La esperanza / Auguste de Villiers de L’Isle-Adam

Al Señor Édouard Nieter
¡Ay! Una voz… ¡Una voz para gritar!
Edgar Allan Poe, “El pozo y el péndulo”

Bajo el panteón del Oficial de Zaragoza, al caer la noche en tiempos remotos, el venerable Pedro Arbuez de Espila, sexto prior de los dominicanos de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, seguido por un fraile redentor, encargado de torturas, y precedido por dos familiares del Santo Oficio que llevaban las lámparas de aceite, descendió a un calabozo recóndito. Se oyó rechinar la cerradura de una puerta inmensa; penetraron en un mefítico in pace que, aquel día de castigos, dejaba entrever, desde arriba, dos argollas empotradas en las paredes, un caballete ennegrecido de sangre, un brasero, un cántaro. Inmovilizado con cadenas y un cepo, demacrado, se encontraba sentado sobre una cama de abono un hombre en harapos cuya edad, a partir de ahora, nos es indistinta.

El prisionero era el rabino Aser Abarbanel, judío aragonés que, inculpado por usura y por su desdén despiadado hacia los pobres, había sido cotidianamente sometido desde hacía más de un año a la tortura. Sin embargo, dado que su ceguera era más dura que su piel, se había negado a abjurar.

Presumido de una filiación milenaria, orgulloso de sus antiguos ancestros —todos los judíos dignos de tal nombre son celosos de su sangre—, descendía talmúdicamente de Otoniel y, en consecuencia, de Ipsiboe, mujer de aquel último Juez de Israel, circunstancia que había enardecido su coraje frente a los más fuertes e incesantes suplicios.

Fue entonces con lágrimas en los ojos, pensando en aquella alma obcecada que rechazaba la salvación, como el venerable Pedro Arbuez de Espila, acercándose hasta el rabino tembloroso, pronunció las siguientes palabras: 

“Alégrate, hijo mío: tus pruebas aquí abajo llegan a su fin. No sin dolor me he permitido, en presencia de semejante obstinación, emplear muchos rigores; no obstante, mi fraternal tarea correctiva tiene sus límites. Eres la higuera reticente que, tras años sin frutos, corre el riesgo de secarse. Pero sólo a Dios corresponde pronunciarse sobre tu alma. ¡Tal vez, en el instante supremo, brille por ti su Clemencia infinita! No faltan ejemplos para esperarlo. ¡Que así sea! Reposa en paz esta noche. Mañana participarás de un auto de fe. Serás expuesto al quemadero, brasa premonitoria de la flama eterna: como bien sabes, hijo mío, quema a distancia, y la muerte tarda dos horas —con frecuencia tres— en llegar, a causa de los húmedos y fríos paños que usamos para preservar la frente y el corazón de los sacrificados. Mañana serán cuarenta y tres. Considera que, como serás el último, tendrás suficiente tiempo como para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego que es del Espíritu Santo. Duérmete y espera en la Luz.

Como había hecho desencadenar al desdichado con una seña, al acabar su discurso Arbuez lo abrazó cariñosamente. Luego llegó el turno del fraile redentor que, agachándose, rogó al judío que le perdonase las torturas inflingidas en vistas de la redención; por último, lo acogieron los dos familiares, cuyo beso, solapado entre las capuchas, fue silencioso. Terminada la ceremonia, el cautivo volvió a quedarse en tinieblas, solo y censurado.

* * *

La boca seca, la cara transida de sufrimiento, Rabbi Aser Abarbanel consideró, sin prestar especial atención, la puerta cerrada. ¿Cerrada? En su fuero interno, en sus pensamientos confusos, esta palabra despertaba un ensueño. Y es que, por un momento, había atisbado el destello de las lámparas a través de la hendija de las paredes. Una mórbida idea de esperanza, debida sin dudas al colapso de su mente, enmudeció su ser. Se arrastró hacia aquella aparición. Con mucha precaución, deslizó lentamente un dedo por el resquicio; tiró de la puerta… ¡Quedó aturdido! Por un azar extraordinario, el familiar que debía encerrarlo había girado la llave antes de tiempo. El pestillo no había cerrado bien; la puerta giró de nuevo hacia el reducto.

El rabino arriesgó una mirada al exterior.

Gracias a una especie de lívida oscuridad, distinguió, al principio, un semicírculo de muros terrosos perforados por una espiral de peldaños; frente suyo, había cinco o seis escalones de piedra y una especie de porche negro que daba a un vasto corredor del que, desde allí, no podían verse más que los primeros arcos.

Acostado, gateó al ras hasta el umbral. El corredor era excepcionalmente largo. Lo aclaraban un día pálido, un resplandor de sueños: candiles suspendidos de las bóvedas teñían de un azul intermitente el color apagado del aire. El fondo, lejano, era todo sombra. ¡Ni siquiera una puerta lateral en aquella extensión! De un solo costado, a su izquierda, los tragaluces incrustados de rejas cruzadas dejaban pasar un crepúsculo que, a causa de los listones rojos que salpicaban de tanto en tanto el enlosado, debía ser el de la noche. ¡Y aquel silencio espantoso! Sin embargo, ahí abajo, en lo profundo de aquellas brumas, había una posibilidad de libertad. La esperanza vacilante del judío era tenaz: era la última.

Sin dudar, se aventuró entonces sobre las losas, bordeando la pared de los tragaluces, esforzándose por confundirse con el color tenebroso de los amplios muros. Avanzaba con lentitud, arrastrándose con el pecho y conteniendo el grito de dolor que le generaba una herida recientemente avivada.

De pronto, escuchó el eco de una sandalia que se aproximaba a través del pasillo de piedra. Lo sacudió un temblor, la ansiedad lo sofocaba, su vista se oscureció. Sin dudas, todo llegaba a su fin. Esperó, agazapado en cuclillas sobre un hueco, medio muerto.

Un familiar del Santo Oficio caminaba apurado. Pasó ligero, torturador en mano, capucha baja, terrible, y desapareció. El sobrecogimiento, cuyo abrazo el rabino acababa de sufrir y que había paralizado sus funciones vitales, le duró casi una hora y le impidió moverse. Lo asaltó la idea de volver a su calabozo cuando pensó en los tormentos que sufriría en caso de ser apresado. Pero, en el alma, la esperanza le susurraba ese divino quizás que reconforta los peores desamparos. ¡Le había tocado un milagro! No tenía que dudar. Reptó de nuevo hacia la evasión posible. Extenuado por el sufrimiento y el hambre, temblando de angustias, avanzaba mientras el corredor sepulcral parecía alargarse misteriosamente; él, sin dejar de avanzar, miraba siempre, a lo lejos, la sombra donde tenía que estar la salida salvadora.

Pero los pasos se oyeron de nuevo. Esta vez, más lentos y sonoros. Atisbó las formas blancas y negras y las largas capuchas de bordes enrollados de dos inquisidores que se recortaban más allá del aire apagado. Hablaban en voz baja y agitaban las manos, como si estuvieran discutiendo un argumento importante.

El rabí Aser Abarbanel cerró los ojos. Su corazón latía tan fuerte que parecía estallar. Sus harapos se empaparon con un frío sudor agónico. Se quedó boquiabierto, inmóvil, acostado contra el muro, bajo un candil que relumbraba, inmóvil, implorando al Dios de David.

Una vez frente suyo, los inquisidores frenaron por un azar sin dudas relacionado con la discusión que estaban teniendo. Pudo verlos bajo el destello de la luz. Mientras escuchaba a su interlocutor, uno de ellos miró al rabino. Esa mirada, cuya expresión abstraída no comprendió al principio, era para el rabino como una tenaza caliente sobre su pobre carne; ¡volvería a ser una queja y una herida! Pero, cosa extraña y a la vez natural, los ojos del inquisidor eran evidentemente los de un hombre profundamente preocupado por la respuesta que va a dar, absorbido por la idea que escucha: sus ojos estaban fijos y miraban al judío sin verlo.

En efecto, al cabo de algunos minutos, a paso lento y en voz baja, los siniestros polemistas continuaron su camino hacia la esquina de donde el cautivo había escapado. En su horrible desconcierto, el rabí pensó si acaso no lo habían visto porque ya estaba muerto, pero una repugnante impresión lo sacó del letargo: al examinar el muro, creyó ver, frente a los suyos, dos ojos feroces que lo observaban. Sacudió la cabeza en un trance brusco y trastornado, los pelos de punta, ¡pero no! Tocó las piedras y reparó en que el reflejo del inquisidor había quedado en sus pupilas y refractaba sobre sobre el muro.

¡En marcha! Tenía que apresurarse hacia la meta que, quería creer, sería su liberación, hacia aquellas sombras que estaban a treinta pasos de distancia o menos. Comenzó otra vez, más ligero, sobre las rodillas, las manos, el vientre, su camino doloroso, y pronto entró en la parte oscura del espantoso corredor.

De repente, el miserable sintió sobre sus manos el frío que sentía al apoyarse sobre las losas; provenía de un violento golpe de aire que pasaba por debajo de una puerta a donde lo habían llevado los muros. ¡Por Dios! ¡Si esa puerta diera al exterior! El lastimoso prófugo sintió como un vértigo de esperanza en todo su ser. Examinaba la puerta de arriba a abajo, sin poder distinguirla entre la oscuridad que lo rodeaba. Empezó a palpar: no había cerraduras ni candados. ¡Un picaporte! Se enderezó: el picaporte cedió bajo su pulgar y la puerta se abrió delante suyo.

* * *

De pie en el umbral, el rabí murmuró un grandioso suspiro de gratitud mientras miraba el paisaje: “¡Aleluya!”

La puerta se había abierto a los jardines, a la estrellada noche primaveral, a la libertad, ¡a la vida! Aquello daba a una campiña cercana que se prolongaba en sierras cuyas sinuosas líneas azules se delineaban sobre el horizonte. ¡Eso era la salvación, escapar! ¡Correría toda la noche por los bosques de limoneros cuyo perfume ya olía! Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiraba el aire puro y sagrado; el viento lo reanimaba, sus pulmones resucitaban. ¡Creía escuchar, con el corazón dilatado, el veni foras de Lázaro! Y, para bendecir al Dios que le había propiciado la misericordia, extendió sus brazos y alzó la vista al firmamento. Estaba en éxtasis.

En aquel preciso momento, creyó ver que la sombra de sus brazos giraba sobre sí; creyó sentir que esas sombras lo envolvían, lo sujetaban y lo apretaban suavemente contra un torso. Había, en efecto, una alta figura detrás de la suya. Confiado, le dirigió la mirada. Empezó a palpitar, a perder la calma, a sentir que sus ojos se oscurecían, tremebundos, mientras sus mejillas se hinchaban y comenzaba a babearse de espanto.

¡Horror! ¡Estaba en los brazos del Gran Inquisidor, el venerable Pedro Arbuez de Espila, que lo miraba con ojos lacrimosos, como el buen pastor que encuentra la oveja perdida!

En un arrebato caritativo, el sombrío sacerdote apretaba al desdichado judío contra su corazón tan fervientemente que las puntas del silicio monacal punzaban, bajo el hábito, el pecho del dominicano. Y mientras el rabí Aser Abarbanel, sus ojos en blanco bajo los párpados, renegaba de angustia entre los brazos del asceta Arbuez, comprendió, confusamente, que todas las fases de la noche fatal no eran más que un suplicio programado: el de la esperanza. 

En tono de reproche desgarrador y con la mirada consternada, el Gran inquisidor le murmuró a los oídos; el rabí sintió su aliento tibio, viciado por el ayuno:

— ¡Hijo mío! En las vísperas, quizá, de tu salvación… ¿Justo ahora ibas a dejarnos?

Villiers de L’Isle-Adam, Auguste de. Nouveaux Contes cruels. París, Calmann Lévy, 1893.
Traducción de Nicolás Caresano.

PH / Misha Gordin