Un souvenir teológico / Luis Chitarroni

La latitud de Cumbres borrascosas es la del infierno. Eso descubre Dante Gabriel Rossetti, que la lee con una persuasión espirada y evangélica no distraída del inspirador de su primer nombre. La insurrección y las turbulencias aladas del Paradise Lost de Milton invaden aún los páramos de la novela de Emily Brontë con una virulencia inexpugnable. 

Una de las maneras de ingresar en el siglo diecinueve, sin la escolta de Walter Benjamin y Charles Baudelaire, compañeros impuestos por esta cultura unidireccional y no muy en el fondo autoritaria, es hacerlo desprevenidamente de la mano de las hermanas que se atrevieron a fundarlo en las afueras del convencional, estrafalario —y constante— milieu urbano. 

Parte del encanto de la geografía pertenece a la toponimia, aunque uno pueda pensar que es el que se adueña solo de su apropiación verbal y que ésta, a su vez, nos pierde de manera elemental en ciclos cada vez menos frecuentes de perplejidad. Una vista del mapa del distrito de los lagos que frecuentaron Wordsworth y Coleridge puede llevarnos a pensar que dar un paso nos convierte <en tal lugar>  en habitantes de una nowhere land poblada solo por los nombres. La magnífica y trashumante ficción borgeana, atribuida a Suárez Miranda, que aparece en algunos ejemplares de Historia universal de la infamia y en otros de El hacedor,  titulada “Del rigor en la ciencia”,  se dedica solo a magnificar o exacerbar esta sosegada paradoja.  

Victoria Ocampo señala en Terra incognita  utilizada como prólogo a la primera edición argentina de Cumbres borrascosas (1938) (traducción de María Rosa Lida) que una de las claves de cierta escritura signada por lo singular es la intraducibilidad. En Emily Brontë, la de la palabra ”moor”, que tanto ocupa en la historia inglesa, aun en el siglo veinte (crímenes de los moors, Myra Hindley, tan recordada por Morrissey, que era niño cuando ocurrieron). Otro tanto debe asignarse a “wuthering”, cuya altura ululante inclina la balanza nuevamente acerca del valor significativo de aquello que solo entendemos a medias. Estas palabras que necesitarían un vocabulario o un glosario aparte en las ediciones escolares, pertenecen, como dirían los críticos del siglo veinte, a la farmacopea o sintomatología de un nombre. En realidad, y por sobre todas las cosas, el sino ideal de esta novela imprescindible —Cumbres— es el de reiterar, aunque su forma la haga aun más especial, los tópicos de la tragedia griega en la espigada forma de un romance.

En efecto, tan poderosa como la influencia que ejerce el poeta muerto en Missolonghi —Byron—, la de su editor, Walter Scott, ejercerá diversos dominios en la economía literaria de las hermanas Brontë, virtuosa fase del olvido en el componente de toda fragua. Lord Byron y Walter Scott se encontraron. Decir dónde no es irrelevante, pero tampoco lo anecdótico pesa tanto en esto que escribo. Ambos arrastraban una pierna malograda. El encuentro lo cuenta Trellawney o Quennell (probablemente lo haya exagerado uno para que lo atenuara el otro después) y no es ejemplo sino del trato de dos hombres arriesgados que amaban la aventura de manera bien distinta. Uno, cuerpo a cuerpo, en las instancias de violencia y fatiga del combate; el otro, con la brumosa presencia anticuaria del tiempo, que personifica Cronos disfrazado siempre de sí mismo, a una edad que coincide con la de los profetas cuando no con la de las pirámides.

Scott y Byron transforman el siglo a su manera. Pero no hay que olvidar que sus maneras eran también distintas. Byron, como el ángel del Paradise Lost, cree en la insurrección; Scott, a quien alguien le atribuyó la turbulenta  bondad y omnipotencia (aun más terribles que la violencia explícita que William Empson asignó al dios de Milton) cree en cierta condición polvorienta y teatral del tratamiento histórico. El Romanticismo, clave de bóveda de ambos, había diseñado, para ambos también, el orificio de salida. Para uno era una causa insaciable, insatisfactoria, una batalla; para el otro,  penumbra del origen, que en sus remansos de busca inaugura nuevas imágenes, nuevos clanes, nuevos orígenes. 

Ya nos alejamos lo suficiente de las Brontë para tener alguna perspectiva. Es lo ideal, verlas como no pudieron verse, vértigo de las superficies que se ignoran en suspensión horizontal. En ese mapa sin trazos, ocurre lo que la realidad permita que ocurra en esos rincones oscuros que ni siquiera la ficción domina. Hay un personaje, Heathcliffe, que aúna lo territorial y lo insondable, la ira de una tribu y el resentimiento  solitario del guerrero invicto. Solo un personaje a la altura de su circunstancia lo podrá ver: Catherine Earnshaw. Nada importa en absoluto que los estigmas históricos de Scott —los rasguños, la llovizna  de la historia— queden borrados por los acontecimientos. Para eso están en las novelas los acontecimientos, que por algo tienen sus lazos de identidad en el poema narrativo y en el poema heroico.

El encuentro real con las dimensiones clamorosas de viento entero de Cumbres borrascosas, sus páramos y médanos y revoltijos armados por la intemperie a solas. En realidad, hay que leerlo dentro del ajuste que permite cada uno de los encuadres milimétricos que,  dentro de Cumbres, Emily plantea: todo eso que los personajes presencian es imposible de borrar por la historia de la literatura y aun por la crítica literaria.  Hay que leerlo ahí, en presencia de sus testigos involuntarios y voluntarios, en presencia de sus ausencias. Tal como la infancia no se recuerda: se inventa, se hiere, se desgarra. En la diseminación especiosa no parece haber deliberación, no parece haber la deliberación literaria de los escritores que supieron —Hardy, Lawrence— darle distintas velocidades al estilo de los moors… a lo desordenado y subrepticio…  Hay algo que solo se advierte o se aprecia —se estima— de primera mano. No, nada se estila en los páramos, en las violencia, en el constante decir (en el decir sin salida, sin desenlace: hálito, murmullo, voz en ciernes…)     Pero es en esa renuncia —no a oír, a acatar— que Cumbre borrascosas se cumple como la ceremonia menos  previsible y encumbrada del Romanticismo.

Tal vez sea necesario dedicar acá una breve pausa al romanticismo.

El romanticismo tiene tendencia implacable a confundirse con lo moderno y hasta con lo sentimental, tierna mezcla que debería desbaratar su apresto siempre un poco juvenil, insurgente, al que dan curso tantos acontecimientos importantes: las muertes jóvenes de Shelley, Keats, Byron, Pushkin, Chopin. La muerte de Branwell Brontë, la muerte de la mayoría de los personajes de Cumbres borrascosas y que acuna acaso involuntariamente el violento aforismo de Cioran: “Quien no muere joven, merece morir…”

Ahora vamos a hablar de velocidades. Esta velocidad de Emily —que solo podrá remedar Charlotte, otra Charlotte  —Mew —con sus mieses, sus majadas, sus parvas, sus cubos de heno en los graneros– tiene otra facultad adicional: hacer invisible la torpeza. Es la parte eólica elegante la que suprime de panorama los defectos de traslado y las patrañas y mohínes inventados con delicadeza también por un espíritu amable. Emily no entiende nada de eso.  Hasta que lleguen con oronda parsimonia los victorianos lerdos, que quieren con vocación de eminencia —Thackeray, Dickens, Trollope, la propia George Eliot— la propiedad disfrazada de ventaja o desventaja con fines cómicos, llamada torpeza, va a permanecer desplazada por las reglas sociales (Austen) o la naturaleza (Brontë).

Finalmente, otra vez Heathcliff. No era peregrino sino una voluntad del Romanticismo y otra  por lo menos de la fundación/fundición del gótico en ciernes,  que los índices del mal se impusieran sobre los del bien en la descripción del protagonista. En Heathcliff, sin embargo,  y a espaldas de su descripción, están las astucias despiadadas de los personajes de Weaverley de Walter Scott, demasiado caballeros o soldados como para que una abstracción se detenga en ellos, y Satán, Lucifer y Calibán, que es algo así como el extranjero absoluto. El Calibán de Shakespeare cumplía con  requisitos de extrañeza y espesa negrura superlativos en tiempos de La Tempestad, pero añadía a eso, como Ater Umber de De Quincey, un pleonasmo de oscuridad nominativo. Y es que, en el mejor estilo provincial de las maquinaciones Brontë, Emily silencia de él mucho de lo que Catherine advierte y, contrariamente, deja que intercambien en esa intemperie planetaria mucho de aquello que la realidad novelesca —romántica, realista, naturalista, simbolista, decadentista— tardaría en transmitir. O, mejor dicho, no encontraría nunca cómo. Las escuelas literarias no enseñan a hacer las cosas a tiempo; Emily Brontë, sí.

De modo que la lenta fragua, la lenta acuñación que se despide de cualquier normativa con la asociación, el pequeño clan de hermanos y sus rigores de logia o de secta, no excluye nunca el verdadero contubernio religioso. Y se vale de esa magnífica y lúgubre simbología para todo lo que convoca Heatcliff. En ese sentido, H. es un verdadero compuesto plotiniano en el que las raíces del bien se confunden con las del mal. Pero no hay atisbo ni balbuceo. Todo está escrito de manera permanente en un  plan de Dios que no se averigua desde Wuthering Heights ni su parroquia. Todo lo que ha sido arrojado ahí, y que de alguna manera deberán acostumbrarse a maniobrar y a mantener, en la medida en que es lo único que la legislación topológica del bien permite, está administrado por fuerzas superiores, porque…  qué es WH aparte de una locación y un hogar alineada en la latitud del infierno sino una inmensa tempestad que nada tiene de meditación religiosa. Ahora bien, el término tempestad religiosa no se había pronunciado, y era una inútil combinación meteoro/teológica que solo el alma de alguien deslumbrada por la magnificencia y el peso del mundo podía atesorar.  Y qué era, en esa conflagración ya puesta en una línea de fuga, un porvenir como el de cualquiera de los que se malquistan y malogran en Wuthering Heights sino los instrumentos de una vida tan intensamente mezclada que solo dejaba a su paso palabras y sílabas trilladas, triscadas por el viento después de advertir que el mal   —el mal antes de posarse ligeramente en rasgos humanos o con violencia en inhumanos, Uriah Heep y Ahab— se va quedando alojado solo en las curiosas cáscaras que aun hoy podemos con una especie de cautela suprema tratar (para desechar luego). Y podemos incluso seguir contando con ellas aun a riesgo de que se aleje de nosotros lo poco que la literatura se atreve a ofrecernos para seguir dejándose amar (aun sin ser correspondidos): un souvenir teológico. 

Luis Chitarroni
Leído en el Homenaje a Emily Brontë (Biblioteca Güiraldes, Buenos Aires, 2018)