cariño: antes de verte yo no era más que un tipo duro, como dice el viejo Ryan, el policía; no hacía nada ni valía nada ni me importaba nada que no fuera el viejo Johnny. Pero cuando ese borracho atorrante te frenó y te dijo lo que te dijo y yo me acerqué y le pegué, lo hice por ti y no por mí; fue como si un viento sacara a la calle una buena cantidad de basura y cosas acumuladas. 

Y cuando puse mi brazo encima tuyo y me apretaste y lloraste, supe, incluso si nunca te había visto, que eras para mí y que yo ya no era ese tipo duro, como dice el viejo Ryan, el policía; y cuando me besaste fue como si, una mañana, una pandilla de las nuestras nos hubiese golpeado todo el camino de vuelta al pueblo, una víbora cascabel y los toros saltándonos encima, apagándonos, y nosotros caminando; fue como si hubiese visto despuntar el día sobre el agua, algo azulada pero al mismo tiempo oscura, los botes en el agua todavía, los árboles oscuros más allá del río y el cielo amarillento, áureo y azul. Y un viento sopló sobre el agua, haciendo breves y chistosos sonidos de succión. Fue como cuando uno está en un cuarto oscuro o algo así y de repente alguien prende la luz y eso es todo. Fue lo que me pasó cuando vi tu cabello amarillo y tus ojos grises: como si un viento me hubiera soplado fuerte y unas aves cantaran en algún lado. Y entonces supe que todo estaba acabado para mí.

¡Oh, Johnny!

¡Cariño!

El marinero

¡Ah! Tener de vuelta tierra firme bajo mis pies, en vez de una cubierta inmóvil y estancada, inmóvil como una roca que hubiese sido empujada hacia arriba desde el fondo del mar, el primer lanzamiento desde las costuras y el sudario y el lienzo pesado y muerto en un mediodía abrasador. ¡Ya lejos y apagado el Cuerno amargo! Congeladas y endurecidas las velocidades, y las ampollas como forúnculos en las manos de los hombres. Pero he aquí un mundo estacionado: no se abalanza, ni gruñe, ni hace estruendos, ni corre la tormenta sibilante con los imbornales inundados. ¡No!

Oh, amigos, sólo los necios van al mar, a menos que se lo haga ocasionalmente para buscar mujeres. Es cierto que un hombre no puede estar satisfecho para siempre sólo con una. Allí está la española de anchas caderas, en la posada llena de humo y el sonido de las mandolinas, la rubia nórdica, la pálida y fría anglosajona. Recuerdo a una pelirroja que conocí al pie de las murallas de Yemen. Y otra que conocí en el mar de China; había acuchillado a tres hombres. ¿Dónde llega un hombre a buen puerto, pudiendo elegir entre tantos?

Una base sólida es conveniente, y el vino y las mujeres y la pelea, pero pronto la pelea acaba, el vino se bebe y las bocas de las mujeres ya no le parecen al hombre tan dulces, y entonces añorará de vuelta la marea, el sonido del mar y su olor a sal.

El zapatero

Mi vida es una casa: el olor a cuero es la pared de mi casa. Tres lados están a oscuras, pero a través de una ventana sombría, sin lavar, llega una leve luz. Detrás de estas ventanas el mundo crece ruidoso y desaparece. Alguna vez fui parte del mundo, fui parte del río caudaloso de la humanidad; ahora soy viejo, he sido arremolinado por el remanso quedo de una tierra extraña y el río me ha dejado atrás. De ese río del que alguna vez fui parte no recuerdo tanto: soy viejo y he olvidado mucho.

Alegría y tristeza. ¿Qué significan? ¿Llegué a conocerlas? Alegría y tristeza son aves que gritan mientras sobrevuelan la inundación torrentosa, pero que no se preocupan por los remansos. La paz la conozco de cuando coloco apropiadamente un clavo, de cuando arreglo astutamente una suela, y de mi mujer. ¿Mi mujer? Esta zarza de rosas doradas es mi mujer. Mira cómo estas viejas ramas se tuercen y se ponen nudosas con la edad, y esta mano se tuerce y se pone nudosa y vieja. Sin embargo, cada año florece y da frutos, a pesar de ser vieja como yo.

¡Ah, la Toscana! Y el rebaño y las campanas a lo largo de las colinas soleadas, mucho tiempo después de que el valle estuviera en tinieblas. ¡Los días festivos, los bailes en el pasto y ella, con su pañuelo escarlata, sus cabellos nublados y agitados y sus dulces y salvajes pechos arborizados en medio de su pelo! Verás, se nos había prometido.

Ella, una rosa y yo fuimos jóvenes juntos, ella y yo, a quienes se nos había prometido, y una rosa arrojada en el polvo bajo una estrella vespertina. Pero ahora esa rosa ha envejecido en una maceta, y yo estoy viejo y asediado por el olor a cuero, y ella, ella… He conocido alegrías y tristezas, pero ya no lo recuerdo: soy viejo y he olvidado mucho.

El estibador

“Ella no quiso hacer lo que le pedí que hiciera, así que le pegué en la mandíbula”. ¡Por Dios! Mira ahí abajo, mira r-o-d-a-r ese barril. Lo que el blanco dice, el negro hace. Carga ese barco, cárgalo bien. Oh, barco, ¡abre tus blancas alas y vuela! Las mechas de luz que recortan las sombras sobre la pared llegan hasta mí y salpican con rayas doradas mi overol y mis manos negras. Parece que tuviera un uniforme carcelario. Pecadores en la cárcel, pecadores en el cielo, ¡detrás de las barras de oro! Yo tengo alas, tú tienes alas, los hijos de Dios tienen a-l-a-s. Pero por Dios, la luz sobre el río… Y el sol… Y la noche, la negra noche en este corazón. Ay, la negra noche, y el ruido sordo que se escucha, sofocante, bajo las estrellas. Por Dios… Las estrellas están frías y los grandes árboles zarpan como barcos río arriba en la oscuridad, como si dejaran para siempre de lado las antiguas estrellas. En vano. Sólo la Tierra está templada, tibia a causa de los muertos que yacen en ella. Pero los muertos están fríos, Dios, en la oscuridad y el calor. Dulce carroza, ¡llévame a casa y lávame, blanco, en la nieve!

Hora de salida: gritan y chillan los silbatos como si fueran pecadores de primera fila en la hora del encuentro. Oh, Dios, la sangre cantante, la sangre agobiante, cantando al bravo fuego que yace en las venas de las muchachas, cantando el antiguo rescoldo de la llama… El hombre blanco me ofrece calzado, pero no por eso el suelo es más amable con mis pies. Estas ciudades no son mis ciudades, pero esta oscuridad es mi oscuridad, con todas las antiguas pasiones y miedos y tristezas que mi gente respiró. Que esta sangre cante: “¿Fui yo quien hizo esta sangre?”

Yo tengo alas, tú tienes alas, ¡los hijos de Dios tienen a-l-a-s!

El policía

Cuando era joven y corría como un cachorro o un potro, y hacía todas las cosas que me parecía que ni siquiera los reyes o incluso los policías podían hacer (cosas que alguien siempre pensó que no debería hacer), y en consecuencia era odiado y deseado muerto por la mitad del barrio, había una sola persona en el mundo con la que hubiera podido intercambiar. Había chicos que querían ser piratas; algunos iban al oeste y mataban valientemente indios al galope, otros se sentaban en las cabinas de las locomotoras, pitando silbidos desdeñosos a mortales menos aventureros. Yo, en cambio, quería ser patrullero; con un sobretodo azul, meciendo casualmente mi bastón, un escudo plateado en mi pecho, recorrería las calles con el ritmo calculado de mis pasos.

¿Qué se compara a esta grandeza? Ser el ídolo y el temor de los muchachos, ser visto con respeto hasta por la gente mayor; ser la personificación de la valentía y la desesperación de los criminales. ¡Tener una pistola de verdad en el bolsillo! Más tarde, en mis años de adolescente, esta imagen glamorosa todavía desfilaba, solemne, en mi cabeza. Podía verme a mí mismo, enorme y calmo, hablando negligentemente con chicas asombradas, comiendo tortas y pasteles y tomando café en cocinas acogedoras, transitando las calles solitarias que por la noche se llenan de multitudes que sueñan y bostezan protegidas, puesto que allí estoy para cuidarlas.

O frustrando al asesino, disparándole en la noche lluviosa, y más tarde herido de muerte, atendido por una muchacha hermosa con quien me casaría más tarde.

Pero ahora ese muchacho ha crecido. A veces pienso que todavía me acecha en alguna parte, como si le reprochase al adulto su incapacidad de conferirle el altísimo deseo que la vida le había prometido. Pero se duerme fácil; no me molesta tanto, y por otra parte, ¿por qué lo haría? La vida no funciona así. A veces, caminando las calles vacías y oscuras, se despierta y me tomo el tiempo para la nimia negociación que un hombre tiene que hacer cuando ha intercambiado un cuerpo pequeño con un gran corazón por un cuerpo grande con un corazón apenas visible. No dura mucho. Ciertamente el hombre jamás consigue lo que quiere de este mundo, pero quién puede decir que una mujer, una casa y una posición no sean, después de todo, el fin de todos sus deseos. En todo caso, prefiero creer que esta persona que valientemente se enfrenta al mundo con un sobretodo azul y un escudo plateado es, al fin y al cabo, un buen tipo.

El mendigo

Cuando era chico creía apasionadamente que la vida era algo más que comer y dormir, que restringir la vida de un hombre a una mínima porción de tierra y al sonido de las campanas que marcan el fin de su época de oro. Lo poco que la hormiga puede ver del mundo la beneficia; yo, con su visión magnificada cien veces… ¡Qué sería de la hormiga si tuviera mi visión! Luego multiplicamos el límite de mi vista por el tamaño de la Tierra, y ahí estamos.

Ah, ¡qué desgracia haber puesto el corazón, el sentido y la vista en ese lamento! Con todo, el caballero quiere seguir adelante, aunque su corcel está viejo y ya no es de pie seguro; otros guerreros, en sementales más jóvenes y más fogosos, lo vencen y prevalecen, y a él le toca ahora quejarse y gruñir junto a otros que, sobre las cortezas roídas de puertas inexorables, lo acompañan, también sin corceles, en el camino polvoriento.

El artista

Un sueño y un fuego que no puedo controlar, que me aleja de esos uniformes y acogedores caminos de solidez y descanso que la naturaleza ha decretado para el hombre. Un fuego que, me guste o no, heredé para alimentar con charlas y juventud y con el mismo barco que porta el fuego —serpiente que consume su propia especie—, como si supiese que nunca podré darle al mundo lo que en mí grita por ser liberado.

¿Dónde está esa carne? ¿Qué manos contienen tanta sangre como para moldear este sueño dentro mío, en mármol o sonido, en lienzo o en papel, y además vivir? También yo soy un terrón de polvo húmedo sin forma, surgido del dolor, que ríe y lucha y llora, y que no conocerá la paz hasta que se haya secado y vuelva a ser parte del polvo eterno y original.

¡Crear! ¿Quiénes entre ustedes, que no tienen este fuego, pueden saber de esta felicidad, que es siempre tan fugaz?

Magdalena

Dios, la luz me pega en los ojos, la luz del sol fulgurando a través de la ventana, taladrando mi pobre cabeza como el piano de anoche. ¿Por qué no cerré las malditas persianas?

Recuerdo cuando encontraba dorados los días, pero ahora lo dorado del día me lastima. La noche es lo único dorado ahora, y ni siquiera con tanta frecuencia. Los hombres ya no son lo que eran, o el dinero ha dejado de serlo, o alguna otra cosa ha sucedido. Tal vez sea yo la que no es como antes. Dios sabrá, intento tratarlos como ellos esperan que los trate. Los trato como a los blancos, y a algunos como si fueran más blancos que otros, pero no voy a dar nombres. Soy una chica americana con una sonrisa americana, y ellos lo saben.

Solía haber sangre desenfrenada en mis venas; cuando era joven, la sangre cantaba a través mío como una trompeta resonante. Vi mujeres que tenían las cosas resplandecientes que yo quería (vestidos y zapatos y anillos de oro), y no levantaban un dedo para tenerlas. Luces y música sensual, y también la brillante quimera del intelecto. ¡Ay! Y mi cuerpo como una música, mi cuerpo como una llama que lloraba por esas sedas brillantes que la muerte de un millón de gusanos había producido, y por las que mi cuerpo hubiera muerto un millón de veces con tal de vestir. Sí, mil gusanos hicieron esta seda, y murieron todos; yo he muerto mil muertes para vestirla; y, alguna vez, mil gusanos, alimentándose de este cuerpo que me ha traicionado, alimentándose, vivirán.

¿Hubo amor alguna vez? Lo olvidé. ¿Hubo dolor alguna vez? Sí, hace mucho tiempo. Ay… Mucho tiempo.

El turista

— Nueva Orleans. 

Una cortesana, que no es vieja pero tampoco joven, rehúye la luz del sol con la ilusión de preservar glorias pasadas. En su casa, los espejos están empañados y los marcos deslustrados; toda su casa está oscura, aunque ha embellecido con el tiempo. Se reclina, refinada, sobre un sofá brocado con mal gusto; tiene cierto olor a incienso y sus cortinas están acomodadas en pliegues formales.

Y los que recibe son pocos y la buscan en un crepúsculo eterno. No dice mucho de sí misma. Con todo, parece dominar la conversación, que se desarrolla en un tono apacible pero nunca aburrido, artificial sin ser brillante. Y aquellos que no son aceptados permanecen para siempre fuera de su portal.

Nueva Orleans… Una cortesana sujeta firmemente a los más maduros; su encanto obliga a los más jóvenes a dar algún tipo de respuesta. Y todos los que la dejan, buscando los cabellos puros de la virgen y el pálido y frío pecho donde ningún amante jamás murió, vuelven a buscarla cuando sonríe frente a su lánguido ventilador…

“New Orleans”, en Faulkner, William. New Orleans Sketches. University Press of Mississippi, Jackson, 1958. Publicado originalmente en The Times-Picayune en febrero de 1925.

Traducción de Nicolás Caresano.