Ricardo Zelarayán: Lenguaraces / Laura Estrin

Escribir, conversar, morirse haciendo señas
(o “La tierra baila, /¡siempre baila!”) (R.Z)

Una lectura o una conversación es un remendarse agradecido, una costura que nos hacemos a nosotros mismos en el tiempo. Ricardo Zelarayán también se zurcía frases, una vez le escuché decir: “el perro en el tráfico y la mujer como una araña atropellada” y todos eran pedazos de un modo de su voz, a él todo se le daba por la voz. Y aunque siempre temió repetirse contó mil veces un inverosímil Perón lírico que agitando fuerte los brazos peroraba: “como el palo del alambrado que mientras abajo se pudre arriba se amontona la intemperie”. Zelarayán iba rápido, se enojaba que asociaran caballo y gauchesca y odiaba la epigonal parodia, esas “pavadas que quedan bien” -decía. A veces valen los recuerdos, hay recuerdos donde vale el autor.

Ricardo Zelarayán no tuvo que morirse para que sepamos que era un grande pero igual lo hacen mito, es decir, lo citan y no lo leen, ojalá Lenguaraces se lea. Zelarayán en su poema “Suelta” escribe que “se comienza mirando para otro lado/ o se va derecho al grano”, no hay otra. Porque él conversa contundente, afirma muy terminante, y eso no está aceptado, un autor seguro repugna en una realidad careta. Entonces, en estas conversaciones, porque no son entrevistas, las tonterías quedan para otra ocasión – y la música de esa frase me viene de él, claro.

Creo que las teorías estudian largamente la guerra de voces, pero frente a una justa guerra se achican y tratan de organizarla. La literatura y la conversación de Zelarayán es directa, rechaza o amiga lo que el mundo domestica para venerar tranquilo.

Estos diálogos son así contrarios al statu quo -como dice Meschonnic de la verdadera crítica literaria, la que interviene, rechaza y valora, todo lo que desaconseja la cultura. Porque en la sociedad del espectáculo -como entendía Guy Debord o en la culturra -como decía Leónidas Lamborghini, digo en este mundo de artistas totales y curadores que hoy reina, el que levanta la voz molesta, enseguida lo tachan de loquito o nervioso, cuando es el verdadero afuera del sistema, el gritón no normaliza, no se adapta, discute, araña lo real, corta el monte de pavadas en que vivimos. Y por eso el discurso de Zelarayán sigue haciéndonos señas, no se apaga, inquieta y pregunta, en Lenguaraces Zelarayán le pasa el trapo a la tontería acomodaticia. En ese mismo orden, siempre perfecto y ajustado, en Lata peinada escribe: “Morir haciendo señas no impide morir puteando entre borrachos sueltos, traidores, hasta aquí nomás vulgares pedigüeños de más vida. Mientras alguien se ha caído del borde, ´lengua afuera´, la ambición de cualquiera, de cualquier individuo es estar cerca, cerca de Isabel nunca cerca del borde”.

Zelarayán hace estas charlas para Clarín donde trabajó y al que luego, cuando lo conocí por Hugo Savino, hace juicio, algo así recuerdo de esos años 90. En estas conversaciones se da el gusto de poner autores que le importan, los que ha leído, incluso me contaba el diálogo con una bruja -como decía divertido, tal vez era el cruce con una chamana que no encontramos para poner en este libro, o que nunca existió. Zelarayán hablaba de Aparicio, de Groppa, de Jacobo Regen, de Guillot (que era de mi ciudad, de Concepción del Uruguay, y yo nunca lo había escuchado antes de que él lo nombrara y tampoco lo escuché después).

Zelarayán recordaba a Simpson, a Marcos Victoria y a Marta Zamarripa, a Castilla que escribió cómo la poesía se hace piedra mirando el sol, al Cuchi Leguizamón.

A alguno de ellos los fui buscando, leyendo y poniendo al lado de sus poemas (de los de Zelarayán), a otros me los dio él mismo cuando me pasó los libros que en la anteúltima mudanza, la de la calle Tucumán, conservaba. Por él volví a Blaistein, los encuentros son milagrosos y Zelarayán era generoso en eso. Él los leía filtrándolos en su genial oreja, una línea literaria continua, pero sin ningún retoque altisonante porque cuando Zelarayán conversa, o cuando lee, es lo mismo, se trata siempre de lo que vio y escuchó allá, eso que conserva por años en la Capital: Zelarayán no dejó nunca ese allá provincial pero que le importa acá, en la literatura argentina. Una serie o una potencia que pudo llamar corriente eléctrica, como la de la piel de caballo, que pasa por entre las palabras, las levanta entre dichos, decires, apodos, bichos y horizonte (él decía que en Salta extrañaba el horizonte entrerriano). Su oreja no se distrae nunca de una búsqueda larga y trágica como en “La gran salina”. No se olvida, pero se mezcla libre y, a la vez, seria, así junta mulitas, paraguas, tartajeantes diálogos del norte y largas onomatopeyas del litoral, trenes, calles mojadas o “calles como zancudas” -para decirlo con sus lindas palabras torrenciales. Su escritura corre a la vera de su conversación, de su mano, de la memoria que despierta en la sombra quieta o inquieta -como su poema. No es barroco ni realismo pobre es sílaba apretada al cuerpo vivo, “sin ser dicho ni pampa” -anota, y rompe géneros y sintaxis como cuando escribe: “el humo de la frío”, “por la perfil”. Zelarayán conversa con la provincia, es decir, de lo que sabe.

Creo que una vez Nicolás Rosa aseguró pensando en él que “el pasado siempre está adelante”, tal vez por eso Zelarayán se quedó allá, acá se quejaba de la pobreza, de los taxis, de la comida, “la culpa es mía por seguir vivo”- dijo muchas veces, le gustaba asustar agitando los brazos y repetía: “cuánto cuesta morir” para agregar inesperado: “yo estudié 5 años medicina, no me vengan”. Así, en el genial poema “Incendio en las islas” leo: “Mejor irse que andar suelto. El diablo me ha hecho una seña” mientras en Lata peinada veo que escribió: “Entre los manoteos y pataleos se va la vida. Las voces se apagan nomás y la memoria se queda de este lado… Hay que prenderse del día de hoy y aguantarse”. Entonces, mientras la vida se va, estas conversaciones quedan, no se apagan, por eso reunidas son luciérnagas que vienen del futuro.

Alguien recordó que Beckett escuchaba tan fuerte que asustaba, Meschonnic supuso que “la escucha, imprevisiblemente, es reconocer, en algunos momentos, todo lo que uno no sabía que uno oye. El de boca a oído se vuelve de boca en boca. La voz muestra que es por la boca que se oye mejor”. Jorge Quiroga, querido amigo que está enfermo, pensó que “la literatura tiene que estar atenta a ese rumor insospechado que proviene de los seres y de los hechos, de las infracciones que trae lo oral, que es la fuente unívoca de lo efímero y de la poesía. (Y Jorge en la estela de Zelarayán afirma) El escritor sólo tiene que tender su mano ante eso que es denso, rico y siniestro al mismo tiempo. El comienzo de la literatura es ese subterfugio”.

Creo que la justicia de la escritura es su saber del tiempo, que arrime tiempo -como escribe Mastronardi- y puede hacerlo cuando salva esas frases que se pierden o se caen de la mesa -como llamó Zelarayán a un libro previsiblemente perdido, es esa vuelta completa o lo que viene del futuro -como la llamo a veces con Tsvietáieva, en otras le digo desesperación o, mejor, novela directa. Una manera que aprendí en Zelarayán, su modo mismo de escribir y conversar, a empujones, no diferenciando prosa de poesía, leyendo a los amigos en voz alta y acicateándonos, lleno de observaciones inútiles como las que acompañan a Lata peinada. Sí, Zelarayán era insoportable, impertinente, desaforado, por afuera ríspido, por dentro tuvo una gran generosidad. De Aira dijo que era nuestro Roussel (también jodía con que vivía de sus campos en Pringles) y de Ortiz que fue “un quedado” aunque en estas conversaciones muestra que lo vio bien a Borges, lo vio “un poquito macaneador”. Es evidente que su pasión literaria era recalcitrante, hierro y madera -dijo alguna vez de la vida y de la emoción que la atajaba.

Con Hugo Savino conversamos estos días de Lenguaraces. El, leyéndolo se da cuenta de que Osvaldo Lamborghini le saca a Zelarayán lo de la conversación  de sobremesa, de que Groussac acierta sobre Lugones y Guiraldes, dos letrados  pesados, grandilocuentes. Hugo Savino leyó estas conversaciones a medida que salían, pero las puede leer mil veces más porque le traen recuerdos como que Zelarayán creía  que el Borges de la primera época era muy bueno mientras Néstor Sánchez decía que solo rescataba Historia universal de la infamia. Y, además, de esa misma charla con Borges, donde dice “y lo primero que se les ocurre es… Más que escribir es publicar”, es claro que, de nuevo, Lamborghini saca su “primero publicar, después escribir”.

En ese mismo camino desbrozador Hugo levanta lo que Zelarayán le dice a Filloy,  de que muchos escritores escriben pensando en ser traducidos, ¡era 1975!, hoy eso  es general, porque es evidente que hoy se escribe directamente en una lengua en traducción. Y cito a Savino: “Qué lindo es leer literatura argentina cuando viene así, como la trae Ricardo, sin «envase», sin histeria. Lenguaraces trae un pasado que sigue siendo activo, porque Zelarayán mete la mano en los lugares más recónditos de cada artista. Hasta le hace decir alguna cosa a un almidonado como Borges, y de rebote pone todos sus clisés (los de Borges) en la superficie. De este modo, dice Savino, Lenguaraces repone  un pasado que la ignorancia como programa sueña con borrar.

Su ilusión es que el presente del pasado no se trasmita. Esta ignorancia tiene veinte palancas de retardo respecto al lenguaje. Cree que tiene todas las palabras y como solo tiene cálculos no entiende que siempre en un rincón hay un Zelarayán que muestra otra cosa”.

Savino ve que este libro repone una literatura que está ahí aunque montañas de basura la tapen, literatura que muestra una respuesta a la decisión de la ignorancia de las lecturas contemporáneas, esa fuerza, ese agujero de volver a Luis Franco, por ejemplo. Lo que quiero decir es que Zelarayan lee y conversa, no hace reverencias.       

Laura Estrin
Presentación del libro «Lenguaraces» (Entrevistas de Ricardo Zelarayán) / Editorial Leviatán 2024 – Prólogo de Laura Estrin

Ph / Chema Madoz (Madrid, 1958). Sin título, 2007. Fotografía en blanco y negro sobre papel. Colección de Arte FMCMP.