Sara Gallardo: Eisejuaz. El que sabe esperar / Lucía Mazzinghi

La poesía llega/
cuando estamos/
en la inagotable compañía/
de la soledad/
llega como un súbito tajo/
por el que se mezclan/
con la fría fiebre/
las sangres/
de dos distintos mundos.

H.A.Murena


Aprendí a leer sola a los cuatro años, empujada por los celos que me daba que mi hermano mayor ya supiera leer. Una vez que arranqué, no paré más. Con vos no hay libro que aguante se quejaba continuamente mi madre que había armado una biblioteca ambulante en el barrio donde vivíamos y yo sacaba libros sin parar. Uno de los recuerdos más lindos de mi infancia tiene que ver con ese lugar, mientras ella hacía el inventario de lo que recibía y ordenaba los libros en estantes, yo, tirada en el piso, leía y releía todo lo que encontraba. Era un momento de silencio y de tranquilidad, fuera de casa, las dos solas, cada una ensimismada en lo que le gustaba hacer: a ella organizar, a mí leer.

A los dieciséis años, caí en cama una semana entera culpa de una gripe feroz. Cuando liquidé los libros que tenía a mano, le pedí a mi padre que me trajera de su biblioteca algo para leer. Entonces apareció con Los galgos, los galgos. Este te va a gustar, me dijo. Ahí conocí a Sara Gallardo. Lo devoré en dos días. Me quedé completamente prendada de esa historia. Rebuscando en la biblioteca de mi padre encontré Enero (la escribió cuando tenía veinticinco años) y Los pantalones azules y también los devoré.

Después Sara cayó en el olvido, quedó como un recuerdo lejano de la adolescencia, de algo que en su momento disfruté mucho pero no volví a releer sus libros ni a pensar en ella. 

Muchos años más tarde me choqué con Eisejuaz. No me acuerdo cuándo fue pero sí que vi la edición de Cuenco de Plata en una librería, recordé Los galgos… y me lo llevé. Entré al libro creyendo que me iba a encontrar con algo similar a los derroteros de Julián en Las Zanjas y mi sorpresa fue grande cuando me encontré con muy otra cosa. Me costó entender que se trataba de la misma escritora. No quedaban rastros de ese mundo criollo y estanciero, acá en Eisejuaz la estancia pampeana se hace choza, no hay París, hay Orán, el destello plateado de los eucaliptos se hace monte cerrado, espinillo, quebracho, todo es bruta calor, miseria y ferocidad. Desaparecen los galgos elegantes y toman el paisaje serpientes y pumas, peces y tatús.

La historia le cede el protagonismo a la lengua y Sara reaparece abriéndose paso entre la niebla del olvido, burlándose del tiempo, saboreando las palabras, dejándose llevar por algo desconocido que viene del otro.

Sara Gallardo fue bisnieta del escritor Miguel Cané y tataranieta del general Bartolomé Mitre (por vía materna), hija del historiador Guillermo Gallardo y nieta del biólogo y político Ángel Gallardo (por vía paterna). Tuvo cinco hermanos, crecieron leyendo David Copperfield, Melville y Jack London. Mi familia era como una burbuja. La burbuja Gallardo, contó en una entrevista. Un día su hermana Marta se perdió en un club de Hurlingham y fue a la policía. Le preguntaron: ¿Cómo te llamás? Marta Gallardo. ¿Dónde vivís? En la chacra Gallardo. ¿A qué colegio vas? Al Ángel Gallardo. Nena, no me tomés el pelo, le contestó el policía. Pasaban largas temporadas en un campo en Chascomús que su padre compró porque estaba lleno de bañados repletos de pájaros. La pampa se le metió adentro para siempre, la galopó incansable buscando flechas, cuentas de collares indios o pedazos de bayonetas escondidos en las vizcacheras, vadeó sus ríos e investigó los ranchos y taperas rodeados de montes de eucaliptos. La observó, la vivió, la escuchó y la escribió. 

A esta cascada de apellidos ilustres se le suma el título de esposa de H.A. Murena. Ella escucha en Murena una búsqueda empecinada y, lejos de amedrentarse, se dedica a buscar su propia voz, el ritmo de su respiración asmática tantea en la intemperie abriéndose paso a través de la maleza de una lengua áspera y huraña con la que construye su Eisejuaz. Aunque no es un dato menor que por esta misma época Murena estuviera enfrascado en su propio trabajo con la voz, decidido a estallarla y recomponerla, poniendo a la razón a dormir en la tetralogía compuesta por Epitalámica (1969), Poliscuerpón (1970), Caína muerte (1971) y Folisofía (publicada después de su muerte que ocurrió en 1975). El fantasma de Murena merodea por las páginas de Eisejuaz.

Para Gallardo, después de Eisejuaz vinieron El país del humo (1977), un libro extraño, algo desolado, y La rosa en el viento (1982).

A mediados de los años cincuenta empezó a colaborar en las revistas Atlántida, Claudia, Primera Plana y Confirmado y en el diario La Nación. Siguiendo la línea que su amiga Felisa Pinto había inventado en los años sesenta, escribía columnas periodísticas engarzando temas con gracia y humor. Moda, literatura, misceláneas, personajes de la noche y de la cultura, boutiques y restaurantes de moda, exposiciones, política, usos y costumbres, todo caía bajo su pluma irreverente. También escribió crónicas de viajes plagadas de reflexiones y datos prácticos sobre los lugares que visitaba.

Le gustaba escribir a mano en cuadernos de contabilidad grandes y de tapa dura y después pasaba lo escrito a máquina.

A los veinticuatro años se casó con Luis Pico Estrada, tuvieron una primera hija (Delfina) que murió dos meses después de nacer. Más tarde nacieron dos hijos más (Paula y Agustín). Se separó, se casó con Murena y con él tuvieron a Sebastián. Un tiempo después de la muerte de Murena, su amigo Manucho Mujica Lainez la invita a su casa en Cruz Chica. Vive un tiempo ahí, intentando recomponerse. Después decide irse a Europa con sus hijos. Viven en Barcelona, sus hijos mayores se vuelven a Buenos Aires y ella se queda un tiempo en Suiza y después diez años en Roma. Para ese momento Gallardo deja de escribir, como explicación dice que sencillamente la abandonaron los dioses de la escritura. La muerte de Murena le cala hondo en el ánimo, le come el corazón. En una entrevista confiesa, toda yo soy un homenaje a Murena, queda sorprendida y conmovida al escucharse decir esas palabras. Empieza a coquetear con la idea de volver a Buenos Aires. En una de sus visitas, una noche de invierno muere de un ataque de asma. Tenía 57 años.

Así como me pasó a mí después de atravesar la adolescencia, Gallardo cayó en un especie de olvido hasta hace unos años atrás donde reapareció un poco empujada por la reedición de su narrativa breve y otro poco por el feminismo que reflotó su primera novela (Enero) leyéndola en el contexto del debate por las cuestiones de género y la despenalización del aborto. La tímida adolescente Nefer (hija de un puestero de campo) queda embarazada tras ser violada por el carnicero del pueblo. Nefer evalúa la posibilidad de abortar pero a último momento desiste y se termina casando con el violador y no con el galán de sus sueños. En los últimos años también aparecieron algunos estudios sobre la autora y volvimos a encontrar sus libros en las mesas de novedades.

Yo diría que nunca se fue a ningún lado (más allá de sus movimientos continuos), sus libros siempre estuvieron ahí, esperando. Pero ella nunca está donde dice estar o donde esperan que esté. Lo suyo es moverse, y en ese constante ir y venir, dejar algunas marcas de sus recorridos. El feminismo levanta bandera con su cara y su voz pero ella sonríe con sus dientes grandes y blancos como fichas de dominó y asegura: yo nunca escribiré como una mujer. Jamás. Una especie de marimacho, de bicho extraño, que habla de lo otro con la voz de otro. La criada en la burbuja Gallardo, escribe lo que está fuera de la burbuja: lo otro. El espíritu es hermafrodita le dijo una vez a Reina Roffé mientras se repeinaba la melena corta y oscura. Ni hombre ni mujer, ni cuestiones de género, ni asuntos políticos, ni géneros literarios, ni prejuicios de clase: ningún Ser con mayúscula que la atrape y la fije en un lugar. Ella se escabulle y se saca de encima las etiquetas. Se ríe de todo y de todos con los ojos oscuros y con pestañas postizas y esos dientes inmensos que parecen un homenaje a su amor por los caballos.

Va soltando voces acá y allá y el que las recoge las hace resonar como mejor le parece.

Más tarde va a decir que Pantalones azules le pareció medio bodrio y que a Los galgos, los galgos le sobran unas cuarenta páginas. Su preferida era Eisejuaz.

La voz de Eisejuaz es una perla y Sara Gallardo, una atrevida. Depura y mezcla con fría fiebre las sangres de los distintos mundos, Eisejuaz es un mundo singular escrito en una lengua singular. Un viaje a través de una lengua particularísima, desolada, extraña, parca, íntima y ajena a la vez, hecha con pocos trazos pero que calan hondo.

Completamente alejada de los lugares comunes con los que se suele abordar a los indios, fuera del regionalismo y del costumbrismo, sin ningún afán de dar un testimonio sociológico, ni de comunicar sobre la situación de los indígenas en nuestras tierras, ni defender la causa de una minoría. Gallardo no quiere representar ninguna realidad sino crear un paisaje singular. No juzga, no evangeliza, no quiere convencer: escucha. Gallardo hace un viaje a Salta y pasa horas y horas conversando en la ciudad de Embarcación, cerca del Río Bermejo con Lisandro Vega, mataco, treinta y seis años, que vino bajando con su gente desde Bolivia guiado por las palabras de un misionero. En pleno Chaco Salteño, Embarcación es un caserío de casas viejas, calles de tierra, selva, aserraderos e Ingenios. En ese entonces Lisandro Vega trabajaba en la cocina del hotel en el que se hospedaba Sara, Lisandro Vega preguntó si había entre nosotros alguien que pudiera escribir su historia. Hace un año que espera a ese alguien, cuenta. Y ahí estaba ella, entre sapos y mosquitos gigantes y el rumor del Bermejo como telón de fondo, dispuesto el oído a escuchar esa voz tan singular.

Así como Lucio V. Mansilla aprendió a conversar con los ranqueles, Sara Gallardo aprendió a escuchar con los wichis.

Al final de la novela, Paqui escucha hablar al indio y a una mujer y les grita: ¡no quiero oír más ese ladrido asqueroso, ese ruido a vómitos! Es como una tos el habla de Eisejuaz. Seca y sonante.  

En Eisejuaz reina la espera, el indio está todo ahí, en ese acto de esperar con el objetivo de cumplir una misión que desconoce. 

Él ni nada. Como muerto. Y nada no pasó. Nada no hablé. Sabe callar Eisejuaz. Habla lo justo y necesario. Pero cuando habla, su lengua es precisa. Caranchos, comedores de tripas, mienten al paisano, usan al paisano, olvidan al paisano, les grita mientras revolea una mesa. No leo. Se leer pero no leo. Hice uaj, y cayó un gusano de mi nariz.  Más adelante: como leche hirvió el seso del reverendo, hirvió el caracú en su hueso. Mostró los dientes en el calor. También puede ser dulce: El alma sale de recorrida gracias a las semillas de cebil. La sangre del tigre estaba negra… y las moscas cantaban sobre ella.

Gritaron: ¡Eisejuaz! ¡Eisejuaz!

Eisejuaz se rompió por adentro, se alborotó, se abrió cuando su nombre fue dicho así en el aire, en el viento. El nombre, que no debe decirse de esa forma, el secreto del hombre. ¡Con el nombre no se jode! Es un misterio, hace destino, toca lo más íntimo del ser. Marca una dirección. Todo nombre pone a prueba el alma, dice Hugo Savino. Escuchar eso que puja entre sus letras.

El indio mataco alienado en su lengua, hablado por ella, descentrado en las cosas que lo rodean, vive entre dos mundos mixturados, marcado por dualidades: la lengua criolla y la lengua indígena, lo sagrado y lo profano, lo humano y lo animal, el choque económico, cultural y religioso producido por la vida de los indios en las misiones fundadas por los gringos, los noruegos o los de San Francisco cerca del Pilcomayo. Su raza está en caída libre, a punto de desaparecer y él resiste como puede con su idioma particularísimo, desde ahí, desde esa lengua inventada y escupida en pequeñas dosis pone en jaque nuestras creencias, nuestros preconceptos, nuestros sistemas para leer la realidad e interpretarla y nos mete en su mundo. 

Este libro es una perla, una piedra, una rama de espinillo arrancada del impenetrable chaqueño ardiendo en medio de un panorama chato y convencional, fluye como un río, como un cardo ruso arrastrado por el viento, es dulce y parco a la vez.

Todo se trata de la voz y del oído.

Acá hablan los sin voz.

Eisejuaz, el enviado del Señor se abre paso a través de las voces que escucha, de los sueños que tiene y de las experiencias perceptivas que le dan las semillas de cebil molidas mezcladas con tabaco y aspiradas en cigarritos. No hay iglesia que pueda interponerse en ese diálogo con la divinidad. Por alguna razón voces y visiones lo han abandonado pero él espera que vuelvan, espera en la intemperie.

Nada. Ni una palabra. Mutis en el foro.

Todo a su alrededor es pobreza, peste y miseria, madera pétrea, zanjones repletos de barro, calor extremo o un frío que raja las piedras, los perros andan con los pelos erizados, los indios toman burritos en el almacén de Gómez y se emborrachan hasta enfermarse, cada tanto consiguen una changa que les da para un puñadito de fideo, alguna batata, la carne es un lujo.

Hay tentaciones, vienen de todas partes, el dueño del aserradero quiere que siga trabajando para él, una mujer se le ofrece en matrimonio, el monte tira, intentar organizar a la gente que queda, sus viejos compañeros de la misión quieren que vuelva como jefe. Así digo a mis hermanos matacos y también a los tobas: ¿a dónde iremos, ahora que el monte se ha enfriado? A los chahuancos, a los chiriguanos, a los chaneses y a todos digo: ¿a dónde iremos? No hay lugar para nosotros ni allá ni acá. Allá (en el monte) el ruido de los blancos termina con nuestro alimento. Y aquí nos alimentamos de peste y miseria… Ha terminado nuestro tiempo… Ahora cada cual debe vivir como pueda.

Empecinado el mataco, no se deja tentar, está convencido que sólo nació para servir a dios. Busca señales, busca respuestas pero fracasa una y otra vez como Vega le contó a Gallardo que le había sucedido en su vida una tarde en el borde del traicionero río Bermejo. Por suerte ella estaba ahí con el oído abierto y la libretita y con unas ganas tremendas de poner a circular esa voz singular. Con Eisejuaz Gallardo pone en acto lo que Murena decía en relación a resistir al lenguaje convencional y a la necesidad de hacer la diferencia inventando un sujeto en y por su voz. Reconfigurar, redescubrir y rearticular la realidad para poder escapar de las totalizaciones y de la automatización yendo a contrapelo.

Para Gallardo Eisejuaz es la historia de cualquier vocación, un llamado que nadie comprende, que puede ser absurdo, inútil, irracional, pero que no puede dejar de ser oído y respondido a través de la escritura.

Lucía Mazzinghi, 2025
Ph / Sara Gallardo