“¡Quiera Dios que estas confesiones, ya sea por usted o por mí, no lleguen nunca a darse a conocer, ni por quienes viven ahora ni en la posteridad! Porque yo sigo creyendo que la posteridad me concierne. Nadie querría creer que un ser razonable, salido de una madre buena y sensible, haya podido llegar a estos límites. Deseo que esta carta, dirigida solo a usted, la primera persona a quien le hago semejantes confidencias, no salga de sus manos”.
“Ante todo, sálvame”
“Pero tú no me entiendes”
(Baudelaire, a su madre)
En el fragor de la batalla en que sigo el camino de la literatura como guerra, las Cartas a su madre de Baudelaire, traducidas y prologadas por Walter Romero, son justa lectura. Y no hay géneros sino autores y estas cartas – estos trabajos -como se las nombra aquí- son gritos económicos, trágicos, amores y odios. Baudelaire pide dinero a su madre una y otra vez, y reclama por la tutoría económica a la que fue sometido. Evidentemente Baudelaire no era un ecónomo, pero el dinero es contundente signo del gasto de un poeta, de lo que puede y de lo que se gasta su vida y su cuerpo -si extiendo Spinoza- cuando escribe y no hay paga: “¿Facilidad para crear? ¿Facilidad para expresar? Nunca he tenido ni la una ni la otra, y debería saltar a la vista que lo poco que he hecho es el resultado de un trabajo muy doloroso” -dice en una de estas misivas.
Lo que sabe-escribe un autor es la mejor teoría literaria, lo demás son “¡Los belgas, los belgas!”, frase que en nuestra literatura se espeja en “Albania, Albania” de Osvaldo Lamborghini con quien también se hermana Baudelaire en la “incomparable intimidad del orgullo”, repetido por ambos. Y los belgas son los mediocres, los editores que lo enajenan, Ancelle -su tutor económico, su vida esquilmada, la difícil compañía y la enfermedad de Jeanne Duval, su mujer. Walter Romero lo entiende y precisa bien la tragedia de estas cartas, madre e hijo-poeta son un malentendido andante, lo cito: “Baudelaire multiplica las intrigas: la intriga sobre su tutela, sobre la publicación o no de sus libros, sobre el juicio por ultraje a la moral pública que provocó Las flores del mal, sobre sus mudanzas y la incertidumbre de su residencia (en muchos casos para despistar a sus fiadores), sobre las traducciones de Edgar Allan Poe emprendidas con frenesí, sobre sus correcciones incesantes que volvían toda galerada un manuscrito imposible, sobre su frustrado ingreso a la Academia, sobre su fidelidad a Jeanne Duval y sus reclamos pecuniarios, sobre el “terror supersticioso” que le provoca la salud de su madre, sobre su propia estabilidad mental y sus intentos de suicidio, reales o simulados, y sobre sus infaustos días en Bélgica (…).Es un hombre mórbido y afligido quien relata, no sin conmoción, su estado financiero, para recordarnos también de qué modo la literatura —en la primera oleada de una modernidad que él mismo inaugura— se vuelve capital: cuánto vale un poema, qué interés genera una crítica, cuánto cotiza una traducción, cuánto se puede cobrar por una conferencia, por qué el teatro es tan redituable. ´¿Quién sabe si no estarás un día feliz reuniendo todo lo que he hecho?´”. Romero sabe y lee muy bien, no cualquiera lee, no cualquiera traduce. El traductor es una oreja trasvestida genialmente.
Baudelaire es ajeno a la mundanidad y ese es el drama sin atenuantes que incluye la guerra económica que estas cartas escriben. Hay que ser Víctor Hugo con sus éxitos de ventas para ganar la batalla social, esto dejan entrever algunas de estos escritos. Carta al padre de Kafka, un reclamo judío y literario, Cartas a su madre, uno cristiano y también vital, pero el grito económico que hay en ellas hermana a Baudelaire con Dostoievski, con las cartas a su hermano, pidiéndole lastimosamente dinero para vituallas y ropa que le permitan retornar de Siberia, de la casa de los muertos. Y en ambos crece la enfermedad mientras se repite el pedido de auxilio pero Baudelaire reclama desde una singularidad que sabe de su valor. Son dos cristianos, dos morales y dos literaturas distintas.
En nuestras letras, el pedido de dinero a amigos nos llega desde Sarmiento en sus viajes, recuerdo que ya retornando de su gira europea, en EEUU, pide que le remitan fondos a sus arcas vacías, y, además, lleva a Horacio Quiroga, que anda en bicicleta en París para ahorrar y pide a su familia reembolsos. Nicolás Rosa, siguiendo a Barthes, quería una historia literaria del dinero, se preguntaba cómo circulaba en las novelas, quizá, mejor, sea leer cómo chirría en la poesía. La literatura es cosa de ricos -decimos a veces con Hugo Savino, diciendo varias cosas que Baudelaire en estas cartas escribe exacto. Reconocer el motor que es el dinero en la literatura debería ser un parte aguas. Tiempo y dinero, tiempo que es dinero, cobra la literatura a incautos pordioseros de letras tanto como a maleantes letrados de coqueta estirpe literaria: quiero decir que el dinero es parte de la arquitectura lógica de la literatura y de la torturada salud de los autores.
Y mientras Baudelaire escribe estas cartas, se escriben Las flores del mal, los Salones sobre Los contemporáneos, Mi corazón al desnudo y Pobre Bélgica, con el mismo pulso, con el mismo odio, con semejante rencor y pesadumbre, con igual aburrimiento de repetir y repetir porque nadie escucha, ni siquiera la madre. Mientras se escriben las cartas, desfilan los editores de libros, los editores de diarios, algunos pocos amigos, la familia y los conocidos de su madre, pero nadie hace justicia a la obra ni a la vida del literato. Entonces, éstas, son cartas como súplicas, como quejas y humores bajos, aunque Baudelaire es una seguridad elocuente, constata sin ambages que “la literatura importa menos que nunca” por lo que necesita la dureza de la soledad porque casi nadie le es afín. Baudelaire se exige la necesaria constancia en el trabajo que también encuentra en Balzac aunque se reconoce “demasiado sabio y no lo suficientemente laborioso”. En estas cartas, además, encima, está el valor pero simultáneamente, la pérdida del dinero que conllevó vender los derechos de su traducción de la obra de Poe, un autor que siente cercano en lo espantoso y lo abominable. En suma, Baudelaire registra la vida del revés que es la del poeta, mendigo de un salario que le pertenece, solicitante eternamente descolocado de un valor que es suyo, malvendiendo obras mientras se sabe genio y anda nómada en pocilgas y hoteles, viejo y enfermo a los cuarenta años, pero siempre feroz y verdadero, como al afirmar: “Usted sabe que siempre consideré que la literatura y las artes persiguen un fin ajeno a toda moral, y que la belleza de concepción y de estilo me bastan. Pero este libro, cuyo título, Las flores del mal, lo dice todo, está revestido, como ya usted verá, de una belleza siniestra y fría; y ha sido hecho con paciencia y furor. Por otra parte, la prueba de su verdadera valía está en todo lo malo que se dice en contra de él. El libro enfurece a la gente. Sin ir más lejos, espantado yo mismo del horror que podría inspirar, en las pruebas de imprenta he suprimido un tercio de su totalidad. No se reconoce nada, ni siquiera la capacidad de invención e incluso hasta el conocimiento apropiado de la lengua francesa. Me tienen sin cuidado todos esos imbéciles, y sé que este volumen, con sus virtudes y sus defectos, llegará lejos en la memoria del público letrado, al lado de las mejores poesías de Víctor Hugo, de Th. Gautier y aún de Byron”.
Baudelaire supo con Las flores del mal que “Por primera vez en mi vida estoy casi contento. El libro está casi bien y quedará, este libro, como testimonio de mi repugnancia y mi odio por todas las cosas”, en Mi corazón al desnudo también descargará todas y cada una de sus iras porque su obra entera es índice de su repugnancia a lo no literario. Baudelaire se vio desde siempre arruinado para la falta de paz, entendió muy claro el valor del dinero y anotó: “Esta lucha continua dentro de mi espíritu me agota; la melancolía desgasta las facultades. Agrega a todo esto que, con frecuencia, piensa que “no se me hace justicia, y asisto impasible al espectáculo de que sólo a los inútiles les sale todo bien” cuando él, que entiende de “libros, cuadros y grabados”, se sabe impagable.
La presente edición es una selección extensa de la correspondencia a su madre que va desmigajando estas torturas y dolores, la viudez de la madre y la separación largamente demorada del poeta y su pareja, la usura de los feriantes de la literatura, las mudanzas inhóspitas y los pensamientos de muerte de ambos si bien lo que asombra es que Baudelaire se confiesa de literatura con ella y, ella, ¿entendía? Baudelaire habla consigo mismo en estas cartas, aúlla, rechaza y clama sucesivamente: “No necesito tus consejos sobre honestidad, ni reclamarle nada a mi conciencia. Generalmente, oculto mi vida, y mis pensamientos, y mis angustias, incluso a ti. No puedo ni quiero contar la razón última de mi pena. Primero, porque serían como cincuenta páginas. Después, porque sufriría durante cincuenta páginas” o al decir: “Te pido perdón por hacerme el pedante y el misántropo contigo. Estoy convencido de todo lo que afirmo. He recibido una educación terrible, y quizás ya es demasiado tarde para que pueda salvarme a mí mismo”.
Y así, la guerra de Baudelaire será vengarse agradeciendo a sus críticos, postularse para la Academia Francesa, lo que se le vuelve terrible afán, envidia a Flaubert e incluso sabe que tiene epígonos, la escuela Baudelaire le repugna: “
No se les puede negar talento a esos jóvenes; pero, ¡cuántas excentricidades! ¡Cuántas exageraciones y qué juventud más presumida! Hace ya algunos años que me venía encontrando, aquí y allá, con algunas imitaciones y tendencias que sinceramente me alarmaban. Pocas cosas me parecen más perturbadoras que la cuestión de los imitadores, y no hay nada que me guste tanto como saberme solo. Pero no es posible, y parece que la escuela de Baudelaire existe”. Y viene del futuro cuando registra: “Ya no existe más ese mundo encantador y amable que conocí antaño: los artistas no entienden nada, los escritores no saben nada, ni siquiera ortografía. Todo ese mundo se ha vuelto abyecto, inferior quizás a la gente de sociedad. Estoy hecho un viejo, una momia, y me detestan porque soy menos ignorante que el resto de los hombres. ¡Qué enorme decadencia! A excepción de D’ Aurevilly, Flaubert, Sainte-Beuve, no puedo entenderme con nadie. Únicamente Th. Gautier puede comprenderme cuando hablo de pintura. Tengo horror a la vida: voy a huir de la presencia humana, pero sobre todo de la presencia francesa”.
Entonces, corre a Bélgica para hundirse más, pocos saben que la irritación es el estado habitual de un autor que se hunde en el deber de ser agradable sin conseguirlo, pero su arma es “no dignarse”. “No te dignes” -le escribe en su carta final Tsvietáieva a su hijo, el mismo orgullo altivo que Baudelaire esgrime ante editores, acreedores, incluso ante su madre y eso porque los autores andan en “el tiempo de la verdad” -como dice Helene Cixous.
Laura Estrin
Los belgas, los belgas. A partir “Cartas a su madre”
Trad. Walter Romero, Blatt & Ríos, 2025
https://blatt-rios.com.ar/