En la oscuridad la mano es más rápida que el ojo, para ver.
Elsie hace poemas como hace casas como hace un curry de pollo como hace un dibujo con lápiz grafito como hace una artesanía de plata y cuero. Elsie cría y doma caballos, construye ranchos de adobe, reconstruye casas destartaladas y después las vende a quienes no saben usar sus manos, trabaja como psicoanalista, estampa telas con sellos traídos de india o dibujados por ella.
Sus manos grandes, nudosas, hábiles, precisas, tienen vida propia, hacen vida, son independientes y decididas y calientes y fuertes. Tienen manchas, marcas. Ella piensa con las manos, mientras corta un pedazo de queso y le pone un hielito más al whisky, algo suyo siempre queda impregnado en las cosas que toca.
Las manos de Elsie Vivanco inventan mundos. Con las palabras hace lo mismo, las amasa, las embarra, las acuna, las saborea, las esculpe y las escupe, las canta en voz bajito, nunca grita, por eso de que el deseo decidido habla bajito, no vocifera, solo empuja. Canta sonidos de una lengua singularísima en la que conviven mil matices metidos en la voz a fuerza de experiencias, viajes, lecturas, murmullos y rumiaciones, a fuerza de tener el oído siempre atento a los detalles.
Nunca tan claro que escribe como habla, no hay ninguna diferencia, ninguna impostura en ella, más bien diría que está en las antípodas de la infatuación y la solemnidad. Si tuviera que ponerla cerca de alguien (aunque nadie me obliga a hacerlo) es de Kato Molinari, las dos comparten un cierto tono, una manera de mirar, aunque Kato es de Alta Gracia y Elsie nace en Buenos Aires pero pasa toda su infancia en el barrio Cerro de las Rosas de la ciudad de Córdoba y de grande vive muchos años en La Cumbre.
Yo escribo, que piensen los demás, dice en una entrevista, de las pocas que le hicieron en su vida, porque está completamente al margen, directamente caída del mapa, de los circuitos literarios, envuelta en sus paisajes de sierras o frente al mar plomizo, una gota de verde en cinco litros de gris, un torrente de palabras salidas de su cauce, entre animales y bichos y plantas, entre amigos, libros de indios y de viajes alrededor del mundo, un tocadiscos y vasos de cerveza helada, con la certeza de que escribir y vivir son lo mismo. Para Elsie nunca es por la vía de saber ni de entender, no son los títulos ni los premios, no son los géneros ni los talleres literarios, son las manos, las manos que tocan, reconocen, tantean, transforman, cuentan.
No hay normas, no hay reglas para ella, menos que menos necesidad de reconocimiento. Lo que cuenta es el hacer. Hacer y seguir, lo más despojada posible. Siente terror ante las discusiones, nada de gestos bruscos, le huye al conflicto así como se aleja de las grandes palabras, de las ideas fijas y pesadas, se mueve, siempre está en otro lado. ¿Dónde? En la cabaña del banano de Basho, escribiendo haikus: rayado por la sombra / de los bambúes / el gato se sueña tigre. En las sierras escribiendo una carta, en el campo, en la ciudad mirando los jacarandás florecidos en noviembre, en el recuerdo, en el presente, en los libros y las cosas. Parece que está acá pero está allá, siempre en movimiento. La cuarta sonata de Rostropovich se disparó igual a un insecto que larga su lengua pegajosa y te atrapa y así quedamos enredados en los armonios y dale que nos degluten, es una lucha cuerpo a cuerpo, devorar o ser devorado, por los sonidos. Los miedos (que los tiene y son muchos) los mete en unos baulitos muy pesados al lado de la ventana, entre los talismanes de ámbar, las pulseras de plata, las fotos más queridas y las joyas tibetanas.
Elsie le hace algo al tiempo, lo retuerce, lo enloquece de una manera extrañísima. Para ella primero está el vacío y después la forma. El cuerpo es voz, erótico y furioso, voz que me frota caliente, las manos preguntando, siempre las manos, sus poemas tantean una dirección pero en el camino pueden cambiar, hay quiebres, cortes, detenciones, recomienzos. Lo que nunca se pierde es el ritmo, la cadencia de la palabra saboreada.
Escribe sola, en libretas sin renglones con letra grande y difícil de entender, escribe sola y su alma y todos sus fantasmas y las cosas que la rodean, la memoria caprichosa, algunos silencios insondables. Escribir como quien golpea o quien dibuja con gestos. Los colores se le caen de los bolsillos de sus pantalones anchos: cimbrea, brioso, brillante, el negro. Blanco ceñido, cielo cobalto, puro esmalte, el mar en oros en platas almagres y ópalos, el verde que es azul de los olivos, acerando. Escribe cartas a sus hijos, a sus amigos, a sus amores. Algunas las manda, otras las guarda. Cartas con dibujos, explicaciones, mapas, historias, recuerdos. Desde su soledad de campo al atardecer le escribe una carta a un ex amante en la que recuerda su Paraty dorado por el recuerdo y redorado por el amor, antes se moría de a caballo, ahora sólo nos queda morir de amor. Ahora se matan con una cuchillada al hígado y caen como paquete al suelo. El poema que le escribe a Osvaldo Lamborghini es una joya y él / qué diría. / Decía / hay que ceñir Elsie, tenés que ceñir, entendés. / Sí, le decía yo / y le miraba la boca corazón / y no entendía un carajo. Siempre Fitzcarraldo y Claudia Cardinale, las palmeras de antes, las tormentas, el frío en la madrugada, ahora: una tarde de verano las chicharras atronan, cantan hasta morir, chochas.
Pensar, recordar e inventar son lo mismo para ella. No hay medias tintas, no hay hipocresía, todo es un caos hermoso, una libertad envidiable.
Cuántas cabezas ha cortado o cuántos amantes ha tenido, / según sea hombre o mujer, / pregunta el herrero / a las almas de los muertos antes de dejarlas entrar. / Si no han tenido vida plena, / las aplasta contra el yunque / con una maza de cinco kilos.
Piedad para tanta desmesura.
En su antemuerte escribe Papel de diario, con el último aire que le queda culpa de un corazón agrandado hasta límites insospechables, anota lo que ve por la ventana de su casa, lo que escucha, lo que sueña, recuerdos. ¿Se me fue el fragor de decir cosas? No, ahí está, sigue el fragor, tiene miedo pero sigue, toda ella en cada gesto, su risa inolvidable, su humor filoso, los anteojos de marco ancho para ver de cerca, para ver de lejos, un gusto exquisito, su contacto íntimo y cercano con las cosas de este mundo. Elsie respira como un caballo cansado pero su corazón inmenso la mantiene viva, una niña loca, sabia, dulce y áspera a la vez.
Las últimas páginas de su libreta:
Schumann sigue diciendo lo mismo, mirando por el balcón los autos siguen pasando abajo, lo mismo igual mirando para arriba, las luces de los departamentos, a esta hora iluminándose con luces frías o cálidas. Sin embargo, algo ha cambiado, no Schumann, si no yo, que no puedo ir a visitar a mis nietas. ¿Estaré con la peste? No. Por la ventana abierta tomo el aire de la noche.
Un verano leí las obras de Proust accidentalmente. Yo estaba ahí y él también.
Cosas que ya no existen: los sabañones. Los botones. El colchonero.
Esta noche te busco en mi biblioteca, Emeterio Cerro…
Maldito zoom que te hace creer que estamos todos juntos comiendo fideos y no es verdad. Cómo me voy a creer que estoy con ellos si no los puedo abrazar y segundo no les puedo decir la angustia porque, tal vez, no los veré más.
Murió el 11 de enero de 2021.
En Glaucoma escribe: Federico Peralta Ramos pintó un cuadro / En el cuadro escrito en cursiva decía: estaba esperando la hora de encontrarnos.
Yo también la espero, Elsie.
Lucía Mazzinghi, 2023
Ph / Juan José Cambre / Blanco, 2003