Gris al fondo(IX) / Hugo Savino

Los hilos sueltos del viento sudoeste. Y yo sigo en mis falsas partidas, ahí, patino, y apenas unos ladridos y vuelvo a casa. Y perdí tiempo con gente que asoma el hocico y abre la boca y habla y la hace larga y escucha sus propios ecos, arrobados, y no siente ninguna vergüenza y otro hocico que espera su turno sale de atrás de una cabeza y larga su discurso y yo sigo yendo ahí, ahí donde lo mío aburre, donde otro tipo sentado en una silla, cerca de la puerta,  mira el reloj y bufa de impaciencia, y le pongo un punto final a la cosa, la cosa es mi murmullo de maestro ciruela,  y espero que hable otro, y otro más y alguien se acuerda de que ya es muy tarde y dice que no va más. Y me voy. Payaso de circo que buscó un poco de aprobación. Gratis.

Todos los botellazos del inquilinato quedaron archivados, registrados, todos los gritos por encima de la medianera, de un patio a otro, gritos de la mañana que recién se calmaban a la tarde, declinaban, a eso de las tres, y reinaba un silencio de paraíso no perdido, de descanso, sí, solo eso. Son los enigmas del pasado, arañazos al aire, de lo no se fue. De lo que recupero. Las chirucitas perdidas de Viento del Noroeste.

Los olores de la ropa húmeda, esos que evocaba Celia el otro día, ella, hoja caída en el presente de un pasado de provincia, provincia seca y sol que raja la tierra, y los labios. Me contó cómo iba por la sombra de sus árboles, un sombrero de tela livianísima, nuevo, bien ajustado. Y cómo se metía en la cama y se ponía a leer y se dormía y todas las persiana estaban bajas.

Le pregunto: «¿Cuándo nos volvemos a ver Julius?» porque hace miles de años que no pensaba en él y ahora me lo cruzo así, de la nada del pasado y no lo quiero perder. ¿No quiero perder nada? ¿Y pierdo todo? ¿O es el miedo a la repetición que te ata la mano? ¿O te atás la mano porque te cagás en las patas? ¿O te asustan los venenos que los traidores llevan pegados a la suela de los zapatos?

No hay antro dorado. Orlando, el ruso loco, lo dice hace tiempo. Hijo del Talmud, pliegue más pliegue, sabe moverse en el laberinto de las divisiones, las peleas, las envidias, los complots. Pero nosotros tenemos nuestras ilusiones de bautizados. Yo rasco algún empleo, Luis Cardoso, ex traductor, desempleado, por más que se ponga la cucarda de traductor Ostinato, trata de pasar a corregir libros, Orlando, tienda, de 9 a 20hs, en Avellaneda, Celia limpia casas, Gloria y Lola ya lo dije. Y yo, cada tanto, intervengo en una de esas charlas de maestro ciruela, mesas redondas, ahí sigue viva mi ratona ilusión de ser escuchado. Leí un poema por día y me centré en ese del gato moteado y la liebre doméstica, los dos miran al dueño en busca de protección, están junto a la chimenea, sobre una losa, país del Norte lector, no te burles, ellos miran al dueño y él a la Providencia. El dueño tiene el terror de dejar la puerta abierta y que la liebre se escape y se pierda en alguno de esos caminos donde están los imbéciles del corno con sus perros. Estaba metido en ese poema y asocié con ese otro donde tres conejos se van por el agujero de una cerca del jardín y no vuelven más, y el dueño se convierte en ex-padre. Todas esas visiones las tenía en la cabeza, y quería exponerlas y me caí en el  agujero que estaba ahí, el de la indiferencia, y no tuve ni un sobresalto, ni un rencor, no, me resigné. 

Es la bajada del puente, del lado de Avellaneda, hacia la izquierda están las curtiembres, ese olor que cuelga de mis fosas nasales, entre otros, y talleres y ferreterías y un galpón de coches viejos, chatarra, solo galpones unos detrás de otros y un poco más allá, otra vuelta y la orilla del Riachuelo y Julius sigue ahí, bajo esa corona de aire denso, humo encerrado en una burbuja, todo se tiñe de gris, puta madre, por qué Julius nunca se despegó, por qué. Camino junto a él hacia su casa. Hablamos de bueyes perdidos. Vamos a comer bife de costilla con papa hervida. Atrás quedó la Avenida Mitre y sus luces de sábado, las parejas en la cola del cine y en las pizzerías. Muy adentro en este callejón que da a su casa, nos metemos en la tristeza que nunca será abstracta. Hablar sobre futuro, trabajo, vagancia, empleos que tuvimos y tenemos, amigos. Julius no cree en la amistad, Ni un minuto. No pierde el tiempo en hablar de temas. La cronología se va perdiendo, se escapa. La oscuridad, ahí, hace lo suyo, pero es de a poco. De enigma a claridad. Pero no siempre.

Veta maldita de la traición. ¿Hay o no hay retornos fieles? Hay nudo en el estómago.

O sustracción y clandestinidad, o franela con los contemporáneos.

Releo ese libro y vuelve Celia. No quería que se parezca a nadie, porque no se parece a nadie, pero, releo y ahí está. Celia juega doble y todos le dejan el espacio. Está en su naturaleza como diría Orlando. 

Y junté todos esos libros y los tiré al medio de la avenida, algunos los regalé, pasé unos años tratando de entender de qué iban y descubrí que no había nada que entender, y los solté, aceleré la separación. Pero el piojo tiene prole.

Vuelvo al círculo de amigos más Celia, casi recién llegada según la dimensión del tiempo de cada uno, y ya integrada y habitué de dos camas. Pierna piel cetrina que entra en una media y después en la otra. Casi se puede decir como en ese libro que el amor estaba lejos de llegar a su final, lejos de la rutina que se instala según otra versión. Celia sabe mantener la cosa.  

Y decidí no curtir al analfabeto clásico, el que sabe, el que se cree lector, y no, solo muerde los pedacitos de la santa madre escritura, el pobre solo lee la escritura, no da para más.

Escasez de escenas. Poeta de provincia que hace de poeta de provincia pide ruido de torcaza o de comadreja de sierra, no tengo, perdón, no tengo. Solo escribo mis ruidos, o los de otros, cuando los escucho, no sé, frases, o palabras que hacen frase.

Celia legañosa a las seis de la mañana. Rayo de luz filtrado por las cortinas y de vuelta a la cama. Entrevista siempre, saliendo y vuelta a entrar en su casa, o mirada furtiva a través de la ventana, por el barrio del murmullo y la maledicencia, siempre entrevista.

Siempre se puede, me dice Orlando, chupar un culo de mono para que te editen o te den un premio. Dos opciones con el mismo mono. Lo acabo de sacar del mismo libro. Todas las orugas darwinescas escriben el mismo poema, el mismo comentario, siguen el mismo camino de la obediencia. 

Celia, ahí, recién salida de la cama. Comentarios sobre ella que son siempre los mismos y equivocados. Lo inefablemente equivocado hace su camino de pato: fechas inciertas, citas que no son. ideas fijas, loro barranquero sobre el perchero. Celia hace suspiro mañanero, perezoso, copiado de la eternidad.

Cuaderno de Luis Cardoso. Infancia pobre de Elia en ese barrio miserable, en esas dos piezas divididas con un tabique, de las que nunca habla, en su honor, de las que no vive haciendo leyenda, Elia, la contra-mitomanía. Pero sus compartimentos estancos me hartan.  Y sin drama, ahora veo el abismo que lo separa de ellos. Que están tentados a denunciarlo por no-cooperación. Y todos sus odios en el bolsillo, bien guardados, para disimular sus amores. Hoy, en mis notas, Elia como guiñapo. (Jueves 18 de mayo).

El cacareo de la ayuda, o de la misericordia. Cacareo más entusiasmo del sanmaritano que viene de la fosa de los piojos. Hoy no tengo nada para decir, solo quiero plata. Hoy, también, metido en la ruleta de los humores del desasosiego.

Patas de golondrina en las ramas verde oscuro de ese árbol de esa  primavera remotísima. Incompatible, como casi todo.

De la misma fosa de los piojos también salen los farsantes del poema, los que leen a medias, los alcahuetes de los nombres, los millonarios de la cultura, los que toman el primer colectivo que pasa, los que ayudan a mantener el orden, los que dicen que miran la Nada, los que te persiguen hasta tu rincón más secreto, las amargas comadres de la hora del té, los pintores reptiles que solo hablan de su fama, los amigos traidores, los no amigos traidores, los que ponen todos los días su firma en el libro de los cagones. Que no soportan a los tipos no consolables.

Orlando camina con Celia por la orilla del Riachuelo.

Luis Cardoso dijo en el café: «Fragmentos de felicidad.» Sé que lo robó de algún libro. Y pasó mi primo Juan Carlos, famoso por sus ojos verde mar en la Avellaneda de los cincuenta.

Bolsillo vacío y migaja hasta lo desconocido en la comedia social.

Estoy acá, solo, en este sucucho y pienso en el imbécil que soy, y en todas las montañas de mentiras que escucho y me pregunto cómo pude pensar que tenía amigos, cómo pude engañarme así. Y pude, y tal vez seguiré mintiéndome, conmueve el frío de la mentira de los becados por la sociedad. Es muy temprano, me digo que hoy salgo a la calle y me llevo las cartas de Johnny Dark. No saco conclusiones, no las interpreto, las leo en su luminosidad. El martes me encuentro con Jorge y las llevo y seguro releemos los subrayados y no damos ningún examen y me olvido de las urracas examinadoras.

Johnny Dark: «Cada tanto siento el impulso de cortar así los lazos a mi manera.»

Hablo en un rincón de la mesa con esa santa, tapado color ocre, rubia no teñida, y de repente me doy cuenta de que le hablo a una alcohólica, va por el cuarto vino y monologa disco rayado sobre el libro que está por escribir, es verdad que también hay monologuistas  sobrios, plomos, y conozco muchos, sean hombre o mujer, gente atragantada de lo que da vueltas en el aire  de los tiempos, en sus palabras. Hablan pero están hundidos en la mudez de la borrachera, los alcohólicos y los sobrios, misma retórica, mismo loro indigerido, la sigo escuchando en la noche del boliche casi desierto.  

Cuaderno de Luis Cardoso. Anuncio de vampiros. Cambio de vereda aunque sé que no sirve. Solo sirve escribir lo que unos pocos que no conozco pueden llegar a entender. El resto es comentario de comentario. (Lunes 22 de mayo).

Es un día o días de lamentos, no puedo hacer otra cosa. Es casi un toco bíblico que desovillo en mi cabeza, todo esa carga me la digo a mí mismo, trato de que no se adivine, hay noches de café con la no-banda y son noches de disimulo. Tengo en el bolsillo toda la idea del Norte. Y ya no la cuento. Si la cuento no la escribo. Es fracción de tiempo metida en estas lamentaciones. Mi fracción de tiempo. Luis Cardoso el suyo, que anota todos los días. ¿Qué paisajes luminosos se va a buscar cuando camina hacia el puente Nicolás Avellaneda? Su preferido. No tengo respuestas. Es un misterio que se me escapa.

Sé que tratábamos de ir en voz baja, salvo Lola, todos fuimos no educados en patios de inquilinato y ahí se gritaba, hasta casi la vociferación, conflicto, siempre recomenzado. Entraban las mujeres y una madre pataleaba, ya se sabe una madre no se esfuma si llega Gloria desde la otra orilla. Hijo abandona madre. Irrupción en patio baldeado cada muerte de obispo, algún sofá raído puesto en el fondo bajo el alero de la ventana que da  al  depósito de bolsas de cacao, en el que nadie se sentaba, macetas con plantas asombrosamente bien regadas, un edén en patio de conventillo y guerra de comadronas. Tal vez me salga algo más interesante. No sé. Porque no estoy tan seguro de que no quiera el elogio de la cueva de piojos. Hubo uno solo que lo rechazó, no era mendigo de reconocimiento. Los surrealistas prohibieron su lectura.      

No hay que enternecerse ni caer en la letanía de la interpretación. Solo caminar por el tiempo.

Yo voy siempre con el sentimiento de estar perseguido. Hasta acosado, como una presa. Mirado por esas maestras de la infancia guardapolvo blanco, monjiles, con los libros santos del momento. Ellas, que se renuevan en otras figuras. Es un desfile de ovejas al yugo y yo soy uno más en el fondo del colectivo. Hoy es viernes de un año remoto y espero ese diario que llega desde el Uruguay. En esa época tenía el mito de estar informado. Y no sirve para nada estar informado. No es para rascas. Es para tipos que se asoman al balcón a ver cómo entra Napoleón en la ciudad. La información es una aceleración de la mitomanía. La camarilla como la llamaban algunos, la no-banda, nosotros, a veces se expandía, aparecía algún invitado, olfateaba algo distinto, un aire de joda, de lecturas raras, de supuestas intrigas, camas. Duraba poco, generalmente era algún dormido, vocación cana, veinte palancas de retardo, solo quería hablar de él, hacerse un lugar y se da cuenta de que no era aquí, y se va.

Leo una novela y hay un gallo debajo de la cama y viene esa figura de gallo de Sarandí que entraba y salía de la cocina y nadie decía nada, a nadie le llamaba la atención, era uno más de ese patio. Hacíamos vida de patio, sí, silla, mesa, mate y tostadas. Siempre caigo y miro hacia atrás, hacia esas figuras que Irma me enseñó a amar, esas historias que ella armaba y que se desarrollaban en la luna que mirábamos, los dos agachados,  desde Paláa y Berutti. Noches de luna en el bosque de la noche de verano. Y en ese tiempo paralelo también fui amigo del gallo de Sarandí que tanto me criticaron los falsos amigos. ¿Qué puede haber de criticable en tener a un gallo como amigo? Por favor Paul Claudel, qué el piojo no entre.

Cuaderno de Luis Cardoso. Y hace mucho que dejé de hablar de literatura, salvo con algunos, abandoné, para poder seguir leyendo, para seguir solo, sin compartir, solo re-contra solo en lo que elijo. Huelga. Apenas un poco de prensa anarquista. Lo único que quiero es decirme que sí, me fui, que sí, me oculté, que sí, ya no le cuento nada a nadie, que sí, no hay olvido, solo hay atenuación, que sí, me cago en las teorías sobre el lenguaje hablado, me cago tres veces, y también aprendí a no hablar más con gente que simula leer, y ya no leo la poesía que no sabe nada del «a — a — a». (Domingo 27 de mayo)

Luis Cardoso me lee fragmentos de su cuaderno. Le digo que ajusta cuentas, me retruca que como uno de sus dioses, las ajusta por la vía del amor y el odio. Todo se la va enredando en ese tratamiento y en la extensión de sus rechazos. Amigos que cedieron y siguen en las montañas de mentiras, los falsos desertores, esos sobre todo, que abandonaron, que se dejaron poner la escarapela.

Paseamos por la vereda de los enemigos que nos miran chirusamente, se hacen los indiferentes, nosotros también, teatro del fingir, del no medirnos. Fracaso. Pero fundaremos algo y llegará la pendejada sociológica y sacará su crueldad y nos querrá meter en caja, disciplinar. Escribirán notas y manuales y te darán sus becas y sus viajes y solo será una inscripción. Pero mi odio barato está aquí. ¿Odio de ignorado? ¿Odio a largo plazo? ¿Que llevo pegado a la suela de los zapatos? No quiero ser representante de nadie. Es un odio barato, pobrísimo, como todos los odios. La lluvia de las siete de la mañana dejó la calle y el cielo gris gorky, camino a despeje, a sol. 

Me avergüenzo de la patética exhibición de las viejas provocaciones, de la exhibición de mis gustos, de mis confesiones, de mis quejas, de enumerar mis lecturas, a quién le importa,  y de mi lastimera costumbre de querer saber, de no cerrar la boca.  Tachar más nombres. Ni se enteran.

El traidor es así de retorcido, adhiere al que habla, camaleón infinito.

Era de noche o casi, hora azul que se despide por hoy, y Celia camina al lado de Gloria, Luis Cardoso detrás, Lola y Orlando van  hablando, yo estoy sentado desde hace un rato. Los veo venir y ellos no me ven todavía, están enfrascados y en una fracción de segundos todos me enfocan y aparece una risa de a cinco y de ahí a carcajada, me contagio a sonrisa, hora de encuentro. Toda la franela de abrazos, corrida de sillas, no dicen de dónde vienen, no pregunto, solo arrancamos hasta alguna hora. Nada austeros aparece el aislamiento y sus efectos. Yo fui niño prodigio y muevo ficha con el Diario de Kierkegaard. Me planto ahí. El aislado mayor. Celia dice que no, que Julius sobrepasa todo y está más a  mano. Ideas sobre la soledad. Ideas de viajes. Y trato de salir de la acumulación de venganzas lunáticas, unilaterales, Y escucho el cruce aislamiento y soledad y viaje y Norte.

Y pongo el oído en la autonomía de las voces que hablan, con sus silencios en los bolsillos, que intentan dialogar, algo que se alcanza pocas veces, muy muy pocas veces. Renuncié. Solo tropiezo con virtuosos del chamuyo.   

¿Tan seguro de que escribís esto y no pensás en esos, los jueces que te esperan en la esquina y te miden los grises?  Madrugada del recuerdo del poema de Yeats. Liebre doméstica y gato al pie de la chimenea. Sigo leyendo la historia de amor, esta semana solo leo ese libro, me desintoxico de mamotretos teóricos que tuve que corregir, y ahora tomo café y miro el infinito cielo de Barracas. Con mi libro abierto. El que cuenta dibuja en su cuaderno de notas. Yo no dibujo, escribo en el mío. Pongo: «seco». Y agrego: «nadie escucha, o, todos escuchan con la interpretación en la mano». Y, otra línea: «yo tampoco escucho a nadie». Y cierro: «serie de sordos asustados que van a los brazos del primer elogio».

A remolque de nadie. 

Entonces, hay grises y grises. Me gusta el gris con toque naranja. Y el gris con toque verde. Gris desparramados en la superficie cruzado por rayas negras o celestes. Y está el gris de la aurora.

Y ahora Luis Cardoso empieza su aburridísima leyenda de los borrachos como ángeles en el infierno. Dejó los libros por la biografía. Todavía no se ve a la gente que va al trabajo, el madrugador con camiseta de frisa para protegerse del frío, está por arrancar en la cromática gris de las 7 de la mañana, me tapo los oídos, cómo detesto a estos burgueses de mierda que hablan de los pobres. Leyenda del borracho más leyenda del pobre que escriben en las revistas de la piojera. Sigo con la novela que leo, me la cuento en la cabeza, sobre ese pasaje rembrandt de los tres en el cordón de la vereda, él y ellas dos, casi dormidas, trinidad de borrachos, en esa calle de faroles, y de repente ella lo besa suave y es como una Virgen que baja a la tierra y se duermen ahí. En la novela. Nosotros salimos del café y somos ese conjunto que camina en el alba rumbo a Constitución. El sol aquí, en esta caminata sale toques amarillos y verdes y me meto en el sueño del Paso del Noroeste.      

Hugo Savino, junio 2023
Ph / Bill Brandt, Río Cuckmere, 1963