Ese individuo. Dos Notas sobre mi labor como escritor / Soren Kierkegaard

Publicado en 1859 junto con Mi punto de vista
Traducción: José Miguel Velloso

PRÓLOGO

En estos tiempos la política lo es todo. Entre ella y el modo de ver religioso, la diferencia es toto cáelo, como también difieren toto cáelo del punto de partida y la meta última, ya que la política empieza en la tierra y permanece en la tierra, mientras que la religión, cuyo principio deriva de más arriba, tiende a trascender la tierra, y, por tanto, a exaltar la tierra hacia el cielo.

Admito que el político impaciente que apresura­damente ojee estas páginas, poco encontrará de edificante. Sin embargo, estoy convencido de que incluso él, siempre y cuando sea tan amable de cargarse con un poco de paciencia, se dará cuenta, gracias meramente a las breves sugestiones comu­nicadas en estas páginas, de que lo religioso es la interpretación transfigurada de lo que el político ha pensado en su más feliz momento, si realmente ama lo que es ser un hombre y ama de verdad al pueblo, aunque esté inclinado a considerar a la religión como un ideal demasiado alto para ser práctico.

Esta opinión no puede alterar al hombre religioso, el cual sabe perfectamente que el cristianismo es y se le llama corrientemente la religión práctica, y sabe  también  que  el  “ modelo” ,  y  todos  los modelos relativos que constantemente se forman en correspondencia con él, alcanzados cada uno de ellos individualmente a costa de muchos años de ejercicio, de trabajo, de desinterés, de ser tenido por nada en este mundo, de ser burlado, mofado, etcétera, lo cual a un político puede parecer el más alto grado de lo inútil, mientras que, incluso un pagano, y precisamente aquel “ práctico filósofo” de la antigüedad declaraba estar entregado de la cabeza a los pies al amor, aunque no fuera práctico.

Pero tan poco práctico como es, el hombre religioso constituye, sin embargo, el transfigurado traductor del mejor sueño del político. Ninguna política ha llevado a cabo ni ha podido, ni ninguna mundanalidad ha llevado a cabo ni ha podido pensar o realizar hasta sus últimas conse­cuencias el pensamiento de la igualdad humana. Para realizar la completa igualdad en el medio de la mundanalidad, es decir, realizarla en el medio cuya naturaleza implica diferencias, y realizarla de una forma mundanal, es decir, afirmando diferen­cias, es imposible, como se deduce de las catego­rías. Porque, si se tuviera que alcanzar una completa igualdad, la mundanalidad terminaría. Pero ¿no es una especie de obsesión por parte de la mundanalidad el haberse metido en la cabeza la idea de desear la completa igualdad y de querer llevarla a cabo por medios mundanales. . . en un medio mundanal? Sólo la religión puede, con la ayuda de la eternidad, llevar la igualdad humana al límite: la divina, la esencial, la no mundana, la verdadera, la única posible igualdad humana. Y por tanto (sea dicho en su honor y gloria), la religión es la verdadera humanidad.

Y una palabra más, si se me permite. Lo que la época pide, ¿quién podría alcanzarlo viendo que ahora la mundanalidad se ha inflamado por la espontánea combustión debido a la fricción de la mundanalidad contra la mundanalidad? Lo que la época necesita en el mas profundo sentido puede decirse total y completamente en una sola palabra: necesita. . . eternidad. La desdicha de nuestro tiempo es justamente ésta, que se ha convertido simplemente en nada mas que  tiempo, lo temporal, que no tolera oír hablar de eternidad; y así (con las mejores intenciones o furiosamente) haría la eternidad totalmente superflua mediante una falsedad sagazmente planeada, la cual, sin embargo, en toda la eternidad, no tendría éxito: porque cuanto más se cree uno capaz de vivir sin lo eterno, más siente la esencial necesidad de ello.

I

SOBRE LA DEDICATORIA A «ESE INDIVIDUO» (*)

Acepta, querido, te lo ruego, este homenaje. Lo hago con los ojos vendados, como si no estuviera alterado por el respeto a las personas; pero, por lo tanto, sinceramente. Quién eres tú, no lo sé; dónde estas, no lo sé; cuál es tu nombre, no lo sé. Sin embargo, tu eres mi esperanza, mi alegría y mi orgullo;  inconscientemente  tú  eres  motivo  de honor para mí.

Me consuela que la ocasión favorable se presente ahora por sí misma, que es lo que yo pretendía sinceramente durante mi labor y mediante ella. Porque no entonces, porque se había puesto de moda, si tal cosa era posible, que la gente leyera lo que yo escribía, no entonces hubiera sido la ocasión favorable, sino que, al contrario, hubiera sido un triunfo erróneo y, al mismo tiempo, el éxito favorable podía haberme infatuado si yo no hubiera procurado impedir que ello ocurriera.

Lo que sigue es, en parte, la expresión de un modo de pensar y de sentir característico de mi naturaleza, que posiblemente tiene necesidad de revisión (lo cual yo mismo acogería satisfecho), y no pretende ser más que eso, y está muy lejos de reclamar la adhesión del lector y está más bien inclinada a hacer concesiones. En parte, sin embargo, es una bien pensada visión de  la vida, de “ la Verdad”, de “el Camino” .

Hay una visión de la vida que cree que donde se halla la multitud, allí está la verdad, y que la misma verdad necesita tener la multitud a su lado*. Hay otra visión de la vida que piensa que allí donde está la plebe, allí está la mentira, de forma que (considerando por un momento el caso extremo), aunque cada individuo, cada uno en privado, estuviera en posesión de la verdad, en caso de que se reunieran en una multitud— una multitud a la que se le atribuyera cualquier tipo de significado decisivo, una multitud ruidosa, audible—, la mentira estaría inmediatamente en evidencia**.

Porque una “multitud” es la mentira. En un sentido divino es verdad, eternamente, cristianamente, como dice San Pablo, que «sólo uno alcanza la meta», lo cual no está dicho en un sentido comparativo, ya que la comparación toma a otros en consideración. Quiere decir que cada hombre  puede ser ése, ayudado por Dios; pero que sólo uno alcanza la meta. Y de nuevo se significa que todo hombre debería evitar el trato con “ los demás” y, esencialmente, debería hablar sólo con Dios, y consigo mismo, porque sólo uno alcanza la meta. Y de nuevo se significa que ser hombre es ser semejante a la divinidad. En un sentido mundano y temporal, el hombre sociable dirá: “ Es irrazonable decir que sólo uno alcanza la meta; porque es mucho más cierto que muchos, por el poder de sus esfuerzos combinados, po­drían alcanzar la meta; y cuando somos muchos, el buen éxito es más seguro, y es más fácil para cada hombre” . No hay duda, eso parece mejor y, además, parece verdad con respecto a todos los bienes terrenales y materiales. Si se le permite seguir su camino, éste se convierte en el único punto de vista verdadero, porque prescinde de Dios y de la eternidad y de la relación del hombre con la divinidad. Prescinde de ello, o lo transfor­ma en una fábula, y pone en su lugar el moderno (o más bien podríamos decir el viejo pagano) concepto de que ser un hombre es pertenecer a una raza fundada con la razón, pertenecer a ella como un espécimen, de forma que la raza y las especies son más elevadas que el individuo, lo cual equivale a decir que ya no hay individuos, sino solamente especímenes. Pero la eternidad, que se arquea por encima y mucho más arriba de lo temporal, tan tranquila como la estrellada bóveda de la noche, y Dios en el cielo, que en la gloria de esa sublime tranquilidad está alerta, y vigila, sin la más leve sensación de mareo a tanta altura, esas infinitas multitudes de hombres, y conoce a cada individuo por su nombre, El, el gran Examinador, dice que sólo uno alcanza la meta. Eso significa que cada uno puede y debe ser este uno, pero sólo uno alcanza la meta. De aquí que, donde hay una multitud, una muchedumbre, o donde el significa­do decisivo está unido al hecho de que hay una multitud, es seguro que allí nadie está trabajando, viviendo, esforzándose por alcanzar la más alta meta, sino solamente por una u otra meta terrenal; ya que sólo es posible trabajar para la meta eterna y decisiva donde hay uno, y ser este uno que todos podemos ser es permitir a Dios que nos ayude; la “ multitud” es la mentira.

Una multitud —no esta multitud o aquélla, la multitud que vive ahora o hace tiempo que murió, una multitud de gente humilde o de gente superior, de ricos o de pobres, etcétera— una multitud es, en su mismo concepto*, la mentira, porque hace al individuo completamente impeni­tente e irresponsable, o por lo menos debilita su sentido de la responsabilidad al reducirlo a una fracción. Obsérvese que no hubo ni un solo soldado que se atreviera a levantar la mano sobre Cayo Mario: esto fue un ejemplo de verdad. Pero simplemente tres o cuatro mujeres con la concien­cia y la impresión de que son una multitud, y confiadas en la posibilidad de que nadie podrá decir de forma definitiva quién lo hizo o lo empezó, son capaces de ello. ¡Qué falsedad! La falsedad, ante todo, reside en la idea de que la multitud hace en realidad sólo lo que el individuo hace en la multitud, aunque sea todo individuo. Porque la “multitud” es una abstracción y no tiene manos; pero cada individuo tiene ordinaria­mente dos manos, y así cuando un individuo levanta sus dos manos sobre Cayo Mario, son las dos manos del individuo, no las de su vecino, y mucho menos las de la. . . multitud, que no tiene manos. La falsedad estriba, en segundo lugar, en que la multitud tuvo el “valor” de hacerlo, porque ninguno de los individuos era tan cobarde como siempre la multitud lo es. Porque, cada individuo que huye en busca de refugio a la multitud y huye así, cobardemente, de ser un individuo (que no tuvo el valor de levantar su mano sobre Cayo Mario, ni de admitir que no lo había hecho), este hombre comparte su porción de cobardía con la cobardía que nosotros conoce­mos como la “ multitud” . Tomad el más alto ejemplo, pensad en Cristo, y en toda la raza humana, en todos los hombres que han nacido y que tienen que nacer. Pero si la situación es tal que desafía al individuo y requiere que cada uno de ellos esté a solas con El, en un lugar solitario, y como individuo, elevarse a El y escupir sobre El, no ha nacido el hombre, ni nunca nacerá, con valor o insolencia suficiente para hacer tal cosa. Eso es mentira.

La multitud es mentira. De aquí que nadie tiene más desprecio por lo que es ser hombre que aquellos que del conducir a la multitud hacen su profesión. Si alguno se aproxima a una persona de este tipo, algún individuo, éste es asunto de tan poca monta para su atención que orgullosamente le rechaza. Es preciso que, por lo menos, sean centenares. Cuando son millares, entonces condes­ciende ante la multitud y se inclina ante ella.

¡Qué mentira! No, cuando se trata de un solo individuo, entonces es el momento de dar expre­sión a la verdad demostrando el respeto de uno por lo que es ser hombre; y si tal vez era, como se dijo probablemente, un pobre diablo, entonces lo que hay que hacer es invitarle a la mejor habitación, y aquel que posea varias voces debe utilizar la más amable y amistosa. Esta es la verdad. Si, por otra parte, hubiera una asamblea de miles o más y tuviera que decidirse la verdad por votación, entonces esto es lo’ que debería hacerse (a menos que uno prefiriera pronunciar en silen­cio la petición del Padrenuestro, “Líbranos del mal”): uno debería, con temor divino, expresar el hecho de que la multitud, considerada como juez sobre materias éticas y religiosas, es mentira, mientras que es eternamente verdad que cada hombre puede ser uno. Esta es la verdad.

La multitud es la mentira. Por eso fue crucificado Cristo, porque, aunque El se dirigía a todos, El no quería tratos con la multitud, porque no hubiera permitido que la multitud le ayudara de ningún modo, ya que en este aspecto rechazaba a la gente absolutamente; no quería fundar un partido, no permitió la votación, sino que fue lo que es, la Verdad que se relaciona con el individuo. Y de aquí que todo aquel que verdaderamente quiera servir a la verdad es eo ipso, de un modo o de otro, un mártir. Si fuera posible para una persona decidir en el seno de su madre servir a la verdad verdaderamente, entonces, cualquiera que fuese su martirio, sería eo ipso, ya en el seno de su madre, un mártir. Porque no es gran cosa vencer a la multitud. Todo lo que se necesita es algún talento, una cierta dosis de falsedad y un poco de familiaridad con las pasiones humanas. Pero nin­gún testimonio de la verdad (¡ah! , eso es lo que todo hombre debería ser, incluyéndonos a ti y a mí), ningún testimonio de la verdad se atreve a comprometerse con la multitud. El testimonio de la verdad —el cual, naturalmente, no tiene nada que ver con la política y debe procurar más que nada vigilar que no le confundan con el político—, el trabajo lleno de temor de Dios del testimonio de la verdad, es comprometerse si es posible con todos, pero siempre individualmente, hablando con cada uno en las calles y en los campos. . . para desintegrar la multitud, o incluso hablar a la multitud, aunque no con intención de educar a la multitud como tal, sino más bien con la esperanza de  que  uno  u  otro  individuo  salga  de  este ayuntamiento y se convierta en un simple indivi­duo. Por otra parte, la “multitud” , cuando se la trata como una autoridad y se consideran sus juicios como juicios definitivos, es detestada por el testimonio de la verdad más cordialmente que una doncella de buena moral detesta el baile público; y considera a aquel que se dirige a la multitud como la suprema autoridad como el instrumento de la mentira. Porque (y repito lo que ya he dicho) lo que en la política o en campos similares puede ser justificable, totalmen­te o en parte, se convierte en mentira cuando se transfiere a lo intelectual, a lo espiritual, a lo religioso. Y diría algo más, tal vez con una precaución exagerada. Porque por “verdad” en­tiendo siempre “ verdad eterna”. Pero la política, etcétera, nada tiene que ver con la “verdad eterna” . Una política que en el sentido propio de “verdad eterna” quisiera emprender en serio la tarea de introducir la “ verdad eterna” en la vida real, demostraría ser, en el mismo momento en que lo intentara, la cosa más “impolítica” que pueda imaginarse.

Una multitud es la mentira. Y me aflijo al pensar en la miseria de nuestra época, comparada incluso con la mayor miseria de las épocas pasadas, debido al hecho de que la prensa diaria, con su anonimato, hace la situación aún más desesperada con la ayuda del público, esta abstracción que pretende ser juez en materia de “ verdad” . Porque, en realidad, las asambleas que tenían esta preten­sión no se reúnen ahora. El hecho de que un autor anónimo, con la ayuda de la prensa, pueda, día a día, encontrar ocasión de decir (incluso sobre materias intelectuales, morales y religiosas) lo que le viene en gana, y lo que tal vez estaría muy lejos de tener el valor de decir como individuo; que cada vez que abre la boca (¿o sería mejor decir sus fauces abismales?), se dirige a un mismo tiempo a miles y millares; que puede hacer que se repita lo que ha dicho mil veces diez mil, y que en todo eso nadie tenga responsabilidad, de forma que no es como en los antiguos tiempos en que la multitud, relativamente impenitente, poseía la omnipotencia, sino que ahora una cosa absoluta­mente impenitente, un nadie, una anonimidad, que es el autor, y otra unanimidad, el público, algunas veces, incluso suscriptores anónimos, son los que la tienen, y con todo esto, ¡nadie, nadie!

¡Dios mío!  ¡Y a pesar de todo, nuestros Estados se llaman a sí mismos Estados cristianos! Que nadie diga que en este caso le es posible a la “ verdad” , mediante la ayuda de la prensa, obtener beneficios de las mentiras y los errores. ¡Oh vosotros que decís eso! , ¿os atrevéis a sostener que los hombres considerados como multitud están tan dispuestos a caer sobre la verdad como sobre la mentira, siendo la primera muchas veces de mal sabor y estando la segunda preparada siempre delicadamente?  ¡Sin mencionar el hecho de que dificulta aún más la aceptación de la verdad la necesidad de admitir que uno ha estado equivocado! ¿O es que tal vez os atrevéis a sostener también que la “ verdad” puede ser entendida con la misma rapidez que la falsedad, la cual no requiere conocimiento preliminar ni enseñanza, ni disciplina, ni abstinencia, ni abnega­ción, ni honesta preocupación sobre uno mismo, ni labor paciente?

No, la verdad —que aborrece también esta mentira de aspirar a una gran difusión como meta— no tiene alas en los pies. En primer lugar, no puede trabajar con los fantásticos medios de la prensa, la cual es la mentira; el comunicador de la verdad sólo puede ser un individuo. Y la comunicación de la verdad sólo puede ser dirigida al individuo; porque la verdad consiste precisamente en esa concepción de la vida expresada por el individuo. La verdad no puede ser comunicada ni recibida si no es como si lo fuera bajo los ojos de Dios, ni sin la ayuda de Dios, ni sin que Dios sea el término medio, ya que El mismo es la Verdad. Por tanto, solo puede ser comunicada y recibida por “el individuo”, el cual puede ser cualquier hombre viviente. La señal que distingue a este hombre es simplemente la de la verdad, en oposición a lo abstracto, a lo fantástico, lo impersonal, lo multitudinario, el público que excluye a Dios como término medio (porque el Dios personal no puede ser término medio de una relación impersonal), y, por tanto, excluye también a la verdad, porque Dios es, a la vez, la Verdad y el término medio que la hace inteligible.

Y la verdad consiste en honrar a todo hombre, absolutamente a todo hombre, y esto es temer a Dios y amar al prójimo. Pero desde un punto de vista ético-religioso, considerar a la “ multitud” como tribunal de apelación, es negar a Dios, y no puede exactamente significar amar al prójimo. Y el “ prójimo” es la absolutamente verdadera expre­sión de la igualdad humana. Si todos en verdad amaran al prójimo como a sí mismos, se lograría una total igualdad humana. Todo aquel que ama a su prójimo en verdad, expresa incondicionalmente la igualdad humana. Todo aquel que, como yo, admite que su esfuerzo es débil e imperfecto, pero se da cuenta de que la tarea es amar al prójimo, también se da cuenta de lo que es la igualdad humana. Pero yo nunca he leído en la Sagrada Escritura el mandamiento: amarás a la multitud, y aún menos: reconocerás, ético-religiosamente, en la multitud a la suprema autoridad en materia de “ verdad” . Pero la cosa es bastante simple: eso de amar al prójimo es abnegación; eso de amar a la multitud, o de pretender amarla, de hacer de ella una autoridad en materia de verdad, es el camino para el poder material, el camino para beneficios corporales y temporales de todo tipo, y al mismo tiempo es la mentira, porque la multitud es la mentira.

Pero aquel que reconoce la verdad de este punto de vista, el cual raramente viene presentado (porque suele ocurrir con frecuencia que un hombre piensa que la multitud es la mentira, pero cuando la multitud acepta su opinión en masa, todo entonces se allana), admite para sí mismo que es débil e impotente, porque ¿cómo le seria posible a un individuo oponerse a la multitud que posee el poder? Y él no puede desear que la multitud se ponga a su lado, para asegurarse asi de que su punto de vista prevalecerá, y porque, además, siendo la multitud la mentira, considerada ético-religiosamente, eso sería burlarse de sí mismo. Pero aunque, desde el primer momento, este punto de vista entrañe una admisión de debilidad e impotencia, y parece, por tanto, muy lejos de ser atrayente, y por esta razón tal vez se le escucha tan poco, tiene, sin embargo, la buena cualidad de ser imparcial, de que no ofende a nadie, de que no hace distinciones individuales, ni la más mínima en el mundo. La multitud, en efecto, está formada por individuos; por tanto, debe estar en poder de cada hombre el llegar a ser lo que es, el individuo. Ya que nadie, nadie en absoluto, está excluido de llegar a ser un indivi­duo, excepto aquel que se excluye a sí mismo convirtiéndose en multitud. Convertirse en multi­tud, reunir una multitud alrededor de uno, es, al contrario, afirmar las distinciones de la vida humana. La persona más bien intencionada que hable de estas distinciones puede fácilmente ofender a un individuo. Pero entonces no es la multitud la que posee poder, influencia, reputa­ción y magisterio sobre los hombres, sino las envidiosas distinciones de la vida humana que despóticamente ignoran al individuo por débil e impotente y que, por un interés temporal y mundano, ignoran la eterna verdad, el individuo (*)

UNAS PALABRAS SOBRE LA RELACION DE MI ACTIVIDAD LITERARIA CON «EL INDIVIDUO» *

Como se sabe, una puerilidad está condenada a llevar una vida despreciada y desdeñada; pero se toma su venganza. Porque ¿qué es, sino una puerilidad lo que se halla en el fondo de todo entendimiento, especialmente si es apasionado y malhumorado? De lo contrario no seria un mal entendimiento,  sino  un  esencial  no estar de acuerdo. Lo que constituye un mal entendimiento es el hecho de que una parte considera como significante lo que la otra considera como insigni­ficante, y esto porque en el fondo están separadas por una puerilidad; las partes que no están de acuerdo por un mal entendimiento no se han tomado el tiempo necesario para entenderse una a otra desde un comienzo. Porque en el fondo de toda desavenencia real hay un entendimiento. La futilidad del “mal entendimiento” se debe a la falta de un entendimiento preliminar, sin el cual, tanto el acuerdo como el desacuerdo son semejan­tes a un mal entendimiento. Por tanto, es posible salir de un mal entendimiento y llegar al acuerdo y al entendimiento; pero también es posible salir de él y llegar a un auténtico desacuerdo. Porque el hecho de que dos personas no estén realmente de acuerdo, no entraña mal entendimiento. Realmen­te no están de acuerdo precisamente porque se entienden la una a la otra.

Sin duda no estoy muy lejos de lo justo cuando pienso que lo que ha provocado y sigue provocan­do el desacuerdo entre cientos de mis contempo­ráneos y yo respecto de mi actividad como escritor se debe en parte a “ ese individuo” . Sin duda, muchos de ellos leerían si no fuera por esto, y la multitud me dejaría en paz si no fuera por esto. Si esto del “individuo” fuera una nadería para mí, lo abandonaría; es más, me encantaría hacerlo y me avergonzaría no desear hacerlo con la más presurosa presteza. Pero no es éste el caso. Para mí —no personalmente, sino como pensador—, este asunto de lo individual es lo más decisivo. Así, pues, la única posibilidad que me queda es apartar el malentendimiento. Si lograra poner en evidencia a los individuos que en verdad no es una nadería, el malentendimiento desaparecería. Por­que, en ocasiones, la confusión proviene de que la gente lo considera como una nadería y entonces se indignan al pensar que concedo tanta importan­cia a una nadería. Una de dos: o bien los otros tienen razón y es una nadería y yo debería abandonarlo; o es, como yo creo, algo muy esencial, y entonces no hay motivo para quejarse de que yo conceda tanta importancia a algo que es esencialmente importante. Por el contrario, hay materia suficiente para una seria reflexión sobre su importancia. Lo que yo por mi parte no debería haber descuidado, no lo he descuidado. Hace tiempo, (en un pequeño artículo de «Frater Ticiturnus» en Patria [*]) conduje el asunto lo más lejos posible en la dirección de la singularidad, verdaderamente no fuera de una curiosa singularidad por mi parte. Al contrario, para mí estaba muy claro lo que hacía y actuaba con responsabilidad al hacer lo que hubiera sido para mí irresponsable no hacer. Permití que hiciera ( y lo imprimí en un periódico, además, y en un artículo que tocaba desde el principio al fin la murmuración provinciana) porque me parecía importante provocar la atención sobre ese punto, lo cual es algo que no se logra mediante diez libros que desarrollen la doctrina del individuo, ni en diez conferencias que traten de este tema, pero que en estos tiempos se logra solamente haciendo que la gente se ría de uno (**) , haciendo que la gente se enfade de forma que hablen una y otra vez y sin cesar de aquella misma cosa que uno desearía acentuar y, si fuera posible, someter a la atención de todos. Este es, sin duda, el mas seguro tipo de amaestramiento aleccionador. Pero cualquiera que desee realizar algo debe conocer la época en que vive, y luego tener el valor de enfrentarse con el peligro de utilizar los medios más seguros.

Yo he empleado estos medios, aunque la dialéctica de «lo individual» resultaba constantemente ambigua a causa de su doble movimiento. En todos los trabajos firmados con seudónimo, este tema de lo “ individual” se pone en evidencia de una forma o de otra; pero allí lo individual es predominantemente el individuo preeminente en sentido estético, la persona distinguida, etcétera. En cada uno de mis trabajos edificantes, el tema de “lo individual” aparece, y lo más oficialmente posible; pero aquí lo individual es lo que cada hombre es o puede ser. El punto de partida de los trabajos firmados con seudónimo es la diferencia entre hombre y hombre con respecto al intelec­tual, la cultura, etcétera; el punto de partida de las obras edificantes es el edificante pensamiento del humano universal. Pero este doble significado es precisamente la dialéctica del “individuo singular”. “El individuo singular” puede significar al único y exclusivo, y el “ individuo singular” puede significar cada hombre. Así, pues, si quisiéramos provocar la atención dialécticamente, debería­mos utilizar la categoría de “ lo individual” con un doble látigo. El orgullo en un pensamiento incita a algunos, la humildad en el segundo pensamiento acobarda a otros, pero la confusión que entraña el doble significado provoca una atención dialéctica; y, como ya he dicho, este doble significado es precisamente el pensamiento de “ lo individual” . Pero yo creo que la gente ha prestado atención en su mayor parte a “lo individual” de las obras firmadas con seudónimo, y me ha confundido a mí con los seudónimos, de donde todas esas habladurías sobre mi orgullo y arrogancia, condena de mí mismo, que realmente no pasa de una autodenuncia. Esta frase, “ lo individual” , se ha acentuado tanto que casi ha llegado a ser un proverbio, y yo— ¡pobre de mí! — he tenido que dejar la risa. Si yo hubiera suplicado con lágrimas y conjurado a todo el mundo por su felicidad y por amor de Dios que prestaran atención a este pensamiento de eterno valor, sin duda nadie se hubiera preocupado de él.

Ahora que ha sido debidamente acentuado, voy a hacer un intento, con todas las potencias a mis órdenes, para borrar el mal entendimiento, por lo menos en parte. Sin embargo, éste es un mal entendimiento que sólo puede existir para aquel que no se ha familiarizado profundamente con mis obras. Y el deseo de prevenir todo mal entendimiento de una empresa que uno está a punto de iniciar es una cosa que sólo se le podría ocurrir a un joven. Nada es tan fácil de escapar al control de uno como el mal entendimiento. Aunque uno solamente pretendiera evitar el mal entendimien­to, en este caso seguramente sería uno el peor entendido de los hombres.

Yo sé, desde luego, que he tenido desde el principio mucho más que un lector. “Dinamarca es un pequeño país”; sus habitantes, que tienen su peculiar lenguaje, no son numerosos; con respecto a la literatura, las condiciones son tan tristes que ahora no existe, ni ha existido desde hace bastante tiempo, una revista literaria, y la literatu­ra estaba reducida (ad absurdum) a la prensa dia­ria. Como escritor he trabajado con desusada dili­gencia y desusada velocidad; al servicio de la verdad he consumido constantemente mucha fuerza y mucha inventiva, no digo que para impedir la circulación de mis obras, pero sí para impedir su circulación bajo un error; y cuando éste se toma en consideración, tengo más lectores de los que podía esperar. Esto lo sé perfectamente bien y no soy desagradecido; y tal vez he demostrado mi gratitud de forma más verdadera y honesta al no abusar de este hecho para buscar más comprado­res y lectores. Por tanto, la idea de que por mi parte podría haber algo que me impidiera desear que mis obras populares fueran leídas y enten­didas por todos, esta idea sólo la puede concebir la insensatez y el mal humor y sólo la envidia puede usarla para confundir a gente ya confundi­da (lo cual sucede con demasiada frecuencia, por desgracia), y para indisponer contra mí a los que están dispuestos, a los mejores, a los más compe­tentes, cosa que, ¡gracias a Dios!, ha fracasado en una medida que ha superado mis esperanzas, de manera que el hecho de que haya ocurrido justamente lo contrario es para mí realmente una alegría edificante.

Toda persona seria que tenga vista para las condiciones de nuestro tiempo, se dará cuenta fácilmente de lo importante que es hacer un esfuerzo profundo y rigurosamente consistente, que no se asusta de las extremas consecuencias de la verdad, para oponer la inmoral confusión que, filosófica y socialmente, tiende a desmoralizar “el individuo” mediante la “ humanidad” como una fantástica idea de la sociedad; una confusión que propone un desprecio absoluto por aquello que es la primera condición de la religiosidad, ser un individuo singular. Sólo es posible oponerse a esta confusión haciendo de los hombres individuos singulares, ¡después de todo, cada hombre es un individuo singular!  Toda persona seria que sepa lo que es la edificación —toda, tanto alta como baja, sabia como simple, hombre como mujer, toda persona que se haya sentido edificada y a Dios cerca de ella— estará de acuerdo incondicio­nalmente conmigo en que es imposible edificar o ser edificado en masa, aún más imposible que es­tar enamorado en cuatro o en masa. La edificación, incluso mucho más expresamente que el amor, se relaciona con el individuo. El individuo —no en el sentido del individuo especialmente distinguido o con dotes especiales, sino el individuo en el sentido en que todo hombre, absolutamente todo hombre, puede y debería ser— debería estar orgulloso de serlo, pero realmente debe descubrir también  su felicidad por ser. . . un individuo.

Todo individuo entre los muchos que han leído algo de mis obras edificantes y han encontrado edificación en ellas, todo aquel sobre el cual yo, como escritor edificante, he tenido alguna in­fluencia, si, en una hora tranquila de meditación, se plantea la cuestión (como debería hacer por su propio bien, siendo él el juez, y acaso también por mi bien, y yo que tantas veces he tenido que ser juzgado en un lugar donde no es exactamente la sabiduría la que es juez) de si le he engañado al hablarle de “individual”, de si le he engañado al exponerle, por un tiempo, a la risa de la mayo­ría (*), y por los propósitos por los que la envidia podría desear utilizar esta risa; sin duda admitirá, si no a mí (cosa que no le exijo), a sí mismo, que lo que le falta es que aún no se ha convertido justamente en un individuo singular, cosa que yo no pretendo ser, aunque la he deseado, y continúo deseándola, aunque no olvido que “ lo indivi­dual” en su más alta medida está más allá del poder del hombre.

“Lo individual” es la categoría a través de la cual, respecto de la religión, esta época, toda la historia, la raza humana en su conjunto, debe pasar. Y aquel que estaba en las Termópilas no se hallaba tan seguro de su posición como yo, que defiendo este estrecho desfiladero “ individual”, con la intención, por lo menos, de que la gente se dé cuenta de él. Su deber era impedir que las huestes pasaran a través del desfiladero; si pasa­ban estaba perdido. Mi misión, por lo menos, no me expone al peligro de perecer pisoteado, ya que mi misión era, como humilde criado (como he dicho desde un buen principio y he repetido muchas veces, “sin autoridad” ), provocar, invitar si era posible, atraer a la mayoría a que pasara a través de este desfiladero de “lo individual» , a través del cual, sin embargo, nadie puede pasar sin antes haberse convertido en individuo, ya que lo contrario es categóricamente imposible. Y si yo tuviera que desear una inscripción para mi tumba no desearía otra que “Ese Individuo», si eso no se entiende ahora (*), sin duda se .entenderá. En su tiempo, las obras bajo seudónimo cuando aquí sólo se hablaba de sistema, siempre de sistema, dieron un golpe al Sistema (**), con la categoría de «lo individual”. Ahora casi no se oye mencionar el Sistema (***) y en absoluto como la última palabra de la moda y como requerimiento de la época. Señalé el principio de la producción literaria bajo mi propio nombre con la categoría de “lo individual» , y eso se ha quedado como una fórmula estereotipa­da  demostrando que esta cosa de lo individual no es una invención mía de más tarde, sino mi primer pensamiento. Con la categoría de «lo individual», está ligada toda la importancia ética que yo pueda tener. Si esa categoría es justa, si esa categoría estaba en su lugar, si vi rectamente en este punto y comprendí rectamente que era mi tarea (sin duda ni agradable ni agradecida) llamar la aten­ción sobre ello, si ésa fue la tarea asignada a mí no obstante los sufrimientos interiores de un tipo que sin duda son poco experimentados y con los sacrificios exteriores de una clase que un hombre no se encuentra cada día deseoso de hacer, en este caso, sigo adelante y mi obra conmigo.

Esa categoría, el hecho de haber usado esa categoría y haberla usado tan personal y decisiva­mente, es éticamente el punto definitivo. Sin esta categoría, y sin el uso que se ha hecho de ella, la reduplicación faltaría en toda mi actividad como escritor. Porque, del hecho de que en las obras se diga, presente, desarrolle y declare todo lo que realmente está declarado allí y además tal vez, con imaginación, dialéctica, visión psicológica y otras cualidades parecidas, no se debe deducir en absoluto como cosa sabida que el autor había comprendido, y comprendida como expresar me­diante una sola palabra con absoluta finalidad (mientras mediante su acción, expresaba su enten­dimiento de su época y de él mismo en ella), que ésta era una época de disolución (*).

Por proclamar esto, el autor no se llama a sí mismo “un testimonio de la verdad” . ¡Nada de eso!  Este título no debe aplicarse a todo aquel que diga algo verdadero; no, de esta forma tendríamos más que suficientes testimonios de la verdad. No, para distinguir “un testimonio de la verdad”, debe examinarse éticamente su modo personal de existencia en relación con lo que dice, para ver si su existencia personal es una expresión de lo que dice. Aunque ésta es una consideración que la tendencia sistematizadora y lectora, y la general falta de carácter de nuestra generación ha puesto a un lado. Ahora bien, resulta cierto que la vida del autor ha expresado con tolerable preci­sión la meta que éticamente definía como la de ser un individuo. Ha tenido conocimiento con infinitas personas, pero siempre ha permanecido solo, y con todo su deseo ha anhelado, entre otras cosas, el poderse quedar solo, mientras a su alrededor se celebraran reuniones casi sobre todas las cosas, levantándolas, derribándolas o ponién­dolas a un lado. El autor ha hecho también más de un sacrificio por amor a su categoría, se ha expuesto a un peligro tras otro y, obsérvese, justamente al tipo de peligro que categóricamente corresponde a “lo individual” , es decir, se ha expuesto a “la multitud” y a “el público” . Pero aunque no hubiera nada más (de la pretensión que es “un testimonio de la verdad” ), existe el hecho de que no estaba obligado a trabajar para vivir. Eso sólo basta, es un privilegio que le rebaja a una clase más baja. Pero, además de eso, ha tenido demasiada imaginación y más que demasiado de poeta para atreverse a ser llamado en un sentido estricto un testimonio de la verdad. Al principio, estaba muy lejos de tener una visión de conjunto, de forma que gradualmente aprendió a compren­derse como había aprehendido rectamente. De ahí que ha tenido que grabar en su corazón el sabio dicho que Lessing tan felizmente expresa: “No seamos sabios cuando sólo hemos sido afortunados” , y ha tenido ocasión de acordarse del deber de devolver a Dios las cosas que son de Dios. Ha tenido demasiado que ver con lo ético para ser poeta. La sucesión de su vida recuerda la primera fase del escritor estético en Alternativa, que fue repetida más tarde, sobre no desear ser poeta (*), y recuerda el énfasis con que el escritor ético (**) aprueba esto, reconociendo que el hom­bre debe salir de lo poético y entrar en lo existencial, lo ético(***). Y sin embargo, tiene demasiado de poeta para ser un testimonio de la verdad. El está entre los dos como la línea fronteriza, la cual, no obstante, se relaciona con precisión categórica con la historia en su estadio futuro.

“Lo individual” es la categoría del espíritu, del despertar espiritual, una cosa lo más opuesta a la política que imaginarse pueda. Recompensa terre­na, poder, honor, etcétera, no tiene ninguna relación con el justo uso de esta categoría. Porque, aun cuando se usa en interés del orden establecido, la interioridad no interesa al mundo; y cuando se usa catastróficamente, tampoco interesa al mundo, porque hacer sacrificios, o ser sacrificado, no interesa al mundo.

“Lo individual” , ésa es la decisiva categoría cristiana, y será decisiva también para el futuro del cristianismo. La confusión fundamental, el pecado original de la cristiandad año tras año, década tras década, siglo tras siglo, es que ha perseguido el insidioso propósito —medio incons­ciente de lo que deseaba y esencialmente incons­ciente de lo que hacía— de arrebatar a Dios sus derechos, como propietario de la cristiandad, y se ha metido en la cabeza que la raza, la raza humana, era la inventora, o había llegado muy cerca de inventar el cristianismo. Así como en Derecho civil una fortuna vuelve al Estado cuando, durante un determinado período de años, nadie la ha reclamado ni se ha presentado ningún heredero, así la raza, equivocada por la observa­ción del hecho trivial de que la cristiandad es una cosa que actualmente existe, ha pensado para sí como sigue: “Hace tanto tiempo que Dios ha dejado de llamarse propietario y dueño, que el cristianismo ha revertido consecuentemente a nosotros, los cuales podemos decidir abolirlo, modificarlo ad libitum, igual que podríamos tratar con nuestras posesiones o invenciones, tratando al cristianismo no como algo que en obediente servicio a la majestad de Dios debe ser creído, sino como algo que, para ser aceptable, debe ser tratado con la ayuda de razones para satisfacer «la época», el «público», «esta distinguida asamblea». Toda revolución en la ciencia. . . contra la discipli­na moral, toda revolución en la vida social. . . contra la obediencia, toda revolución en la vida política. . . contra el gobierno mundano, está relacionada con y se deriva de esta revolución contra Dios con respecto al Cristianismo. Esta revolución —el abuso de «la raza humana» como categoría— no se parece, sin embargo, a la rebeldía de los titanes, porque tiene lugar en la esfera de la reflexión, y se produce insidiosamente de año en año, de generación en generación. La reflexión constantemente arranca sólo un peque­ño pedazo cada vez, y sobre este pequeño pedazo se puede decir, constantemente: «En las cosas pequeñas, uno puede consentir», hasta que, al final, la reflexión se lo habrá llevado todo sin que nadie lo advierta, porque lo hace poco a poco, «y en las cosas pequeñas, uno puede, sin duda, consentir». De ahí que los hombres deben conver­tirse en individuos singulares para conservar la auténtica impresión cristiana del Cristianismo. El individuo, cada individuo, sin duda se guardará de iniciar un proceso legal contra Dios en el cielo para determinar cuál de los dos, absolutamente y hasta el último título, tiene derecho a la propie­dad del Cristianismo. Dios debe convertirse de nuevo efectivamente en el factor decisivo; pero como decisivo factor, corresponde a Dios el individuo. Si la «raza» debe ser el tribunal de última instancia o incluso tener una jurisdicción subordinada, el Cristianismo está abolido, si no de otro modo, por lo menos por la forma equivoca­da y anticristiana en que se da el mensaje cristiano. Ni siquiera el más fiado espía de la más aguda agencia detectivesca puede atestiguar con más confianza el contenido de este informe que yo, un simple aficionado, un espía si placet doy testi­monio de la corrección de éste.

“El individuo”, con esta categoría la causa del cristianismo se mantiene o se cae, ya que el desarrollo del mundo ha llegado muy lejos en la reflexión. Sin esta categoría, el panteísmo ha triunfado absolutamente. Sin duda vendrán hom­bres que sabrán cómo llevar esta categoría dialécti­camente a una tensión más alta; no habrán tenido el  trabajo  de  ponerla  en evidencia. Pero la categoría de “lo individual” es y sigue siendo el punto capaz de resistir la confusión panteísta, es y sigue siendo el peso que hace inclinar la balanza. Pero aquellos que trabajan y operan con esta categoría deben ser cada vez mas dialécticos a medida que la confusión va aumentando. Porque se puede dar por garantizado que es posible hacer un cristiano de cada hombre que se pueda poner bajo esta categoría. En cuanto un hombre pueda hacer por otro esto, puede asegurar que ese otro se convertirá en cristiano. Como individuo singu­lar está solo, solo ante el mundo, solo ante Dios, ¡y con ése no hay problema de obediencia! Toda duda (la cual, sea observado entre paréntesis, es simplemente una desobediencia a Dios, cuando se considera éticamente y no se arma una madeja con ella con aire de superioridad científica), toda duda tiene su última agarradera en la ilusión de existencia temporal, que nosotros somos muchos, casi tantos como toda la humanidad, que al final podemos alegremente intimidar a Dios y ser el Cristo. Y el panteísmo es una ilusión acústica que confunde  la vox  populi  con  la vox  Dei,  una ilusión óptica, un dibujo de nubes formado con las brumas de la existencia temporal, un espejismo formado por la reflexión de la existencia temporal considerada como eterna. Pero esta categoría no puede ser comunicada en una plática; es una habilidad específica, un arte, una tarea ética, y es un arte cuya práctica podría, en su tiempo, haber costado la vida del practicante. Por lo cual, ante los ojos de Dios, es la más alta cosa, aquella que la raza de los obstinados y los huéspedes de las mentes confusas consideran como un crimen de lesa majestad contra “la raza”, “la multitud”, “el público”, etcétera.

El individuo”, esta categoría fue usada sólo una vez con decisiva fuerza dialéctica, y por primera vez, por Sócrates, para disolver el paganismo. En la cristiandad servirá una segunda vez para convertir a hombres (es decir, cristianos) en cristianos. No es la categoría del misionero que trata con los paganos, ante los que proclama el Cristianismo por primera vez; sino que es la categoría del misionero dentro  de la misma Cristiandad que pretende introducir el cristianismo en la Cristiandad. Cuan­do él, “el Misionero”, venga, usará esta categoría. Porque si esta edad espera un héroe, lo espera en vano.  Pronto vendrá uno que enseñará a los hombres obediencia en su divina debilidad. . . por el hecho de que ellos en rebeldía mataron a él, que obedecía a Dios, a él, que mientras tanto usó esta categoría, aunque en una escala infinita­mente mayor, y «con autoridad” . Pero basta de esto. Agradecido a la providencia, insisto en la tarea, la cual fácilmente se ve que es infinitamente subordinada a por lo menos llamar la atención sobre esta categoría.

POSTSCRIPTUM

Lo que se dice aquí está dicho refiriéndose al pasado, al tiempo que se fue, como el lector habrá observado, aunque sólo sea a causa de los tiempos de verbo usados. Y la categoría es, “llamar la atención”, cosa que repito aquí al objeto de hacer hasta lo último todo lo que pueda para prevenir malentendidos.

1849

CON RELACION A LAS “ DOS NOTAS”

POSTSCRIPTUM

Marzo, 1855

Al volver a leer estos dos artículos, ahora añadiría yo lo siguiente:

Es perfectamente cierto (por mencionar el más alto ejemplo) que la Verdad misma, Jesucristo, tuvo discípulos; y (por mencionar un ejemplo humano) que Sócrates tuvo discípulos.

Por ello parece, en un círculo, que fuerzo la idealidad de lo individual más altamente incluso que lo que ellos hicieron. ¿Cómo entiendo eso? En parte lo entiendo como imperfección mía, y en parte con lo relacionado con la singularidad de mi tarea. Lo entiendo como una imperfección, ya que mi actividad total como escritor, tal como he dicho con frecuencia, constituía al mismo tiempo mi propia educación, durante el curso de la cual he aprendido a reflexionar más y más profunda­mente sobre mi idea, mi tarea. Pero, en tanto fue éste mi caso, no estaba, aunque hubiese deseado estarlo, lo bastante maduro para conducir a los individuos más cerca de mí. Entiendo esto como relacionado con la singularidad de mi tarea, porque mi tarea es  oponer  un  factor dado equivocadamente promulgado, es decir, no es promulgar algo por mi cuenta, sino al contrario.

Pero en este caso es importante andar con cautela para no contraer relaciones íntimas con indivi­duos, so pena de arriesgarme a alcanzar a mi vez una falsa promulgación. No es mi tarea, y en la cristiandad no puede ser rectamente la tarea, crear una serie de cristianos titulares o ayudar a confirmar a millones en su ilusión de que son cristianos. No, los términos precisos de la tarea consisten en arrojar luz sobre el fraudulento truco por cuyo medio los dignatarios de la Iglesia, los párrocos, los mediocres (bajo el nombre de ardor y celo cristianos; ¡oh, cuán sutil! ), han engañado a esos millones. El asunto es iluminar ese fraudu­lento truco y poner en claro que “en la cristian­dad” , el ardor y el celo cristianos significan justamente esa tarea desagradecida (y aquí tene­mos la nota que caracteriza a la actividad cristia­na, igual que el provecho caracteriza a la actividad mundana) de liberar al Cristianismo y a algunos de esos batallones de cristianos.

Sólo una palabra más. Es perfectamente verdad que Cristo tuvo discípulos, y (por citar un ejemplo humano) que Sócrates tuvo también discípulos; pero ni Cristo ni Sócrates tuvieron discípulos en un sentido capaz de desmentir mi tesis. Éticamente y ético-religiosamente, la multi­tud es la mentira, la mentira de desear trabajar por medio de la multitud, lo numérico, de desear hacer de lo numérico el criterio que decide lo que es la verdad.

Publicado en 1859 junto con “ Mi punto de vista”