Yo he visto gemir al tigre / Y vi llorar el
quebracho / Han de dejar que les cuente /
Cómo mataron al Chacho.
Copla riojana.
De chica era fanática de las historietas de Lucky Luke, el cowboy que disparaba más rápido que su propia sombra. Las devoraba con pasión intercalándolas con las aventuras de Tintín y de Asterix. Me sabía de memoria diálogos enteros e incluso le había puesto de nombre Jolly Jumper a mi bicicleta aurorita roja. Rodeada de hermanos varones, jugué más a los cowboys que a la maestra o a las muñecas, habíamos armado un pueblo del lejano oeste con Saloon y fuerte incluidos, tiendas indias, canoas, flechas y lanzas y pasábamos tardes enteras tirados en la alfombra jugando a los playmobil. Elegíamos nombres como Johnny Williams, Peter Smith, Lizzie Sanders, hablábamos una mezcla de inglés y mexicano cada tanto espolvoreada de porteño y de español de las películas dobladas.
Durante muchos años me obsesionaron las películas del lejano oeste y de más grande leí todas las novelas de Cormac Mc Carthy que cayeron en mis manos: Meridiano de Sangre, Todos los hermosos caballos, No es país para viejos, La oscuridad exterior.
Los western son mi infancia. Fue ese el momento en que el desierto se me metió en la piel.
Y de golpe, un día, me encontré con Menegaz y su liga harapienta. El título me encantó y me dio curiosidad. Una hueste, un grupito de desarrapados con Juan Bernardino Carrizo (Don Berna) a la cabeza atraviesa Los Llanos y las sierras, cruza riachos y pueblos polvorientos con el objetivo de vengar la muerte de su líder, el Chacho Peñaloza, ensartado a traición por la lanza del mayor Irrazábal, luego acribillado a balazos por una partida de soldados del ejército nacional, destazado por los collarudos y puesta su cabeza a airearse en una pica en la plaza de Olta.
Era noviembre de 1863. Llovía con intermitencia.
Acaso se recordará el sonido de los cascos, el patio baldío y la estampida de los secuaces, acaso quedó la pava volteada sobre el fuego, la empuñadura ardiendo y la caña derramada. Chacho solo, sentado frente a una mesa de madera, las cartas desperdigadas, el cigarro sin pitar encajado entre los labios resecos con la sonrisa medio estúpida del huachumado clavada en la jeta.
Acaso Chacho le sonrió al destino, agotado de pelear, semiengañado por un acuerdo que nunca ocurrió, se quitó la vincha roja, se acarició la barba, entregó el puñal y enfrentó la muerte. El puñal de las provincias, el puñal que clavaba el Chacho en la tierra para que las nubes se cerniesen sobre el cielo de Los Llanos y los hombres manaran como hormigas intoxicadas, ahítos de potencia, empujados a guerrear con lo que a mano tuvieran, hasta arrojar el corazón como una (otra) piedra. Ese puñal entregó el Chacho. Su suerte estaba echada.
Ocho días estuvo expuesta su cabeza en la plaza, había guardias apostados para espantar a las aves carroñeras que lo fueron picoteando como pudieron. Ocho largos y humillantes días para que el pueblo escarmiente, su viuda obligada a barrer la plaza encadenada a otras presas, encontrándose cada vez con los ojos vacíos del Chacho. Dicen que la última noche irrumpió un carruaje negro con los visillos corridos y se detuvo frente a la pica. Alguien le ordena a los guardias que bajen la cabeza del Chacho, la guarden en un cofre y lo suban al maletero. Después el carruaje se zambulle raudo en la noche hasta extinguirse la luz del quinqué. ¿Quién estaba adentro? El gobernador Sarmiento…el novelista.
Eso dicen.
Todo puede haber sucedido así, o acaso de otra forma.
Depende de quien lo recuerde. Depende de lo que se quiera decir (y callar). Depende de quién escuche.
Lo que sí sabemos es que los harapientos vengadores son cinco: Berna, su hijo Josecito, el perro Solferino Solo -herido y destilando fosforescencias como una osamenta degradándose en medio de la noche-, Baldomero Navia (y su violín) y el manco Yemil Saritama frotando cada tanto el garfio contra la arena para sacarle brillo. El quinteto se debate entre la furia, el aburrimiento, la sed de venganza y la confusión. Desconfiados, ensimismados como el desierto que atraviesan, ásperos como las bolsas de arpillera que se ponen para taparse las caras, buscan señales, siguen algunas direcciones que (dicen) la hija del Chacho les da por carta, entrecierran los ojos y escanden el vacío del desierto riojano. Uno puede acompañar el recorrido en un mapa, adentrarse en el paisaje, ir siguiendo el rumbo y los nombres con el dedo.
La voz de Menegaz es una voz acribillada por el sol y el páramo, frasea por momentos sincopada, en otros momentos es un arroyo semireseco que corre hasta extinguirse por el sol calcinante. Es una lengua reseca, esquiva, a veces afiebrada otras veces especulativa. Menegaz saca palabras de una cantera inagotable, palabras cascadas a las que les falta un pedacito, palabras como flores extrañas, como perdigones: galipote, chusco, calceta, penco, una sombra que se desprendió la noche: un zaino desbridado, alguien se apaga en la oscuridad, ojos sulfurados, zafarrancho, chirimbolos, detalle esperpéntico, plétora, pote de chicha, coyuyo. Millones de palabras fraguadas en el fuego y la piedra riojana, sanjuanina, cordobesa, frotadas en esos acentos, escupidas, echadas a rodar.
El curandero Yungulo está en camino con sus potingues en un botiquín de piel carga la miel y el pan mohoso, el vinagre, los emolientes, el ajo, los emplastos, las unturas, la pólvora, el rapé de coca, las lancetas, las agujas, el cauterizador de azófar. Saritama camina de la nada yendo a la nada con todo el sol de la siesta acopiado en el sombrero. El violinista Naiva salaba los cuentos para mantener a tiro –merodeándola- a la verdad. Aficionado a la cañita que entibia el relato postrero. Josecito no aceptó que Segura continuara tiznando a su padre y juzgó oportuno censurarlo con un puñetazo en el mondongo.
Sabido es que la historia se cuece en las pulperías, alrededor de un fuego, entre caña y caña se encadenan las palabras.
Hay bolazos por doquier. Miradas abismadas y el silencio ganado por el hechizo del fuego, imágenes fragmentadas, esplendores, pedazos de historias. La fiebre no los abandona, oxida, impregna la prosodia, embruja, insolados fantasmas delirantes levantan la voz porque ahí, en el Arroyo del medio, casi nadie sabe escribir. La guerra es claramente una guerra del lenguaje, de la sintaxis, de la lengua. Todo se juega en este plano. Letra y voz.
El chisme viaja por el desierto más rápido que un viejo en mulo. Se dicen cosas, se sueltan al viento. Se corren las bolas, se chismosea, se carcajea la fábula, comparsas montan simulacros.
¿Qué ha sucedido y qué está por suceder? Todo, pues. Acaso se dice una cosa, acaso la otra. Dicen que dijo, que vio, que oyó.
La cosa arranca con un chasqui entregando una carta a Don Berna escondida dentro de un rebenquito de plata con la letra inconfundible de Doña María Peñaloza. El dibujo de aquellas palabras (lo comprobó) era el mismo que el de las anteriores. Por el lomo de una frase montuosa, sembrada de picos que parecían púas, caminaba una abeja. Otras en cambio eran sinuosas como médanos. El paisaje y las letras. ¿Qué dice? El analfabeto Berna tiene que confiar, ¿es engañado por el que escribe? ¿Por el que lee? ¿Cuál es la verdad?
Mapas, traiciones nombres que rebotan, borrasca de voces, las risas de los harapientos no secretan endorfinas, sino bilis. Los que trabajan para la furia (organizada) de la niña informan, ordenan y desaparecen en completa discreción. Los cambios de rumbo son constantes. Uno tiene que volver al mapa de ese territorio áspero una y otra vez.
Se necesita un escribiente, de lo contrario todos se hunden en la confusión total. Don Berna consigue a Eufemo Tello (el sexto fantasma, lémur, harapiento) que -además de escribir- piensa. Le dicta una carta para Urquiza: En los Llanos ya se huele la venganza general, se huele como el frío cuando imagina el granizo. Retumba en los oídos el completo silencio de Urquiza.
¿Qué hacer? ¿Esperar a conseguir fondos?, ¿avisarle al presidente de la Confederación Argentina?, ¿matar y huir? Matar a los traidores, a garrotazo limpio si faltan balas. Vengar. Y dejar marcas. Una figura atada a un árbol en un cruce de caminos se recorta en el vacío. Es un aviso. De memoria, con la punta del cuchillo Berna talla en la corteza del árbol: traidor. Dos garrotes clavados en cruz. Después: hundirse en la perplejidad. Y a esperar nomás. Alguna carta que marque la siguiente dirección. Esconderse en la niebla de la sierra, detrás de los peñones, en la oscuridad de la noche color caliche, todos amontonados para recuperar calor. Pero también pica la sospecha: ¿y si María Peñaloza es una carnada?, ¿un nombre vacío? El pensamiento se ensucia de desconfianza.
Le ponen precio a las cabezas de los forajidos: reales, cobres, pesos, soles bolivianos, cabras, lo que haya. La banda discurre. Abismados piensan estrategias. Hay que aguzar el ingenio. La trama está llena de dobleces, disfraces, espejismos. Que los collarudos adviertan en cada riojano un doblez. Y se chiflen. Ese es el deseo de Don Berna pero lo complicado es que todos juegan con las cartas del simulacro, los mitristas también. Hay un momento en que ya no importa la verdad sino sus efectos, hay un momento en que hasta la venganza tiene estructura de ficción. Y hay un punto en que uno ya no puede escaparse de esa representación, no es posible evadirse, hay que actuar hasta el final. La trama flota en el vacío.
Completar el procedimiento para no desintegrarse.
El abismo del deseo, de la venganza, de la duda. Berna está harto de los engaños, de no saber a ciencia cierta dónde está parado. ¿Son marionetas de quién? ¿Quién los mueve? ¿Para qué?
La fascinación obnubila, la letra gana.
Esta novela se puede leer siguiendo el derrotero de las cartas escritas, dictadas, desaparecidas, leídas, encontradas y entregadas. Es una manera entre otras. Cada lector puede elegir dónde poner el ojo y armar su propia travesía. Se puede ir componiendo el mapa con los rasgos de cada uno de los vengadores, su pasado, el nombre que cargan, el momento en el que fueron reclutados, lo que tienen para ganar y para perder, o se puede hacer foco en los traidores si se quiere, o en los informantes. En el paisaje. Rastrear los cascos de un jaco, el tabaco masticado y escupido, la tibieza de las brasas, el meo de un perro, las cicatrices y marcas que hablan en el cuerpo.
Estéril, pensé pretender apoderarse de la trama desde el espacio vacío entre los nudos.
¡Qué pretensión apoderarse de la trama! Menegaz nos embruja con su western riojano, nos dejamos llevar por su punteo, sus recuerdos, su paisaje. Campea la voz erosionada de Berna y rasca la pluma de Tello que, contra el ardor del desierto, escribe.
Lucía Mazzinghi, 2024
Ph / The good, the bad and the ugly, Fotograma, 1966