“Luis, lograste confundirme… casi. Mirá… primero existió un saboteador
arrepentido (1955 ponele), después se encontró con un solicitante descolocado
en Al público (1957) y, en 1966, fueron a dar a con sus patas a las fuentes”
(Teresa Lamborghini)
“Mi agradecimiento es para la gente que habla, para la gente que se mueve, mira, ríe, gesticula… para la gente que constantemente me está enviando esos mensajes fuera de contexto, esos mensajes que escapan de la convención de la vida lineal y alienada” -escribe Zelarayán en Posfacio con deudas. Yo agradezco a los editores que editan. Y si editan papeles, los papeles de un autor, agradezco mucho más. En ese sentido, los apuntes que prologan esta selección de ensayos trae, la adelanto, el recuerdo del poeta entrerriano-salteño relumbrón en “Materia prima melancólica”.
Creemos saber -algunos pueden tener precisiones- la tradición barroca a la que puede engarzarse la prosa de estas lecturas de Chitarroni. Esa sobreabundancia de retórica a prueba del pudor que da nombre a esta recopilación pero donde más se ajusta y precisa ese modo es en alguna poesía argentina. Y, además, bajo título justo: “Si yo tuviera que escribir una historia de la poesía” porque en algún momento Chitarroni se despacha bien contra académicos y neocursilerías -como por ahí las llama. Su discurso los señala entre muchos saberes y citas que su elocuencia destila y, a veces, es bien preciso en su juicio: “Fogwill, que no era un estudioso (ni un académico), mostraba la hilacha además como editor full time. Esta es mi visible venganza: como tantas ficciones y amagues de su vida plena, fingió odiar a los editores –chaplinesco papel– para sobreactuar en sordina su parte (del todo): el de editor trasnochado como poeta de por lo menos cincuenta años de poesía argentina. Es un oficio adicional para el que, aparte de una gran curiosidad, es necesario estoicismo. Porque no cuenta solo el sincretismo avaro de su apropiación sino el del rechazo. Vale decir: a menudo lo inane, con frecuencia lo insípido, en gran medida lo ilegible”. También Chitarroni puntúa claro cuando deletrea la teoría que atornillaba los ´70-´80: “Creímos a pie juntillas en la autonomía de vuelo justificada por un manual de instrucciones dictatorialmente a nuestros pies. Los árbitros eran (no sé si en este orden): Masotta, Lacan, Blanchot, Freud, Saussure, Bataille, Gombrowicz, Barthes, Lévi-Strauss, un marxismo relegado en aras de la superviviencia a un régimen menos temático que lexicográfico. Cualquier “intelectual” se había recibido, y obtenido el título, merced a esta vulgata sintetizadora, a este manual de convivencia, a este reader´s digest sin editor concreto.
Ya empezaban a ponerse de moda Klossowski y su hermano mayor (¿o menor?) Balthus. Se respetaba a Foucault por la historia de la locura, el ensayo sobre Raymond Roussell, y porque citaba a Borges al comienzo de Las palabras y las cosas. No todo era vigilar y castigar ni toda vigilia ambulatoria un itinerario de flanêur. Ya se avizoraba a Bernhard (de trascendencia retórica inercial en los ochenta). Si era necesario dar un paso adelante, se podía citar a Wittgenstein con la misma imprecisión voluntaria que a Nietzsche”.
Un tipo inteligente siempre sobra en la literatura pero algunas palabras, incluso frases, tal vez robadas, quedan bien puestas en estos ensayos perfectamente elegidos. El apartado “A Ultranza”, que, disculpen se parece a mi “A Maroma” –porque hay que andar un poco a ultranza y a maroma para escribir literatura en este mundo- y que, tal vez, Chitarroni, Ainbinder (el editor) y yo robamos a Zelarayán, sobre todo agarramos su vehemencia que como bien dice la memoria a él dedicada “no era agresivo, era violento”. La nota que abre la sección confiesa algo de eso.
Todo lo que lee Chitarroni queda rápidamente atrapado en la voluta impenitente, borgiana o lezamezca, continuidad que expone en la conversación con Perlongher que integra este libro, pero los trabajos dedicados a los hermanos Lamborghini, muchos, y, sobre todo, a Leónidas, son de fiar. Incluso los supone bajo la diatriba de tipos de guerra que dice traer de Babel y que seguro Nicolás Rosa retomó de allí (sin decirlo, claro). Elijo para Cuarta Prosa, “Roberto Raschella” (Antología poética. Prólogo de Luis Chitarroni, FNA, Buenos Aires, 2012) porque como dice el autor sobre Osvaldo Lamborghini, sobre Roberto Raschella podemos repetir No hay lugar para Raschella. En ningún lado.
Laura Estrin
ROBERTO RASCHELLA
Para los que asistimos jóvenes a ese largo despertar que fueron los poemas prodigados por la editorial La tierra baldía en 1981 −Perlongher, Steinberg, los hermanos Lamborghini, Fogwill− una sorpresa adicional lo constituyó un libro verde oscuro de otra editorial, que se anunciaba con las resonancias joycenas pertinentes: Malditos los gallos, de Roberto Raschella, de Finnegans editores. Largo despertar, un desperezarse, un sacarse de encima los hábitos de la pesadilla anterior, que había durado unos cinco años pero que parecía una década entera. El libro es uno de los más importantes, y el título uno de los mejores, de la poesía argentina. Había que ponerse a buscar antecedentes en esta poesía de largo aliento, que tenía palabras raras de dos tipos −recónditas y desacreditadas− y que armaba, en conjunto, uno de los conciertos ensayados con más pasión y paciencia. En los prólogos la hipérbole se agota, a menos que sepamos cada tanto interrumpir y garantizar lo encomiástico con una intervención ejemplar de poesía.
Por tratarse de un desconocido, la primera edición de Malditos traía una presentación en forma de “Nota liminar” firmada por Raúl Gustavo Aguirre. Sin embargo, en términos de la elocuencia del silencio y de lo encumbrado de los alcances mutuos de esa lírica, prescindía de análisis. El gesto por el que Aguirre y Raschella quedaban equiparados, en cambio, era familiar, un acercamiento de hijos de inmigrantes, amague de justicia atributiva: Raúl Gustavo daba la bienvenida a Roberto Vicente, poco más que eso. No se puede decir lo mismo del prólogo de Guillermo Saavedra para La casa encontrada*, el libro que reúne la poesía de Raschella hasta 2010, y que explora con delicadeza y curiosidad todos los aspectos de la obra del poeta.
¿Se puede apelar a una noción histórica del poema o es sólo una pregunta retórica? Sé que el momento en que uno lee ciertas cosas determina para siempre la raigambre semántica y la radiación simbólica de tal lectura; sé que durante esos confusos años de cambio, muchos versos de Malditos los gallos (y otros de Poemas, Episodios, Austria-Hungria, y Su Majestad Etcétera) fueron mis talismanes para atravesar otra década que tampoco estuvo despojada de tinieblas.
II
Hay una densidad verbal y una dicción en la poesía de Raschella tan propias que buscaríamos en vano en otros libros de la época el parecido. Hay una relación enraizada con la palabra, con el verbo, una relación rabiosa que encuentra una profusión inalcanzable, ajena por completo a las medianías y reticencias a que nos tenía acostumbrada la seriedad de la poesía argentina. Lo sombrío, lo taciturno entabla −establece− una serie de transacciones con la materia menos accesible de la lírica para recuperar en la voz misma lo perdido. La relación con la música está en las antípodas de lo circunstancial, lo decorativo, lo impresionista, acorde con el movimiento de apropiación, de conquista de un idiolecto, que por delicadeza nunca se regodea en la criptofasia, aunque devuelve −y hasta recauda− jirones, retazos, harapos cercenados del parlar materno. Una de las ventajas de Raschella es el vínculo que tiene con, que conserva, con la música en los términos más nobles y menos sentimentales. Como dice Galvano Della Volpe, cuando se habla de otra disciplina, hay que evitar la gratuidad, la falacia comparativa seguida de la conversión de analogías en identidades. La acuñación del verso es un trabajo verbal en el que la presencia de las comparaciones musicales no interfiere. Es el conocimiento de los métodos de composición el que puede darle al poema esa cadencia perfecta de reclamo, de encantamiento, de letanía. Es la profundidad del vínculo con la música, el trabajo de tratarla como presencia y consuelo, como fantasma, como amuleto de la nostalgia el que consolida en los poemas de Raschella una constancia significativa en la que no hay pérdida posible. Tablas entre sonido y sentido. Cualquier énfasis, cualquier desquite obtiene a la larga su atenuación, su recompensa en la balanza. En Raschella como en pocos el equilibrio de la “antigua belleza romántica” con el prosaísmo severo, racional, ha sido suspendido (“superado”, se hubiera dicho en otra época) por una dialéctica muy poco marcial, que aloja la potencia semántica y el hechizo sonoro de cada sílaba. Como dice Colli: “Cuando Nietzsche acusa y condena a la dialéctica como responsable de la decadencia griega, comete un error de juicio. Un error respecto al delito, pero también un error respecto al culpable. Nietzsche señaló justamente a Sócrates como disolutivo, pero esto no se debía a su actividad dialéctica, sino hacia su racionalismo moral”.
Prevalece sí, un recurso que el poeta maneja a su arbitrio (vale decir, a expensas de su musa) y que adquiere un matiz de diferencia considerable si lo compulsamos con el uso que hace de él otro gran poeta. Viel Temperley es el que está más a mano en la época. El comienzo de Malditos: “La calle. Árbol de filos. Negro paraguas”, por ejemplo, puede compulsarse con este verso de Crawl: “Sacristía con trigo de desnudos oyendo/ un altar de colmenas. Única sombra./ Tablas.” Lenta asimilación en que la tesitura de época hace comparecer los elementos aislados de una década de tinieblas como secuencias sometidas a ritmos análogos. La gravedad no es una emboscada de metáforas sino que tiene algo difuso −ajeno por completo a lo descriptivo−, algo de apunte dramático, y sin embargo −a pesar del staccatto− entra de lleno, mejor dicho, va a permitir que la segunda enunciación en el poema de Raschella entre de lleno en la materia hasta encontrar el modo en el que el “yo” despunta: “La pala desciende. Estoy partido./ Escapo al manto materno, al ojo maligno/ del ocaso”.
Es obvia −mejor dicho, ha sido bien observada− la relación de Ras-chella con la poesía italiana. A través de ella (pero también es un rasgo de intimidad local, argentina) el poeta mantuvo y mantiene siempre un vínculo que interroga con hondura esa experiencia primera del comunismo que fue la Unión Soviética. Lo demuestran esos italianos furiosos, geniales y acaparadores como lo fueron Ettore Lo Gatto, Tommasso Landolfi y Angelo Maria Ripellino. Esto quiere decir, en el contacto con lo cotidiano, y de una manera incidente, temeraria, que asimila las noticias, la literatura y el cine, Raschella ha escarbado la realidad social con instrumentos muy diferentes a los que usan sus contemporáneos, y ha llegado a conclusiones diferentes también. Las diferencias consisten, en gran medida, en que los puntos de partida que uno puede hallar en la poesía de Malditos los gallos, Poemas del exterminio, Tímida hierba de agosto y La casa encontrada no consienten las facilidades, cualquiera sean éstas, de una transmisión directa, afinada y afirmada sobre la clave de un lugar común o una verdad compartida. Las apelaciones y evocaciones son oscuras e intrincadas, no coloquiales, cómplices ni hermanadas por una consolidación y conformidad de presupuestos que anulan a menudo el acto poético. En cada poema de Raschella, el acto poético es visible. No hay veleidad en la reconstrucción de un relato épico, porque éste ha sido quebrado, hecho trizas por la realidad que el poeta interroga. Y es esta lírica espléndida, ni siquiera orgullosa de sus derrelictos y despojos, la que compone una de las voces propias más argentinas (o que uno querría que así lo fuera), vulnerada y enriquecida por las tentaciones extranjeras. Por lo demás, voluptuosidad e introspección, una mezcla extraña que parece pertenecer a una secta de creadores resistentes y que interroga de manera indeclinable la corteza de este mundo y sus profundidades, descifra la apariencia con imágenes tan precisas que por momentos la realidad corre el velo y lo que ven los ojos del poeta es lo verdadero. Volvamos a Giorgio Colli: “Quien contempla la razón griega, intenta averiguar su articulación, se asoma a sus fuentes, descubre en el fondo, como matriz propia, el éxtasis mistérico. Pero el paso de éste a aquella permanece oscuro; aparentemente un salto cualitativo impide las conexiones, ofusca la comprensión. Sin embargo la vinculación existe, aunque empañada por una tradición evanescente. Durante el siglo sexto, en el séptimo, quizás antes, aparece en el ámbito de la visión mántica y délfica del mundo, el enigma.”
No es, por lo tanto, el consuelo de una apariencia, ni de respuesta precedente, dada, sino el conflicto con esa trama sucesiva de imágenes, el que va a insinuar la pista del poema, el que va a proporcionar la cosecha o la colmena, el suburbio o el paraguas, la antorcha y la caverna −el objeto o los objetos preciados, perfectos, los trofeos− para que la contienda librada proteja a ambos, al poeta y al lenguaje y despeje tenue, parcialmente el tejido del enigma.
* La casa encontrada / Roberto Raschella, Fondo de cultura económica, 2011
Luis Chittarroni / De: Enemigo pudor, Ediciones seré breve, 2023
Ph / Luis Chitarroni, Fotografía de Néstor Sieira.