
Domingo. Mi entrevista con Liliana Guaragno era a las cuatro. Es tardísimo. Todavía estoy en casa, en Palermo. Pensaba ir en subte hasta el Correo Central y de ahí tomar el rápido a Quilmes. Miro mi reloj por enésima vez. Más vale que me apure.
Quilmes. En la parada, Liliana me espera. Vamos caminando despacio hasta su casa.
Le digo que no conocía Quilmes. Me gusta, comparto su entusiasmo. Ama su barrio, sus calles, su gente. Llegamos sin darnos cuenta. Al menos yo no me doy cuenta del tiempo que va pasando. Caminar junto a Liliana Guaragno es un enorme placer. Su tiempo, fuera del tiempo de los otros, me alcanza y se detiene en mi cuerpo. Palabras hechas para mí se escriben en ella como por primera vez.
Una puertita medio escondida entre las plantas. Un pasillo largo, misterioso. Un cachorro pastor inglés que se nos viene encima. Me lo regaló mi hijo Mariano, dice, mientras le pasa la mano por el lomo, con afecto. Su casa está en las alturas, rodeada de verde. Un silencio cálido nos envuelve. Liliana ceba mate. Conversamos.
-¿Estás escribiendo?
– Estoy en época de descanso, así que escribo poco por el momento. Terminé de corregir una novela que había hecho mucho antes de la publicación de La mujer del sombrero rojo, antes de tener una computadora. Así que la pasé completamente, deseché más de cien hojas, la cambié hasta lograr que me convenciera su escritura. Trabajé casi como si fuera el material de otra persona- yo era otra persona- y quedé exhausta. Ahora escribo menos, siempre algo en mi diario, trabajo poco y sin presiones en un libro de cuentos.
– ¿Qué tipo de lectora sos?
– Leo siempre, ahora estoy más lenta pero disfruto de otro modo los libros. A veces me pega tan hondo lo que leo que tengo que ponerme a escribir, creo que es así, leer me lleva a escribir. Una descripción, una palabra justa, un matiz, una comparación, un adjetivo que yo no imaginaba me incitan, es como si se iluminara un fondo propio que yo desconocía. Es decir mi vida, lo que de los sueños logro recordar, historias viejas o pensamientos que surgen por ellos mismos. Como escribe Felisberto Hernández, «van subiendo por mi cuerpo», y entonces, escribo.
-¿Reconocés cuáles son tus influencias… si es que las tenés?
– Yo hablaría de las lecturas que ya son parte de mí. Empezaría por el descubrimiento de Felisberto Hernández. Y seguiría con Armonía Sommers, Clarice Lispector, los argentinos Néstor Sánchez, Daniel Moyano, Antonio di Benedetto, Noemí Ulla, Amalia Jamilis, y de la década del 30 es muy fuerte mi acercamiento a Norah Lange, a Silvina Ocampo, a Macedonio Fernández… En mí están el Ulises de Joyce, la obra de Proust, Kafka… claro que màs tarde preferí los textos menos famosos, menos leídos de Kafka. Lo mismo me pasó con Felisberto, los textos de Los libros sin tapas, ahora me interesan mucho más, son más abiertos, ahí está el cuento La envenenada por ejemplo, que trata de la demanda de «ser escritor» a un escritor, y por eso le dan «tema» llevándolo a ver a esa mujer que murió envenenada. Y él trata de comportarse como creen ellos que se comporta un escritor, con autosuficiencia. E intenta poses, frases. Es muy gracioso, porque Felisberto «no se la cree», y su protagonista tampoco.
–¿Y Borges?
– A Borges, como a los autores norteamericanos, los leí mucho más tarde. Había en los 70 una censura solapada sobre uno y otros, por cuestiones políticas, no literarias. Fue una pena. En general, con excepción de Borges, al que realmente admiro pero en otra dimensión, con los autores que fui nombrando hasta ahora sentí una conexión muy fuerte. Eso me sucedió también con los norteamericanos Flannery O’Connor, o Katherine Anne Porter, o John Updike.
-¿Qué leíste últimamente?
-Entre lo que leí últimamente me resultaron buenísimos El azar cruje de Susana Szwarc, sus cuentos manejan la extrañeza de personajes y tramas fundidos al mismo tiempo con la cotidianidad; la novela El inglés de Susana Cella que crea un lenguaje distinto. Tránsito es nombre, de Claudia Schvartz, un libro bellísimo, entre poético y narrativo, de suma inteligencia y sutiles sentimientos e ironías. El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza, una novela muy fuerte, ahí vida y literatura se estrechan, se convierten en una escritura conmovedora que llega a hacernos pensar en el sentido o en el miedo a la vida, en la tragedia que la propia violencia del protagonista pone en el tapete. Recuperé también la lectura de Guillermo Enrique Hudson con su novela Mansiones verdes. Es increíble no sólo la aventura sino cómo describe el canto de los pájaros o los parajes… En poesía estuve leyendo a Paulina Vinderman, a Irene Gruss, a Hugo Mujica, volví a Louis Aragon con Habitaciones, a Gerald Manley Hopkins en las excelentes traducciones de Delia Passini. También voy más a autores del siglo XIX, y principios del XX. No soy muy disciplinada. Leo varios libros a la vez.
Sofía González Bonorino
ph / Mirtha Dermisache / escritura
Entrevista publicada en Diario Jornada / Chubut / 2008
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