Apuntes sobre Henrik Ibsen / Alberto Savinio

Está el Ibsen poeta épico y está el Ibsen poeta «burgués». Hay en este exordio un tono desanctisiano por el que le pido disculpas al lector. Éste tendrá en cuenta, sin embargo, que he escrito «está» y no «existe», lo cual habría llevado el tono de la frase a un desanctismo absoluto y verdaderamente horripilante. Está el poeta que ve el panorama completo y está el poeta que usa el microscopio. Está el poeta de Brand, de Peer Gynt, de Emperador y Galileo y está el poeta de Los retornados, de El pato silvestre, de La dama del mar. Digámoslo rápidamente: el Ibsen digno de larga vida no es el Ibsen épico sino el Ibsen burgués. De hecho, el Ibsen burgués persiste y perdurará, mientras que el de las palabras grandilocuentes ha sido olvidado (muchos ni siquiera llegaron a conocerlo). 

No he dicho que el Ibsen burgués sea «mejor» que el Ibsen épico. No es cuestión de calidad. Aun cuando, para ser sincero, el Ibsen épico haga el mismo ruido sordo y vacío que, vacías ya de su contenido, hacían las grandes cajas blancas de cartón, lustradas como el pulido mármol de las tumbas e inefablemente rodeadas del estimulante olor a pegamento en que, durante los maravillosos días de infancia, San Nicolás me dejaba los regalos navideños. El criterio a seguir es otro. De este lado está el colectivismo. Del otro, en el mundo del intelecto, hay algo así como un muestrario de maneras de hacer las cosas. Tiene derecho a sobrevivir la obra artística que completa una vacante en el muestrario de maneras. Esta regla debe fijarse en todos los pintores que con tanto derroche de energía se empeñan en pintar un paisaje cuya «manera» fue dada por Cézanne, en todos los literatos que se empeñan en escribir prosa o poesía a la «manera» de Paul Valéry, en todos los músicos que se empeñan en componer música a la «manera» de Stravinski. El Ibsen poeta épico abreva en el estilo de las repeticiones osadas, de las subordinadas, de los pleonasmos, de lo superfluo; el Ibsen poeta burgués crea en cambio una «manera» nueva y colma en el muestrario una laguna. Cuando apareció el primer drama burgués de Ibsen, Casa de muñecas, un campanazo nuevo repiqueteó en los fueros del palacio de la mente, una luz nueva se encendió en el letrero, el espíritu del mundo experimentó una riqueza nueva.

Más arriba he escrito Los retornados y no Los espectros. ¿A causa de qué vicio inveterado se le llama todavía Espectros al drama de la locura hereditaria de Osvaldo Alving? El título es la primera nota del canto de una obra, la seña de su carácter. Como primera nota, no debe sonar falsa; como señal, no debe engañar. La palabra «espectros» evoca el chirrido de cadenas (cadenas que el espectro arrastra y que implican que es esclavo, esclavo de los vivos), un gemido fantasmal, las imágenes arrugadas de un Walter Scott y, en el peor de los casos, el estúpido xilofonismo de la Danza macabra de Saint-Säens. ¿Qué relación hay entre esos «efectos» y el silencioso «retorno» en la mente, en el corazón, en la sangre de Osvaldo Alving de la sombra intoxicada y purulenta de su padre? (Frecuentemente el cuerpo del hijo sirve de tumba al fantasma del padre; en este sentido, persiguiendo la más horrible de las tantas formas de la inmoralidad, muchos padres pretenden «continuarse» en sus propios hijos).

Cerremos la cuestión de Brand antes de retomar nuestra exposición. Brand es uno de los dramas épicos de Ibsen. Es un drama de «sublevación». La obra de Ibsen progresa obedeciendo esta reducción: de la sublevación de un pueblo (el noruego) a la sublevación de la sociedad; de la sublevación de la sociedad a la del hombre —entendido en sentido germano, Mensch, es decir, hombre y mujer—; de la sublevación del Mensch a la sublevación «personal» de la mujer. Un pasaje del macrocosmos al microcosmos, como aquella obra de Medardo Rosso que tanto dio que hablar, aquella obra teórica y literaria que recién terminada contaba con quinientas hojas, luego, a fuerza de recortes y ediciones, se redujo a una sola, y luego…

Ibsen va poniendo el ojo en lo más pequeño. Es la mejor prueba de la calidad de su inteligencia. Los párpados se cierran un poco más sobre las pupilas, el guiño se comprime todavía otro tanto. Los «motivos» de su fantasía poética se vuelven cada vez menos importantes, menos vistosos; por el contrario, en lo más pequeño Ibsen ve lo más grande. Sobre todo, lo más «necesario». Hay un «necesario» en la poesía que pasa desapercibido y que sin embargo es su razón de ser, su vitalidad: aquel «necesario» que encontramos en Rimbaud y que en nosotros, que vivimos de poesía, tiene efectos sorprendentes, instantáneos, eficacísimos, sean éstos nutritivos, farmacológicos, tónicos o analgésicos, y que en la poesía de Milton, por ejemplo, brilla por su ausencia.

Ibsen se sentía destinado a salvar algo o alguien. ¿A quién? ¿Qué cosa? Salvación: idea típicamente reformista que el europeo septentrional ha tomado del oriental, en aquella mezcla de Oriente con Occidente que ha compuesto la sedicente civilización arabo gótica y que en poesía ha dado a Pársifal, ha dado Zaratustra, ha dado Brand. Idea generosa pero ilusa. Idea que para desarrollarse exige un determinado grado de ingenuidad, de la misma manera que el feto exige para su desarrollo un determinado grado de calor. En un primer momento, Ibsen creyó que estaba destinado a salvar el mundo; después, que estaba destinado a salvar la sociedad; luego que estaba destinado a salvar al hombre; más tarde, que estaba destinado a salvar a la mujer… Aquí, por primera vez, la misión salvífica de este salvador encontró terreno fértil y echó raíces. De todos los candidatos a la salvación (mundo, sociedad, hombre, mujer) sólo la mujer tenía una concreta, urgente, orgánica necesidad de ser salvada; además de tener la necesidad, la mujer “deseaba” ser salvada y —lo que es todavía más importante, la condición todavía más favorable— colaboraba ella misma para su salvación; porque la misión de Ibsen, como toda misión exitosa, redundó en la gloria del salvador por la razón de que felizmente se presentó, ofició y predicó para una operación que de todas formas se habría consumado sin su obra y su intervención. (Entre nosotros, Nora nace y se multiplica. ¿Dónde está el Ibsen italiano que ha dado vida a la Nora italiana? ¿Dónde está el Ibsen italiano que ha «salvado» a la mujer italiana?).

Completada su misión, Ibsen murió, porque la muerte llega siempre sobre la marcha. Somos nosotros, nuestro juicio subjetivo, nuestro desenfrenado anhelo de vida los que consideramos la muerte como intempestiva, prematura, impaciente: la muerte es un fotógrafo habilidoso que captura el momento mejor. Es mérito de la muerte, de la hora de la muerte que tantos hombres sean inmortales. La última palabra inteligible que Ibsen pronunció fue Tvertimot. Esta palabra la pronunció un día antes de morir, al despertar de un sueño pacífico. Tvertimot significa «al contrario». Ibsen pronunció la palabra en cuestión como respuesta a alguien que encontraba mejoradas sus condiciones de salud. Por lo que en esa última palabra se confirma aquella fidelidad a la verdad, aquel rechazo de toda simulación o atenuación que fue el constante principio moral de su vida. Ibsen era consciente de haber cumplido su misión. Lo dice el título de su última obra: Epílogo dramático. Y si en este epílogo Ibsen confiesa el «fracaso» de su vida y de su obra, es porque la frivolidad de los grandes hombres es grande y grandísima era la del propio Ibsen. También de su inmortalidad era consciente Ibsen, como atestigua el drama y particularmente el título del drama que escribió al mismo tiempo que el Epílogo, es decir, Cuando nosotros los muertos despertamos. (El título contiene casi siempre lo mejor y lo más significativo de la obra: ¿cuánto más significativo, cuánto más sugestivo, cuánto más profundo el título Cuando nosotros los muertos despertamos que la obra misma?).

Ibsen murió el 23 de mayo de 1906. Así como su hermano mayor «debió morir» para consentir el ingreso de Ibsen en la vida, así también Ibsen «debió morir» para permitir el ingreso a la vida de sus nuevos hermanos, los «sucesores» que colman otras lagunas en el muestrario de maneras después de nosotros. 

Pero la misión de Ibsen no termina con su muerte. Quedan por cumplir otras «salvaciones». En rigor, la misión de Ibsen no tiene fin. Si ponemos el ojo justo donde lo puso Ibsen, cerramos los párpados un poco más sobre las pupilas, comprimimos el guiño otro tanto y alimentamos el descubrimiento de lo «más grande en lo más pequeño», llegamos de la mujer hasta el niño… ¡y cuánto más necesitado de salvarse el niño que el mundo, la sociedad, el hombre, la mujer! Él, sobre quien pesan también las convenciones, los prejuicios, las mentiras; él, sobre quien pesa también la incomprensión de Norvaldo hacia Nora; él, sobre quien pesa con todo el peso de la incomprensión, la indiferencia, la voluntad de atropello despiadada el mundo de los «grandes»! Dejemos por un momento las tinieblas y la dureza que los grandes le ahorran al mundo de los niños («por su bien», dicen los adultos, aunque las mismas palabras le decía Torvaldo a Nora). Busquemos aniñarnos deliberadamente para entender mejor el alma del niño, sus derechos, su personalidad. Llegaríamos de este modo a la última escena de una eventual Casa de muñecos (de «muñeco» y de «víctima»), justo cuando un pequeño Noro, cansado de esperar un milagro, se marcha de noche dando un portazo a la casa paterna, dejando consternados en el salón a los padres, abuelos, tíos, tías, todos aquellos que, en suma, constituyen el estúpido, tiránico y odioso mundo de los «grandes».

La emancipación de la mujer tiene una importancia enorme. No hay cultura digna de llevar tal nombre sin la participación directa de la mujer como elemento activo, es decir, de la mujer juiciosa y operante. La sociedad humana que carece de la participación activa de la mujer es una sociedad necesitada: la presencia de la mujer acalla la necesidad, da reposo al instinto, calma e ilumina la mente, aplaca el «argumento único», el «absoluto», la «única verdad». Por el contrario, la mujer crea ambigüedad, que es el principio de la armonía. Y si la vida italiana, incluso en los durísimos tiempos que atravesamos, ha entrado en un nuevo período de cultura elevada, en una especie de renacimiento, si se ha vuelto a encender el amor por las artes, por la poesía, por las cosas del espíritu y por aquellas «espiritosas» (más difíciles de entender que las primeras, «signo evidente» de cultura), es porque la mujer italiana ha derrumbado el «cielo ptolemaico» que la tenía encerrada, ha disuelto el «aristotelismo» que la tenía inmóvil y muda y ha salido del «orientalismo» que la quería en tanto «instrumento» de las necesidades materiales del hombre.

Tomado de Savinio, Alberto. Vita di Enrico Ibsen. Milán, Adelphi, 1979.
Traducción de Nicolás Caresano.

Ph / Seedy González Paz. De: Manada de lobos (Dama Inger de Ostraat, Ibsen, 1854) / Dirección Helena Tritek, Teatro Presidente Alvear, Bueenos Aires, septiembre de 2024.