Gris al fondo (X) / Hugo Savino

Perdido.

Esa casa abandonada aparece como una línea que cruza a otra y ahí, en ese cruce, un resplandor, la casa del negro Jorge en Valentín Alsina, era casa y corralón piso de adoquines ahora colgados en mi recuerdo. Y no me desdigo de este gusto por la figura casa que vuelve en imagen. Que fue del silencio de nuestra llegada al patio al vocerío y la guitarra corsini de esa noche de verano. El resto de la noche se fue en ese vacío de tangos.  

Motivo: el atardecer. O transfiguraciones del atardecer sentados en el patio de adoquines. 

Ignacio abrazaba a su novia, antigua vestida de antigua, salida de un camino paralelo, de un anaquel, algo rubia, guillerminas y vestido 1950 tela negra con lunares y botones del cuello a la cintura en 1966. Comprado a un turco. Yo era el único moderno en ese patio. Disfrazado con un traje gris bien cortado, apariencia respetable.  

O algo que se disuelve en la irrealidad.

O funámbulos de Barracas de visita en el más al sur.

O desesperación extrema. De no poder escuchar eso que sonaba lejos. Volver a perdido.

Así que: densidad de motivos.

Orlando supo que nunca aullaría con los lobos. Se irá a casa y escuchará a Raúl Berón con Miguel Caló,  en su porteñización de Celia. Se meterán en los retazos del tiempo, no recurrirán a las ideas, no ayudan, solo actos, y concretos, luz de la luna que entra por la ventana, aceptación de la figura de las luciérnagas del cielo,  sí, para que defenderse de ellas, seguir ese hilo, bajar la persiana a cierta hora, y a la cucha.

Tener en el bolsillo esta figura: a la policía del pensamiento no se le puede explicar nada sin que te pida un tratado de estética. Evitarla. O sea: ni darle los documentos. Ser cordial, eso sí. No implica ninguna adhesión.

Orlando Romero dijo que no podemos salir del escondite de nuestra sombra. Y no respondió preguntas. Otra ronda de café.

Novelas infladas de grandes preocupaciones. Lo que te ponen en un bolsillo te lo sacan del otro. Pretexto fraudulento: cable a tierra con la realidad. Malditos rastreadores de orígenes que buitrean el misterio o el conflicto.

Puntadas del azul de cielo que languidece a gris en el mediodía de Barracas. Todos miran hacia el Norte y pedimos otra vuelta de café.

Más allá de Constitución, otra frontera, los retóricos que no pueden ser interrumpidos, no quieren, fijados en su flujo de lo aprendido sin retorno ni posibilidad de silencio, no, hablan y hablan y se hablan y no encaran la posibilidad de darle un descanso a la humanidad en particular. Yo puse el ancla mucho antes y me fui para otro lado. Pero puedo reconocer a un retórico, sea hombre o mujer, en su ejercicio de dictador de las letras.

No hay casamiento en puerta en esta no banda. Hay concubinato pero en el momento en que la palabra va camino a desuso, hay otras posibilidades y exploraciones que irán apareciendo. En los recónditos secreteos de las reuniones y caminatas y encuentros.

Acumulación de fracasos. Lista exhaustiva. Y archivarla. Y notas, sueltas, que vienen de la rememoración, hoy, en este día de sol que a su vez salió finalmente del gris.

Lista clandestina de ex-amigos. De amigos a ex. La única ruptura.

Celia va metida en esos morley grises o azules que le marcan las tetas y hay mirada de gavilán en la mañana de Barracas de ese día marmota por ahora.

Cuaderno de Luis Cardoso. Celia pasea su perro viejo, medio asmático, y cada tanto, alguno de esos partidarios de la verdad le marca que el moloso está cerca de ir al cielo. Puñaladas de los sinceros, de los que llevan la verdad pegada a la suela de los zapatos. (Viernes 16 de junio)

Me lo cruzo a Rafael y le trasmito el saludo de su Eva perdida o que él cree fijada en el absoluto de algún verano: «en su voz se notaba el fuego no apagado.», le agrego. Nos sentamos en la equina de Garay y Salta hasta casi las doce de la noche. Refugio del azul oscuro de tormenta al gris oscuro de nubes.

Salgo y me voy solo por Salta y evoco a mis tíos con trajes cruzados gris oscuro y camisas celestes o blancas que salen a pasear los domingos y llevan a sus nietos y sobrinos al zoológico o al Botánico y es una memoria viejísima, una especie de estampa de la vida divina, solo mañanas fijas que se vienen una tras otra. Quiero que esa caminata de las doce y media de la noche no termine nunca, que toda la rememoria se escriba una y otra vez.

Solo me quedó ahí, con los brazos colgando, llego así a la orilla del Riachuelo y así me voy. Con mis dudas. Y no pienso despejarlas. Me desoxidé de los valores seguros, de todo lo que dicen, y llevo mucho en  el ejercicio reclusión.  

Después llegará lo alcohólico irredimible, pegajoso como moscardón, a-romántico, pero solo serán tiempos inocentes, agrandados por maniáticos que no estuvieron ahí y hablarán días y días y usarán lo que no vivieron como metro patrón. Los mitómanos que rellenarán los enigmas y misterios a los que nunca llegarán. Y poco a poco los olvidarán y pasarán a otra cosa. Y nunca elegirán sus libros, nunca, y los que importan los dejarán por la mitad y solo hablarán de lo que no leyeron. Y estarán condenados a vigilar y todo se les escapará. Y no se darán cuenta.  Y todo lo idiota en mí aparecerá y eso no tiene vuelta y así vendrán otros libros que no serán los de la vía de los valores encuadernados.

Solo existen los libros. Y su contrario: la pasión ratona que los oculta.

Frase elaborada, encajada, clara, permitida. No. Tres veces no. Prefiero el ridículo. La indiferencia ya me la gané. Y es una suerte.  

Y tengo que tener cuidado a quién le cuento cosas que sé, nada del otro mundo, pero en manos del mitómano de turno se convierte  en un insulto al retrato rembrandt, a todos los esbozos de retrato. A los míos. Así que sigo caminando, bajo por Montes de Oca mal iluminada en el pasado de mi rememoria. Y miro las estrellas y la luna en la avenida del silencio y eso es mío en esa noche de algún día recuperado.

Y así, sigo, y entro en la noche de Barracas dirección sur. Del gris de hace un rato el día pasó a la noche. Era un gris azulado intenso, del cielo y la tierra. Bloque de gris no-gorky. Cuando entré con Rafael en Los Leones todavía lo grisáceo flotaba en la Plaza y sobre el edifico de la Estación. En cada esquina encuentro el vacío, el mío, el que me robaron, el de otros, el del buscador de oro de mi infancia enfrentado con ese vacío noroeste en el Lago del Oso. 

Orlando trata de escapar de las figuras del drama. Me pasa la foto de un rabino de Smilovitchi, donde nacieron sus padres, y me cuenta una historia. Me la guardo. Es su secreto. Siempre compartimento estanco. Orlando lee libros a los que la chusma que simula leer nunca  llegará. Van cayendo los maestros auto-diplomados, gritones. Sus declamaciones que ocultaban sus perezas, falsos maestros de lecturas a medias, de libros leídos que arrastraban por todos los cafés, tacaños en el alma, más llena estaba la mesa de los abuelos de Orlando, dos apios en la sopera que iba a parar a la blancura del plato hondo. ¿O a veces sombra del vacío de la sopera? Es un almuerzo de un invierno, el de 1914 en Buenos Aires.

Pero menos frío que los almuerzos en el aire de ese rincón helado de allá, transatlántico, temblorosos padres e hijos, mustios, sopera vacía y ausencia de apio y de papas. Le pregunto: «¿quién pintó ese cuadro?».     

Infames agujeros con salas divididas por tabiques de la infancia.  Casas torcidas. Inclinadas a la derecha en la memoria del ojo izquierdo. O apenas una cuadra, doblo por Paláa, a la derecha, y entro en el barrio de las casas con jardín. Tilos retorcidos a la derecha en las veredas. Y regreso al convoy donde se lo crea o no, no se ignoraba la existencia del sonido del piano. Milagro del oído de Roque Juan.

Desorden redistribuido en la leyenda. Tartamudo ese niño. Orejas despegadas. Desventajas sociales del arranque.

Una novia no judía de Orlando.  Y Orlando en ese paisaje de casas retorcidas y pintadas de rojo y amarillo. O de rojo carmín con toques de blanco estriado.

Cuaderno de Luis Cardoso. Llegaron tres libros. Me encierro cuatro días. (Sábado 1 de julio). 

El único pintor que hizo visible el viento. O el único pintor que espera horas a que el viento arranque.  El único que pintó el rojo levemente anaranjado que lo vuelve loco a Orlando. 

Cuaderno de Luis Cardoso. Programa de jazz dedicado a Duke Jordan. (Sábado 29 de junio) Un poco más allá de estos años estaba Florencio y su dilatación del tiempo. Se lo traía en una botella de ginebra y hacía lo que quería con él. Siempre tuvo al tiempo en su bolsillo. Como una cita. No, es el abismo esta vez, el abismo del tiempo de su borrachera. ¿Cómo será? No son saltimbanquis los tipos que cruzo hoy sobre Suárez. Sigo y me meto en el Luna Nueva y me siento en un taburete, la barra está vacía, yo y un tipo en la otra punta. No lo describo porque no lo miré y ese día no tenía ganas de mirar a nadie y menos de recordar. Estaba metido en mi nube. Solo me escuchaba yo. Horrible y aburrida escucha de ese podrido pronombre. Hoy no quiero hablar con nadie. No hay nadie con quien hablar. Viaje al mutismo. En la novela que leo hay una mujer con el pelo color caoba que le arruina la vida al personaje. Escena fatal de melodrama, pero bien escrito con escenas de bar y de hoteles mustios y de habitaciones con revistas sobre el linóleo. Solo tuvo una fama local y la ex-camarera pelo color caoba finalmente lo deja. Y ahí arranca la novela. Que va del demonio del autoengaño pero no lo hace tema ni argumento. No. Es solo el estremecimiento de un autoengaño indefinido y prolongado de un bar a otro. En esa época todavía había viejos que hablaban en italiano y hacían mesa de bar junto a la ventana. Con partida de  dominó. Diría que se los comió el tiempo, pero es muy dramático. Donde estaban esas voces ahora hay alguien que se sienta y pide un café.

El cielo gris pero sin pájaros y desde aquí se ve muy bien el puente Nicolás Avellaneda.  

Las chicas entraron en el túnel de los años pasados, pasados antes de que llegaran al mundo y coparon la mesa con sus historias de tías queridas, de parientes carroñeros, o violentos, padres estragados o felices, una abuela que le clavó un tenedor en el ojo derecho a su madrastra y cambió de pueblo, un abuelo que mató a un vecino y tomó el barco a Buenos Aires, enroscadas en sus relatos heredados. Montañas, pueblos, carretilla y pala, ladrillos, construcciones, baldes de cinc mal terminados en los bordes, algún callejón perdido, vidas hogareñas y un día, embarque, puerto, olvido, lo que queda atrás, caca de gallinas y reconstrucción de gallinero y gallo aquí, tío lejano casi mendigo que llega con lo puesto, tía política ligera de cascos que manotea en secreto el bolsillo de marido arrinconado, las tres esperan encontrar cartas de amor escondidas en el libros o cajitas, todo eso que pasa en imagen y en esa noche de lluvia de Barracas, todos refugiados en el café.   

Cuaderno de Luis Cardoso. Es muy temprano. Llega la cuadrilla que viene a cortar el árbol que se cayó hace un rato. Los miro por la ventana. Todos vestidos de naranja. Sierra eléctrica y un camioncito para llevarse troncos y ramas. Tomo mate y leo la novela de boxeadores que me regaló Elia. Línea: la desesperación.  Terminé otro libro sobre boxeadores. Sigo con los poemas de Raúl Gustavo Aguirre. El personaje de la novela es un entrenador que descubre la inutilidad de su vida, un clásico de novelas, pero escrito hasta la manera absoluta.

Todos los traidores salieron de sus cuevas y acusaron recibo. Hay una adicción a maledicencia. Los ladrones se vengan del saqueado. Es otro clásico, como los que se vengan de sus admiraciones. Más o menos lo de siempre, entre elogios mecánicos y mentirosos y habladurías por la espalda. Fatal. Pero me distrae de mi galguear. Deslirización del artista. Trabajo pendiente y nada fácil. Anoto como viene. Por hoy está bien. (Miércoles 23 de julio)

Claro que no correspondo nada. Nada pega con nada.

Perdido. Mi guía. 

Escucho su autorretrato: la idea es que nació por debajo de esa frontera en la que todavía se pertenece a algo. Abajo de esa línea, no hay derecho a nada, ni a un mísero bachillerato. Ni a pausa de trabajo, ni a mirada al aire.  

Adicción a tristeza. ¿Cómo desengancharse? Guardarse varios días en casa, semanas mejor, régimen de legumbres, sacar el alcohol de la mesa, esa estupidez para público que solo lee biografías de artistas, alejar a los amigos pegajosos e inquisidores de tu estado de ánimo, tratarlos vía la paranoia, como si fueran críticos o profesores, esa gente consagrada a la estética general, a la anécdota a la que encima no tienen derecho, tratarlos por el alejamiento hasta lo definitivo si hace falta. No está el abismo más allá.       

Qué no te falte soledad me digo todos los días, y no me falta, frente a ese río de loros barranqueros que encadenan monólogos más monólogos mientras ordenan esa cronología aburrida, pesada, llena de detalles de esa nada que les pasa.  Insistencia descriptiva de sus dramas del no-reconocimiento.

Lo lórico que llega hasta el confesionario.

Me regaló un catálogo de la exposición de Fortunato Lacámera. Es uno de mis tesoros. Le gustaba ese toque en las macetas, en los postigos, y sabía que a mí me volvía loco, sabía porque escuchaba.  Las cinco ausencias están marcadas gama del verde-azul, reguero de amarillo oro, rojo bermellón, anaranjado rojizo con toque blanco, mezcla de acuarela amarilla y verde. azul, son toques en mi vacío del tiempo, exclusivo de la combinación de mis palabras. 

El sombrero gris como único lujo en la década del treinta cuando llegaba el invierno.

Motivos del escolaso. Motivos del tango. Los deslumbramientos re-inventados. Las horas de esa esquina de la conversación hasta la madrugada. Lo perdido.

¿Motivos de lo perdido entonces?

La casaca granata del jockey en ese cuento. Armario con espejo gigante si recuerdo bien. Se miraba ahí el anticipo del correr.

El sombrero marrón oscuro del librero allan kardec que subía la escalera de la casa de la calle España en Barracas, pasaba frente a la cocina de María y se lo sacaba de la cabeza para saludar.

Mary Lou Williams.

El caballo que se quebró la pata en el hipódromo de Temperley.

Todos los mientras tanto recónditos.

En Los Leones, la mujer de los ojos redondos, habituée, me saluda y se sienta en la otra punta. Ella desayuna café doble con un brioche. Rutina del desayuno y mirada perdida.

Los resplandores de las manzanas de Lacámera vienen del interior   del cuadro.

Alejarme de los tipos que buscan el corte claro y la resolución lógica y se dejan hacer contratapas. Ni del lado del filósofo ni del lado del esteta. Siempre del lado del aficionado. 

Horribles personas de la solución definitiva. Palabras pomposas en sus libros pomposos.

Fue monaguillo entre dos años enteros, 1927 y 1928.

Luis Cardoso tradujo Una visión desesperada y ayer me la pasó.  Es el mejor catálogo contra las supercherías del estilo.

¿Qué mencionar, qué no mencionar, qué guardarse o no guardarse? Como diría alguien: ¡cuidado con el animismo! De minucia a resto de minucia. Y finalmente no voy. Ahí no voy.

No te pienso resignar las melodías que me gustan. Sentate en ese rincón, juntá a tus seguidores maníacos y criticalas, y ahí, en ese movimiento se te pegarán a la suela de los zapatos pero nunca sabrás darlas vuelta.

Es verdad que hay mucha paja alrededor de los restos. Todos se entusiasmaron con escribir restos o con fracasar. Hay un fervor por el fracaso, una especie de delirio. Ya encontrarán otra cosa.

Paranoia: abismo, pozo sin fondo.

Fe cantadísima en el arte, en la literatura, fe que ensaya todas las mañanas adentro del espejo. Fe mañanera de genio en éxtasis, que se agranda a medida que sigue el día, y se enrosca en sus rulos de ángel del renacimiento. Fe porque puede acreditar sus años de formación académica, esa suerte de futuro Pitman. Y le dará medios y tendrá juicios ordenados y clasificados y la idea de esa fe es que nada se le escape, se los tirará por la cabeza al amateur que soy, brazos colgantes que mira un Victorica, tendrá la pretensión de que nada del arte o de la literatura se me convierta en disgregación infinita. ¿Muy complicado?   

Camino equivocado. Pero lo elegí yo. Equivocado varias veces. Orlando dice que no, que son intentos levíticos, pliegue sobre pliegue, yo insisto en que la cagué, en que es una especie de concierto fallido. Nos enredamos siempre ahí. Con eso. Dice que le tengo miedo a mis rituales. Que cedo y ralentizo mi furia, que dejo que me mire la autoridad, el clásico quejoso que siente que no tiene derecho a nada, y pide permiso. Casi sin hablar. Permiso en la mirada. Y candidato a chivo expiatorio. Y hubo llamado al teléfono del bar. Irma que no me veía hace unas semanas quería saber dónde estaba. Mañana tomaba el colectivo 93 y me visitaba en la oficina. Viene con una montaña de comida para la oveja perdida.

Las chirusas del chisme reúnen documentación sobre las vidas privadas y rellenan lo que no saben. Es un dossier casi judicial. Hacen pausas extensas, intensidad de la respiración a profundo y ponen palabras que encajen. La difamación es un mecano. Las piezas están siempre a mano. Estoy en ese boliche angosto de la calle Corrientes, solo, y escribo una carta. 

Cuaderno de Luis Cardoso. Las mentiras de mi cuaderno. Elia me dice: «sos la leyenda y el mito. ¿No te aburrís? ¿Tanto miedo de soltar lo que escribís? No pasa nada, no está el abismo del otro lado, si te destruyen, mejor. Te hace falta un poco de aburrimiento y más lectura.»

Metido en el retrato que hizo Elia de Roque Juan.

Su política del rechazo. Su actividad marginal. Tango, turf. Quiniela. Roque Juan no se suma a la nuevas maneras de bailar tango. Otros pasos. Eso la conquistó a Irma. Se va a turf y hace turf seriamente. Fue un estudioso. Compraba las revistas de turf y anotaba las variantes.  Se consagra a una actividad. Ahí se mete. Sigue la vía de sus encuentros. Victorino. Mingo. Ruso David y su hermano Jacobo. Soria  y su estación de servicio. La ópera. Relentes de la tartamudez. (Domingo 30 de julio

Tengo que tener cuidado de no caer en el cretinismo cultural. Que quiere decir: tener opiniones.

Hacia el final de la calle aparece ese pasaje sin salida. Le hago una foto a la hora azul con la cámara que me regaló Gloria. Me sale muy bien, no hay nadie, calle pelada de árboles, con un fondo gris plateado que realza la soledad. 

Saque de lectura de cinco horas.

Me levanto temprano. Mate amargo no rechupado. Me  cuento unas mentiras y leo un poco el Varlam. Desayuno. No lo describo. Me ahorro tedio. Pero hago un silencio aliado a mentira, reflujo de lo lórico interminable. Dejo la jaula por un rato. Sigo con el Varlam en el subte. Este libro es Gulag más gato más Varlam Shalamov.

Y me pierdo en el día. No localizable. Hoy logro evitar  las  señales. Me vuelven loco, se multiplican según digo o no digo, según me siento o no me siento, según voy hacia el sur o según voy hacia el este. Camino en el claroscuro de la mañana seca de invierno de este año.

Ya no sé que hubiera sido preferible. No sé. Pero un día nuestros entusiasmos o lecturas, que es lo mismo, se dividieron. Ellos se metieron en la pobreza de sus carreras. Solo eso.

Toda su cantilena sobre la Obra, toda su chatarra sobre la cultura, todas sus mentiras sobre lo leído, toda su sordera, toda su imbecilidad de creerse un nombre de la vanguardia, todo eso en una tarde soleada con mi paciencia a cuestas.  Lola es terminante: «vos abrís la puerta.»

El rasque cana en lo íntimo de los adoradores. Que no escuchan la línea.

Destilación de la línea. Hasta la resonancia. 

Llegó la casita con ligustrina y jardín. Lleno de arbustos de hojas verdísimas y dos rosales y caminitos circulares. A cuatro cuadras de la avenida por donde pasan tres líneas de tranvías. Pero eso fue justo a los doce años. Esa mañana el rumor de los vecinos dormía la mona de año nuevo. Eran las seis de la mañana y estaba arriba. Lo miro desde ahora, ahora que el recuerdo desata la memoria y entonces trato de salir de las sentencias, solo la memoria de ese pasar en imágenes que vuelve, es esto también, vuelve indefinidamente, y tiene importancia.

En un rincón del cuartito del fondo había una alcancía de terracota, rajada, en un tiempo estuvo llena de monedas, tíos abuelos y primos mayores contribuyeron. Pero se rajó y fue al fondo. Irma no la tiró. Raro. No fue a perdido. Se quedó ahí, de florero y un día Irma dejó esa casa.

Nunca fui dominguero. Mi familia tampoco. Nada en contra. No se me dio. Tal vez esa marca de familia: no tener derecho a casi nada. No lo exploré.

No pienso rascar en los rumores, aunque me tienta, pero prefiero silencio y olvido, salir de ahí y salgo, no rasco, no doy nada, que rellenen los que viborean en su escucharse embelesado.

Gloria tiró del hilo de mi memoria y salió esto. Lo perdido por fragmentos. Me leí y no estaba tan mal.

Toquecito de lo enterrado a la superficie como para que la paranoia se haga luz. Pero nunca, nunca ese toquecito es tenaz. Apenas roza la superficie, es un globo de ensayo, se evapora, y todo vuelve a olvidarse. Las cagadas desaparecen si hay algo que ofrecer. El monstruo escribió mucho sobre eso. Todos están del lado del tentador. ¿Un poco filosófico? Puede ser. No me sobra nada, así que me lo guardo. Gloria se fue al trabajo. Celia salió antes que ella. Yo rehago el mate. Hoy me quedo en casa  hago cuaderno. Toda la contra anda de revoloteo. Una mañana de soledad es mañana bendita. A veces es alergia de polen o de yerba, pero dura un rato y se calma.

Pierdo mi par de anteojos. Me angustio. Estoy re-seco y pierdo  mis anteojos. Andá a reclamar a la iglesia.

Gloria: «Eso es la estupidez, vivir colgado de lo que ni fue.»

La cosa estaba calma. El inquilinato duerme. Es el de Barracas no el de Avellaneda. O lo misterioso o lo que se fue, o lo que no se encontró y se olvidó. Memoria exacta de los recuerdos. No hay caranchas en el horizonte. Despejado.

Cuaderno de Luis Cardoso. Arranco con el tomo III de Contra toda esperanza. Nadezhda Mandelstam insiste en la palabra exterminio. También se trató de un extermino sistemático. Osip Mandelstam se dirigía o pensaba en un lector lejano. Es más, nunca pronunciaba la palabra lector. No hablaba de lectores sino de gente que si tenía necesidad de lo que él escribía, lo conservaría. Es algo escandaloso pensar en estos términos. Cuando todos andan de mendigos de lector. Nadezhda retrata a un Mandelstam refractario a la educación, otro escándalo. Un Mandelstam que asume la incompatibilidad con los contemporáneos. El contemporáneo te quiere educar, no hay más vueltas. No tenía ni pretensiones ni afectaciones. Estaba siempre en movimiento. Por eso no tenía «actitudes». No tenía declaraciones para hacer. Era indomable. Refractario a la educación.

Después viene palo a Tynianov, el comodín de los lectores profesionales en busca de «héroes literarios». Nadezhda crítica la relación que hace Tynianov entre el poeta y el actor. Según Tynianov el poeta no habla en su nombre, sino que es un portavoz. Y esta concepción corrió como una mancha de aceite. Tynianov cree que hay escuelas literarias, que un poeta, en caso de necesidad, puede cambiar de “héroe literario”. Cree en el progreso. Cree que el poeta va de tendencia en tendencia. Que evoluciona. Que hay un origen y una evolución de corrientes literarias. Eso es la panacea del lector profesional, poner todo en un casillero y no leer más. Todo eso mezclado con un poco de anécdotas. Tynianov impulsa la idea de que el poeta –a la manera de un actor, o de los románticos (según él)– influye en su biografía. Se construye una biografía diferente a la del clásico. Es como el actor, va cambiando de roles a medida que cambia de orientación. Es impresionante lo que cuenta Nadezhda: Tynianov le dice que transforme algunos acontecimientos de la biografía de Mandelstam en «hechos literarios», y que silencie otros. En suma, que los acomode al poder vigente. 

Después: un especialista en Spinoza la denuncia.

Por hoy basta. Me gusta mucho contarme este libro. Llueve, aguacero. En un rato me encuentro con ruso Orlando. (Martes 1 de agosto)

Lola me manda carta y me anuncia que vuelve el sábado. Me extraña. Pego la carta en un cuaderno de contabilidad en el que pego tarjetas, apoya vasos de cerveza, fotos de diario, de músicos, de cantores, de propagandas, mapas de ciudades, carta de amigos, entrevistas, crónicas de carrera de caballos, recetas para Lola, foto de actrices, fotos viejas de familiares y a veces, notas al pie.  

Dos semanas que no veo a nadie. Ni ganas.

Pereza que viene de dormir tanto. Y un poco más. Hago el mate para Lola, ella yerba de hierbas, y para mí, la de siempre. Arranco.

A veces tenía la dicción de monasterio.

Voy a retranca. Bolsillo vacío. Lola banca. Así que: evitar hacerse el poeta y franelear con poetas. No salir. No aceptar invitaciones. No ver a nadie. No corresponder con traidores. A retranca.

«Han cambiado de alma para traicionar mejor, olvidar mejor, hablar siempre de otra cosa…»

Pronombre más piojo. ¿Por qué lo escribió así?

Juanico corría con la casaca del Stud de los Diamantes.

Terminé la biografía. Libro abrumador. Los autores empiezan a flotar por encima de lo que dicen amar. Le aplican el metro patrón. Cálculo. Lo desmontan. Lo comparan. Lo pasan por un colador. Me hartaron. 

Así que me pongo a mirar esa superficie coloreada de rojos, amarillos y verdes que se cruzan y algunos toques de blanco desparramados.  Mi salón de pintura. Único. Que no comparto. No tengo ganas de compartir nada, tampoco consulto a nadie. No me interesa decir quiénes son los mejores escritores argentinos, menos quién es el mejor. Nadie es el mejor. No existe eso, es de maníacos arrinconados en su cabeza.

Atisbo de parásitos, copiones y apurados.

Cuaderno de Luis Cardoso. La objeción que le hace a Ulises es que volvió. ¿Es una objeción? Me la dejo anotada, para otro día. (Jueves 3 de agosto)

Destila los rancios estereotipos de lectura que aprendió en el colegio de los maestros paupérrimos. Los defiende uñas y diente. Solo puede leer lo que está combinado, lo que pega. Voy soltando lastre.

Escasez de secuaz. Se va raleando la cosa. Sentido del humor cero. ¿La carrera? ¿Ser escritor oficial? ¿Nombre de la cultura?¿Miedo? ¿Ganas de estar en la serie de los figurones repetidos?

Se verá, dijo Luis Cardoso. Se verá hasta dónde aguanta el solitario ausencia de secuaz. ¿O estamos frente a otro Ulises que toma el primer colectivo que pasa?

El pasado se mueve, sí, se mueve. Lo quiera o no lo quiera el parásito que se cuelga del cogote del caballo. Parásito no quiere que haya lector, salvo si él los guía.

También hay un viaje a urraca. Prefiero loro. Y sobre todo los tres loros que me hablan de a uno, cada tanto.

Entonces, a la espera de ese teatro continuo de los melodramas que amo.

Hace un tiempo que no uso zapatos. Solo zapatillas. estoy en plena imitación de uno de mis dioses. De lo que sé de él. De los rumores y tergiversaciones. De las memorias ruinosas. Zapatillas de tenis. Deporte que aborrezco. Tengo dos pares de zapatos en el placard. Bien lustrados, preparados para el momento en que salga de la fijeza zapatilla, de este terror. Por ahora, alma a zapatillas. 

Perdido.

Hay abandono. Marca de familia que viene de leyenda de abandonos sucesivos, de trajes descartados que van a primo, de zapatos más o menos nuevos que van a sobrino o a cuñado, de mesa y sillas gastadas que van a cotolengo, de bicicleta que va a  primo lejano, Tres Arroyos, de banitori descascarado que termina en la esquina, de botiquín antiguo que no quiere nadie, de colchón resortes vencidos que sacan a la noche y queda en el baldío, los que pelechan sostienen el abandono, hay herencia de abandono, todo circula hasta el carro del botellero, ni un amago de dejar rastro.

Me obstino en seguir el camino del Norte. Hacia el Paso del Noroeste. ¿Cómo empezó esta visión?

Me gustan los saltos. Loro argentino, escrito en argentino, ¿que viene de loro irlandés? Loro fatalmente molesto. Loro en mano de gángster, que termina desplumado.

Hacia el atardecer infinitamente azul de ese día vuelvo a casa, julio de frío aterido, en un rato llega Lola. Los osos del invierno metidos en sus sobretodos vuelven a casa, los oigo pasos arrastrados mientras se aleja el círculo de sus voces en la vereda, no queda ni una de las hojas caídas, helada que pela en la languidez de Barracas. 

Volver a Gorky.

Hugo Savino, 2023

Ph / André Kertész