
La mujer que limpia tiene rasgos ancestrales. Tal vez sea más grande que yo, pero su belleza la vuelve sin edad. Habla con acento árabe:
— Vas a ver que vas a estar bien.
Estoy en la cama de un hospital. Alrededor mío todos se quejan como locos.
Sobre la pared alguien escribió una palabra con espray rojo. Parece sangre seca.
Startless. Sin comienzo.
En la habitación hay dos muchachos. Uno le muestra al otro unos movimientos de karate. Hago un esfuerzo enorme para moverme. El cuello me duele y no puedo enderezar la espalda.
Las imágenes desfilan solas en el recuerdo.
Cuando peleé en Ferrara.
Trato de no pensar, pero no puedo. Me gustaría llamar al Manni para mandarlo a cagar, pero me tiene bloqueado.
Cuando peleé en Ferrara.
En Ferrara, mi abuelo salvó gente. Era abril de 1945 y apenas había terminado el combate que liberó la ciudad de los nazis.
Cuando peleé en Ferrara…
Estábamos en el vestuario la semana previa a la pelea. El Manni y yo. Manni, mi entrenador, mi instructor, mi maleducador.
— Karate hice muy poco. Mirá que voy a pelear…
— Ya hablamos de esto… Es como con las otras disciplinas: vas y peleás.
— Pero acá es distinto.
— ¡Dejá de darle vueltas! Hace meses que te entrenás.
— Ni siquiera me trajiste tu kimono.
— Lo traje, lo traje. Acá está.
— ¿Y las manchas?
— Cuando yo hacía karate, el kimono no se lavaba. Más sucio estaba, más vida tenía.
Entraron al vestuario dos nenes que venían de su lección de judo. Las mamás estaban detrás de la puerta. Desde afuera se escuchaba todo.
— ¿Y? ¿Saliste con la india?
— Sí, nos estamos viendo. Te digo que hasta me estoy enamorando.
— Esas indias, son más fáciles…
Entraron las mamás y se los llevaron murmurando nombres de santos y vírgenes.
No me gustaba para nada que el Manni hablara de esa manera y se lo dije. Pero con el modo poco convincente en que se expresan las personas que no han mandado a la mierda a sus dictadores internos y externos. Esto es una cita de El policía en la cabeza de Augusto Boal, el padre del Teatro del Oprimido.
Ahora me arrepiento amargamente de haber tolerado, aceptado, perdonado, consentido cada una de las estupideces del Manni.
A veces, cuando alguien te enseña algo, pasa a ser una referencia, un maestro. Cosas que pasan.
El día de la pelea lo pasé a buscar en auto para ir a Ferrara. Vivía en Isolotto, un barrio popular de Florencia construido por el intendente La Pira como una “ciudad jardín” en los años cincuenta.
Aquel domingo el Manni apareció vestido de viejo maestro de boxeo con gorra de mafioso. Otras veces, dependiendo de la ocasión, se había expresado con ropa de motociclista, de rockero glamoroso, de muchachito punk, de freaky.
Apenas subido al auto, se prendió un cigarrillo.
— Si te molesta, bajo la ventana.
Era invierno. Un invierno oscuro y frío. El aire de la ruta me hizo temblar.
En aquel momento escuchaba Creedence Clearwater Revival. Puse un compilado mp3 con el bluetooth del celular.
Arrancó Bad Moon Rising. A nuestro costado, desfilaban los cerrados paisajes tosco-emilianos. La música empezó a pintar el paisaje con tonos chillones, con colores ácidos y saturados.
— ¡Pero si son los Creedence! Madre de Dios, los escuchaba cuando era chico… Éramos un montón…
Le tiré de la lengua y el Manni se despachó en una serie de recuerdos visuales, espaciales y bestiales que le suscitaban violentamente los temas de Creedence. Íbamos por Have You Ever Seen the Rain?
— Éramos un montón de chicos y fuimos a Viareggio. De noche. Algunos en moto, otros en auto, alguno a pata. Llegamos. Estaba todo cerrado. Caminamos y encontramos una casa frente al mar, llena de chicos y chicas. “¿Qué hacen?” “Los dueños están de vacaciones”. “Nos sumamos”, les dije. “Da igual”, respondieron. Entramos. Tocaban la guitarra en ronda. Estábamos borrachos todo el tiempo. (Y otras cosas más). Probamos con las chicas. Salió mal. Nos quisieron echar. Al final se fueron ellos. Una noche queríamos algo más pesado, así que con uno agarramos la moto y salimos a buscar heroína. Era tarde, no encontramos nada. Fuimos a la estación, agarramos agua del baño y nos inyectamos.
Quedé petrificado. La música de los Creedence viajaba en el estéreo, pero el mundo perdió color y se volvió más gris y apagado. La anécdota era una epifanía negra. Después de todo, lo quería.
— ¿Pero por qué hicieron eso?
Su mirada serena no era triste ni insolente.
El GPS me avisó que estábamos en la periferia de Ferrara.
Estacioné, interrumpí los Creedence, bajamos del auto. Delante nuestro, la sede deportiva parecía una cosmonave.
En el vestuario me puse el kimono del Manni. Afuera vi los tatamis, los árbitros y el salón repleto de gente. En la tribuna había un viejo y conocido practicante de artes marciales. De joven le habían roto el esternón de una trompada. Ahora tenía problemas para respirar.
Todavía peleaban los más chicos. Esperé un par de horas, yendo y viniendo. Miré una pelea de la categoría previa a la mía. Un muchacho muy joven con un implante coclear anticipaba a su rival con un golpe directo en la cara. Cuando estaban repartiendo las medallas, escuché gritos. Gritos histéricos.
Signos de evidente incomodidad.
Era el Manni.
— ¡Tommaso!
Era mi turno. Volví a ponerme el protector bucal y ajusté los elásticos de los guantes.
Para la gran mentira de la pelea de los cuadragenarios, me había preparado por meses. Había perdido peso, estaba en forma. Gané las primeras dos peleas.
El árbitro empezó la final. El adversario se acercó. Pensé que para un saludo amistoso, pero apenas chocamos los guantes, me tiró un puntapié fuertísimo en la mandíbula.
Los primeros intercambios fueron un desorden. Estábamos pegados, el tipo detrás mío, dándome trompadas en la nuca.
Evité que la cosa se pusiera desprolija.
Saqué mi golpe más preciado, el que el Manni me había enseñado con tanta paciencia, el golpe izquierdo extendido. Lo agarré en la cara. Quedó aturdido. Poco después, apenas bajó la mano, le tiré una patada circular en la cara. Sentí como si hubiese salido en automático, telecomandada.
Gané una medalla miserable que tiré en la basura con todas las demás. Pero en aquel momento fui feliz y abracé al Manni.
Reía en modo oblicuo, casi dulce. Le dije que era el día más lindo de mi vida.
La señora de la limpieza, con cara de ángel, me pone la mano en la frente.
— Tenés fiebre.
— Cuánto me arrepentí por haber dicho eso. Cuántas lágrimas para apagar la arena en la boca del arrepentimiento.
— Dormí un rato, estás diciendo cosas sin sentido.
Tomasso Randazzo, Siracusa, 2025
Traducción: Nicolás Caresano
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