El “umor” de la resistencia absoluta / Néstor Sánchez

El Samuel Beckett más joven (apasionado entonces por la posibilidad de una lectura “ejemplar” de Marcel Proust) bordeó en notas paralelas y suficientemente contradictorias, las fronteras de una sospecha poco menos que insoslayable. Sospecha de aprendiz de brujo en relación con la vida misma (la de cualquiera) y, por extensión directa, con todo intento de dilucidación de sentido en cuanto a la literatura, a su práctica, a sus carencias.
Afirmaba algo por el estilo de que el tedio, como tal, como fenómeno plausible, debe ser el más soportable de los males humanos, a causa de ser el más permanente.
Y aunque no queden del todo claras las relaciones, lo mismo se hace evidente que toda su obra posterior llega a relacionarse, de una u otra manera, con ese tedio que implica, en última instancia, el otro tedio de “estar escribiendo”. Pero tal vez se trate de un mal de este siglo del racionalismo sin atenuantes, o acaso aquella sospecha no tenía otra finalidad que la de recordarnos (otra vez) la posibilidad siempre latente de una salida por el humor, por esa especie de humor intrínseco en toda escritura que admite el “destino” de cuestionarse a sí misma como tal.
Lo cierto es que si se intenta partir de la fatalidad de ese tedio y se revisa entonces cierto flanco “marginal” de la vanguardia europea del primer cuarto de siglo, no sólo cabe la posibilidad de verificarlo como telón de fondo de actitudes y de libros poco divulgados, sino que puede darse, casi sin transición, a una especie de clave que se estaría negando a ofrecer, a pesar de todo, una respuesta más o menos terminante. Entonces también podría hablarse de cierta clave en cuanto a la razón de ser (no necesariamente demostrable) del acto de escribir.
El “caso” Jacques Vaché (que se pretenderá recuperar hasta en sus rasgos efeméricos) parece, por largos momentos y de acuerdo a su contexto, un ejemplo sin atenuantes del tedio a vencer, o de la derrota a aceptar de una vez para siempre.
Un 7 de enero de 1919, encabezado por el enorme titular “L’OPIUM” el alarmadísimo diario francés Le Télégramme des Provinces de L’Quest daba a conocer la noticia siguiente:
El lunes por la tarde, poco antes de las seis, se produjo un triste acontecimiento que sume en la desolación  a dos familias que se cuentan entre las más honorable de la sociedad nantesa. Dos jóvenes de alrededor de veinte años –estando movilizados– fallecieron a causa de una intoxicación debida al uso de una cantidad excesiva de opio.
Jacques Vaché, uno de los dos jóvenes “encontrados sin ninguna clase de ropa en el segundo piso del Hotel de Francia”, había dicho algunas horas antes del desenlace: Moriré cuando quiera morir. Pero entonces moriré con alguien. Morir solo resultaría demasiado aburrido. Elegiría, con preferencia, a uno de mis mejores amigos.
De esta manera un poco enfática y marcadamente patafísica, Vaché no hacía otra cosa que coronar el “tono” general de su vida y de su pensamiento hasta ese preciso día de derrota, se consagraba a los términos de la pura negatividad sin salida de ninguna especie, al extraño sentido de la absoluta falta de sentido entrevista a cada paso en lo que él mismo llamara la inutilidad teatral (y sin alegría) de todo.
Incluso haber provocado la denuncia de esa especie de horrible responsabilidad de otra muerte parecía estar destinada; más allá de la oscuridad del episodio, a colmar (o calmar) su ambición más largamente acariciada a través de veintitrés años de negativa obstinada a cualquier tipo de cercanía con el conformismo o la tolerancia. Vaché, que había tocado el tedio de vivir (y el de llegar a proponerse una escritura), no admitió términos medios: su “testimonio” puede entrar en los dominios específicos de la patología, pero también puede admitir un tipo de relación menos desapasionada o simplificadora.
De aquí, en última instancia, el interés por su itinerario, por las líneas escasas que dejó.

Treinta años después de aquel suceso bastante misterioso y casi olvidado por completo, André Breton (uno de los escasísimos destinatarios de las cartas de Vaché) escribía: Una cima, incontestablemente la más alta y la más radiante que yo haya alcanzado en sueños (a intervalos cada vez más largos), se desprende de la brusca revelación de que Jacques Vaché no está muerto, aunque todo autorice a creerlo. De pronto da noticias o no sé cómo llega cerca de mí, se hace reconocer en el vano de una puerta, usa no sé qué todopoderosa contraseña que suprime, instantáneamente la duda –cualquier tipo de duda– sobre su verdadera identidad.

¿La reencarnación de Alfred Jarry?

A principios de 1916 el joven André Breton por entonces escrupuloso retórico mallarmeano, acababa de ser movilizado como interno provisorio en el centro de neurología del hospital de Nantes. Según sus propias palabras atravesaba entonces la época más difícil de mi vida, donde comenzaba a comprobar que no terminaría haciendo lo que más quería.
En esas circunstancias de “desasosiego primordial” se produce entonces el encuentro que no olvidaría nunca y que, aparte de influir en sus problemas del momento, marca de una manera decisiva no sólo su futuro, sino todo el futuro del movimiento surrealista.
Y es el mismo Breton quien en uno de sus cuatro prefacios a las cartas de Vaché,[2] hace una referencia detallada, poco frecuente en su escritura: “joven muy elegante, pelirrojo, que había seguido los cursos del señor Luc-Oliver Merson en la escuela de Bellas Artes”.
Vaché se encontraba internado para el tratamiento de una herida en la pantorrilla, cierto accidente de poca importancia ocurrido en el frente de batalla. Obligado a guardar cama, se ocupaba en dibujar y pintar series de tarjetas postales para las que inventaba leyendas que llamaron poderosamente la atención de Breton, el poheta como el mismo Vaché empezaría a llamarlo de ahí en adelante.
De esta forma, al influjo de “esas figuras lampiñas con actitudes hieráticas que tanto le gustaban a Vaché” empezó a establecerse una amistad extraña y poco menos que decisiva para la discusión del costado menos “visible” del surrealismo y, acaso y por extensión, de toda actitud de vanguardia en el sentido paradójicamente menos “académico” del término.
Vaché se negaba por todos los medios a aceptar la existencia de Apollinaire, detestaba a Rimbaud y hacía de Alfred Jarry la única presencia no cuestionable en medio del “tedio” innegable de toda la literatura francesa.
Una vez dado de alta, Breton pudo comprobar por sus propios medios que Vaché era también jarryano en la vida, en su actitud frente a las cosas: era un maestro en el arte de conceder muy poca importancia a nada –aclarará mucho más tarde.
Y en realidad lo veía pasearse por las calles con uniforme de teniente de húsares, de aviador, de médico, sin saludar a nadie, sin detenerse a tender la mano a nadie. Incluso en una oportunidad (que sería después considerada como una especie de premonición del dadaísmo), Vaché invitó a Breton al estreno de la pieza “surrealista” de Apollinaire Les Mamelles de Tyresias: vestido de oficial inglés y empuñando un revólver, gritó en medio del escándalo que pensaba descargarlo sobre el público.
También quedó testimonio de sus aisladas visitas a la casa de Vaché, de aquel renovado horror por el “tedio”: vivía con una joven hermosa a la que obligaba a estarse horas enteras completamente inmóvil y silenciosa en un rincón del cuarto; a eso de las cinco de la tarde ella servía el té y él, como único acto de reconocimiento hacia su presencia, le besaba la mano con la mayor solemnidad posible. Según le confesó alguna vez a Breton, dormía en  la misma cama con ella sin haber tenido nunca relaciones sexuales.

Las cartas de guerra

Nuevamente destinado al frente de batalla Vaché empieza a enviar a Breton una serie de cartas bastante esporádicas y firmadas por lo general con el seudónimo de Harry James o con las iniciales J.T.H.
Y poco a poco estas cartas realmente antológicas (no traducidas nunca a nuestro idioma) adquieren la importancia de un documento único en su género: no sólo anuncian las bases éticas del dadaísmo que Vaché, por otra parte, no llegaría a conocer, sino que desarrollan una especie de teoría (deshilvanada, no necesariamente programática) del “umor”, un humor que además de omitir la hache parece omitir toda posible conciliación con quienes no rijan su propia vida de acuerdo a la “abrumadora” vigencia de sus leyes.
Por lo tanto, se hace poco menos que ineludible transcribir la del 29 de abril de 1917. En la posdata de esta “carta”, dicho sea de paso, se hace un saludo al pueblo polaco como una especie de reconocimiento incondicional al “Padre Ubú”, y de éste como constante garrafal de toda existencia.

«¿Está seguro de que Apollinaire vive todavía y de que Rimbaud existió? En cuanto a mí, no lo creo. Yo no veo más que a Jarry (Después de todo, qué quiere, después de todo… – UBÚ) – Me parece cierto que MARIE LAURENCIN vive todavía: subsisten algunos síntomas que autorizan a afirmarlo – ¿Pero es realmente cierto? – sin embargo creo que la detesto – sí – eso mismo, esta noche la detesto ¿qué quiere que le haga?
Además usted me pide una definición del umor –¡como si nada!–.
ESTÁ EN LA ESENCIA DE LOS SÍMBOLOS SER SIMBÓLICOS – durante mucho tiempo me ha parecido digno de serlo porque es susceptible de contener una multitud de cosas vivas: EJEMPLO: usted conoce la horrible vida del reloj despertador – es un monstruo que siempre me espantó a causa del número de cosas que sus ojos proyectan, y de la manera en que este honesto hombre me paraliza cuando entro en una habitación – por qué entonces tiene tanto umor ¿por qué? – Pero justamente: es así y no de otra manera – Hay algo de formidable ÚBICO también en el umor –como verá– Pero esto naturalmente no es – definitivo y el umor deriva demasiado de una sensación como para no ser muy difícilmente expresable – Creo que es una sensación – Casi diría un SENTIDO – también – de la inutilidad teatral (y sin alegría) de todo. Cuando uno sabe. Y por este motivo entonces, los entusiasmos de los otros son (primero es ruidoso) detestables – Puesto que –¿no es cierto?– Nosotros tenemos el Genio – ya que nosotros conocemos el UMOR – Y por consiguiente todo – usted, por otra parte ¿lo ha dudado alguna vez? – nos está permitido – Todo es bien fastidioso, además. Agrego un monigote –  y este podría llamarse OBSESIÓN – o bien – LA BATALLA DE LA SUMA Y LA RESTA – sí.
Él me ha seguido durante mucho tiempo, y me ha contemplado innumerables veces en agujeros innombrables – Creo que intentó mistificarme un poco – Yo le tengo mucho cariño, entre otras cosas.
Escribir sobre un papel análogo con lápiz resulta fastidioso.»

La “contraseña”

Entre la náusea cartesiana (como trasfondo común a toda la vanguardia francesa de este siglo), y la insinuación más o menos desenfadada de aquella patología que, lo mismo que en el caso de su predecesor Jarry, no podría ser precisada dentro de los moldes tradicionales de una cultura “iluminista” y autosatisfecha, Jacques Vaché (un par de poemas breves, un cuento muy breve, y sus “cartas de guerra”) se ha ido transformando, con el correr de los años y de los avatares literarios, en una especie de piedra de toque, de antiliteratura o, lo que no debe ser muy distinto, de anti-tedio-literario.
En sus cartas sigue en pie, a casi cincuenta años de su muerte, la casi premonición de una derrota de sentido más o menos común a todo el costado más polémico del arte contemporáneo: abriendo, por un lado, la posibilidad desmitificadora, tienden a cerrarla inmediatamente como alternativa.
En resumidas cuentas: absurdizan incluso la bastante manoseada relación con el “absurdo” entendido tantas veces como poética del “triunfo del fracaso” o, en el peor de los casos, como simple refinamiento intelectual destinado a evitar riesgos y conductas demasiado desasosegantes.
Por su parte Breton (especie de heredero directo y de compilador) a pesar del reconocimiento casi permanente no agregó mucho, en última instancia, al declarar en su primer manifiesto: Vaché es surrealista en mí.
El surrealismo (y su propia vida) se fueron paulatinamente distanciando de las constantes de Vaché; el dadaísmo había desaparecido en su propia retórica gestual, muchos jóvenes habían muerto o envejecido prematuramente o, en todo caso, se habían enrolado en la famosa “lucha cultural”.
Un poco entre Vaché y Breton (y entre Vaché y toda la vanguardia) se fue estableciendo la misma distancia que media entre la vida de cualquier dramaturgo enrolado en la retórica del padre Ubú y la vida de Jarry, entendida (y asumida) como epopeya del absurdo cotidiano, de la casi absoluta falta de justificación que empaña todo aquello que se hace (y sobre todo que se escribe) por “hábitos de cultura”.
Ambos, Jarry y Vaché, emparentados por la fidelidad de este último, siguen ofreciendo la impresión de haber aparecido alguna vez en medio de esa gran comedia intelectual para poner un espejo y que cada uno tuviera la posibilidad de mirarse a sí mismo durante algunos minutos.
Así reaparecen, tal vez, en la sospecha de Beckett, en la desilusión involuntaria de Kafka, en el titubeo del poema que nos toma de improviso y vaya a saber qué tipo de resonancia consigue en nosotros.
Pero inmediatamente después de cumplido aquel acto de reconocimiento frente a lo infinitamente úbico de todo espejo, Vaché (y su maestro) desaparecen. En el caso de Vaché gracias a cuarenta miligramos de opio con los que parecía querer cancelar, lo antes posible, aquella amenaza jarryana de volverse un día, él también, gordo y Ubú.
O de volverse un cómplice –en la vida, en la posibilidad latente de la escritura– del “tedio” que subyace, acaso inexorablemente, en los síntomas de toda convención.


De: Cartas de guerra / Jacques Vaché
Editores Argentinos, 2013
Publicado originalmente en Revista Nacional de Cultura de Venezuela, 1970

[1] Este texto pertenece al libro de Néstor Sánchez Ojo de rapiña (Monólogos sobre una experiencia de escritura), Buenos Aires, La Comarca, 2013. Se conserva la traducción del autor para los fragmentos de las cartas citadas de Jacques Vaché y otros pasajes en francés.

[2] Véase el Apéndice incluido en este volumen. (Nota de los editores)