La cita en el bolsillo es secreta y diaria. Única. Incomunicable. Incómoda. No se elige, se impone. Por gusto, porque evoca alguna situación, alguna emoción, o para vengarse, o para mostrar que uno no es contemporáneo de nadie. Los secuaces llegan intempestivamente, o no llegan. A veces se van.
Los secuaces escasean.
Un secuaz obstinado, Lucio V. Mansilla que, además de escribir el mejor cielo de la literatura argentina, inventó la figura de los que tienen un conocimiento aproximado de las lenguas, y te das cuenta de que tratás a figurones que tienen un conocimiento más que aproximado de casi todo. Y si tenés libros de alguno de ellos, vas al Parque Rivadavia y los regalás. Obstinadamente. Sin culpas.
Sacás una revista en el subte y subrayás: «La enorme tontería francesa por excelencia: que solo el alemán y el griego dicen la verdad.» (Goldschmidt). Y hacés en el aire una lista secreta de gente que cree que dice la verdad. Que no le importa a nadie. No les respondés, como a los que no saben leer.
Otro día te acompaña un maestro del hacer celiniano que no está intoxicado de estructuras, que no pide permiso: «Hay de todo entre los celinianos: personas refinadas, personas poco cultivadas, judíos, no judíos, anarquistas, verdaderos, falsos, partidarios de la Resistencia, descarriados de la Colaboración, nostálgicos de Stalin y extraviados de Hitler; personas muy simples que encuentran en Céline un lenguaje, una poesía, una comicidad, una filosofía; jóvenes y viejos “que interpretan un papel y se lo creen” alimentando su paranoia vergonzosa; tesistas que se ofuscan sólo con el nombre del Boletín celiniano y hablan de Céline como de una orgía que hay que confesar; arribistas que se etiquetan y se ponen el brazalete, sorbonardos que se persignan, espíritus libres de toda ideología, estúpidos siniestros de todos los partidos.» Lo escribe Éric Mazet, en traducción de Mariano Dupont.
Dos libros que tengo siempre a mano: todo el libro de Adolfo de Obieta, Macedonio: Memorias errantes, y todo el Macedonio Fernández, La biografía imposible de Macedonio Fernández escrita por Álvaro Abós. Dos poemas activos.
Escribo una traducción, salgo a la calle y en la esquina la primera crítica. Digo gracias, prometo que corrijo ese error cuando la reediten y sigo. Lo dejo contento al «apuntador».
Traduzco dos textos de Bernard Hoepffner y me hago un dossier con sus entrevistas y textos que pesco en blogs y revistas. Su hija Chloe Pettersson me envía la única novela que Bernard Hoepffner escribió: Retrato del traductor como estafador. La leo y la paso a re-lectura permanente. La quise traducir y no encontré editor. Me cabe en el bolsillo. Y me copio esta cita: «Lo que me asombraba era que it was my French that disintegrated first. Esta frase mágica me había sorprendido de imprevisto, a fines de los años sesenta, mientras buscaba una novela, en una biblioteca londinense (voy a ser preciso: Swiss Cottage Library), una novela para leer: la primera frase de In Transit, de Brigid Brophy, hija del novelista irlandés John Brophy (B. Brophy aparece brevemente en Finnegans Wake de James Joyce y en Mulligan Stew/Salmingondis de Gilbert Sorrentino).»
Hoepffner agrega: «Esta novela, la traduje al francés (por placer), quince años más tarde, era mi primera traducción; nunca fue publicada ––a veces hojeo el tapuscrito, cambio una palabra, una frase, aquí y allá; se la hice leer a veinte editores, sin que ninguno llegara a interesarse en ella. En 1865, Hugo escribió, en el prefacio a una de las traducciones de Shakespeare que hizo su hijo, que cuando se ofrece una traducción a una nación, esta traducción siempre es percibida como un acto de violencia. La novela de Brigid Brophy es sin duda tan poco francesa que solo la violencia podría hacerla entrar en el campo de la literatura francesa, violencia a la vez hacia la novela francesa y hacia la lengua francesa. Muy a menudo se olvida que una lengua solo evoluciona verdaderamente cuando conceptos y puntos de vista «extranjeros» llegan para desnaturalizarla.»
Nick Tosches: «Como dice el agente de estupefacientes fantasma, el agente Nadie: el comentario sin argumentación es lo que hace girar el mundo.»
Cita de Chestov que viene en mi ayuda: «No hay oídos listos para escuchar.» – 142. ¿El mío?
Un fragmento del libro de conversaciones entre Gérard Berreby y Raoul Vaneigem, Nada terminó, todo empieza:
«Berréby: Agrego que la mayor parte de los jóvenes que han participado en Mayo del 68, leaders autoproclamados, gente que andaba por los treinta años en esa época-, aquellos que se movían en la agitación social son los mismos que ahora se encontraron, pero no por traición, en los puestos directivos de la nueva sociedad emergente. Las estructuras sociales en la que estos jóvenes habían evolucionado no les habría permitido pretender a los puestos que codiciaban, por su formación de elite. Tuvieron que romper algunos engranajes de la sociedad de ese entonces para “abrirse” un lugar en la prensa, la publicidad o en otra parte.
Vaneigem: Se convirtieron en lo que ya eran: los July, ejecutivos de Citroen, ex-trotzkistas, todos setentaochistas patentados.
Berréby: Insisto, no fue por traición.
Vaneigem: Para nada. Sólo siguieron sus propios objetivos… La agitación les servía para sus ambiciones de pequeños jefes.»
Y me hago otra lista, en el aire, de mis ex-secuaces rumbo a pequeños jefes de algo.
Y leer sin dejarse orientar. Mierda a la orientación. Y mierda a creerse el único lector de algunos escritores.
«La eficacia es una exigencia del depredador.» Raoul Vaneigem.
Vuelvo, siempre, al «herético Sigbjørn Wilderness.» Al tacaño SW que se quiere devorar el paisaje, pero no para escribirlo, solo para que no lo tenga nadie. Como los que no quieren que los libros circulen, no para leerlos, sino para que no los lea nadie. «Un tipo de codicia». Malcolm Lowry. Más adelante escribe en sus borradores: «––Este arroyo va en dirección contraria ––dijo Primrose. (Este comentario también es temático).» ¿Lo temático «requiere escritura» para disolverlo?
Albert Ayler: «Yo amo el ritmo como lo amaban Louis Amstrong y John Coltrane. Digo que el ritmo debe estar ahí para que uno pueda entrar en el «feeling». Si no solo se trata de sonidos… ¡no! Es preciso sentir el ritmo para poder apreciar…. Es todo.»
Néstor Sánchez:
«Entonces, para quienes la escritura significa un modo de escapar a la cárcel del sentido, lo que reaparece es la vieja tentación de dejarles todo y pasar a otra cosa. Y una de las formas simplísimas de pasar a otra cosa sería abandonar para siempre el término novela, reemplazarlo por otro de la misma ambigüedad, romper el hechizo que permanece en las reglas del juego. Sin embargo, sería, también, traicionar no sólo un viejo amor porque se le conocen las desgracias, sino renunciar a esa especie de condición esencial del arte: profundizar en el propio instrumento, aceptarlo como estado de vida y, porque la vida es su materia, encontrarse cada vez ante la alternativa de destruirlo para que no la defina, para que no la traicione comprendiéndola. Únicamente así es como debe resultar posible acceder —si se tiene un poquito de suerte—, a la potencia oculta de aquellas palabras, a su capacidad todavía infinita de asociación, de degradación y maravilla.» (El lenguaje jazzístico)
Mandelstam descubre que cualquiera puede ser odiado intensamente por estas dos razones: «La servidumbre de la Tsekubu me odiaba por mis canastas de mimbre y porque no era un profesor.» De La cuarta prosa traducción escrita por Fulvio Franchi.
Y esta frase siempre en el bolsillo, también de la traducción escrita por Fulvio Franchi: «Todas las obras de la literatura universal yo las divido en permitidas y escritas sin autorización. Las primeras son basura; las segundas aire robado. A los escritores que deliberadamente escriben obras permitidas les quiero escupir en la cara, golpearlos en la cabeza con un palo y sentarlos a todos a una mesa en la Casa de Herzen, dejando frente a cada uno un vaso de té policial, y darles a cada uno en la mano una muestra de orina de Gornfeld.» En fin, Ósip Mandelstam descubrió o inventó esa figura siniestra de los que cumplen y ejecutan «el encargo social», esa figura pegajosa del «asesino literario». La cuarta prosa manual de la guerra del lenguaje. Y canto a la «orfandad» literaria, esa época de lecturas en que todavía no estaba el moscardón literario, ese lector profesional.
Y Marcelo Zabaloy escribió la traducción del Finnegans Wake y abrió un boquete en la lengua argentina tapiada por las lecturas profesionales y trajo al James Joyce del FW, lo sacó de los clisés, nos liberó de los especialistas y de los santones y se lo regaló al «lector extremo», ese que espera en la otra punta de la mesa:
«¿Seguro, qué hay después de todo sino huecos enlazados, los más meros y transparentes washingtonianos para hacer más larga la lingería de Lánguida Lola?».
O para estar atento al apuntador, que es lo mismo que el orientador y que llega hasta «el encargo social»:
«Vilísima vacuidad viperina! Manda al viejo a la mismísima fundición y ve directamente con el chiflado sacachispas por el fondo. Saca la oval al touch y que el paraviso sea el objetivo. ¡Arriba cuero, Prunella, convierte tu try! Ponte mechas de cera en las conchas de tus oídos cuando escuches la voz del apuntador.»
Hugo Savino
Ph / Andre Kertész