Nombrar las cosas
Tú Francisco tenías el don de selección y don de elogio. Tú amaste aquellas cosas que son las mejores; caminando por la tierra. todo lo conociste; pero elegías las criaturas más bellas. Y además del don del largo amor, que es el más rico de cuanto podemos recibir, te fue dada la gracia de saber nombrarlas donosamente.
Amaste el agua como Teresa, tu muy sutil la hermana; el sol y el fuego, y el pardo surco de la tierra, tres bellezas diferentes, que solo son hermanas por ser cada una perfecta.
El agua es mística como el cristal: se hace olvidar en la fuente clara, y la guijas y las vegetaciones del fondo miran el cielo, las nubes y la mujer que pasa, a través de la humildísima que se vuelve inexistente. El agua es una especie de San Francisco del mundo: es su alegría y su levedad. Hace, la loquilla, una garganta de la piedra que la rompe y se pone a cantar en ella; es ágil: tiene esa virtud que es elegancia en la pesada materia. Y en su delgadez va más viva que los animales toscos. Donde cobra reposo se hace mirada, una profunda mirada.
Al sol lo gozaste bien por tu angosto cuerpo. Te traspasaba como a las hojas delgadas. Lo hallabas muy tierno después de la largo humedad de la gruta; era un poco excesivo, pero con el exceso del vino generoso, en tus jornadas largas por los pueblos de la Umbría; te parecía salutífero secado las llagas descubiertas de los leprosos, y muy niño cuando hace en el agua lentejitas de oro…
Te gustaba sentir el fuego encendido lo mismo que el de tu pecho. Las pequeñas llamas triscadoras te parecían niños saltando en una ronda de frenesí…
Y como a pocos amantes te fue dado el saber nombrar, de precioso nombre, a las criaturas. Tu adjetivo es maravilloso Francisco: llamas robusto al fuego; humilde y casta al agua.
Las criaturas te amaban no solo por tu santidad, Francisco, sino porque gustan del que las nombras justamente, sin abundancia de mimos, pero sin mezquindad.
Hábil tú para muchas cosas: para acomodar a un llagado en un banquito, sin que sintiese su pobreza y para decirle a las cosas lo que son, dándoles alegría con la palabra bien ajustada.
Otros santos no eran así, Francisco: descuidaban o desdeñaban su lenguaje con sus hermanos inferiores, cuidando solo el del Señor. También era esto parte de tu elegancia, de tu gayo espíritu. Ni conversando con los surcos del campo te pudieron ver burdo, mi Pobrecillo.
Has de enseñarme esto también, Francisco, que es otra forma profunda de dulzura.
La convalecencia
Tu vida nueva empieza en una convalecencia, Francisco. Una enfermedad muda tu alma y te hace caer el pasado como una corteza seca.
Yo recuerdo, leyendo esta noticia a que tu biógrafo da poca importancia. que es fino estado de alma el del convaleciente, ¡y muy rico de ternura!
La sangre se ha desprendido de su grosura y se parece más a una brisa que fuese por las venas. Está el alma fácil para el vuelo como las hojas de largo pecíolo que se mecen mejor en el aire. El alma es más aguda presencia y la carne se deja olvidar.
Los ojos, Francisco, se han ensanchado; la frente se pone como más espaciosa y más blanca. Somos tan delicados que oímos el caer de una rosa, estamos tan enternecidos que un perfume insignificante nos embriaga como un montón de espesas gardenias.
Con las fuerzas se nos ha ido la crueldad, Francisco. No somos bruscos; reímos y lloramos con una finura muy exquisita en el extremo de los labios. Somos un poco angélicos, menos hombres y por eso muy dulces.
La lepra.
Francisco iba por el camino de la leprosería, camino que le había sido odioso como a todos por la presencia de la inmundicia que no podía olvidarse, pasando.
Cada vez que el joven del birrete de terciopelo, el antiguo Francisco, enfrentaba la casa maldita, se subía la capa hasta los ojos para no aspirar la ola de fetidez que venía en el viento.
Tenía más derecho que los otros a esta repugnancia: era joven y hermoso y hay en la juventud el gesto rápido de apartar la muerte y la inmundicia.
Pero en el mismo momento, como un relámpago blanco, le alumbraron la mente las palabras recientes que había escuchado en la gruta:
»Si haces las cosas que hasta ahora te han espantado, se te tocarán en una inmensa alegría y en una gran suavidad.»
Un leproso estaba en la puerta, mirando hacia el camino. Francisco se desmonta va derechamente hacia él y le pone en la mano desmoronada, que tiene la brasa blanca, su limosna abundante. Se quedó después parado delante de él. Sí, el Francisco de ayer, de bolsa derramada, podría ser solamente eso, pero el nuevo, que había nacido la gruta por segunda vez, tenía que ir más allá. Sí, ahora había que hacer más. Se dobló y temblando besó sus dedos. Siguió su camino, medio absorto: sentía que una libertad nueva hacía ágil su cuerpo y una suavidad inmensa, la leche invisible de la caridad, le bañaba el corazón.
Pero al día siguiente vino por el mismo camino, como quien ha dejado una faena a medias y vuelve a acabarla.
Entra a la leprosería, y al llegar a su patio, la muchedumbre de los leprosos, alborotada por un extraño, lo rodea como una pesadilla. Le hablan, haciendo más visibles sus bocas incompletas, mueven los brazos como para exhalar mejor su corrupción; se acercan, le tocan, por su ansia de palpar algo que no sea de ellos mismos, de sentir en otro brazo la solidez de la carne; y allá está Francisco, en medio de ellos, fijo como si sus pies en un momento hubiesen echado raíces viviendo el tremendo minuto de Dios, y con los ojos enormes de asombro, porque toda imaginación ha sido superada en el mal ilimitado, verdaderamente infinito.
Entra el mal por todos sus sentidos, lo ve, lo aspira, lo toca, y hay un momento en que la fetidez lo hace volverse, porque siente el desmayo. Pero se recobra, se afirma para seguir mirando, entrega sus sentidos otra vez para acabar la prueba sin nombre.
Saca su bolsa y se pone a repartir su dinero. La avidez de los que recibían debió hacerle más fantástico el cuadro. Ninguna cosa allegan sus monedas a los que casi no tienen cuerpo. ¿Qué complacencia pondrán en sustentarse, si el alimento solo alimenta al monstruo extendido de la cabeza a los pies, renovando la carne como renueva su hoja la morera por la roedura de la pobre viva?
Los leprosos se mueven sin dureza de contornos, se atropellan incesantemente alrededor de Francisco; él sigue repartiendo. Pero, cuando ha acabado, los mira y el frenesí que lo posee lo hace continuar. Ahora la otra limosna: él va a besar a cada uno sobre la boca. Ellos tendrán su boca de veinte años como una caricia no conocida nunca, ellos, que desde el día en que se vieron la primera mancha sobre el cuerpo, no han recibido sino el beso del sol que está ciego y distante y, por toda piedad, han sido lavados por otro con el rostro vuelta hacia atrás…
Los leprosos, aplacados por la limosna abundante, se han sentado y lo miran llenos de extrañeza. Lo miran hermoso, en sus miembros duros de juventud y le ven la sonrisa humana que casi han olvidado, porque ellos son esos que miden cada mañana el mal en la mueca del enfermero que los odia.
Cuando besó al otro en la mano, los huesos le fingían algunas firmeza; es otro ese beso dado sobre los labios, grandes como un belfo, en que se siente la blandura indecible del gusano. Y al besar ellos también, un aliento más caliente y más denso, como de fuente subterránea, sale de ellos y baña el semblante del que se ha vuelto en una hora loco de piedad. Entonces ha debido apagársele el mundo puro de Dios, su verde llanura umbría, y desaparecer como si nunca hubiera existido. Más allá, un leproso ya no tiene labios y pone para el beso la sequedad de la encía y el blanco árido de los dientes.
Los «malatos» pensaron seguramente que aquello era un sueño de la calentura que nunca los abandona. Pero del acto dudoso les quedaba como realidad las monedas en las manos.
Aunque más tarde un pueblo y otro pueblo gozaron de la presencia suya, en veinte años de apostolado, felices de mirar ese semblante, ninguno de ellos, ni Fray León que le amó tanto, ni Pica que lo durmió en su pecho, fueron más dichosos de haberlo tenido que el grupo inmundo de esta hora sobrenatural.
La caridad.
Nosotros llamamos caridad a poner en la mano extendida una moneda grande o a pagar una cama de hospital, Francisco. Tú no. Cuando dabas eras tú mismo lo que dabas.
Conociste la lepra y te quedaste sentadito horas y horas lavando la podre. Parecía que eras tú mismo el agua y el aceite; y también la venda.
Te dabas tú en las frutas jugosas que ponías en la boca del calenturiento. A los frailes no solo les ofrecías el convento; te dabas tú en paciencia larga. Solían ser muy charladores y necesitaban una gran paciencia. Y cuando echabas de comer al lobo de Gubbio, también te dabas tú con las caricias que le hacías en el cuello mientras comía.
Y cuando hacías canciones, también te dabas tú todito con tu corazón ardiendo.
Y por eso, Francisco, te gastaste como las lunas en cuarto menguante. Eras ya como una broma de la carne, que hablaba y que ya apenas tenía garganta. Tus manos adelgazaron hasta ser transparentes como la hoja de otoño. Tu carne era un espejismo de la vieja carne que tuviste; tu milagro tenía más realidad que tu pobre cuerpo. Te habías desteñido en el bajo relieve de la tierra, y apenas se te veía. Lo mismo que la luna en el cuarto menguante.
Tú descubriste una verdad escondida: que no tenemos derecho a dar sino a nosotros mismos. Las demás cosas son de la tierra.
Cuando regalamos cosecha de frutos, es el surco generoso el que da; y cuando regalamos vestidos, es el hilandero fatigado el que regala. Pero cuando nos damos a nosotros mismos, entonces sí, damos de verdad.
Nosotros, Francisco, entregamos lo que nos sobra. Estamos tan llenos, que nos cansamos un poco con la brazada de ricas mazorcas de la vida. Se nos rompen los sacos de oro del trigo y entonces cedemos, Por no doblarnos a recoger lo caído. Tú te diste, te diste, te diste.
La Caridad / Gabriela Mistral
Leído por Sofía González Bonorino
De: Motivos de San Francisco y otras prosas cristianas
Ediciones Universidad Diego Portales, 2022