Beckett, escritura / Zacarías Marco

Se escucha primero sin entender. Es la condición previa. Entonces, la escucha es lugar de escritura. Lugar donde eso se escribe. ¿El qué? Lo que llega. Hay que escucharlo.

Beckett, escritura

Una escucha coloca los dos términos en el mismo plano, en relación de equivalencia. No se entiende. Bien, lo escuchamos de nuevo. Dejamos que nos interrogue. ¿Qué dice?

Una primera explicación sería afirmar que Beckett no se refiere a la persona sino al lugar desde donde se escribe. Beckett, lugar escritura. Pero no. Para Beckett, también la persona. Pensar en la persona como escritura. Persona en el sentido de sujeto. Sujeto en el sentido del desconocimiento de sí que cada uno lleva. Y que es necesario que acepte, aun a regañadientes. 

Podríamos seguir la línea de la explicación y distinguir persona de sujeto, distinguir el personaje que uno representa del individuo, la máscara del ser, pero tampoco resuelve lo que nos interesa. ¿No vuelve a aparecer en el interior de cada término una distancia, una distancia que hace que nombrar algo no sea sinónimo de capturarlo? Lo que nos lleva a aceptar que ningún concepto adquiere un sentido estabilizado. Es una ilusión. Salvo que lo que queramos sea eliminar la escucha.

Si escuchamos, la escritura del sujeto pide decirse. Podemos decir, por ejemplo, que Beckett está en Beckett. O que Sam es Beckett. Que la persona, sujeto, etc., está en la escritura. En este caso, en Beckett. Que eso es Beckett. Esa era la escucha, la que leyó, y lee, esa igualdad de términos.

Por ejemplo, leemos en Beckett cómo un recuerdo, una imagen, se hace escritura. Cómo se produce en el oído de Beckett. Cómo escucha lo que a él le escribe. Y lo escribe. Después, se produce en nuestra lectura algo que nos escribe también a nosotros. Pero lo que ocurre solo ocurre si se hace en la escucha, permaneciendo en ella. En presente.

Lo que ocurre, la escritura. ¿Se escriben palabras? No, no es eso. La clave está en lo que se escucha, y que solo se escucha cuando se escucha. Otra vez, hay que escuchar.

Qué escuchamos

En cada palabra un agujero. Y dentro de él, en su vacío, una densidad nos sorprende. Por eso importa poco el término utilizado. Es inevitable que caigamos en un ejercicio metafórico allí donde pretendíamos tocar lo desconocido, volverlo accesible.

Nombrar, ese pasaje a la palabra, es movilizado por su propia insuficiencia. Si se cumplen estas condiciones será metáfora, tendrá vida. Será un conflicto que pide poema, que habla en poema. Si no se cumplen, la sorpresa desaparecerá, y la palabra se reducirá a una función de intercambio. Habrá evitado el conflicto. No nos nombrará.

La escritura vuelve a ese estatuto primero de la palabra. Vendría a resolver, sin poder resolver, ese conflicto. Y en ese sin poder resolver, algo finalmente se resuelve. ¿Qué? ¿Cómo? Un misterio. Algo de la vida pasa a la palabra. Que se mantiene como objeto incómodo, demandante de escucha. Palabra que conserva su agujero.

Podemos interpretar que esto, que la palabra porte vida, solo ocurre si se cumplen tan severas condiciones. Pero también podemos pensar que esa extrañeza en la palabra está siempre ahí, en cada palabra, solo que nos anestesiamos de ello. Cada palabra conlleva ese advenimiento. Tiene algo de novedad absoluta. Ningún elitismo, pues. El peligro está en que esta experiencia es accesible a todos, y en cada momento.

Las palabras pitan. El manejo con ellas disminuye, y no a todos, una parte del pitido. Algunos saben además taparse bien los oídos.

Los que se defienden hacen operativa la novedad, la pierden como novedad. Es una liberación poder utilizarla, compartirla o metérsela en el bolsillo. Pero están también los que no acceden a la anestesia, los que quedan a la escucha. Lo quieran o no. Escuchando sin saber qué. Encontrando en la palabra lo que no encaja en la palabra.

Para ellos, permanecer en la novedad pide escritura. Atentos a una escritura por venir. Atentos a esa presencia en la ausencia, sin que la una cancele la otra. Escuchando en la escritura lo que no vemos. A falta de su trazo. En espera de su trazo.

Qué es la escritura

Beckett devuelve el símbolo a la letra. Descubre la escritura, el poema. Es lo propio de todo escritor y de todo arte, un gesto inaugural que se hace sin entender, como no se entiende la nota musical que se deja vibrante, suspendida. Un gesto necesario. Donde dejarla nota es dejarla suspendida. Justo en el momento de su suspensión. Una nota, la letra, que se mantiene en posición de extrañeza respecto a la comunicación. 

En Beckett el símbolo queda en estado emergente, tan vivo que duele. Portando un mixto queda en aspereza continua. Un decir que dice, y dice, antes de saber qué dice, rebelándose frente a todo dicho. Su rugosidad sigue dejando un rastro que lo comunica con lo incomunicable.

Lo que quiere decir que acepta el dicho como dicho. Hasta se maravilla de la utilización del dicho, de que el dicho diga esto o lo otro. Hay un juego en ello, un acercamiento. Beckett hace la experiencia, juguemos, ahora toca describir qué me rodea, cómo llegué aquí, quién habla, qué dice, quién escucha. Y en ese acercamiento se cuela la letra.

¿Qué dice, apartando lo que se dice? ¿Qué dice el decir? ¿Qué dice, desde su inutilidad?

La vuelta del símbolo al lugar de la creación. El símbolo no quiere perderse en el dicho, se crea en ese no querer perderse en el dicho. Reticente a ese cambio, se rebela a dejar de ser letra. En el acercarse a la letra se hace símbolo. Pero sin abandonar eso originario que lo sacude. Ese gesto impreso, la letra.

Qué es la letra

Una marca, un trazo, pero no de algo. No subsidiaria de ese algo. Entre medias hay un misterio. Que se tiene en cuenta o no. Ahí radica todo. La perplejidad ante su trazo, ante la letra. No poder dejar de verla. Con la insuficiencia de toda domesticación. De ahí que se tenga que aceptar como inevitable compañía aquello del ser que deshace el ser. Que lo marca con una letra única.

La escritura deja en el papel esa letra. Deja algo, no de algo. Reticente a toda explicación. Lo que no impide que se pueda hablar de ello, que se pueda intentar desplegar cada uno de los ecos de la escucha. Y que, si mantiene su corazón de enigma, pueda ser también escritura. En Beckett están sus personajes escritor, pero, ¿son personajes, o son un trabajo de la letra?

Al fin y al cabo solo tengo palabras, decía. Y pocas, cada vez menos. Palabras que descompone por ejemplo en Rumbo a peor, una y otra vez, para dejar eso que les lleva a decir. A las palabras. Para llegar a esa letra que raspa en la palabra y que la hace palabra.

Después, cuando nos anestesiamos, seguimos lo que dice la palabra perdiendo lo que dice el decir, o sea, lo que muestra como letra. Ya no vemos el rasgo que nos interroga. Por otra parte, una fortuna. Permanecer en un juego sin ser conscientes de ello. Sin darle vueltas. Y jugamos. Lo que no impide que en un momento determinado la extrañeza nos pueda volver a sorprender. Nos lleve de nuevo a la escucha, al encuentro con lo que, sin entenderlo, raspa. Y, en la escucha, seamos de repente abrasados por el descubrimiento.

Beckett es esta interrogación hecha texto. Es una lectura. Recibir la voz de la palabra. Ver que la palabra es voz. Que la voz crea personaje. Y dejar al personaje interrogar las voces que le hablan. Esas voces que hacen una historia, por increíble que parezca. Esas palabras que se ponen a decir. Que son retratadas en ese decir. Y verse en ese decir. Lágrimas que corren por la cara. Lágrimas interrogadas. En el más allá de la metáfora.

ZM agosto 2025