Fragmentos de una vida soñada / Claudia Schvartz

Desde hacía días no sale el sol. Mamá camina muy rápido y me apura  para que la siga a su ritmo. El tren ya dejaba el andén cuando llegamos a la estación y ese momento en que va haciéndose chico a lo lejos siempre lo espero para verlo ir, al tren. No es la estación de siempre, la última de todo el recorrido, donde se queda vacío del todo. Entonces la formación va como floja y flotando, haciendo ruido por las vías, como si fuera a salirse  del carril, desbocada esa música que tanto me gusta.

Salimos sin paraguas… se pierden siempre los paraguas… siempre vuelve cargada de cosas, mamá, y solo tiene dos brazos, dos manos… Bolsas con comida trae, las carpetas y los libros, la  cartera… mamá prefiere mojarse … el tiempo vuela y el paraguas otra vez se perdió. Si sale con nosotros, somos tantos que tampoco alcanzan las manos ni los ojos. Los mellizos arruinan cualquier salida, gritan, patalean… desaparecen sin decir más, salimos a buscarlos, nos perdemos.  Si a alguno en la familia se le cruza la remota idea de separarlos, ellos se dan cuenta no sé cómo y, antes, ya se encerraron en la pieza y no hay forma de disuadirlos -una palabra difícil que aprendí de mamá. Entonces… nadie entra allí. Excepto cuando están en el colegio y entonces a veces Rani limpia y ordena como cree ella que es. Ella y mamá. Ya descubrí cómo se miran esas dos. La odiamos. Rani da vuelta y desnuda todas las cosas. Yo por eso hago como que no tengo secretos, dejo a la vista mis cosas, disimuladas. Pero mis hermanos… enloquecen si les cambian las cosas de lugar. Se les sale la vena de gritar. Los dos, al mismo tiempo.

A mí no me pueden engañar. Aldo y Dani, sé quién es cuál. Y también puedo mantener el secreto. Pero desconfían…

Por eso esta mañana mientras todos mis hermanos duermen en casa todavía, salir con ella sola es muy lindo aunque hace tanto frío y no llueve todavía pero vamos chapoteando dentro de la neblina. No se ve más allá ni lo que va quedando detrás… Yo voy haciendo nubes con mi aliento… Pasamos el peral, el camino de magnolios, la estatua blanca… El aire está cargado de agua mínima, en suspenso.

Llegamos al tren con un paquete de melba y vamos juntas mirando todo en silencio. La escucho suspirar  y en seguida me hace notar cómo las casas viajan veloces y las vías relucen mucho más en el día gris. Dónde vamos le quiero preguntar, pero la lengua no obedece. Hago como que leo los carteles, que no cuento los suspiros.

Mamá me espera sin paciencia antes de empezar  a bajar los escalones. Es bastante empinado y siento el apurón, la seriedad de ella… el frío vuelve a pincharme  las piernas y la panza.  Voy escalón por escalón, las manos dentro de los bolsillos, apretadas. A ella le parece que voy despacio. Me pide que saque las manos, me sostenga. Pero está todo mojado y las manos… no las puedo abrir. Vienen cerradas desde que salimos de casa. Algo raro… son las vacaciones de invierno y los chicos duermen hasta tarde, también mis hermanos duermen. Mamá quiso que fuéramos juntas.

Me gustó la invitación, como un susurro, la noche antes, un secreto entre nosotras. Estar un poco con mamá para mí sola. En casa ella es de todos y siempre hay líos y más líos. Los mellizos están insoportables. Ya se les va a pasar, dicen los más grandes, cuando crezcan. Mientras tanto es un infierno. A mí me dicen “cuidá a tus hermanos”. ¿Y quién la liga? Siempre lo mismo, pero es imposible con ellos y termino yo gritando, yo estúpida, y ellos se deslizan ya hacia otra cosa y quedó el desastre. ¿Qué te dije? ¿Quién es responsable?

Y así, salir tempranito y en silencio, compinches, es algo que no hacemos nunca. Sólo alguna vez  durante el verano, vamos juntas a la playa muy temprano las dos solas una que otra vez… ¡Ese momento! Es genial ver a mamá respirando el aire del mar, la luz temprana… Caminamos por la orilla, mamá cuenta historias, su hermosa voz va y viene por recuerdos, vamos de la mano, volvemos  y traemos pan caliente… Mis hermanos mayores tienen otros horarios, otras ocupaciones… pero los mellizos … toda para ellos, la quieren. Y siempre la consiguen, uno a cada lado…

Cruzamos la calle todavía bajo esa llovizna helada, persistente. En casa siempre perdemos los paraguas. Por eso hoy vamos mojándonos un poco pero lo que pasa es que no es lluvia, es garúa, nomás.

Sobre el tapado de mamá, que es gris, veo las perlitas del agua, mínimas, heladas. Sigo detrás de ella y no se da vuelta para nada. Debe escuchar mis pasos como los de ella yo, rápidos, impacientes. Deja huellas de agua. Parece que no hay nadie alrededor, tal vez por el frío tan intenso, o la lluvia. Los chicos deben estar todos detrás de los cristales, como dice esa canción, calientes, recortando figuritas, pegoteando, charlando, crocantes.

Mamá, adelante, se ha detenido frente a una reja alta y estrecho es el espacio entre los barrotes. Ya suena el timbre. Estamos ahora en silencio, expectantes. Dentro de la reja  hay unos juegos de plaza pintados de colores vivos. Amarillo y rojo y azul… esos colores brillantes marcan todavía más lo gris del cemento, las paredes del fondo también son opacas. O sucias. En el centro, una calesita de asiento,  de esas que cuando toman velocidad no sabés cómo hacer para que pare. Algo en la panza se me retuerce dentro. Ni un árbol crece ahí.

Mamá me mira un momento para decir ‘ya vienen’ ; también yo puedo ver eso. Se ha abierto una puerta en una pared vidriada y avanza hacia nosotros una mujer con delantal azul. Es la portera. Tiene la cabeza atada con pañuelo, anteojos muy gruesos y de su mano cuelga un gran manojo de llaves. Dice al aire, elogiosamente y señalando los juegos “todo recién pintado”. Vamos detrás.

Cruzamos esa plaza seca, sin árbol ni césped. Sólo el cemento gris. Me acuerdo de la vez que tuve las rodillas lastimadas mucho tiempo cuando me caí en un piso como ése. Aprieto puños y dientes, pobre corazón, mientras mis uñas se clavan en las palmas húmedas y sin calor. Mamá habla con la mujer que usa grandes galochas y va mostrándole las partes y todo. A cada paso, la goma de su calzado pega un chirrido que traspasa… mis pobres dientes rechinan. Son cuchillitos; cada vez la ropa mojada, los puños del pullover, raspan contra la piel.

Adentro hace igualmente frío, tal vez más que afuera. La casa está vacía. Son las vacaciones, dice la mujer y mamá y ella se adentran por un pasillo angosto que va hacia lo oscuro. Esto es el salón y está completamente vacío. Me pregunto cómo será cuando estén los alumnos. El piso es amarillo y se cuela el frío de afuera. Los carteles en los muros están medio despegados y las líneas de los lápices son frías y duras. Yo también he tenido esos lapicitos rígidos que hay que apretar mucho y mojar con saliva para que dejen una marca en el papel pero igual lo rompen… Hay un olor a no sé qué y se me va clavando y mareando. Trato de correr hacia una puerta pintada de celeste. Completamente cerrada. De metal.

Por suerte ahora tengo lápices de verdad con los que se puede dibujar el árbol, la piedra, el agua que baja, la flor, el sol. Son solo míos. Aldo y Dani tienen los suyos, por suerte. Mis hermanos misteriosos, desobedientes y únicos: saben reírse y son los únicos en casa que lo hacen. Voy detrás de las voces. Hay eco ¿dije? El frío me hace castañetear sin querer. Es por aquí me indica la voz de mamá. Entonces llego hasta  donde están conversando frente a dos piezas. Es otro lugar sin luz, con camitas de a dos. Busco la mano de mamá, igual de suave y tibia siempre. Trato de que me mire pero ella sigue la conversación de la mujer que habla de horarios y delantales, enumera las costumbres de “la institución” mientras prende y apaga las luces… unas luces amarillas que parece entran dentro del ojo para que no se pueda ver…

“Nuestros chicos” dice la portera y yo me quedo mirando los ruleros debajo de su pañuelo. Mamá tiene el pelo mojado y veo que mira a su alrededor, buscando tal vez… no hay nada: ni mesita ni percha ni nada que haga de este lugar un sitio habitado. Las camitas son estrechas, sí, y la de arriba no es muy alta… No podría dormir ahí, pienso alarmada. Mis hermanos tampoco podrían vivir ahí, les faltaría el aire… Toco una litera y parece que me sube, algo me sube. No… La colcha es a cuadros azul y rojo, liviana. Y parece que se viene conmigo cuando paso la mano. Es el olor: la sopa quemada, el jabón que no hace espuma. Un olor se queda dentro. Todo quiere parecer limpio y me quedo pegada. Tal vez este lugar… tiro de la mano de mamá para que nos vayamos. No soy caprichosa pero la mujer así se lo dice a mamá, mientras me mira fijo. “Ya vamos” me dice entonces ella abriendo enormemente los ojos. Urgentemente. Del otro lado del pasillito otras cuchetas iguales pero de color verde y marrón, la colcha a cuadros. No quiero ver. Las manos heladas y los puños mojados del pullover ya dibujan una línea roja en mi muñeca. No raspa, eso quema.

La portera nos acompaña hasta la reja ahora haciendo arrastrar la goma que se adhiere al piso manchado y las puertas chirrían y el olor que hay allí se viene en mi nariz aunque ya estamos afuera, al aire libre y el cielo parece más alto de repente.  Todo está mojado pero ya no  garúa y hay una claridad casi rosada en el cielo. Es todavía temprano y mamá y yo entramos en un café, enfrente de  la estación. Nos sentamos junto a la ventana. Café con leche y medialunas, pedimos. Lentamente empieza el calor del lugar a llegar a mis rodillas. Cuesta tragar… Qué lugar tan triste, pienso que me debería atrever a decir, y entonces, mientras lo voy diciendo, mamá suspira otra vez y mi voz dice otra cosa y la frase se va… Mis hermanos, pienso, y se agita el aire que tengo adentro y como si se enderezara una idea, tiemblo y digo quiero llevarles algo rico cuando entremos a casa. No hablaremos de esto. Qué les voy a decir… No vamos a decir nada.

Soñé acaso… La voz de papá diciendo “hay que separarlos hay que separarlos”. Pero mamá entonces… por qué llevarme a mí. Hacerme conocer… Para contar suspiros quizá. Para conocer la tristeza, también. Vienen retazos tras de mí y el olor del sin amor también viene tras de mí.

Infinitamente frágiles me parecen ahora mis hermanos pequeños. Bravucones de entrecasa. Necesitados siempre de algo dulce, algo rico, algo crocante. Ellos dos tan solos como yo.

Nada digo. Nada dice mamá. Bebe su café y con sus grandes ojos llameantes observa la calle y la reja distante. Antes de irnos su mano se queda un instante sobre mi cabeza, lleva un mechón suelto hacia atrás de mi oreja. Bajo los párpados para que no me vean sus ojos. Su mano suave y cálida… Como si acabara de llegar… como si acabara de verme.

Claudia Schvartz
Ph / Annemarie Heinrich, Caminando, 1949