Sara Gallardo: un escorzo / Mariano Dupont

Sara Gallardo y los desplazamientos. En la vida y en la obra, que en ella son, como en pocos escritores de la literatura argentina, una misma cosa. Un movimiento constante, impredecible, el de Gallardo. Ir ahí donde no se espera que vayas. Desconcertando y desconcertándose –sobre todo desconcertándose. Toda una experiencia, una curiosidad. Interesándose únicamente en “lo que a nadie le interesa”. Desoyendo el canto de las cargosas sirenas. Cambiar de traje, de máscara, una y otra vez. Siempre más allá, más allá. Una mudanza que no implicaba sin embargo un “desarraigo”, una falta de raíces, sino más bien todo lo contrario: Gallardo trasladaba las raíces con ella: en el viaje en barco a Europa que, en 1978, realiza con sus hijos, llevó “una galga, muchos baúles, un sinfín de maletas, sábanas, frazadas y hasta un lavarropas lleno de libros atado con una cuerda” (Lucía De Leone). Incluso volviendo a ellas, a las raíces, en sus viajes –buscándolas. Buscándolas del mismo modo que buscó su voz a lo largo de toda su vida (sin encontrarla): “Un ser hermoso, lleno de pudor, buscando algo que seguramente no halló nunca” (Griselda Gambaro). Porque eso es, precisamente, lo que sugieren –lo que a mí me sugieren– su vida y su obra tomada en su conjunto (imbricadas): la de alguien que no dejó nunca de interrogarse a sí mismo.
A pesar de los años vividos afuera –en Barcelona, en Suiza, en Roma– con sus hijos, sobre todo con Sebastián, el menor, el que tuvo con Héctor A. Murena, Gallardo siempre estaba llegando, como el Gordo a su barrio, al “país del humo”, a ese “país imposible de catequizar”, a ese “continente que parece perdido en el tiempo, en el que las huellas, las personas, parecen borrarse en extensiones tan vastas como desoladas”. Continente que es también, de algún modo, si se me permite el tópico, la infancia –infancia enquistada, sobre todo, en la memoria de lo vivido en el campo familiar en Chascomús, en “los veranos en el campo”, y de la que nunca salió del todo: su risa, en su vida –“Era una carcajada viviente”, dijo de ella su hermana Marta Gallardo– como en su obra, es el testimonio de su hermosa inmadurez. Así, sus viajes, tanto físicos como literarios, eran, paradójicamente, una manera muy suya de no desplazarse, de quedarse inmóvil, en silencio, con el oído atento a las voces susurradas por los “monstruos” infantiles de la barbarie americana. “Estar lejos es la forma mejor de estar cerca”, escribió en “Historia de mis libros y otras cosas”.
Un nomadismo con la casa a cuestas, el de Sara Gallardo. Que en su obra deviene, en cambio, pura intemperie sin techo (sin red): mutación casi permanente, falta de estilo –de certezas– como en Joyce: de la diafanidad realista, algo ingenua, de Enero (1958), Pantalones azules (1963) y Los galgos, los galgos (1968), a la opacidad rota, cuidadosamente desvencijada, de los relatos de El país del humo (1977) y de La rosa en el viento (1982), su última novela. Pasando por la lengua artificial, singularísima, de Eisejuaz (1971), y el costumbrismo delirante de sus extraordinarias columnas periodísticas, en las que, tratando temas de actualidad, decía cosas como: “Abandonen la perniciosa costumbre de pedirme que escriba sobre temas actuales. No me interesa la actualidad. Además, creo que no existe. Y si existe, es vulgar».
“Los sabios se contradicen”, escribió Oscar Wilde. Al igual que Wilde, Sara Gallardo no tenía, por supuesto, ninguna sabiduría (ninguna solemnidad); pero sí, también al igual que él, aborrecía la vulgaridad. Vulgaridad en ese sentido peculiar que le dio el inglés William Hazlitt: “el de no tener, sobre el tema que sea, otro sentimiento que la cruda, ciega, apresurada, gregaria noción adquirida por afinidad con la indefinida multitud o con una fastidiosa minoría, siempre insensibles a la verdad e indiferentes a todo lo que no sean sus frívolas y molestas pretensiones”. La tiranía de “la indefinida multitud” así como la de “las fastidiosas minorías” la rebelaba, la ponía en pose de combate. Si tuvo una bestia negra, sobre todo desde fines de los años 60, fueron sin lugar a dudas los lugares comunes de su época, a los que no se cansó de satirizar “cantando y riendo”, con un “odio feliz” (Borges).
¿Por qué ser una sola persona si se puede ser muchas? Esa parece haber sido la divisa que vertebra la vida y la obra de Gallardo. “Les digo que me aburre tanto”, escribe en “¡Estamos tan hartos!”, una columna de Confirmado de 1970. “A ustedes también tiene que aburrirles. Estoy harta. Todo igual. En esta ciudad, o país, o lo que sea, y seguramente en otros también, que por suerte no conozco lo bastante como para que me aburran con sus reiteraciones. Oigan, yo estoy harta. Años, años, años, años, años, años. Nada nuevo.” Harta, Gallardo, de lo que vuelve reiteradamente con los días, como un hedor, una y otra vez. Harta del “mundo antiguo”, de seguir viviendo “todavía en la época de griegos y romanos”. Todo eso. Y sobre todo harta de ese viejo cliché: el prestigioso mandato de “ser uno mismo”. Una auténtica cárcel. Más prestigiosa, tal vez, que la del “serás lo que debas ser, etc.”, pero cárcel al fin. De la que ella, instintivamente, aprendió a escaparse. Así como escapó también, en su juventud, de los prejuicios de su familia, y más tarde, ya escritora, de las taras ideológicas de esa clase media ilustrada a la que, un poco a su pesar, terminó perteneciendo por cuestiones del oficio. El calor del rebaño nunca fue lo suyo.
Desembarazarse del Ideal una y otra vez. Sobre todo cuando se convierte en una estafa. Una larga serie de ilusiones perdidas. Es ejemplar, en este sentido, el ida y vuelta con la llamada revolución cubana: la chica-bien-con-conciencia-social, algo “bohemia”, que en 1959, poco después de la publicación de Enero, viaja a Cuba invitada para las celebraciones del aniversario de la revolución; el encuentro con el Che, en el que este les explica, a ella y a otros miembros de la comitiva (entre los que se encontraba Osvaldo Bayer), “cómo había que hacer la revolución en la Argentina”, la fascinación con el revolucionario de doble apellido (“Nos enamoramos del Che y nos pasamos llorando toda la noche”, le va a decir a Bayer a la mañana siguiente del encuentro, cuando este las pregunte qué les pasa, a ella y a una amiga, al verlas todas desgreñadas en el lobby del hotel), el entusiasmo, en definitiva, ante “la perspectiva de un pueblo libre de elegir su destino, de construir una sociedad nueva”. Y luego el envés, la contraparte, el fin del hechizo: en 1968, cinco años antes de la publicación de Persona non grata, de Jorge Edwards, el primer libro que describió desembozadamente los resortes totalitarios del régimen de los Castro, va a afirmar en una entrevista: “Después descubrí que la felicidad tampoco pasaba por allí y que Cuba era un estado policial más, de los tantos que hay en el mundo”. Un mes después, en agosto de 1968, en un artículo de Confirmado titulado “Los anteojos de color y la balada del gallinero triste”, el desengaño personal va a transformarse en sátira –gallardamente: “El anteojo de color de hoy, 68, vuelve obligatorio que el burgués use como insulto la palabra burgués. Cuando es un poquito más intelectual, siempre ansioso de dinero y de confort, adorna su pared con un retrato de Guevara. En un grado un poco más intelectual todavía, siempre fiel al dinero y al confort, habla de Guevara y de América Latina”. Ese pasaje de “El Che” a “Guevara”, de la ilusión al desencanto, es una de las claves –una de las tantas– del derrotero Gallardo.
Quedarse en un mismo lugar, en el mismo yo, por más “atractivo” que sea ese yo, es, así, la muerte en vida. Pocos escritores en la literatura argentina entendieron tan bien como ella la importancia del movimiento, de no escribir haciendo la plancha (o la siesta). El espíritu, se sabe, no se puede atrapar. No es posible enjaularlo, domesticarlo, “sopla donde quiere”. Sobre todo un espíritu como el de Sara Gallardo. Mejor jugar con él. Dividirlo, multiplicarlo. Veleidades Gallardo, digámoslo así. Inconstancias. “Formas de la rebelión.” Ni esto ni aquello. “Tengo una doble personalidad muy notoria. Soy esquizofrénica, como todo el mundo sabe.” Un rechazo innato a quedar fijada, clavada como una mariposa al telgopor, encima de una etiqueta. Transformaciones que, claro, ella no eligió –“la fractura no se elige, se lleva adentro”, escribió Leónidas Lamborghini–, pero a las que se entregó sin ofrecer resistencia, como a una fatalidad –trágicamente, sí, pero también con elegancia, sin ningún dramatismo–, tratando de sacar lo mejor –la verdad, digamos– de cada experiencia. No es casual en este sentido que una de sus secciones de la revista Confirmado, precisamente aquella donde aparecían sin firma sus notas sobre moda y “sociedad” en las que ponía en escena un yo de periodista frívola, pizpireta, cuyo tono recuerda por momentos el de los discursos disparatados de Estimados congéneres de Norah Lange, se llamara La donna è mobile.
“De mi padre”, dijo en una entrevista de 1979, “recuerdo haber oído alguna vez: qué buen libro, parece escrito por un hombre. Desde ese momento dije: Yo nunca escribiré como una mujer. Jamás. Eso se une a que nunca tuve mucha relación con el mundo femenino. Digo el de la coquetería, la piuma al vento, todo eso. Comprendo que es encantador, pero no pertenezco a ese medio. Más bien Juana la Loca. Más tarde, al leer a grandes escritoras, a la Woolf, a la Lispector, encontré ese rigor, que es lo que se entiende como una cosa viril.” Por un lado, entonces, un rigor –la “cosa viril”– con la palabra, con el lenguaje, que va profundizándose libro tras libro, y por otro, una tradición electiva que supo encarnar ese rigor: la de las mujeres que no escriben como mujeres. Pero –ojo– tampoco como hombres. Otra vez: ni esto ni aquello: un vaivén. Como Mary Carmichael, la escritora ficticia de Un cuarto propio de Virginia Woolf, Gallardo escribe “como una mujer que olvida que es una mujer”. Para una mujer, dice Woolf, hablar conscientemente “como mujer”, del tema que sea, así como enfatizar, aunque sea mínimamente, una queja, es letal. La identidad, podríamos agregar, cualquier identidad, pero sobre todo la que es asertiva, “interesante”, etc., es enemiga de la literatura. Hay que borrarse, así, desaparecer, concentrarse únicamente en preparar el terreno –desbrozarlo, abonarlo, etc.– para que puedan germinar las voces de los otros. Escribir es callar, hacer silencio. O por lo menos bajar la voz.
Ese olvido de sí, esa muerte de papel sin la cual, como enseñó Flaubert, no hay literatura, Gallardo parece haberla ejercitado desde el principio, pero se vuelve evidente sobre todo a partir de Eisejuaz, no sólo su mejor novela sino uno de los grandes textos de la literatura argentina. El gran salto al vacío de Sara Gallardo. Su “apuesta más audaz”, como se dice. Y el pico de su obra, qué duda cabe. O en todo caso, el libro con el que tiró más de la cuerda del lenguaje, con el que fue más lejos en sus exploraciones verbales. Para eso tuvo que venir primero, sí, el viaje al Norte, al Impenetrable salteño, en donde conoció, junto con la miseria en la que viven las comunidades indígenas, a Lisandro Vega, “mataco, treinta y seis años, encargado de sus compatriotas en el campo de la misión noruega que rige el pastor Pedersen”. Vega habla “durante tres horas”, cuenta su historia. Ella lo escucha, toma notas, lo graba. “Era como oír la voz de los antiguos profetas”, va a escribir luego en “La Historia de Lisandro Vega”. En el testimonio que ella recoge, en las palabras transpuestas de Vega, está el germen de la lengua alucinada, “tosida”, de Eisejuaz; está el esbozo de la sintaxis, del balbuceo, de las torsiones que más tarde vertebrarán la novela. Está el tono. Ella lo recogerá y, a través de un trabajo sofisticadísimo, lo convertirá en un ritmo. O mejor: en una dicción. Quizás más “real” que la dicción original de Lisandro Vega. En todo caso, más bella. Lo dijo el mismo Vega, el dueño de la voz antigua (profética), muchos años después de la salida de la novela: “Una vez ha venido una escritora que vivía en Salta, pero no he sabido nada más. Señorita o señora Sarita Gallardo, se llamaba, vivía en Salta, ya debe estar viejita, si es que vive, estoy hablando de treinta años. Ella hizo un librito con cosas que yo contaba (…) No sé cómo hizo, pero ha mejorado muchísimo lo que yo le conté”. “El mundo está hecho para desbocar en un hermoso libro”, dijo Mallarmé.
El encuentro con el “desasosegado” Murena va a ser clave en la vida y en la literatura de Gallardo. Ella misma lo reconoció más de una vez. Sin él, quizás, nunca se hubiera animado a abandonar el “confort intelectual” de la transparencia, de la claridad, del realismo; sin él posiblemente nunca hubiera escrito Eisejuaz, ese “libro pesado, bravísimo, al que muy poca gente puede llegar” (Isabel Ordóñez), con el que deja de hacer los deberes y se aparta, para siempre, de la diritta via. Murena la ayuda, así, a dejar atrás a “Sarita”, “la chiquilina de lúgubre y apropiado nombre”, a quitarse definitivamente el corcet del pedigrí, del linaje patricio, los últimos tics que le quedaban de su clase.
La muerte de Murena en mayo de 1975 fue el crack-up de Sara Gallardo. En el más puro sentido fitzgeraldiano: pasar a tener “una actitud triste hacia la tristeza, una actitud melancólica hacia la melancolía y una actitud trágica hacia la tragedia”. Al menos eso es lo que se puede deducir de sus propios testimonios y los de las personas que la trataron en ese tiempo. Como el de su hija, Paula Pico Estrada: “Cuando enviudó, sufrió un golpe muy fuerte, y después de su última novela, La rosa en el viento, no pudo volver a escribir. O por lo menos así lo sentía ella. Es probable que, en términos médicos haya estado deprimida y por lo tanto no se haya podido concentrar. Pero el lenguaje psicológico no es bello, así que se mantuvo alejada de este tipo de interpretaciones y del consuelo que a otros a veces nos trae. Ella creyó más bien que la habían abandonado los dioses de la escritura”. O el de Marta Gallardo: “Es como que perdió las facultades, como que no supo escribir más”. El crack-up con el cual “perdió la épica”, como Néstor Sánchez. En 1977, va a publicar los bellísimos relatos de El país del humo, escritos entre 1972 y 1975, y en 1979, La rosa en el viento, uno de sus grandes libros, escrito en Barcelona en el tiempo robado a las tareas hogareñas, a las que empezó a dedicarse por esos años por primera vez en su vida. Salvo algunos artículos en La Nación y el relato infantil ¡Adelante, la isla! (1983), ya no escribirá más nada. La cacoethes tacendi, la llamó Oscar Wilde. La “manía” del silencio.
“Sarita era muy mística. Sarita hablaba de los evangelios con una gran profundidad, rezábamos juntas muchísimas veces, no dejaba de ir a misa los domingos” (Isabel Ordoñez). Según el relato de su hijo Sebastián, ese misticismo de la infancia y la adolescencia, relegado por años, opacado por la mundanidad de la práctica literaria, va a volver al final. Su último intento de escritura fue una biografía de Edith Stein, una filósofa y religiosa alemana de origen judío, convertida al catolicismo, asesinada en Auschwitz, de la que solo logró escribir unas pocas páginas.
Sara Gallardo murió en Buenos Aires el 14 de junio de 1988, de un ataque de asma, estando de visita en la casa materna. Tenía 56 años.

Mariano Dupont
Ph/ Sara Gallardo