Bird / Whitney Balliett

Charlie Parker murió en 1955, a los treinta y cuatro años, y fue una de las maravillas musicales del siglo veinte. Como Dylan Thomas, su casi permutable hermano espiritual muerto un año antes, Parker fue un hombre laberíntico. Fue un personaje trágico que irremediablemente se consumió a sí mismo y fue, al mismo tiempo, un demonio que presidió el naufragio de su vida. Fue un músico original y fértil que llegó al borde de la autoparodia. Fue un hombre irresistiblemente seductor que agarró los codos de casi todas las manos que le tendieron. Fue un marginal de la época que le tocó vivir y, sin embargo, presagió indirectamente, en sus impulsos y en su independencia feroz, la llegada de Malcolm X y Eldridge Cleaver. Y fue, no obstante el socorro de un culto servil, ampliamente ignorado en vida.

Parker nació en el conurbano de Kansas. Su padre fue un comediante de segunda categoría, Charles Parker, y su madre una oriunda de Kansas de dieciocho años, Addie Boyle (o Bayley). Cuando tenía ocho o nueve, sus padres se mudaron a la ciudad, y cuando tenía once, su padre, que se había convertido en un cocinero ferroviario, desapareció de su vida casi por completo. En la primaria le fue bien; en el secundario repitió. Para cuando tenía dieciséis, había dejado la escuela y su vida se aceleraba de manera peligrosa. Se había casado, se había convertido en un saxofonista autodidacta y profesional, estaba afiliado al sindicato de músicos, era un neófito de la concurrida escena nocturna de Kansas y había empezado a drogarse. A los dieciocho, se mudó a Chicago y después a Nueva York. Trabajó como bachero en un restaurante donde tocaba Art Tatum, que lo deslumbró. También tocó en un par de bandas y hasta experimentó con la improvisación en el Harlem. En 1939, volvió a su casa, se unió a la banda de Harlan Leonard y después a la Kansas City de Jay McShann. John Lewis, en aquel momento un estudiante en la Universidad de Nuevo México, comentó cómo lo influyó la banda de McShann, que solía escuchar a través de la radio: “Los solos de saxo alto de aquella banda me abrieron todo un universo musical. Conocía a Jay McShann de cuando hacía giras por el sur… pero ese saxo alto era algo nuevo, años por delante de cualquiera en el jazz. Exploraba un sistema de sonido y de tiempo completamente novedoso. Nunca escuché al locutor decir su nombre y no supe que era Charlie Parker hasta después de la guerra”. El efecto que la banda de McShann tuvo en los integrantes negros de la banda de Charlie Barnet no fue menos eléctrico. Escucharon en la radio de la trastienda del Newark diez coros espectaculares de “Cherokee” y, cuando terminaron de trabajar, fueron corriendo al Savoy para ver de quién se trataba. Le pidieron a McShann que tocara la melodía de vuelta, vieron a Parker y lo invitaron a cenar. Parker dejó la banda de McShann en 1942 y, después de un período de inanición y desarraigo, se unió a la big band de Earl Hines, un grupo de locos aguerridos compuesto en la misma medida por músicos de la vieja escuela y jóvenes beboperos. Para 1945, después de un breve paso por la brillante y efímera big band de Billy Eckstine, se había asentado con varias de las pequeñas bandas que lideraría y con las que grabaría hasta su muerte.

También se había asentado, irreversiblemente, en el rol de Gargantúa. A los veintidós, se había divorciado y vuelto a casar, y el nuevo matrimonio fue, hasta donde se sabe, la última relación legal de las cuatro que tuvo. Vivía en hoteles y pensiones. Se había vuelto un drogadicto incomprensible e inusual, uno que, a diferencia de la mayoría de los adictos, también era glotón, alcohólico y hombre de insaciables necesidades sexuales. Podía comer veinte hamburguesas seguidas, tomar dieciséis whiskys en un par de horas e irse a la cama con dos mujeres. A veces se ponía frenético; en esos casos, podía tirar su saxo por la ventana de un hotel o meterse al mar con un traje recién estrenado. Su sentido del humor era igual de retorcido. Una mañana, muy temprano, tomó un taxi hasta la casa del trompetista Kenny Dorham (Parker pasó una buena parte de su vida en taxis, a los que usaba como oficina, como rendezvous, como dormitorios, como ciudadelas compactas, móviles), hizo que Dorham saliera de la cama, le pidió un encendedor y se fue. En 1947, colapsó y pasó seis meses en un hospital psiquiátrico en California. (Había viajado a la costa un año antes en el que fue el primer viaje de una banda bebop al oeste del Misisipi; estaban también Dizzy Gillespie, Al Haig, Milt Jackson y Ray Brown). Durante su estadía en el hospital, donde sus poderosas capacidades restauradoras se hicieron muy pronto evidentes, Parker fue atendido por un doctor que también era su admirador. Ross Russel, el primer biógrafo de Parker, cristalizó las opiniones del médico: “Un hombre que vivía de un momento a otro. Un hombre que vivía para el placer, la música, la comida, el sexo, las drogas, el hedonismo, que vivía atrapado en una personalidad infantil. Un hombre con casi ningún sentimiento de culpa y sólo el más ínfimo y atrofiado ápice de conciencia. Excepto por su música, un miembro potencial de la armada de psicópatas que llenan las prisiones y las instituciones mentales. Con Charlie Parker, la música hacía la diferencia. Es la única razón por la que nos interesa, la razón por la que estamos dispuestos a pausar nuestra vida y arreglar sus desastres. Los tipos como Charlie necesitan gente así”.

Parecería como si los excesos de Parker no hubieran interferido con su música. Por lo menos, hasta el final de su vida. Que las drogas desencajan, diluyen las improvisaciones es hoy algo aceptado entre músicos. Con Parker era todo lo contrario. Las únicas veces que no funcionaba era cuando estaba abstinente y necesitaba una dosis. Su estilo había madurado por completo para cuando se presentó con sus primeros combos en 1945. A diferencia de lo que se ha dicho, el sonido de Parker no surgió como por arte de magia del suelo virgen del Suroeste. Lo moldearon también otros músicos. De adolescente, Parker se empapó noche tras noche en la particular, osada música de la ciudad de Kansas. Sin importar donde fuera, escuchaba el blues, el espeso, melancólico, susurrante blues de Lips Page, Pete Johnson, Joe Turner, Herschel Evans y Buddy Tate, y el delicado, ondulante, moderno blues de Count Basie y de Lester Young. Young se convirtió en su ídolo, y cuando Parker salió de gira por primera vez se llevó toda su discografía y se aprendió sus solos de memoria. También en Kansas, trabajó con Buster Smith, un saxofonista en cuyo estilo se encuentran ecos del primer Parker. Tomó consejos de Tommy Douglas, un solista muy entrenado, y cuando llegó a Nueva York estudió con Art Tatum, quien, inconscientemente, le enseñó a tocar a velocidades lumínicas y a vislumbrar armonías completamente nuevas. Algunas de estas incursiones tempranas fueron un completo desastre. Cuando tenía quince o dieciséis, se abrió camino hasta el escenario en una de esas severas e interminables sesiones de improvisación de Kansas y, probando ideas osadas para un estruendoso “I Got Rhythm”, perdió el rumbo. El baterista, Jo Jones, dejó de tocar, agarró un platillo y se lo tiró a los pies: Parker había sido “expulsado” del estrado. De este tipo de experiencias vergonzosas Parker aprendió.

Parker tuvo un sonido único. Ningún otro saxofonista ha conseguido un sonido tan humano. Podía ser tenso, incluso brusco. (Las lengüetas que usaba eran, desde un punto de vista técnico, las más complejas y demandantes). Podía ser liso, amplio, sombrío. Podía ser suave, resonante. A diferencia de la mayor parte de los saxofonistas de su tiempo —que siguieron los pasos de Coleman Hawkins—, casi no usaba el vibrato, y cuando lo hacía, era apenas una cosquilla, un murmullo. Había blues en cada rincón de su estilo, y fue el más conmovedor y asombroso improvisador de blues que jamás hayamos tenido. Su blues lento tenía algo admonitorio, como si se tratara de una prédica, de un sermón. Empezaba un solo con cuatro o cinco notas voluntariamente tartamudas a modo de anuncio, pausaba para dar efecto, repetía la frase y doblaba la última nota hasta el silencio. Después ponía la frase al revés y, brusco, resbalaba lateralmente hacia un tiempo apresurado, serpenteando la escala hacia arriba, redondeando rápidamente en lo más alto para después tirarse en picada, las notas cayendo en algún punto medio entre el silencio y el sonido. (Parker fue un maestro de las dinámicas y del uso dramático del silencio). Otra pausa y empezaba el segundo coro con una figura onírica de tres notas, pasando rápido de una a la otra pero sosteniéndolas a todas de manera prolongada, como si se tratara de un himno. Las sacaba de una parte inesperada del acorde y las desvestía en cámara lenta. Luego rompía el hechizo fugaz con dos o tres arpegios breves, desconectados, desprendidos, para flotar en una marcha atrás a media velocidad y lanzar otra carrera acelerada hacia arriba y hacia abajo, en la que le pegaba a todas las notas contiguas. Y ahora sí, después de una pausa, cerraba el coro con una especie de amén que recordaba el inicio.

Pero había otro Parker, uno muy diferente, que podía tocar lento, que podía tocar baladas brillantes como “Embraceable You”, “Don’t Blame Me” o “White Christmas”. En estos casos, Parker avanzó más escalones que con el blues. Literalmente desmantelaba la canción del compositor para elaborar una estructura diez veces más compleja. Hacía aparecer nuevas melodías y acordes, además de nuevas líneas melódicas que se movían muy por encima del original. (Con todo, siempre ponía fragmentos de la melodía como señales para el oyente). Podía hacer lo que se le cantara con el tiempo, y en las baladas solía ubicarse detrás del ritmo, flotar sobre él sin problemas o bien dar un paso adelante; podía hacer con el tiempo cosas que nadie había ni siquiera imaginado y que nadie ha podido superar todavía. Sus baladas eran visiones espesas, destellos a una dimensión musical desconocida. A pesar de estar perfectamente estructuradas, parecían no tener principio ni fin; cada una era simplemente una de las visiones fragmentarias que revolvían y enloquecían su mente. Ahí tenemos la primera toma de su versión de “Embraceable You” de 1947, que, tan intensa y hermosa, sigue siendo una de las sensaciones de esta música. Las notas de los primeros treinta y dos compases son meteóricas. Parker brama y cruje. Usa una multitud de frases, pero nunca una superficial. Sus pasajes explotan como una luz que se filtrara a través de una puerta abierta de par en par.

Parker dio vuelta el mundo del jazz y sus efectos duran todavía. Se lo puede escuchar en el trabajo de ciertos saxofonistas, como Charlie McPherson y Phil Woods, Sonny Stitt y Sonny Criss, y, aunque menos explícito, en Sonny Rollins, John Coltrane y Ornette Coleman. Se lo puede escuchar en casi cualquier guitarrista, pianista, trompetista, contrabajista, baterista o trombonista de más de cuarenta años. Incluso se lo puede escuchar en los músicos de esta generación, aun cuando la mayoría ni siquiera lo sepa. Sin embargo, su legión de admiradores ha malinterpretado su punto principal. Parker amplió los límites de la improvisación con el tiempo, la armonía y la melodía, pero no rechazó lo que lo precedía. En el fondo, era un conservador que encontró nuevas formas de expresar lo que habían dicho King Oliver, Louis Armstrong y Sidney Bechet. Los admiradores de Parker se calzaron su forma pero olvidaron su contenido. Hay incontables músicos que usan miles de notas por coro, que tienen un sonido robusto y controlado, que se regodean en sofisticados patrones rítmicos. Con todo, esquivan las emociones que gobernaron cada una de las notas que tocó Parker. El resultado irónico han sido los hardboperos del final de los cincuenta y los cul-de-sac de la vanguardia de los sesenta. Afortunadamente, la mayoría de estas cosas sucedieron después de que Parker hubiera muerto, de modo que no sufrió como Lester Young, a quien, durante la última década de su vida, le tocó padecer la claustrofobia musical de escucharse hasta el cansancio en los saxofonistas jóvenes y de saber, al mismo tiempo, que sus propios poderes habían menguado lo suficiente como para que esas interpretaciones fueran mejores que la suya.

Después de salir del hospital de California, Parker se calmó por un rato. Pero el ritmo de su vida se aceleró de vuelta y, a comienzos de los cincuenta, ya estaba completamente fuera de control. Solía quedar inconsciente en la calle, meterse en peleas, tuvo un intento de suicidio. Dormía —si es que dormía— en el piso o en bañeras o en alguna cama de algún amigo. Le pedía a la gente que le regalara alcohol. Mendigaba. A menudo se perdía trabajos porque su saxo estaba empeñado. Al final, su técnica empezó a flaquear. Empezó a imitarse a sí mismo. Una de las razones fue física: ya no tenía la fuerza que requerían esos brillantes vuelos. La otra razón fue más sutil. Como Jackson Pollock, Parker sintió que había llevado a término sus exploraciones. El blues y la melodía de treinta y dos compases ya no lo desafiaban. Creyó que había descubierto todos los cambios de acorde, todas las variaciones rítmicas, todas las armonías. Hablaba de grandes obras orquestales. Hasta consideró estudiar con los compositores Stefan Wolpe y Edgard Varese. Pero eran casos excepcionales, como aquel famoso concierto que dio en mayo de 1953 en el Massey Music Hall, en Toronto. Junto a Parker, que llegó sin un saxo y tuvo que comprar uno en una tienda local, estaban Dizzy Gillespie, Bud Powell, Charles Mingus y Max Roach. Hacía tiempo que Parker tenía sensaciones encontradas en torno a Gillespie. Lo admiraba como músico, pero le molestaba su fama (el perfil que había sacado la revista Life sobre Gillespie y el bebop, en el que Parker ni siquiera aparecía mencionado, o el que había escrito Richard O. Boyer para The New Yorker). Gillespie había llevado una vida enfocada. Parker era lo contrario: una figura hermética, secreta, tormentosa y deforme que continuamente se escondía detrás de una máscara. (Usando su voz más profunda, la noche del concierto anunció que el tema “Salt Peanuts” de Gillespie era su “digno colaborador”). Gillespie fue un desafío esa noche, como también lo fue la sección rítmica, que tocó con ferocidad y precisión. Parker estuvo a la altura, y en “Wee”, “Hot House” y “Night in Tunisia”, improvisó con un fuego y una vivacidad dignos de sus mejores momentos.

La muerte de Parker fue una combinación inevitable de exageración, ironía y melodrama. Se había hecho amigo de la baronesa Pannonica Koenigswarter, una mujer excéntrica, rica e inteligente que vivía en el Hotel Stanhope y que llegaba a los clubes de jazz en un Rolls Royce plateado. Su piso se había convertido en salón para músicos. En marzo de 1955, Parker obtuvo un trabajo en el Storyville de George Wein, en Boston, y al salir desde Nueva York, pasó a saludar por el Stanhope. La baronesa le ofreció un trago. Para su sorpresa, Parker se negó. Le pidió, en cambio, agua con hielo. Su úlcera lo estaba molestando y el agua fría le habría apagado el fuego. De repente, empezó a vomitar sangre. El doctor de la baronesa lo examinó y le dijo que tenía que ir al médico de inmediato. Parker se negó, de modo que lo pusieron en una cama y le dieron antibióticos. Pasaron algunos días. Parecía mejorar. La noche de un sábado lo sentaron en el living para que viera el show de Tommy Dorsey. Estaba de buen ánimo. Durante un número de malabarismo con clavas, algo que Parker recordaba haber visto en su infancia, empezó a reírse tan fuerte que se ahogó y se desplomó en la silla. Murió uno o dos minutos después. Según la baronesa, se escuchó un trueno. La causa oficial de la muerte fue neumonía lobar, pero Parker simplemente se había agotado.

El saxofonista tenor Buddy Tate lo había encontrado poco tiempo antes. “Lo conocí en Kansas en los treinta, cuando estaba con Andy Kirk”, dijo. “Parker, que todavía estaba desordenado, admiraba a Buster Smith, que siempre tocaba el estilo de Kansas. Cuando llegó a Nueva York por primera vez, solíamos pasar el rato. No tenía trabajo y nadie lo conocía, pero él iba todas las noches al Uptown House de Clark Monroe. Yo constantemente lo invitaba a casa. Nunca comía, por más que mi mujer le sirviera un plato. En aquel entonces, intenté ubicarlo en la banda de Count Basie, pero Basie no lo aceptó. Parker nunca lo olvidó. Conmigo siempre fue bueno, suave, amable. Nunca lo vi enojarse con nadie”.

“Una semana antes de que muriera, lo vi caminando por la Cuarenta y dos para el Grand Central. Eran las diez de la mañana. Yo venía de una grabación con una big band donde había tocado el clarinete. Entonces vi un hombre bajando por la vereda, y me di cuenta que era Bird. Era difícil pasarlo por alto, con esos trajes antiguos que además no le entraban, y esos viejos tirantes de abuelo, grandes y anchos, que siempre se ponía. Cuando me acerqué, vi que estaba todo hinchado. Sabía que había estado muy enfermo y que había pasado por el ala psiquiátrica del Bellevue. Me dijo: ‘Estoy muy contento de verte. ¿Cómo has estado?’ Le dije que bien y me pidió que lo llevara a tomar algo”.

“Fuimos a un bar. Pensé que la cosa iba para largo, pero tomó sólo dos tragos. Había escuchado que estaba tan mal que dormía en el escenario del Birdland, que lo habían tenido que echar y que hasta le debía 2.500 dólares (que no tenía) a la sección de cuerdas que lo había acompañado. Hablamos como una hora. Dijo que le habría gustado que alguien lo llamara para un trabajo como el que venía de hacer. Le dije que probablemente nadie lo hiciera porque habría pensado que pediría 1.000 dólares, y él dijo que no, que lo habría hecho gratis, sólo para tocar una vez más en sección con otros músicos. Por supuesto, rara vez tenía su saxo. Hubiera tocado cualquiera, un viejo Sears, un Roebuck, cualquier cosa que tuviera boquilla y lengüeta. Le conté que estaba trabajando en el Savoy. Me respondió que estaba enterado y que planeaba visitarme. Bird había tocado en el Savoy con Jay McShann en una de sus primeras visitas a Nueva York. Pero nunca vino a visitarme y nunca más volví a verlo”.

“Bird”, tomado de American musicians II. Seventy-one Portraits in jazz. Nueva York, Oxford University Press, 1996.
Traducción de Nicolás Caresano.