Apuntes de museo (I) / Mariano Dupont

Tate Britain. Londres. Empezamos acá. Con la colección del maestro indiscutido de la pintura de todos los tiempos: Joseph Mallord William Turner. ¿Qué decir?, ¡qué decir! Siete u ocho salas dedicadas al maestro, a las obras maestras del maestro indiscutido. Cerca de cien obras, diría, de muchos períodos distintos -óleos. Entro a las 10:30 y salgo a las 2 en punto -en éxtasis: “vengo de ver los óleos de Turner y estoy”, etc. No vi nada más: al salir pasé frente a unos Bacon y a unas esculturas bellísimas de Henry Moore -pero no me detuve demasiado: la experiencia estética ya había sido colmada. ¡La experiencia estética ya había sido colmada! Y al espíritu ya no le entraba ni una gota más de arte. El arte agota -es agotador: en muchos sentidos. Aparte, nada cansa más que caminar en un museo. El límite de permanencia es de tres horas y media. Superado ese umbral, las piernas comienzan a entumecerse, buscamos sentarnos desesperadamente, empezamos a odiar la pintura. Hay que irse antes de que llegue ese momento. Y en todo caso, si nos quedó algo pendiente, volver al otro día. Encima, como buen olfa, me leí todos los textos de sala. Y volví sobre los cuadros una y otra vez. Los de los últimos años -de 1845 a 1850- me enloquecen. ¿Me hechizan? Tal vez. Todo lo que se pintó después de eso es en cierto modo innecesario. ¡Epa! El impresionismo francés, Monet incluido, son tanteos de bebé al lado del último Turner -de la audacia, la locura del último Turner. La audacia de la mirada, la locura del ojo –el ojo loco de Turner. Joseph Mallord William Turner: su nombre, además, no puede ser más bello. (P.S.: dije que no vi nada más. Mentira. Pegada a la última sala, como una coda, una pequeña muestra de los clásicos paisajes de John Constable. Bellos. Pero al lado de la luz del maestro, pura oscuridad, tinieblas. Fue como pasar de un patio soleado a un cuartito sin ventanas de un metro por un metro).

Rumbeo sin muchas expectativas hacia la Tate Modern –lasciate ogne speranza, voi ch’intrate a vedere l’arte contemporanea. Abre a las 10, llego a las 10.30. Lleno de gente, de niños en visita escolar. ¡Que mamen el arte desde pequeños, che mierda! Doy una vuelta por la colección permanente (moderna). Picasso, cubismo, Dalí, surrealismo, etc., etc. Unos móviles muy bellos de Alexander Calder. ¿La colección contemporánea? ¡Una bosta atómica! Todos “opinando”, “denunciando”, queriéndote educar. ¡Intentando contagiarte sus taras ideológicas! No falla: todos los lugares comunes del mundo van a parar siempre al llamado arte contemporáneo. Sin embargo, caminando entre la basura me topo con una instalación de una artista americana relativamente joven que me gusta mucho. Sarah Sze, la artista. La instalación ocupa toda la sala -una sala no muy grande. Una suerte de escultura hecha con alambres muy finos y cientos de pelotudeces muy chiquitas, objetos domésticos y de cotillón unido todo con poxipol transparente. Detalles minúsculos y sutiles. Una combinación singularísima de objetos muy disímiles. Me quedo un rato largo contemplándola.

Nuevamente en la Tate Britain. Quería ver a los prerrafaelitas, que no había visto en la visita anterior. Sobre todo los cuadros de John Everett Millais, mi pintor favorito (de los prerrafaelitas). Entro, pregunto dónde están, galería 8, me mando. Ahí están. Mariana (1851), Ophelia (1851-1852), Christ in the House of His Parents (1849-1850). Mariana y Ophelia: bellísimos (o bellísimas). Sobre todo Mariana. Los colores: el azul del vestido, hermosísimo, un ultramarino oscuro, “vibrante”, muy distinto al azul de los primitivos, contrastando con el naranja rabioso del tapizado de la banqueta. Y las hojas -¿qué hacen esas hojas?- que sugieren -a mí me sugieren- que tanto Mariana como su espera podrían estar hechas de la materia de lo sueños. Y el detalle de la laucha -el toque-, que tal vez simbolice algo -pero no importa: los símbolos son siempre lo que menos importa (o me interesa). En Ophelia me deslumbra el rostro: en ese rostro puede verse qué gran pintor era Millais. Muy bello -aunque no tanto como Mariana. Our English Coasts (1852), de William Holman Hunt: muy bello. Gran pintor, Holman Hunt, mucho mejor que Rossetti -pero no tan bueno como Millais, el mejor de los tres. Al salir, en el shop, me compro la postal de Mariana.

National Portrait Gallery. Edimburgo. Un edificio hermoso, baños impecables, etc. Mientras recorro las galleries repletas de retratos de notables -reyes, duques, condes, escritores, filántropos, etc.-, pienso en los millones y millones de ejemplares de homo sapiens sapiens que nos han precedido. El hieratismo de las poses, la “dignidad”, toda esa altivez, esa pompa, ese orgullo, esa vanidad -la muerte se fumó todo eso en pipa, no dejó nada, absolutamente nada. Así como tampoco va a dejar ninguna pompa nuestra. Visitar estos museos de retratos te baja de un hondazo del banquito de la vida sin fin. Hay que estudiar la Historia. El tiempo hijo de puta se lleva todo.

Cruzo la calle (me alojo en el Hotel Brittania) y estoy en las National Galleries of Modern Art. Las colecciones estables de las dos Modern: muy buenas. Sobre todo la de la Modern One. Picasso, Dalí, Max Ernst, Leonora Carrington, Miró, Klee, Tanguy, unos stencils de Matisse muy bellos, un Pollock chiquito, anodino. Los Max Ernst me dejan helado, para variar. El famoso Retrato de Max Ernst (1939) de la Carrington: muy bello. En fin, poco pero bueno. La muestra itinerante: una bosta. Obras de una relativamente joven artista multidisciplinaria barbadense-escocesa (nació en Barbados, vive en Escocia) que se armó un kiosquito de autovictimización para obtener becas a partir de la esclavitud que padecieron sus tataratatarabuelos, todo salpicado con un toque de folclore de Barbados. El maldito Imperio británico que otrora esclavizó y deshumanizó a sus ancestros ahora le financia su arte malísimo. Alberta Whittle, el nombre de la ladronzuela.

Dante Gabriel Rossetti La hoja del rosal, 1865.

Los prerrafaelitas, nuevamente. Pero en la Manchester Art Gallery. En una sala grande, una pequeña colección muy interesante de obras de Dante Gabriel Rossetti (Astarte Syriaca), John Everett Millais (A Flood), William Holman Hunt (The Hireling Shepherd), Ford Madox Brown (Work). Un cuadro famoso, muy bello, del prerrafaelismo tardío: Hylas and the Nimphs (1896), de John William Waterhouse. Contra una de las paredes de la sala: tres televisores proyectando en loop una performance queer muy berreta, berretísima, dirigida por una tal Sonia Boyce, artista-feminista “británica afrocaribeña”, en esa misma sala en 2018. El motivo de la performance: protestar contra la masculine glance de los cuadros prerrafaelitas colgados en la sala -particularmente contra la mirada de Hylas y las ninfas. La performance: una versión trucha de las que hacían en los 80 en Buenos Aires Batato Barea y Alejandro Urdapilleta. Algo que, hace 40 años, era muy provocador y divertido y hoy, en cambio, da vergüenza ajena. La performance incluía la “supresión” temporaria del cuadro -su cancelación simbólica-, descolgándolo de la sala y llevándolo por un tiempo al sótano del museo -en penitencia. En una mesita en el centro de la sala, bajo una vitrina: post-its con los mensajes indignados que dejaron en su momento los visitantes del museo contra la boluda de Sonia Boyce y los boludos que participaron de su boludísima performance de protesta. Una entendible reacción, por supuesto: el sentido común protestando contra la imbecilidad. “Feminism gone mad”, “Feminazis”, “Shame on you, feminists!”, “Disgraceful!”, etc. Pésimo momento de las curadurías en todos lados. En la era del correctismo y del virtue signaling, los curadores acomodadizos están en un devenir pelotudísimo, sobre todo por miedo a quedar en offside ideológico.

En los docks de Liverpool. En la Tate, para mi alegría: una exhibición temporaria del maestro Turner. “Dark Waters”. 10 libras. Pago con gusto. Entro. La muestra: espectacular. Chiquita pero tremenda. El maestro nunca defrauda. Alrededor de veinte óleos y entre treinta y cuarenta gouaches/acuarelas. También, en una vitrina, algunas de sus hermosísimas libretas de bocetos -amo esas libretitas, esos dibujitos. Bueno. Me da la sensación de que algunas de las acuarelas ya las había visto en la hermosa exhibición en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires de 2018. Pero no sé. Una maravilla. Vuelvo sobre los cuadros una y otra vez. Me deslumbran tres óleos: Seascape (c. 1835-1840), Seascape with Buoy (c. 1840) y Stormy Sea with Dolphins (c. 1835-1840) -¿dónde están los delfines? Me vuelve loco también una serie de acuarelas que hizo para ilustrar un libro de poemas. Me hubiera quedado toda la tarde con el maestro. Cuando salgo me voy a ver las muestras permanentes: la de arte moderno y arte contemporáneo. La de arte moderno: muy pobre; la de arte contemporáneo: inmunda.

Se me olvidó lo siguiente: la exhibición de Turner estaba “intervenida” por un joven músico nacido en Sierra Leona -pero que reside en Nueva York: nunca no residen en el denostado capitalista Primer Mundo estos pícaros artistas “politizados”-, un tal Lamin Fofana. La “excusa” curatorial expresada en el panel de entrada de la muestra: “Si bien sus obras están separadas por siglos, ambos artistas expresan el poder y la política del océano [sic] y exploran su relación con el capitalismo y el colonialismo”. Mamita querida. Te politizan hasta el océano estos sinvergüenzas. The Slave Ship (1840), el único cuadro de Turner en el que aparece la temática de la esclavitud (a la pasada: según los biógrafos, no se sabe realmente qué pensaba Turner de la esclavitud ya que nunca se pronunció al respecto), se encuentra en el Museum of Fine Arts de Boston. O sea: no estaba ahí. De todos modos, la nobleza me obliga decir que la música del chico Fofana no estaba mal: un ambient hipnótico, reposado, respetuoso, que “dialogaba” muy bien con la obra del maestro.

Pegado a la Tate, el Museum of Liverpool. El edificio: espectacular. Adentro: muy horrible. Un museo temático supuestamente sobre la historia de Liverpool -muy aburrido, estridente, expulsivo. No duro ni media hora.

Museo de Liverpool,  diseñado por los arquitectos daneses 3XN en 2011

A las 16:10 salí de la bella Catedral Metropolitana, obra del arquitecto Frederick Gibberd. Llovía. A las 17 cerraba la Walker Art Gallery. Estaba a diez minutos de caminata, así que me mandé. Alcanzo a ver un par de Turner. Uno de ellos (Landscape, 1840) tiene unas pequeñas rajaduras que corrían en sentido vertical. El texto: las rajaduras se deben a que la tela -“experimental”, aclaran: ¿a qué esa aclaración?- era una de las tantas que fueron encontradas luego de la muerte de Turner -enrolladas, arrumbadas en un rincón- en su taller/galería. Cierra el museo. Antes de que me echen -se me apropincua incluso un guardia a pedirme amablemente que me retire-, me escabullo a la sala de los prerrafaelitas. Para mi sorpresa, me encuentro con uno de mis cuadros favoritos de la Hermandad: Isabella (1848-1849), de John Everett Millais. Me deslumbra. No exagero. Hermosísimo. Todos los detalles. Lo miro todo lo que puedo hasta que viene otro guardia ya con cara de culo invitándome a abandonar el museo.

LACMA. Los Angeles County Museum of Art. Muy lindo edificio. Antes de entrar, busco el celular pero no lo encuentro. Me desespero. Vuelvo a la boletería pensando que me lo olvidé ahí cuando saqué la entrada. No está. La desesperación crece. Doy vuelta la mochila en el piso, desparramo todo -¡y el hijo de puta aparece! Alivio enorme. Entro al museo. Buena colección de arte moderno -Picasso, Paul Klee, etc.- en la que no me detengo demasiado. Un óleo de Yves Tanguy (Je vous attends, 1934) que no conocía: hermosísimo. Tanguy: mi surrealista favorito. En otro sector: una retrospectiva muy completa de Ed Ruscha. La recorro dos veces: me deja frío. Una obra de Sol LeWitt: “cerebralismo” -diría Arthur Cravan- que no me interesa para nada. Al menos en este momento de mi vida. Algunos Rothko, Pollock, William de Kooning, Joan Mitchel. Lo mejor del museo: una morocha que recorría la exhibición de Ruscha con su novio o amigo. La crucé en varias oportunidades (los crucé, en realidad). Una de las mujeres más bellas -y finas- que vi en mi vida. ¡No exagero!

SFMOMA. San Francisco Museum of Modern Art. Lindo museo. Algunos Cy Twombly, Brice Marden (los primeros que veo en vivo -o tal vez no), Agnes Martin, etc. Y bosta contemporánea a rabiar. Qué peste el arte contemporáneo. En ese zoco en el que se les venden a los blanquitos culposos con mucho dinero espejitos de colores que no reflejan absolutamente nada -instalaciones con telas, con telgopor, con gomaespuma, pancartas con eslóganes falsos, simplificadores, para infradotados, todo “sustentable”, por supuesto, obra de perezosos sin ningún interés verdadero por el arte-, nunca falta la pícara artista africana -residente en Londres, Berlín o Nueva York- trabajando con cuestiones ligadas al racismo, al colonialismo, a los refugiados, a “políticas de género”, etc. La figurita repetida de todos los museos del Primer Mundo.

The Art Institute of Chicago. ¡Qué museo! Extraordinarias colecciones. Caprichosamente curadas, sin embargo. A Wols, por ejemplo, lo ubican en el sector de “arte moderno” (un cuadro de 1951), y a todo el expresionismo abstracto americano y el pop art, en el de “arte contemporáneo”. ¿Por qué? Vaya uno a saber. “Criterios” curatoriales, policies. El expresionismo abstracto, simultáneo al tachismo europeo, no es contemporáneo, es moderno (o tardomoderno, si prefieren), señores del Art Institute of Chicago, y el pop, como todo el mundo sabe, posmoderno. “Contemporáneo” es otra cosa. Maleducan a la juventud -y a los incautos. Toda virtud tiene su vicio correspondiente, escribió Balzac. La pintura tiene a los curadores.

Lo mejor del Art Institute of Chicago: una sala en el tercer piso (en el sector de arte moderno) en el que puede verse parte de la colección de Lindy y Edwin Bergman -dibujos, bocetos, collages, obras pequeñas, “menores”, de los surrealistas (Tanguy, Matta, etc.). Toda esa ausencia de pretensión artística, de extravaganza; todos esos tanteos, esbozos, esa cosa inacabada, casual, no del todo bien hecha, me gusta mucho. Es más: creo que es lo que más me gusta -lo que siempre me gustó. Bien.

En ese mismo tercer piso: dos óleos de Tanguy también bellísimos. Qué pintor delicado, Tanguy -todos esos detalles, esas sutilezas. Hay que observar sus cuadros con atención, durante dos o tres minutos, alejarse y acercarse más de una vez, para apreciarlo verdaderamente. Salir de la saturación, de la “ceguera” que nos produce el primer contacto con la imagen. Junto con Dalí, el mejor surrealista, para mí. En las antípodas de Magritte, Giorgio de Chirico, e incluso Max Ernst (sí: Max Ernst también): pintores vulgares, grandilocuentes, chillones. Si hay algo que detesto en pintura -y en el arte en general- es el truco fácil, el golpe de efecto. Sobre todo cuando finge ser otra cosa. Digamos: la imbecilidad del épater-les-bourgeois traducido a la forma, a los colores, al “motivo”, etc.

En el sector de arte contemporáneo: dos Cy Twombly de los años 60 y un De Kooning muy buenos. Twombly y De Kooning: dos pintores con lo que estuve fascinado muchos años. Hoy me aburren un poco, la verdad -cada vez me aburren más. El artificio de lo “salvaje”, “fresco” y “espontáneo” funciona muy bien con los no-filisteos que nunca agarraron un lápiz o un pincel. Los filisteos, por su lado, detestan ese artificio, no entienden el mamarracho, nunca lo entendieron ni lo van a entender. “¡Esto no es arte!”, exclaman los filisteos siempre boludísimos.

Gran colección de impresionismo en el Art Institute of Chicago. Debe ser la colección más grande fuera de Francia. ¡Impresionante! Perdón. En una vitrina: unos bustitos -unas caricaturas- de Daumier: bellísimos.

Dos Turner famosos, Fishing Boats with Hucksters Bargaining for Fish (1837-1838) y Valley of Aosta: Snowstorm, Avalanche and Thunderstorm (1836-1837). Una marina con bote y mar embravecido y un paisaje de tormenta con “vórtice”, recíprocamente. Ya lo dije: el maestro nunca defrauda. Le dedico cerca de cinco minutos de observación atenta a cada uno.

Cuatro horas acá. Cansadísimo.

Detrás (después) de Turner: las bellas esfumaturas de Monet. También las de Whistler. Algo que Ruskin, claro, no vio, no podía ver –como no vio tantas cosas.

Mientras recorro las salas del museo (sigo en el Art Institute of Chicago, ahora en el sector propiamente contemporáneo) me viene este pensamiento: dentro de doscientos o trescientos años la gente seguramente va a mirar nuestra época y va a decir: “Qué increíblemente pelotudos eran los seres humanos en aquel entonces”. Pero a nadie -ni a los artistas, ni a los curadores, ni a los dóciles visitantes del museo, ávidos de “cultura”, de “arte”- parece importarle. Todos siguen como si nada, dale que va. ¡Arte, arte, arte!

La sutileza de los cielos de Claude Lorrain (View of Delphi with a Procession). Los cielos de Poussin: no tan sutiles como los del Claude, más chapuceros.

En una sala en la planta baja: retrospectiva de Christina Ramberg. No la conocía. Muy interesante. Todavía no lo dije, así que lo digo ahora: medio boluda la palabra “interesante”. Pero es la palabra que me surgió al recorrer la obra de Ramberg. Adecuada para cuando una obra “no está mal” pero te deja frío. Para algo que tiene trabajo, dedicación, reflexión -una “búsqueda”, digamos-, pero no es tu cup of tea. “Muy interesante”: cuando está más que bien, muy bien -pero te sigue dejando frío.

Muestra de una tal Joan Jonas (no la conozco), “pionera en el arte performativo y el video”, en el MoMA de Nueva York. Cosas que no me interesan en lo más mínimo. Verdad irrefutable: cuanto más uno, como artista, se esfuerza en ir más allá, más lejos, de lo que ya ha sido hecho, más viejo (y estúpido) se vuelve eso que uno hace. La única manera de hacer algo que no nazca muerto es trabajar en los rincones, en los recovecos y pliegues de lo ya hecho -sin querer “innovar”, “ser original”, “polémico”, “distinto”, etc. Todo esa agitación, esa angustia, no conduce a nada. Por eso las vanguardias siempre atrasan. Trabajar con lo olvidado por la mentada tradición, con lo que no fue explorado suficientemente, exhaustivamente. Leónidas Lamborghini lo dijo bien: “Ya todo fue escrito. Pero no todo fue leído”.

Qué tedio el “vanguardismo” -y la vanguardia en general. Todo “vanguardista” es siempre en el fondo un boludo.

Todo lo que la época considera “arte”, todo lo que entra dentro de esa institución llamada “arte” en un momento determinado, muy pocas veces me interpela. El “arte” como tal, como institución -lo instituido como “arte” por la vulgaridad de la época-, me chupa un huevo.

En el museo, el visitante promedio, si se me permite la entelequia, siempre va detrás de lo “artístico” – la extravaganza, lo grande, lo colorido, lo chillón, lo unánime. Nunca se detiene ante lo que nadie se detiene. Nunca se pone a observar eso que nadie observa. Sin excepción, pasa de largo ante las obras pequeñas, anodinas. Todo lo sutil, delicado, le resulta completamente indiferente. No bien le cortan el ticket, va derecho al Van Gogh, al Picasso, al Dalí, al Frida Kahlo.

Museo de Arte Moderno de New York (MoMA) en su inauguración, el 7 de noviembre de 1929

En “Intimate visions”, una pequeña sala del MoMA adyacente a la extravaganza surrealista (Magritte, Dalí, De Chirico, etc.), obras “menores” de Matisse, Cézanne, Gauguin. Poquísima gente -que encima pasaba rapidísimo, como barriendo la cocina (tarea tediosa, que hay sacarse de encima). La otra sala, la de la extravaganza, llena de gente, todo el mundo amontonado, amuchándose detrás de la experiencia idiota (la no-experiencia): la contemplación de La noche estrellada de Van Gogh. Me quiero acercar. Imposible. Seis o siete personas adelante -que se van renovando. Encima el reflejo del vidrio que no permite ver nada. Sigo de largo, me alejo un poco enojado -que se metan la starry night en el culo.

La mayoría de las veces las obras maestras no te sueltan, no dejan que te alejes, te imantan con su canto de sirena (o coro de ángeles). Pero a veces te expulsan. Es el caso de la Gioconda, el Guernica, La noche estrellada, El grito de Munch, casi todas las “obras maestras” de Frida Kahlo, etc., etc. Incluso El beso bellísimo de Klimt te expulsa.

En los Rothko (nunca me gustó demasiado Rothko): el óleo sin “pincelada”, sin stroke, muy diluido. Podría haber pintado con medios más limpios -acuarela o témpera- y el efecto no habría sido muy diferente. Y esos tamaños, esas dimensiones, ¿para qué? Todo lo grande, sobre todo lo excesivamente grande, me deprime.

El arte siempre se estropea, se arruina, se caga (el artista la caga, o sea): cuando detrás del trabajo hay un programa, una voluntad declarada, una intención -cualquier intención (política, provocadora, vanguardista, emotiva, etc.).

Algunas instalaciones (pocas) tienen muchísimo trabajo y así y todo son una reverenda cagada. El trabajo al pedo es una de las cosas más tristes -desoladoras- del arte contemporáneo. Esas instalaciones son, sin embargo, una excepción. Recorriendo museos uno confirma que la gran mayoría de los artistas contemporáneos trabajan lo mínimo indispensable, son perezosos, buscan simplemente el impacto -el “efecto”, el “chiste” (siempre malo)-, dar una opinión que no desentone con la estupidez central de la época.

En el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Hace mucho que no venía. Creo que la última vez que vine fue para la extraordinaria exhibición de las acuarelas de Turner. Lo primero que me impacta es la pobreza: no solo lo anodino de casi todas las colecciones sino lo poco -de lo bueno- que hay. Como entrar en un outlet en el que ya no queda nada y de lo poco que queda no hay de tu talle. Me detengo en el Portrait de Diego Martelli (1879), de Degas. Hermoso, cezanneano. Y en un boceto, también de Degas (Danseuse en blanc, de 1877), muy bello. Me encanta Degas. El mejor dibujante de todos los impresionistas.

Una de las cosas que detesto de los museos, tal vez la que más detesto, es el personal de seguridad. La vigilancia es necesaria, por supuesto, no digo que no. Lo que me molesta es el celo policíaco con el que realizan su trabajo. Para ellos, todo visitante es un ladrón de cuadros hasta que demuestre lo contrario. O un estúpido. Lo comprobé en el Bellas Artes, cuando acerqué la mirada -no el cuerpo: mantuve los pies juiciosamente detrás de la cinta amarilla del piso- a uno de los hermosos Caprichos de Goya. De la nada, de atrás, velocísimo, apareció un uniformado que, tocándome el brazo, me escupió en la oreja: “Señor, mantenga la distancia”. Yo no estaba bien, reconozco, y esa mañana andaba particularmente malhumorado; por ende, no reaccioné muy bien, civilmente, como hubiera correspondido. No lo insulté, por suerte, pero le dije, literalmente, que no me rompiera las pelotas, que yo era el primero en saber que los cuadros no se pueden tocar, que acercaba la vista simplemente porque quería ver los detalles, etc., etc. Discutimos. Salimos de la sala y seguimos discutiendo. Hasta que me alejé, haciéndole un gesto con la mano. Al rato, cuando me bajó la mostaza, me acerqué a pedirle disculpas. No porque el custodio tuviera razón -me parece una estupidez esa vigilancia minuciosa, alcahueta, así como esa nueva regla nefasta, por desgracia cada vez más extendida, de obligarte a llevar la mochila calzada hacia delante-, sino porque sentí que me había excedido y que había hecho un pequeño papelón.

Deslumbrantes, como siempre, los Cándido López. Cada vez que los veo me producen el mismo efecto. Posiblemente lo más bello del museo. No sé cuánto daría -¿un millón de dólares?- por tener alguna de esas batallas de Curupaytí colgada en el livincito de mi casa, arriba del sillón verde, vigilando a Petunia. ¿Cuánto sale un Cándido?

Figura femenina en amarillo (c. 1950) de Miguel Diomede: muy bello. Al lado, La pérdida del hijo (1945), de Eugenio Danero: horrible.

La civilización occidental y cristiana (1965) de León Ferrari: la representación más acabada de la vulgaridad ideológica copulando con el arte. Qué mal envejeció todo ese denuncialismo, toda esa “rebeldía” de cartón piedra. Obra abyecta, oportunista, simplista -y sobre todo estúpida: hay que insistir con esto.

Los retratitos de Children’s Corner (1981-1984) de Alfredo Prior: muy bellos.

En Malba, Buenos Aires. Lo primero en lo que me detengo: un Matta muy bello (Composición, de 1937). Lo segundo: unas témperas, grafitos y collages de Juan Batlle Planas: muy hermosos. Eso sí, mal enmarcados -la enmarcación en las antípodas de la delicadeza y la modestia de las pequeñas obritas.

Odio la “pretensión”. Todo lo pretendidamente artístico me deprime.

Muy lindo lo poco de Remedios Varo y Leonora Carrington, por supuesto.

En el rubro “interesante”: la Calavera del dúo Mondongo. Muchísimo trabajo, muchísima imaginación.

Otra cosa que detesto es lo “telúrico”, lo “americanista”, lo “indigenista”, lo “mujerista” (la involuntaria parodia de lo femenino). Y por supuesto: lo “colectivista-socializante”, cuyo mayor exponente local sería Antonio Berni: pintor horrible. El denuncialismo es la peste del arte.

Retrospectiva Kuitca. Viendo las obras de Kuitca, incluso viéndolo a él en fotos, leyendo sus declaraciones o escuchándolo en entrevistas, me pasa siempre lo mismo: me da la sensación de que él condensa, de que encarna como pocos lo que la vulgaridad ilustrada considera lo que debería ser un artista plástico contemporáneo “serio”. Un ethos de artista, digamos, muy trabajado, muy construido. Y por otro lado una obra profusa, elaborada rigurosamente a lo largo de muchos años, dispuesta en etapas, “décadas”, en las que puede leerse, como en un Bildungsroman, la evolución estética del artista ejemplar -su “aprendizaje”. Pero nada de eso, sin embargo, conmueve, interpela, emociona. Nada de eso hace carne, como se dice, resuena en algún lado. Una sensibilidad cool, refinada, “inteligente” -Kuitca, hay que decirlo, a diferencia de la mayoría de sus pares argentinos, es un artista inteligente-, muy consciente de la tradición, de la historia de las formas. etc., pero que carece de vida, de vibrato. No diría, sin embargo, que la obra de Kuitca es una obra muerta, no; pero sí una obra fría, con una vida obediente, domesticada -una obra que ha hecho los deberes. Mirándola detenidamente, uno intuye que la persona que está detrás de ella -Guillermo Kuitca- ha sido muy consciente no solo de la construcción de su obra, sino también de la construcción de su figura de artista. Eso -la construcción o edificación consciente, calculada, tanto de su obra como de su figura-, en sí, no sería un problema, por supuesto (no soy un moralista). Lo que no me gusta de esa larga operación es que, a diferencia de otros -Warhol sería el ejemplo emblemático-, pretende no haber sido consciente, no haber hecho todo lo necesario -los deberes– para ser la figura -el artista ejemplar por excelencia- que es hoy en día.

Mariano Dupont
Una versión reducida de este ensayo se publicó en septiembre de 2025 en la revista Seúl.
Ph / Elliott Erwitt, Grupo de visitantes contemplando cuadros en el Palacio de Versalles, 1975