Apuntes de museo (II) / Mariano Dupont

En la Kunsthaus de Zürich, ahora. Salvo la sala gigante dedicada al pelotudísimo arte contemporáneo, excelente museo. Muy excelente. Eso sí: mucho Munch, mucho Kokoshka (no me gustan ni Munch ni Kokoshka). Un Egon Schiele bellísimo.

En una sala inmensa, una serie de cerca de veinte cuadros grandes de Baselitz. Interesante. Nada más que decir. Pas mal, podríamos agregar. De los pintores que te dejan a mitad de camino, Baselitz. Son legión. Una búsqueda –hay una búsqueda: hasta el artista más mediocre está siempre en algún tipo de búsqueda– que no me dice nada, que no me toca en ningún lado. En Buenos Aires tengo un libro de Baselitz, con muchas imágenes (me acuerdo que lo compré en oferta en el Museo de Arte Decorativo): lo debo haber abierto dos veces.

Lo mejor de la Kunsthaus es sin duda la gran colección de esculturas y cuadros de Alberto Giacometti. Extraordinaria colección. Muchísimas esculturas bellísimas, más allá de sus típicos hombrecitos estilizados. Mucha escultura “abstracta”, en una línea brâncusiana, se diría. Giacometti: lo pongo en el top 10 de los artistas plásticos del siglo veinte. O en el top 5. Genio absoluto. Todas sus esculturas y sus óleos (sus retratos) emocionan en algún lugar –una sensibilidad singular, singularísima. Y su obra en general es muy pareja, además: al menos en la Kunsthaus, no tiene obras anodinas.

 Alberto Giacometti, 1961
Ph / Henri Cartier-Bresson

Brâncusi, Henry Moore, Giacometti, Calder: los mejores escultores del siglo XX. ¿Qué otros se podrían sumar a esa lista? Seguramente existen. Pero en este momento no encuentro ninguno.

¿Qué más vi en la Kuntshaus? Algunos cuadros de Édouard Vuillard que me gustaron – Les Collines bleues (1900), por ejemplo.

Algo que me gustó muchísimo (¡los colores!): una Crocifissione (c. 1389) de Giuliano di Simone. Hermosísima. Témpera sobre panel. También me gustaron mucho unos insectos de Magdalena van der Hecken, pintora neerlandesa de principios del siglo XVII que no conocía. Cuadritos pequeños, muy bellos. ¡Insisto!: lo pequeño –en pintura, en escultura, etc.– es siempre más bello que lo grande. Prefiero mil veces una Petite figurine sur socle de Giacometti a una Maman de Louise Borgeois y cualquier acuarelita de Turner al Guernica de Picasso. Los hermosos óleos de Francis Bacon, incluso, con toda esa chillona voluntad de “manifestarse”, de sacudir la retina del observador, a la larga terminan cansándome –me dejan frío. Me pasa siempre lo mismo: cuánto más grande e imponente una obra de arte, más pequeño me figuro el pene del artista –metafóricamente: ¡entiéndase! ¿Qué necesidad de hacer cosas enormes cuando es mucho más bello –y verdadero– hacer cosas pequeñas?

Me voy del museo cansadísimo, exhausto, sin piernas. Caminar en un museo es diez veces peor que caminar en la calle. Un paso en un museo es equivalente a diez pasos en la calle. Lo sabe todo visitante asiduo de museos. ¿La razón? El ritmo: caminar, detenerse, caminar, detenerse, caminar, detenerse, etc., etc.

Algunos primitivos alemanes y flamencos en la Alte Pinakothek de München. Muy impresionante. La mezcla de realismo con elementos de pura imaginación. Más allá de la prescriptiva religiosa –las “obligatoriedades” que imponía no solo la Iglesia sino el ethos de la Edad Media–: ¡qué maravillosa libertad para componer y pintar la de estos tipos! Lo verdaderamente conmovedor de estas pinturas, sin embargo, no es eso sino el uso del color: del azul, particularmente. Ese azul apetrolado, en algunos casos casi verde, característico de los mantos y las vestimentas de las figuras de los primitivos. Pero también los verdes y los rojos. En ese orden: azules, verdes y rojos.

El motivo del memento mori recorre toda la Edad Media. Hoy no existe un equivalente del memento mori medieval. Olvidémonos de la muerte, amigos, ¡vivamos!, se dice el sujeto moderno, cuando venga esa hija de puta veré cómo me arreglo. Vamos a ver si te arreglás.

Detesto a Rubens. La quintaesencia del pintor cortesano, alcahuete. Toda esa exuberancia, esa “majestuosidad”, ese pathos grandilocuente, ese sensualismo rechoncho –la fleshiness– me repugnan soberanamente. Obras por encargo para la realeza. Cuadros monumentales realizados por sus ayudantes del taller de Amberes: toda esa extravaganza, ese trabajo al pedo minuciosamente orquestado por el “Homero de la pintura”.

Una hipótesis a vuelapluma, de libreta: en el siglo XVI, con el desarrollo del realismo en pintura –el “interiorismo”, el chiaroscuro, representaciones de campesinos, de peleas de tabernas, de naturalezas muertas hiperdetalladas–, todo se va a la mierda –en términos estéticos. En realidad, la cosa, como se sabe, empieza a joderse antes, con la sistematización, en pintura, de la perspectiva artificialis (iniciada por Masaccio) en la segunda mitad del siglo XV y comienzos del XVI. Ya en el siglo XVII, luego de la muerte de Caravaggio, esa “decadencia” se vuelve muy evidente y grotesca. Rubens sería la apoteosis de ese desafortunado momentum. Volver sobre esto, ¡estudiar!

La Neue Pinakothek de München: excelente –poco pero bueno. Algo de Klimt, un boceto bellísimo de Toulouse-Lautrec, algo de impresionismo. Lo mejor: Ostende (1844) de Turner. Qué cuadro hermoso. Blancos, grises, verdes, marrones, rojizos. Qué maravilla. No puedo irme, alejarme. Lo miraría todo el día. Al lado, un John Constable chiquito, muy lindo. Pero comparado con el Turner se vuelve anodino, innecesario –pura discapacidad, limitación, oscuridad. Experiencia similar a la que tuve en la Tate Britain. Al fin tomo la decisión de abandonar la sala. Al pasar frente al vigilante, le digo, en inglés: “Usted es un afortunado, míster. Puede mirar esa obra maestra de Turner durante sus horas de trabajo”. Sonríe, sardónico, como diciendo: “Rajá de acá, burguesito amante del arte”.

Pinakothek der Moderne, München
Ph / Guido Wörlein,

En la Pinakothek der Moderne, München. Ay, los modernos, los modernos. La puta que los parió a los modernos. Creo que nunca vi tanta basura junta como en este museo de mierda –y digo de mierda no solo por la colección, que es muy floja, por cierto. Pero el escueto volumen de la colección es lo de menos: me explico: si no tenés ojo, por más plata que tengas, tu colección va a ser una cagada. Una abultada colección no significa absolutamente nada. La curaduría de esta Pinakothek de los modernos: espantosa, horrible, muy horrible. Los textos de sala: malísimos, abyectos. Todo mediocremente curado con este nuevo concepto que es una peste en todos lados: opinar, “relacionar”, interpretar, dar un mensaje, bajar línea ideológica –en una palabra: ¡educar! Un museo no tiene que educar, para eso está la escuela, la universidad. Un museo tiene, simplemente, la humilde –y valiosa– función de cuidar, preservar y catalogar el patrimonio cultural, y luego visibilizarlo para la comunidad. ¡Nada más! Métanse la pedagogía en el culo, señores y señoras curadores. Rescatables: un Dalí hermosísimo, Apoteosis de Homero (qué pintor de puta madre, Dalí), un Klee, un Cy Twombly muy bello. No mucho más. Un díptico enorme de De Kooning que no me gustó nada. Una instalación de piedras de Joseph Beuys: no estaba mal –me gusta mucho Beuys, sobre todo lo no-performático, lo no-vanguardista. Me gustó también un Warhol grande (un autorretrato en serigrafía). El resto: una reverenda cagada. Mucho pintor alemán malísimo de los años 50 y 60.

La visita a la Pinakothek de los modernos me disparó esta boluda teoría de libreta: en la segunda mitad del siglo XX, después del fin de la guerra y de las muertes de Klee en 1940 y de Kandinsky en 1944, todo empieza a mediocrizarse. Salvo parte del expresionismo americano y del tachismo (algunas cosas de los dos movimientos), la obra de Francis Bacon y de algún otro solitario más, todo empieza a decaer, a repetirse, a girar en círculos. Durante casi veinte años los artistas plásticos siguen robando descaradamente con las innovaciones técnicas de las vanguardias y del modernismo. Hasta la aparición de Warhol y el pop, reina el refrito.

Salvador Dalí, Sense títol (Piedad con Cristo-violonchelo), 1983

En la Gemäldegalerie de Berlín. Primitivos italianos del Trecento y principios del Quattrocento. Botticelli, Giotto, Masaccio, Fra Angelico. El Juicio Final (c. 1395), un retablo de Fra Angelico: hermosísimo. Paleta relativamente básica: dorado, rojos y rosas, verdes y azules. Pero en diferentes tonalidades con diferencias muy sutiles. Una maravilla. Alucinantes los azules –oscuros, tirando a negro. O si no, verdeados. Y también el nivel de detalle. En esa mezcla de realismo y simbolismo. La muerte de la Virgen (c. 1310) de Giotto, por su lado, no me conmueve tanto.

Con la aparición de los putti a mediados del Quattrocento empieza la “decadencia” del arte occidental –la fleshiness: lo rosáceo, lo blando, lo “regordete”, y con eso el pathos, la sentimentalidad, etc. John Ruskin estaría de acuerdo. También los nazarenos y los prerrafaelitas.

Varios Botticelli grandes y chicos que no me impresionan demasiado. El arte repercute en el espíritu o no repercute. A veces uno va otro día al museo, a la semana siguiente, y la experiencia es diferente –porque uno es diferente. Todo se mueve, se desplaza. Permanentemente.

Giuliano Bugiardini, Representation from the Life of the Young Tobias II (c. 1500). Es muy posible que John Everett Millais se haya inspirado en esa mesa con comensales que se encuentra a la izquierda para componer su Isabella. Incluso hay una persona acariciando un perro. Aunque tal vez nunca vio esa pintura y la inspiración le vino por otro lado. ¡Cómo saberlo!

Amor Vincit Omnia (1601-1602) de Caravaggio. La apoteosis del reinado del putto. Bellísimo. Il turbido chiaroscuro. Y ese realismo que no molesta en lo más mínimo, todo lo contrario: la minuciosidad de las alas, el pitito, el pubis lampiño, ¡la suciedad de las uñas del pie! Caravaggio: genio absoluto.

Un par de Claude muy hermosos. Sobre todo uno: un capriccio. Claude: superior a Poussin. Los cielos de Claude, que le gustaban tanto a Turner, no tienen comparación con los de Poussin. Al menos así lo veo yo.

Unas vedute de Canaletto (amo a Canaletto, un pintor impresionante) y Francesco Guardi que necesitarían una limpieza (muy oscurecidas por los años). En eso deberían gastar plata los museos: en cuidar las obras, en restaurarlas, etc. Pero no: postergan las restauraciones y gastan la plata en cambio en exhibiciones y curadurías horribles –¡la gastan en “educarnos”!, ¡en nosotros, que no sabemos nada! Las vedute, sin embargo, a pesar de la roña, bellísimas. Y como siempre, la constatación: Canaletto muy superior a Guardi.

Jan Vermeer. Qué maravilla los Vermeer. Uno de mis pintores preferidos. Woman with Pearl Necklace (c. 1664): bellísimo. Y uno alucinante: The Glass of Wine (c. 1660). Este último me mató. No sé cuánto tiempo estuve mirándolo, pero fueron varios minutos. Los Vermeer, como los Turner, son como imanes: no te podés alejar; y si te alejás, al rato te vuelven a llamar. Antes de irme de la Galería volví a contemplarlos por última vez. ¡Arte, arte, arte!

Un montón de Rembrandt de su primera época frente a los que paso medio al trote. El “mejor pintor neerlandés de todos los tiempos” no me fascina particularmente. Ya no. Me saturó, me parece. En mi espíritu ya no hay lugar para Rembrandt (tampoco para Picasso). Cada tanto vuelvo a observar sus retratos, tratando de mirarlos con ojos nuevos, con ojos puros. ¡Tratando de percibir la “mano” del maestro! ¡Del mejor pintor neerlandés de todos los tiempos! Pero no lo logro.

Qué museo de la concha de la lora, la Gemäldegalerie. No caben otras palabras.

Neue Nationalgalerie, Berlín 1968 / Proyección frontal Arquitecto Ludwig Mies Van der Rohe

Muchísimos, muchísimos neerlandeses del siglo XVII, ¡el Siglo de Oro!, para los que estoy demasiado cansado: lo siento. Insisto con eso de las tres horas y media como la duración máxima de la visita a un museo. Preferible irse y perderse de ver cosas “importantes” (¿para quién?) que quedarse para no ver nada.

Cuando te topás con un Jan van Eyck, un Brueghel, un Vermeer, un Caravaggio, un Turner, etc., etc., es tan evidente la superioridad con respecto al resto que –me olvidé lo que iba a escribir. No hay nada más eficaz para distraerse momentáneamente en un museo que ver pasar a una mujer bella e inquietante con pinta de saber de arte. Cuesta volver a la pintura, ¡al arte!

Uno se da cuenta enseguida si la persona que observa un cuadro sabe algo de arte o no sabe nada. No es el tiempo que le dedica a cada cuadro sino cómo se lo dedica. Si se saca y se pone los anteojos, si se acerca y se aleja de la obra, etc.

Debería haberme ido hace rato de la Galería, pero sigo acá. Debo llevar como cinco horas. Dos Brueghel tremendos, muy tremendos –y uno chiquito, Dos monos encadenados (1562): hermosísimo: un cuadrito para colgar en la cocina. Uno de los Brueghel grandes: Netherlandish Proverbs. Increíble. Qué loco hijo de puta, este Brueghel. Y los colores. Otra vez: no me puedo alejar del cuadro, me imanta, me llama. ¡Una obra maestra! ¡Arte! Al final logro salir del hechizo. Y sigo.

La Virgen en la iglesia (c. 1440) de Jan Van Eyck: her-mo-sí-si-ma. Una muestra más de que lo pequeño, en arte, es siempre más hermoso que lo grande. Me quedo con la virgencita varios minutos.

Al día siguiente entro en la Alte Nationalgalerie. Mucho pintor realista alemán del siglo XIX. Camino y camino. Nada que me llame la atención. Hasta que llego a la sala de Caspar David Friedrich y de otro pintor del que enseguida me olvido su nombre, a pesar de que no estaba mal –era ¡interesante! Dos hombres contemplando el mar al amanecer (1817) y Hombre y mujer contemplando la luna (1818-1824) –este último: una de las tres o cuatro versiones del cuadro que le gustaba mucho a Beckett. Si no me equivoco, Beckett hacía referencia a la versión de dos hombres (contemplando la luna). Como sea. Estos dos Friedrich de la Alte Nationalgalerie: muy hermosos. Ambos. Si no fuera por el detalle de que el hombrecito de la izquierda no está del todo bien delineado (muy chiquito de espaldas), diría que Dos hombres contemplando el mar al amanecer me gusta incluso más que el otro.

Gemäldegalerie Alte Meister. Dresden. Empiezo por la vedette del museo, la Madonna Sixtina (1512-1513) de Raffaello. No me pasa nada. ¡Los querubines! Ya hablé de los querubines. De los putti, en realidad, parientes paganos de los querubines y de los serafines. Todo empieza a joderse cuando aparecen en escena los angelitos regordetes –con flechas o sin flechas.

Muy bella una Virgen con Niño y joven san Juan Bautista (1495-1500) de Botticelli. Amo esos colores, esos pigmentos “primitivos”. También muy bella una Anunciación (1470-1472) de Francesco del Cossa. Los colores de la escena del pesebre en la predela: una maravilla. Una sutileza y un nivel de detalle que hoy no se ven en ningún lado. ¿Deberían verse? Me gustaría que se vieran. ¿A dónde fue a parar toda esa sensibilidad? ¿Se perdió definitivamente? ¿O transmutó, como un “milagro infame” (Luis Thonis), en las reverendísimas cagadas que se ven ahora en todos los museos del mundo? Una última cosa que me llama la atención: el caracol. Me encantan esos detalles que buscan pasar desapercibidos, que parecen anodinos pero no lo son. Leo en el texto: el caracol simboliza la virginidad de María. ¿Por qué el caracol? ¿El caparazón (la concha) protegiendo al molusco (la concha) como un cinturón de castidad? ¡Nada que ver! Gugleo y me instruyo: en la Edad Media se pensaba que el caracol se reproducía sin cópula, por eso era el símbolo de la Inmaculada Concepción. Soy un ignorante.

“Virgen con Niño”: el motivo pictórico por excelencia durante el siglo XV (sobre todo en Italia). Más tarde seguirá siendo un motivo central, pero el Niño, más que la Virgen, será representado realísticamente: regordete y desnudo. Antes del 1500 no es muy común ver al Niño Jesús en pito. Estudiar.

¡Cómo les gustaba pintar a San Sebastián, el santo patrono de los putos!

En el siglo XVI aparece el “movimiento”. Los pintores tratan de darle al cuadro un dinamismo del que carecía la pintura anterior –desaparecen las poses “hieráticas”, o se atenúan. Junto con el movimiento y la mirada puesta en Grecia y Roma, aparece también la fleshiness: los cuerpos musculosos o regordetes, el pathos, las escenas “dramáticas”, las representaciones de lo “tremebundo” –es decir: la falsedad.

El realismo en su versión moderna, que de algún modo inician Caravaggio y los caravaggistas, va a signar todo el siglo XVII.

Tiziano, como Raffaello, tiene un pie en la pintura primitiva y otro en el Renacimiento. Esto es evidente en Virgen con Niño y cuatro santos, un Tiziano temprano (1516-1520). El brazo tenso y musculoso de Juan el Bautista contrastando con la austeridad con que están representadas las demás figuras. (Ver Giovanni Bellini: estudiar.) A Ruskin le gustaba Tiziano.

Machaco: nada más falso que Rubens y sus colaboradores.

Un pequeño retablito de Jan Van Eyck: Tríptico con la Virgen y Niño, santa Catalina y el Arcángel Miguel con donante (1437). Oleo en panel de roble. De las cosas más bellas que vi hasta ahora. Im-pre-sio-nan-te. Los detalles, los colores –el rojo (del manto de la Virgen) más hermoso que vi en mi vida. Nuevamente, no me puedo alejar, me imanta. Doy una vuelta por ahí y vuelvo a mirarlo, tratando de exprimir hasta la última gota de la emoción que me produce esa cosa tan chiquita. No exagero. Cuánto que aprender de esta gente.

La Belle Chocolatière (1744-1745), de Jean-Étienne Liotard. Pastel sobre vitela. No conozco al pintor. Her-mo-sí-si-mo. De lo mejor del museo. La sutileza de la paleta, los detalles, los pliegues. Me quedo un largo rato mirándolo. Después de hacer toda la recorrida vuelvo para despedirme de la bella chocolatera.

Tremendas vedute de Dresden de Bernardo Bellotto, el sobrino de Canaletto –también llamado “Canaletto”. Muy impresionantes. A la altura de las vedute del tío. Esa gente sabía lo que hacía, eran maestros en su arte.

Muy cansado otra vez. Me voy.

En el Neues Museum: además de unas esculturas egipcias muy bellas, el busto de la reina Nefertiti, esposa de Amenofis IV (o Akenatón). Muy hermoso. Lo que más conmueve no es tanto la belleza puntual del busto como el vértigo que despierta –el “horror de lo muy antiguo”, el horror sublime de los años transcurridos: ¡3300! A la salida, en el shop, me compro un par de postales de Nefertiti.

Reina Nefertiti
1340-1335 A.C.
Neues Museum, Berlin

Palacio Belvedere, Viena. Mucha, muchísima gente en el Belvedere. Niños, adolescentes, orientales. ¡Turistas! Detesto a los turistas orgullosos de ser turistas, manifestando alegremente su condición de turistas. ¿Cómo no se avergüenzan? Carecen de superyó, los turistas. Se detienen 5-10 segundos frente a los cuadros, intentando ver algo que nunca van a lograr ver. Y después siguen, y caminan un poco, y se vuelven a detener en otro cuadro que por algún motivo les llama la atención para repetir la no-experiencia. Generalmente se detienen ante lo más feo. O frente a las “obras maestras” que, de tan vistas, son nada más que aura –obras maestras en las que ya no hay nada para ver. En cada parada fingen penetración; fingen entrever, vislumbrar alguna cosa. Los más avispados intentan descifrar algún símbolo –lo que intuyen que es un símbolo. Otras veces, en cambio, no hacen nada de eso; simplemente sacan una foto del cuadro y siguen de largo, apurados para seguir viendo nada. Aunque parezca mentira, me digo: ver nada tiene su encanto. Millones de turistas no pueden estar equivocados. Una pareja de japoneses con la que me topo varias veces a lo largo de mi recorrida se sacan fotos frente a los cuadros (cualquier cuadro). Primero posa ella y él saca la foto, luego invierten roles. No hay nada más estúpidamente anacrónico que la foto estuve-aquí.

El Napoleón cruzando el Paso de San Bernardo (1801) de Jacques-Louis David. Fotos, fotos, ¡más fotos! Todo el mundo sacándole fotos al Napoleón. ¡A la gran obra maestra! ¡De gran tamaño! ¡Este lo conozco! ¡Foto! ¡Que no se escape! ¡Foto! Cuando la sala se despeja, yo también le saco una foto, por las dudas –¿y si me pierdo algo por no sacar la foto del Napoleón? Si seremos boludos.

El Homage to Jacquin (1821) de Johann Knapp: muy hermoso. Qué gran género la naturaleza muerta. Todo pintor debería no solo perfeccionar su técnica sino también estudiarse a sí mismo realizando naturalezas muertas –aunque sea en témpera o acuarela.

Vine al Belvedere a ver los Klimt -y los estoy viendo. Llego al afamado El beso. Muchedumbre frente al cuadro. Fotos y fotos. ¡Más fotos! Todo el mundo sacando fotos. A los codazos, me acerco todo lo que puedo y luego me pongo en cuchillas para no molestar a los fotógrafos. Me sorprende la falta de detalle. Me lo imaginaba distinto. No me deslumbra. En la sala de al lado, tres Klimt de la etapa puntillista: hermosísimos. Nada de gente, por supuesto. Todos amontados en El beso, ¡en la obra maestra! Klimt: pintor para ver de lejos -de lejos es mucho más bello que de cerca. Cottage Garden with Sunflowers (1906): muy, muy bello. Klimt: no solo maestro del color, también maestro de la composición.

Oskar Kokoschka: un pintor que nunca me movió un pelo. Paso de largo ante los Kokoschka. Adiós, Oskar. Sigo caminando y me encuentro con The Reiner Boy (1910), de Egon Schiele. Maravilloso. Me pongo a dibujarlo.

Algo para pensar a partir de Klimt: ¿para qué distancia de observación (futura) se pinta o se dibuja? ¿A qué distancia del cuadro se imagina el artista que va a estar el observador? Es claro, para mí, que Klimt se imaginaba de algún modo u otro un observador ubicado a más de tres metros del cuadro (idealmente: cinco metros) –para El beso: tal vez más.

Qué pintor horrible Ernst Ludwig Kirchner.

Me encuentro con los cuadros de una tal Ivana Kobilca (1861-1926), pintora realista eslovena. Portrait of Sister Fani (1889) y Boy in Sailor Suit (1889-1892): hermosísimos retratos. Las miradas, las manos. Sin dudas sabía pintar, esa mujer.

Cruzo los hermosos jardines del Palacio Belvedere –algunos jardineros, hombres y mujeres, cortan el pasto y componen amorosamente los canteros– e ingreso en otro pabellón. ¡Más Klimt! Ya lo dije pero no importa –hay que insistir–: qué hermosura, Klimt. Judith y, sobre todo, Friends (Water Serpents) –lo podría mirar todo el día: creo que es lo más hermoso del museo. Me detengo también en Frauenbildnis (1893-1894). Qué retrato. Y este sí, con un nivel de detalle impresionante: la piel sonrosada de la dama de negro, el collar, la pulsera. Qué pintor era Klimt antes de “Klimt”. Toda esta primera etapa es tan buena como lo que hizo en su madurez.

Es muy difícil encontrar arte contemporáneo que no sea horriblemente insignificante. Lo vuelvo a comprobar cuando entro en el Albertina Museum y veo la retrospectiva de un tal Matthew Wong, un chico canadiense que se suicidó a los 35 años. Cuadros grandes muy feos. Odio la “pincelada”, el despilfarro de material –odio esos ateliers enormes con mesas atiborradas de pinceles sucios e inservibles y pomos secos a medio apretar, repletos de bastidores de dos metros por dos metros apoyados en las paredes en los que reina la “pincelada”, el impasto –la “espontaneidad”, la “libertad”, el “caos”, el “derroche”, lo “irracional”, lo “auténtico”, etc. “Manifestaciones”, o sea, que no hacen más que manifestar la vulgaridad del “genio” artístico que se encuentra detrás. Nada me resulta más viejo, falso y caduco. Volviendo a Wong: muy espantosos sus óleos. Ninguna idea de composición, de color, tenía este chico. Un principiante levantado a la categoría de gran artista plástico –de genio– gracias a su suicidio y al falso parecido de su obra con la de Van Gogh (la pincelada, los colores saturados, chillones). De hecho, la retrospectiva incluye algunas obras de Van Gogh, que se suicidó casi a la misma edad que Wong, para que el visitante de la muestra coteje el “parecido”. Painting as a last resort! Pero la pintura, hélas!, no llegó a salvarlos. Ni a Van Gogh ni a Wong. Capaz que hasta fue la que los mató. A los únicos que salva el arte es a los que se llenan de plata con él.

También en el Albertina: Jenny Saville, artista inglesa, 55 años. ¿Por qué cuadros tan grandes? La boluda extravaganza, una vez más. En pintura, lo grande solo es justificable en: 1) frescos primitivos (nunca “murales”: odio todo lo vinculado al “muralismo”, sobre todo cuando trae un mensaje –el repugnante muralismo como caballo de Troya); 2) techos (Capilla Sixtina).

En las antípodas de la extravaganza: una exhibición hermosísima de dibujos (chiaroscuri) en papeles coloreados de Leonardo, Dürer y otros. Dibujos que a veces son estudios y otras veces trabajos terminados –para un mercado, me entero leyendo los textos. Este tipo de cosas son las que más me interesan: chiquitas, modestas, sin demasiadas pretensiones artísticas, con recursos limitados. Cosas para mirar sobre todo de cerca, a 50 cm. Qué importante toda esa falta de pretensión, qué importante. Se parte de ahí, siempre. Incluso para hacer luego algo con pretensiones.

En el Leopold Museum, ahora. Más Klimt. Seated Young Girl (1894). ¡14 x 18 cm! Bellísimo. El famoso Tod und Leben (1910-1911). Tremendo. Me impacta más que El beso. Lo observo durante varios minutos. Me acerco, me alejo, me conmuevo. Lo dibujo –cuando estoy conmovido se me da por dibujar: y dibujo lo que tengo enfrente.

Un Edward Burne-Jones. The March of Marigol (1870). Muy bello. Y eso que no me gusta nada Burne-Jones: uno de los pintores más fríos que conozco.

En el primer subsuelo: una retrospectiva de Egon Schiele. Terriblemente hermosa. ¡Qué dibujante de la concha del pato, Schiele! Y qué pintor. Dibujo un Semidesnudo con camisa levantada (1915). Me excito un poco –dibujar desnudos excita: lo sabe cualquiera que haya dibujado humanos en bolas. Sigo: muy tremenda, extraordinaria la exhibición de Schiele. Creo que Schiele me gusta más que Klimt. Todo bueno, ningún cuadro más o menos. Madre ciega (1914) y Madre con los niños II (1915): hermosísimos. Sus últimas palabras: “La guerra ha terminado –y yo tengo que morir. Mis pinturas deben ser mostradas en todos los museos del mundo”. 28 años tenía. Un animal, Schiele –un animal aristocrático, refinadísimo: esa es la conclusión a la que llego recorriendo la muestra. Maestro del color, también –eso puede verse en los bellísimos “paisajes” de caseríos como The Small Town III (1913).

Museo de Bellas Artes (Budapest). Obras del maestro húngaro MS (MS mester). Bellísimo La Visitación, uno de los paneles del retablo Banská Štiavnica (¡el azul del manto!, el fondo con un aire al yamato-e japonés). También dibujos (muy bellos) de Dürer: The Promenade (c. 1496-1497) y Five Soldiers and an Oriental Man on Horseback (1495). La muerte como motivo central: en todas partes. (Pensar en esto cuando vuelva a Buenos Aires.) En uno de los textos leo una historia medieval: en un cementerio abandonado, tres cazadores se topan con tres muertos vivos. Los muertos les dicen: “Hace tiempo nosotros fuimos como ustedes son ahora, pero muy pronto ustedes serán como nosotros”. Eso es todo por ahora.

Mariano Dupont
Ph / René Burri, Brancusi, Kunsthaus Zürich, 1955

Una versión reducida de este ensayo se publicó en septiembre de 2025 en la revista Seúl.