Gris al fondo (XVII) / Hugo Savino

Está, está en la cabeza, así que todavía está, el patio con el verdín en los zócalos, patio que parece atrio, una hamaca en el medio, dos bancos largos de plaza, ahí se sienta la banda de vecinos a la tarde, van saliendo de las piezas, casa sin terraza, sobre Avenida Patricios, no hay conflictos con el poeta, toman mate, estamos adentro, nos puede mirar de refilón, no lo molestamos, acá todo es pieza, patio y cocina para cada pieza. Y está el que se queda guardado en su pieza. Mate, camiseta y diario. No es la banda de inquilinos en Parque de la Ancianidad. Esa es otra, familiar. Con bandoneón incluido. Tengo una arquitectura confusa. De casa, de barrio y de esquina. No hay nada de encanto en esta tentativa de patio, de evocación. Igual hay lucha contra intento de polilla que se quiere comer toda la tela.  

Los cuatro árboles pelados se resisten a la llegada de la primavera. Los pájaros no vienen a espiar por la ventana como en la otra casa. Son adictos a los árboles de la plaza Colombia o a los techos de Santa Felicitas. Es de mañana en la mitad del mundo y yo me despierto y oigo a Lola que está por salir. Tomó mate, desayunó, leyó algo. Me hago el dormido, sospecho que en algún momento del día de ayer me hizo cornudo. Meto la cabeza abajo de la almohada hasta que suena el clac de la cerradura.

Madre con camisón de algodón que va a la cocina, desayuno.

Aburridos novelistas del pata sucia, impostores críticos sociales que rastrean al pata sucia, aburridos críticos sociales que le comen la voz al pata sucia, aburridos críticos sociales que quieren educar al tipo que solo va a los chuchos y que mira el desfile de la protesta desde el café, aburridos documentalistas que filman la vida del pata sucia. Pero está Gadda que escucha otra cosa.

El tango no da para todo. Clisé.

Estoy con Roque Juan en el hipódromo. Le digo que apueste por Chiflada, la yegua joven de los Charrone, divina, cola corta y parada, la miro en el vareo y quiero ser jockey. Como algo, no me acuerdo qué ¿sandwich? Y hacemos chuchos. Ahí aprendí a resistir a las ciencias humanas, esa agrisamiento, esa condena a patio de inquilinato para colonizadores sin literatura, sin pintura. Ahí, en el hipódromo de Palermo, decidí no entrar en la retórica de los buenos sentimientos. Solo.

Viejo que toca el violín santiagueño en un recodo del pasillo del subte. 

Seguir en la distancia absoluta.

La grisura con rayas naranjas y blancas y toques de verde. Pero ese cielo solo estaba en su cabeza, se lo inventó, necesitaba inventarse otra cosa, estaba harto de lo mismo a lo mismo, tenía que buscar en el pasado inmediato, ahora iba por el lado de las curtiembres y solo había casas bajas, un bar, el suyo, casas con jardines con ligustrina que necesitaban tijeras de podar, mal pintadas, me veo solo en esas calles que eran mi exilio. Calles de adoquines mojados. 

Roque Juan entre los padres creadores de leyendas. Lo que se debe leer. El gris de su saco de trabajo entraba en las calles de gris absoluto que años después las escribiré con toques naranjas y verdes.

Y ahora entra lo oblicuo –y varía el paisaje de marmota a movido, de gris a toques naranja-verde, y el ramo de casas torcidas re-torcidas de mi mirada y entra el viento, ese que descubrí en Parque Lezama, un día en el que solo había dos paseantes que iban de subida, una mujer lleva de la mano a un chico, no hay tema, hay motivo, árboles del infinito, veredas anchas, el Bar de Don Antonio en la esquina de Berutti y Paláa, pasado diagonal, a veces entre las rayas negras sobre el blanco, el negro y el verde, lo hago leyenda hacia lo oblicuo, lo horizontal se gastó, se me gastó, la Avenida Mitre se hizo curva y se fue por el Puente Pueyrredón, hacia arriba.

Y está la soledad del mudarse más abajo, de abandonar esas calles donde te saludan, y te vas a tristeza, y a re-memoria y extrañás la parada del colectivo y el kiosco de diarios.  Y tus amigos, un poquito caranchos, te juzgan sin abrir la boca, te agrisan, te perdonan la vida, te dejan de invitar. Fatal y clásico.

Cuaderno de Luis Cardoso. La idea es cagarse tres veces en todos los valores del arte de escribir. No es algo nuevo. Solo que siempre fueron muy poco los que la practicaron. (Lunes 2 de junio)

Leerlos a través del amor y el odio. Tocarse esa campan.

Insistirse; no ir ahí donde no quieren lo que hacés. Hay, a veces, tentación de poner la cabeza.

Mierda a la moda de las categorías. A la moda vieja y  alcahueta del género.

Bares: «En los bares, cuando la gente habla de su vida –y no se preocupa por pagarle a un psiquiatra o por el tipo que tiene al lado–, creo que eso es o ha sido algo natural en los hombres; no es solamente una conversación, se está contando otra cosa. Así, se hable de lo que se hable, se hace por alguna razón. Le gente que frecuenta los bares lo sabe. Como estar en una guerra, estar en un bar…, andar por las calles.»

Ya se iba acostumbrándose a que nadie entienda, ni siquiera sus amigos más cercanos, y se negó a salvar la ropa, a cuidar su reputación, a obedecer, había una violencia en las discusiones, y las aguantó, había un pedido para que se calle, para que se quede ahí, para que vuelva a su costado tartamudo, empuje a época, había una moda del tartamudo, del balbuceo.

«Odio al público. Tiene la cabeza llena de mierda. Se sientan en una butaca y juzgan una película.» O un libro. O una crónica.»

Leo su carta, arranca muy bien, se escucha el miedo que siente, el mismo miedo que ve en los otros, y dos líneas más se pone jergoso, no lo controla, todavía está en el gancho del respeto, jergoso le pega a jerga, fatal, quiere salir de la tela de araña que se dejó tejer. Creyó en esos figurones, los cortejó un poco, le metían la mano en el bolsillo y no se dio cuenta, pungas de la letra, está furioso, y de repente la carta se vuelve esa maravilla de sus frases, esas perlas que ningún mar se tragará, que le envenenará la vida de celos y envidias a sus contemporáneos y ya encuentra la salida. Y entra en el hilo de advertirse contra el tachar y acortar.

 Sin bibliografía.  

Soltás tu confesión de lumpen educado –a pesar tuyo– a  burgueses y te vuelve ese gesto de desdén. Hijos de puta.

Orlando Romero camina bajo la lluvia en la noche de septiembre, cruza el Puente venía por Avda. Mitre hacia Barracas, metido en la melancolía o los sueños, no sé. Tangos de Julio de Caro, o violines santiagueños, él va de uno a otro. Acaba de leer el poema que tradujo Perla Sneh. Y recorta esta línea y la copia: «Bajo nube de pelliza gris/amanece lento en Plaza Once» (Kehos Kliguer).

Y Pipa e´Moco está acostado, sobre la colcha,  hace radio, está aburrido de leer. ¿Qué relee?

Cloqueo de gallina y ahuecar de alas.

Irma decía: eso nunca será para nosotros. Apenas pizzería y cada tanto. Apenas sándwch en la cervecería del otro lado  del Puente en las noches de verano.

Lo cruzo en el Galeón, estoy en una mesa junto a la ventana con Rafael, llega y trata de sentarse con nosotros y se sienta y es el mismo angustiado, el mismo cagado en las patas que cree que uno lo espera y empieza a hablar y lo dejamos hasta que se agota. Quiere pagar su café, le decimos que no, que deje. Levanta campamento.

Luces del otro lado del río –mil veces vistas pero inagotable visión de la lejanía. Solo ese instante, en ese cruce nocturno.

Hablamos horas y meses, pero me hace una pregunta y ahí muestra esa hilacha de sordera, y ahí achico lo que tenía para contar, lo hago bollo en el bolsillo, ¡un espacio para un poco de lo mío!, y, al ratito nomás le doy todo el terreno, quiere hablar.   

Divisa: no escribir para la tribu. No leer lo que sale de la tribu. No ir a los cafés de la tribu. No leer sus orientaciones escolares. Sus rutinas teóricas. Sentarse en otro bar, el de Montes de Oca y Suárez y mirar. 

El viento frío es para pastores de banquito y Biblia tapas cuerina marrón de Plaza Constitución. .

Nunca habrá una Gloria penitente. Ni lo sueñen.

Empujados de barrio a barrio por el lado caída de «clase», en el lenguaje de la dictadura sociológica. Y así, esa mañana de febrero  de 1950 cruzó Avenida Mitre rumbo a las curtiembres y sus calles casi solitarias y fue uno de sus refugios. Ya tenía la figura del remolcador, la estela y los botes quinquela, más lo remeros del club Regatas de Avellaneda que iban y venían en la eternidad marrón del Riachuelo.

Escena lejana. Francisco se levanta a las cuatro y media de la mañana, se cambia junto al fogón de la cocina, un poco de café y una tostada y manteca y sale por  O´Higgins hacia Avda. Mitre destino la Estación de Tranvías en Barracas. Y todo a esa rutina en el universo de las mañanas de algún invierno.

Poetas gritones, poetas de recorrido y de carrera, poetas traductores, poetas de la fosa de los piojos, poetas sabiondos,  poetas vigilantes, poetas de la rivalidad, de la no-tentativa de poema, poetas del alma, y del cuerpo, poetas celebrantes, poetas del modelo acabado, mueble enchapado y estilo, y poetas del amor a la poesía, todos poetas que no te dejan leer a Paul Claudel. Poetas de tribu.   

Cortinas de cretona, piso de linóleo, mesa de cedro.

Me gustan los escritores que aman el viento. Y los que aman la luna. Irma se sentó junto a mí en el umbral de la casa de la calle Paláa y me dijo que esa figuras que se movía en la luna era Jesús y sus amigos. Tratar de anotar y citar todo lo que se dice sobre los vientos.

Trabajo a changa, a destajo, a temporario.  

Toque a Avellaneda. Sábado, los cincuenta. Gentío. Mitre entre Pavón y Maipú. Cuatro cines: el Roca, por Pavón, el Colonial, el General San Martín, por Mitre y el Maipú, por la calle Maipú. Todos y uno por uno metidos en la alegría de la noche, todo en la misma vereda. ¿Qué había en la de enfrente? Ya no me acuerdo. ¿La Municipalidad? No sé. No pienso preguntar, solo me interesa esta vereda, la de la noche del sábado. Había dos pizzerías y el cine San Martín estaba en el medio. Ahí me crucé con Orlando, casi no lo conocía, flotaba indeciso entre cine y comer, entre encontrarse con alguien y volver a casa, y nos metimos en una de las pizzerías, la que está más cerca de Maipú. Y ahí arrancó nuestra secuacidad. Todavía no había no-banda, todavía íbamos subidos a una nube, y camino a yugo, habíamos nacido en el huevo del seco.

Y las fabriqueras a veteranas hoy no trabajan y se meten a ver a Zully Moreno en el Colonial. Son las del turno noche, un sábado libre al mes, sin tapones en el oído que apagan el ruido del telar, sin el delantal gris, con vestidos de lunares y soleras de lino pasean por Avda. Mitre y hacen la cola para sacar sus entradas.  

Hay que escribir para gente a la que no le interesa la literatura así como Cassavetes «filma básicamente para gente a la que no le interesa el cine, sino la vida, y que tiene ciertos problemas para vivir.» No se puede escribir para un rebaño de sumisos que cree tener la lectura. «No pienso besarle el culo a la opinión pública.»

Cuaderno de Luis Cardoso. Fracaso cassavetes: «Como artista que soy, opino que debemos probar cosas diferentes, pero, por encima de todo, tenemos que atrevernos a fracasar. En cine puedes fracasar porque no tienes talento, o porque sos demasiado humilde o porque no sos todo lo despiadado que hay que ser. ¡Yo soy un gángster! Si quiero algo, me lanzo encima. Creo que mi filosofía es la de un pobre.» (Viernes 6 de junio)

Gloria abre la ventana muy temprano en la mañana del mundo. Cuelga la alfombra. Hace mate. Acá todos hacen mate.

Un libro y entrás en la historia, como dice alguien, y ahí, uno conoce a los críticos que nos son dados, esa comicidad no tiene precio, son gente con una idea de «profesionalidad», es una palabra que les encanta, es una palabra del establishment que te espera a la vuelta de la esquina.

De repente pienso en las cartas de Johnny Dark. Tengo que  poner alguna cita.

Cuaderno de Luis Cardodo. Esta frase: «algo soñaba alocadamente en los rincones». (Domingo 8 de junio)

Ya hablé de ese olor a pis que flotaba durante la mañana. Fenómenos de baño único para todo el patio. Me encantaría contar una historia más edificante, alguna banda de atorrantes, los robos a vecinos, pero estaba ese olor mañanero. Lo huelo. Pero si me van a curtir sepan esto: en mi leyenda de los siglos entra patio, cocina a kerosén y Mark Twain leído en esa colección de tapas amarillas. Igual: maldita evocación del pasado donde rasco algún recuerdo. Todo entre melancolía y nostalgia. Y perfume de lo vejestorio. 

Y le gustó la soledad. El bicho tentador de la soledad. Oír el viento en la casa de Sarandí, el patio chorizo de parras, uva blanca, uva negra, la casa desierta el fin de semana. Encerrado con novelas en su guarida improvisada. A la mañana sentado en la quinta del fondo, ese paraíso achicado pero paraíso al fin. Se tironea en su contra, primero está su contra que empuja a orden, a pedir perdón, a que le perdone la vida los canas de turno. Y se agarra a los libros, no los lleva bajo el brazo, se agarró a ellos.

Aburrimiento recíproco. Trato de registrar lo que aburro y cuánto aburro. Sé que es muy difícil. Como ir a trabajar al puerto. O más. Luis Cardoso me dice que no insista, casi todo el mundo finge leer y vivimos rodeados de estudiosos y de gente muy obediente. Casi todos hablan de oídas y murmuran desde ese maldito oídas, y entonces sé que mis cosas se les caen de las manos y me voy, que es distinto a resignarme. Y me pongo a leer, siempre leo, para no caer en la cosa pequeño emprendedor de ideas.

El tren vía Temperley, el de las ocho, sale de la estación. ¿Adónde va Celia?   

Hoy sí, la noche es gris.  

Una estrella dorada fija en el cielo mientras cruzo el Puente. Y volví a escuchar el chapoteo y los remolcadores quietos en el agua negra, todos en el viento de la noche de ese verano.  

Gloria entraba en la calle Pavón a eso de las 9 de la mañana, y las otras mujeres, de una vereda a la otra se preguntaban, entre celos y maldades, ¿es algo ligera de cascos?

Pipa e´Moco deja a su amigo en ese banco de Plaza Alsina, región conocida, pisa fuerte, su bolsa de arpillera –la trae de Viento del Noroeste– colgada del hombro, entra por Lavalle hacia Paláa, no mira a su alrededor, no se detiene, no busca puntos de referencia, ya tiene todo el recorrido en su cabeza, todo el paisaje en su espíritu, yo voy por la vereda de enfrente, lo cruzo, resisto a la tentación de saludarlo.  Hoy no estuvo solo ni se fue por calles olvidadas. Vuelvo a Barracas.   

Y las carretas y los carros llegan antes y se instalan en la calle, frente a mi ventana, y ocupan toda la cuadra, todavía es de noche, y los dueños se van, café de la equina, caña o grapa, y me despierto a las cuatro de la mañana y no escucho ni una voz. Miro la luna, porque hay luna en mi noche de esa infancia, ¿luna atorrante?, y constelaciones que dibujan el cielo y todo el silencio de esa hora.

Chicas fabriqueras de los años sesenta. La delgada, Julia, la que entraba por Suárez, por el depósito de las bolsas de cacao.

Cuaderno de Luis Cardoso. Escribo un retrato de John Cassaveta. Se alarga, lo lleno de citas. A Ben Gazzara: «Ben, sabés quiénes son esos gángsters? Son todas esas personas que nos impiden realizar nuestros sueños. Son los ejecutivos que impiden que el artista haga lo que desea hacer. Los mezquinos que viven de ti. Lo que querés es que te dejen en paz con tu arte, pero después llegan todos esos imbéciles, todas esas boludeces y obstáculos. ¿Por qué tiene que ser así?» (Lunes 9 de junio)

Tiene que sonar a momento y no a narración. No tiene que ser muy fluido. Se va a parecer a un libro. Así va bien, en desorden. Así era el patio, el inquilinato, ropa para planchar sobre la mesa de la sala, ropa planchada en una punta del sofá, ropa para lavar en un cesto de mimbre en un rincón de la cocina, de chapas, incrustada en el patio. Tres cocinas al hilo correspondientes a cada pieza. El chico twain ya acumulaba libros en una repisa de la sala dividida por un tabique. Sé que lo escribí, pero me lo recuerdo. Para no franelear. Y me negaba a seguir la lección, la que fuera, incluida la del anti-sutil que critica a los sutiles, toda una familia de la escolaridad, ya me importaba tres veces carajo porque sabía que no le  perdona la vida a nadie, ya está, ya sabemos que nadie le perdona la vida a nadie. Seguir y a otra cosa. Si está muy ordenado se parecerá a un libro, de los que se hicieron, sean buenos o malos.    

«Nadie quiere pagar el precio de ser un individuo.»

Los tipos que dejan de escribir se pasan la vida vigilando a los que escriben y juntan querubines a su alrededor, van a flautista de Hamelin y hablan mucho y me aburren. Solo hubo uno que colgó el lápiz y se metió en la cueva.

Mejor en la cueva sin colgar el lápiz. Nadie te extraña ahí. En la contemporaneidad. ¿O miedo a pasar desapercibido?

Hacerse olvidar.

Francesa anclada en Flores, hace de profesora de francés. Mierdosos hijos que usan los libros para hacerse los poetas, mierdosos hijos que serán mierdosos poetas de vanguardia, pomposos y declarativos. 

Hojas de otoño, ocres, doradas, verdes. Aparecen en el Puente, lejos de la lana húmeda del patio de inquilinato. Entre hoja ocre y lana húmeda de olor a pobre no hay conciliación posible, eso lo sé yo solo. Lo anoto y lo guardo. Y sigo solo, tratando de no ser un héroe del presente mitológico de esa soledad.

El remoto Luis Cardoso, ese, el de doce años, parado en el medio del Puente, mirando las vías grises y los tranvías amarillos no quiere que lo escriban, ni el poeta condescendiente ni el sociólogo seudo-bondadoso. Él escribirá su picnic de infancia en el Parque de la Ancianidad con el primo Roberto tocando el bandoneón debajo de un árbol elegido donde se amucharon para comer sándwichs de milanesa. Y se traducirá Conflicto.  

Cuaderno de Luis Cardoso. Elia le escribió un poema y ella lo enrolló y lo puso en una frutera, y ahí estuvo hasta que se separaron. ¿O todavía estará?

La banda de angustiados que Elia frecuenta. Que quiere explicarte todo e interminablemente. Que Lola no frecuenta, que Gloria ni por asomo, que Orlando ignora, a la que yo reputeo. Elia no se harta de esos impostores del sentido de un deber ser que ellos nunca cumplen. La amistad, lo dijo el monstruo del espino, es arrugue de ropa. 

Hoy leí mucho. Mudanza de una casa a menos casa y otra mudanza que fue de una casa a más casa. Y ahora en el amasijo de libros editados a cuentagotas o de libros perdidos en depósitos. Y la clase se queda pegada a la suela de los zapatos. ¿Y vale la pena sacársela a costa de subirse a cualquier colectivo? El amigo de Elia te mira preguntándose cuánto ganás. Género escrutador. (Jueves 12 de junio). 

 Hay escenas que funcionan y otras que no llegan a nada y otras que se esfuman de cualquier memoria.  Todo se relaciona, va junto, se mezcla y va botella al mar.

Tedio del ensayismo argentino, de la prosa argentina, cacareo de la imitación y de la medida. Todo en el refugio de la lengua materna. Toco sagrado de lugares comunes. Arrinconados. Noria de lengua materna a lengua materna 

Ya no tienen oído para escuchar el sonido del viento, el soplo entre las árboles, los carros del mercado y los pasos taconeados, y te dicen que lo tuyo perdió ese soplo. No. No lo escuchás más. No lo podés escuchar. Cambió de vereda. Qué vaya a otro lado.

Solo novelas: cura de desintoxicación.

Personas que no saben estar en bares.

Cuaderno de Luis Cardoso. Trató de arrastrarme a su religión ciencias humanas, sin poema, poquísima novela, solo esa angustia, esa ingenuidad de sacarle la máscara a todo lo que camina, de cucaracha a ratón, esa locura de impotente, de manco de la novela. (Lunes 16 de junio)

Meterse despacio en ese mundo desaparecido. Ya vendrán los conejos ahora invisibles, esos que se fueron por un agujero del alambrado de la quinta del fondo de la casa de Sarandí, y yo no seré el perro que los persiga. Pero sé que cada tanto hacen su caminata en la esfera de la memoria. 

En la novela que leo hay una chica que detesta los vientos, la sacan de quicio, la arrinconan, y se hizo y se hace una lista de los vientos de todos los países y regiones. El poder de una lista.

En el Puente Viejo. Me escribe Luis. Está metido en un libro y yo entro ahí. Pero siempre voy al Puente, y me paro justo en el medio. Voy a la hora azul. Mi preferida. Me quedo hasta que empieza la noche de gris a negro grisáceo. 

No pises el cotorro.

«Dulce Támesis, corre suavemente, hasta que termine mi canción.» 

Siempre en busca del puerto de salida.

Gloria, tal vez, tuvo una madre errática en otros años.

Gloria sale temprano. Lleva el tapado azul a raído. El único que tiene. Abre el negocio, se sienta a esperar clientela. Anota mientras lee a Adolfo de Obieta: sí, «hay desmemoria literaria y olvido personal», hay olvido deliberado, hay voluntad rabiosa de no lectura, hay desconocimiento a secas, el que más hace sufrir. Hay soledad. Son las nueve de la mañana en el universo de Pavón y Mitre, Avellaneda.

Hoy el Riachuelo está de verde oscuro a aceitoso, y mucha distancia entre el agua y el cielo, mucho espacio para soñar en lejanías, para mantener la idea del Norte, lejanísimo, novelesco hasta ahí, silencioso, blanco, explorado en los libros de la biblioteca de Roque Juan.

Elia se metió en la caravana madrugadora a los diecisiete años.

Rasco esta línea de Enrique Molina para mi colección de vientos: «Hay el viento con una pluma.» En el fondo de mi memoria ya caminaba por la calle Viamonte hacia el bajo. Otra novela, otro tramo hacia el Paso del Noroeste.

Los solos tienen fatalmente ilusiones de solos.

Hacia el Noroeste es un sueño de la infancia. Y todo empezó en la lectura ininterrumpida de fábulas y en las historias inventadas que contaba Roque Juan a la hora de la siesta.

En el atlas hay una marca con lápiz: «la grisura del Polo Norte».

Mark Twain no había llegado. Faltaba poco. Poco también para la figura del Paso del Noroeste. Los amaneceres era grises en el saco de Roque Juan.

Fábulas en el alma de la mañana de cada uno de la no-banda. El alma de la probable soledad incontable y anotada día por día.

Irma cosía para afuera. Junto escenas de costurera. 

Cuaderno de Luis Cardoso. La amistad es un sentimiento de franeleo al alcance del que mejor miente. 

Remolcadores sucios sin eternidad. Solo remotísimos en la memoria de algunos de los que cruzan el puente. La sudestada ya pasó a los cuentos de café.

Hace seis meses que solo leo novelas. O algo así. Negro Zurita me escribe desde Paraná. Se queda a vivir ahí. Ningún odio a Buenos Aires, nada que ver con ese recontra-lugar común. Le gusta más Paraná y ya está. Lo voy a extrañar. Nos reuníamos una vez por semana en El Petit Colón. Me cuenta que el tipo que me plantó lo del resentimiento publicó un libro. Leí un cuento en el cual el personaje sale a correr y de repente ve que su perro no lo acompaña como siempre. Me angustio. No soporto la idea de perro que abandona la casa. Hoy no salgo. Estoy solo todo el día, Gloria se va a lo de Celia. Me agarro al libro que leo.

Esta cita de Hélène Bessette: «Y en el espíritu que siguió a mayo del 68 la falta de filiación rica era una condena inapelable.»   

Insoportable becados por la familia que ponen orden en lo que se escribe. Soñé con un tipo que hacía el elogio de cruzar un puente. Y pensé que casi todos somos una no-banda de familias que fueron de  mudanza a mudanza. Que siempre cruzaron el Puente hacia el fondo de algún conventillo. Así que no tengo que obedecer órdenes. Solo tengo que seguir este cuaderno todos los días, fecha y día y la primera línea de la mañana dic: mate. O: rutina del mate. Es una palabra que hace frase. Estás entre gente que no puede memorizar una frase, que no la puede usar para vivir, que no se enteró de que «la envidia es un principio de simpatía». Se asustan de los locos de metáfora, se cagan en las patas. Pero reconozco que todavía me siento a esperar. La distancia se anuncia según los libros que leo, que ellos no leen. Ahora no cuento mis lecturas, es someterlas al control de los imbéciles del presente, ratones del murmullo. Todavía ninguno de nosotros puso rumbo al Paso del Noroeste o algo así. Pero siempre habrá caminata desde los libros. Ya casi llegué a ese no contar nada. Perfeccioné el compartimento estanco. Estoy en umbral del casi, dependo de mi empuje. Para salir del lugar de esos perezosos condescendientes. Le pido ayuda a Gadda, todos los días. Ni bien abro la ventana. Ayer, apenas ayer estaba en ese patio de Avenida Patricios, se cae la hamaca, corren madre y vecinos, salen de las piezas, no pasa nada, el tartamudo que era, sale de abajo y, es obvio, tartamudea. El cine mudo no estaba tan lejos. Niños de inquilinato que trabajaban para el cine. ¿Qué me pasa? ¿Es la falta de plata, que te vuelve un apestado? No sé. Pero se perdió algo, irrescatable, diarios viejos amontonados en una esquina de Avenida Patricios y pala de barrendero. Los viejos nombres están ahí. Hoy no salgo. Solo miro por la ventana. Salida para el lado de Berazategui, ablande del motor del Ford de Roque Juan. Me lo contó Elia. Un día descubrió que ahí estaba la ruina futura de la familia. En esa ilusión de  ablande de motor. Por camino de asfaltado ente quintas de tomates y lechuga, pasó de motor fundido a motor ablandado. Un ejército de cavernícolas de vanguardia vigilan que no se violente la sintaxis. Hoy, la mañana está vacía.

No puedo hablar con los tipos que ya tienen la literatura, solo con los que la hacen. Trataré de no dejarme arreglar la frase, de que no me la completen.

Gloria es Gloria. Es el Puente Pueyrredón y allí, en el cruce de todos los días, de Barracas a Avellaneda y al revés, ella encontró su sueño. ¿Es ligera de cascos? Es el rumor. Ya me lo dije hoy con la cita: la envidia es un principio de simpatía. Gloria duerme en lo de Celia. Mira hacia las curtiembres cerradas y entra en Barracas. Celia vive en un ambiente cocina piso de linóleo hacia Patricios. (Martes 24 de junio)    

Hay que estar solo, escribir solo, leer solo, decidir solo.

¿Y Lola? ¿Entró en alguna languidez? No se perdió, no. Solo salió a comprar.

Cuaderno de Luis Cardoso. El largo brazo de la mudanza no gritada, no mitificada, silenciosa, nudo en el estómago.  Casi no anunciada. Lo que se puso lejos, muy lejos a pesar de dos estaciones de subte. La distancia, lo que estará solo flotando entre tapas sin solapas, y no protegido de lo moscardón que se acerca y olfatea desde su constelación –llegó la moda de la constelación– de seudo-desarraigados becados por la familia. Anoto toda esta queja inútil al lado de las miles de quejas inútiles que se anotaron en otros cuadernos. Que se queden ahí. Destino: algún oído. Así que hoy salí temprano, llovizna,  entré por Bernardo de Irigoyen y me perdí hacia Avenida de Mayo, todavía no había mucha gente, en un rato llegan todos los empleados del mundo y se meten en sus cuevas. Chicas en trajecitos grises, cartera y portafolios, y tipos con trajes azules o grises, manos vacías, sueltas para el gesto. Camino y me sacudo la condescendencia maldita, no sigo al rebaño de la emoción programada. Te vas apartando, te van apartando, una reciprocidad de un apartarse casi invisible.  

¿Y si el pasado de tartamudo barrial se me pegó a la suela de los zapatos? ¿Y si perdí tiempo con todos esos  angustiados, imbéciles del presente que van de una silla a la otra haciendo la lista de los libros que nunca leerán? Estuve ahí, palo de estaca, o poste de alambrada que dividía el terreno de Sarandí, con la voz atragantada, ahí donde lo que hago nada vale, y me quedé un rato haciendo la cola de la espera a aceptación, en esa secta del franchute traducido hasta que dije: Paul Claudel, rescatame. Y ahí ahora donde no voy, en ese ambiente de mancos del lenguaje, pero con más plata que yo,  siempre estuvo eso, ahí logré hacerme olvidar, y ya no pido perdón, logré hacerme olvidar, los profesionales del ensayismo de loro a más loro viven entre algodones. (Jueves 26 de julio)

Un inútil lee a paria, lleva su libro bajo el sobaco (el del paria), sabe que lleva mucho tiempo meterse en un libro, conquistarlo, y si no aspira a crítico o a pensador público, relee, acepta ese adagio que dice que leer empieza en el releer.

De repente hay un hacer cuaderno de no-banda. Así, descubro que ahí todos anotan. Algo. No sé muy bien qué. Pero los veo. Hay un putear de cuaderno y un secreto de cuaderno. O de libreta. También hay alegría de cuaderno. Cada vez un cuaderno. Numerado. Es una contra-marcha silenciosa, disimulada, secretísima, es anotación de línea.  

Hugo Savino
Ph / Junichi Hakoyama