Lucía Mazzinghi: Todos vamos a morir / Sofía González Bonorino

“Encontrar un hueco y sentarse a escribir en continuidad con la vida”
Lucía Mazzinghi

Todos vamos a morir es una explosión de vida. Como si la sola alusión a la muerte bastara para que los días de la narradora se incendien, con un fuego vital que la arrasa a ella y a su escritura, a ella que es escritura.

La muerte es simple, sin rodeos, no tiene pliegues, escribe Jankélévich. Contra esta amenaza tanática, la autora desarrolla “con manos trágicas”  su obravida,  Nos transmite una experiencia que tiene la fuerza de hacernos existir de otro modo, mientras se prolonga la lectura. ¿Y después? Después algo cambia en uno, como sucede con la buena literatura, que nunca concluye, que permanece en nosotros, en perpetuo movimiento, transformándonos y transformándose también ella. La obra se actualiza y adquiere nuevos modos de existir  cada vez que la leemos.

Para Lucía Mazzinghi, los hechos de cada día rechazan sus antiguos nombres. Tonalidad de una lengua que  fluye, que es capaz de adelgazarse hasta penetrar en los recovecos más estrechos de la memoria. Las palabras de la autora se desprenden de las horas y los días para instaurar otro tiempo. Parecen volar, se metamorfosean, se agrandan, se achican,  se ríen de sí mismas, se complacen, se enojan, caen y se levantan, se acercan a las cosas, se alejan. Nacen y mueren.  Los nombres rompen sus asociaciones habituales, pierden familiaridad, y en esa terrible soledad de las palabras, en ese extrañamiento, en ese percibir las cosas como por primera vez, las palabras, ahora nuevas,  van construyendo la realidad. Los nombres arman una herencia, una herencia propia,  porque “la sangre sola nunca es suficiente. La herencia es una conquista, una reconquista.”

Estar vivo dentro de una escritura viva, de eso se trata.

La infancia es pasado, presente, futuro: universo en expansión al que la autora  vuelve, una y otra vez. Siempre otra, siempre distinta. “Soy la guardiana del baldío dorado de mi infancia”, afirma. Y luego: “Poner el vacío, poner el oído, poner la luz. La reconstrucción de la infancia es un acto de fe”.

Fe en un  tiempo que, ella lo sabe, no está perdido. Sacar la infancia del ámbito pétreo del recuerdo. Hacerla verdadera. Infancia: ese lugar en el que la vida es más potente que nunca.

La narradora, atenta al “mordisco de la nostalgia”, se hace escritura en el movimiento como de un río fragmentario que corre en todas direcciones, envolviéndonos, mientras leemos, en un ritmo casi corporal.  El cuerpo es palabra, y la palabra es cuerpo.

La palabra busca su luz, irradia, como un enorme ojo, visiones que esperan su forma, una forma que la autora va encontrando a medida que escribe, a medida que vive.

Se estudia, con desapego: “Se me cierran los ojos, es difícil ver con tanta luz.”
Y en la oscuridad lunar que se asoma, por detrás del anhelo vibrante de un sol total, siempre imposible, la autora nos deja ver eso que no termina nunca de decirse.

La escritura de Mazzinghi está peligrosamente viva. Va, de alguna manera, contra el mundo, que nos quiere dormidos, sumisos, parte de una red infinita de automatismos y repeticiones, zombis terminales, diría Luis Thonis.

“Mi letra es como un cuerpo descoyuntado”, afirma la autora. Lengua desatada, en libertad, la alegría epifánica de estar sola, fuera de grupos o cofradías, “escribiendo lo que se me canta.”

Kierkegard dice que cuando la muerte está, yo no estoy, y cuando yo estoy, la muerte no está.
Como la escritora que es, Mazzinghi reconoce el verdadero riesgo: morir en vida. Sí, todos vamos a morir, pero no ahora, mientras escriba, parece decirnos. Y  nosotros podemos decir con ella: todos vamos a morir, pero no ahora, mientras leemos.

Tolstói, que también también llevaba un diario, un diario que duró toda su vida, escribió: «Me encontraba recogiendo el polvo de la habitación cuando me acerqué al sofá y no pude recordar si lo había limpiado o no. Como estos movimientos son habituales e inconscientes no podía acordarme y tenía la impresión de que ya era imposible hacerlo. Pero es que si lo había limpiado y después lo había olvidado, si había actuado inconscientemente, entonces era igual que si nunca hubiera ocurrido. Si alguien lo hubiese visto conscientemente se podría restituir. Pero nadie lo vio, o si alguien lo vio pero también inconscientemente, entonces ese momento estaría perdido para siempre. Si toda la vida compleja de tantas personas ocurre de manera inconsciente, sería como si nunca hubiera existido.» (Anotación del diario del 1 de marzo de 1897)
Shklovski, en El arte como procedimiento (1917), se refiere a este fragmento concluyendo: “Así se pierde, quedando en nada, la vida. La automatización devora las cosas, los trajes, los muebles, la esposa y el miedo a la guerra.”

En Todos vamos a morir hay una plena conciencia del reto que implica una biografía ligada a la experiencia. Lucía Mazzinghi se enfrenta al ruido del mundo. Escribir contra ese ruido banal tan difícil de silenciar porque nos protege de la angustia de estar vivos. Y en este ruido perdemos cotidianamente nuestros días.

El miedo a la muerte ataca el deseo de vivir. Corta de raíz los impulsos de la vida, los apaga. Por miedo a morir, no vivimos. Porque la vida está llena de peligros. La autora reconoce este problema que disuelve, termina con el sujeto. Al final, como decía Arenas, el alma suele morir antes que el cuerpo y la calle está llena de cadáveres.

Mazzinghi, en cambio,  está viva, y desea estarlo a toda costa. Asume los riesgos de vivir y desplaza la muerte, que se alza frente a ella y frente a nosotros, lectores,  como una sombra inútil.

Ella se rebela contra la muerte, en este caso, contra la lengua “domesticada, programada, eficiente, frita y refrita.” […] “Subrayo: son corderitos tan cartesianos, que lo que no esté bien entendido, admitido, del todo conforme… ¡pura y simplemente no existe!… ¡solo lo que está bien entendido cuenta!…”

Frente a la escritura momificada, escritura de comunicación, que dice lo mismo para todos, Mazzinghi deja plasmado en estos Diarios el riesgo adrenalínico de estar vivo.

La mirada, como recién despierta, descansa en los objetos. Parece decirnos que no entender es esencial para que la vida no pierda su singularidad.

Y ante la “maldita muerte putísima”, escribe, mil veces maldita, ella  sabe que de lo que se trata es de  “Poner o no poner la sangre en el desear”.

El desear, nos queda clarísimo al leer este libro, el desear no puede surgir en un mundo que es el mismo para todos. No por casualidad estos Diarios abarca los años 2019 y 2020, este último de epidemia y cuarentena.

“Un mundo en el que hasta los muertos contagian” afirma la narradora. Mes a mes, se va escribiendo, a ella y a ese mundo solo suyo, en una vida que no sería vida sin su curiosidad inagotable, sus lecturas, sus grandes amores: músicos, escritores, libros, héroes literarios, geografías… En el organismo iluminado, expansivo y exuberante de sus páginas palpita la naturaleza, no esa Naturaleza con mayúscula, heredada del siglo XVIII que subsiste, como recurso, en ciertos colectivos eco militantes.

“Termino de anotar estas palabras bajo el sol rojo y violeta de un atardecer de sábado caluroso en la provincia de la pampa república argentina américa del sur, occidente, planeta tierra, sistema solar, vía láctea, Universo.” La narradora va de lo inmediato a lo infinitamente lejano y múltiple. A lo que no envejece, no pasa, a lo que está fuera de las garras de la muerte.

Esa  naturaleza, a la que hace existir, y para la que va encontrando nombres propios, es también la de sus lecturas, por ejemplo la naturaleza de  Fitzcarraldo, en la que ella, lectora, vive mientras dura su inmersión en el diario de Herzog.  

Los perros de campo crecen solos como los héroes de su infancia: Tom, Huck, Lazarillo de Tormes, Marco de los Apeninos a los Andes. El paisaje rompe las fronteras que se cierran afuera, a medida que la epidemia avanza.  El campo argentino crece, nos despierta una sed difícil de saciar, despide olores y va tomando formas que nos fascinan, formas mazzingheanas, la tierra se va llenando de nombres. Algunos de vieja herencia: víboras, (“creo que es una yarará”) mosquitos, ramas, abrojos, gallinas- Mazzinghi nunca se conforma, jamás busca refugio en la convención del nombre- una gallina no es cualquier gallina: no es la misma que la de los otros,  es una gallina que me pertenece, parece decirnos la autora. Esa gallina se hace literatura en el  cacareo estúpido de una tarde de verano.

Naturaleza y literatura se enlazan, se entraman, comparten un mismo aparato respiratorio, y en este vaivén continuo del tiempo que fluye, vida y escritura se fusionan, mostrando que una, sin la otra, no es más que algo espectral, mecánico, muerto.

La vida, opacada por los estereotipos sociales, los convencionalismos y los miedos, recupera  su luz. Nace, una y otra vez, en cada movimiento. La autora se proyecta en nuevas combinaciones vitales. Maternidad: amor intenso, generoso, lleno de preguntas. Hijas, alguien a su lado (N), un trabajo atravesado por voces y certezas locas,  una estructura de nombres fundantes, que corren por sus venas, van formando una red de arterias para alimentar el esqueleto que la sostiene.

Leer Todos vamos a morir es leer también el registro  de lecturas de una autora locamente voraz,  que, ante todo, se hace existir. Desfilan por sus páginas los escritores  que van dando forma a los días y los sueños de la narradora: Kerouac, (Primera frase del diario: “Escribo esto porque todos vamos a morir, dice Jack Kerouac en Visions of Cody,”) Joyce, Celine, Bukowski, Beckett, Sánchez, Cormac McCarthy, Marina Tsvietáieva, cada día instala su propio tiempo, su propia música, los escritores amados son sus contemporáneos.

En un mundo donde el cuerpo es espectáculo, ella escribe: «No soporto cuando los diarios viran a diarios de enfermedades. Esa manera de diseccionar las partes del cuerpo, de mirarse tan de cerca la dolencia física, me irrita. Me gusta que la textura sea la de un tejido, llena de agujeros, entradas cortas, pinceladas. Leve, filoso, abierto como una carcajada o un paso de baile, como un trueno o un llanto repentino.»

“Todos vamos a morir, pero yo no me quiero morir”. La narradora  se afirma en lo que parece una declaración de principios. “Escribo en tiempo real. El deseo de vivir empuja, es fuerte, va encontrando su surco como el agua, avanza, se cuela.”

Los sentidos abiertos al  misterio de lo cotidiano. Lo inmediato como mística: la percepción se abre a los miles de  detalles que solo el ojo, el oído, la respiración, al entrar en ritmo, en el ritmo del presente, develan: la escritura de Mazzinghi nos lleva sobre sus alas, nos da felicidad con su sentido del humor, sus tonalidades («El flamenco fucsia me mira con su ojo negro eternamente abierto. La gata le desconfía») sus pulsaciones («Higos dulces y carnosos. Su olor a madera, a verde sombrío, a viento. Van bien con jamón crudo (como los prepara Z), van bien con los poemas de Ritsos o algún canto de la Odisea y la jarra de loza llena de flores rojas y la hora de la siesta, donde todo es secretear y planear estrategias.») y su  lirismo («El muro roído del lenguaje, ladrillo y argamasa, sobre ese muro áspero froto mis dedos, mi lengua, mis oídos, este mundo muro mío hecho de otros que ya son míos.»).

Los buenos autores nos desafían a librar una batalla en la que a veces, no nos sentimos capaces de participar. Estamos bien. O creemos que estamos bien. Nos sentimos cómodos con nuestra vida. Adaptamos nuestra velocidad a la velocidad del mundo. Cuantas veces al abrir un buen libro, como éste, en el que el autor puso su vida ahí,  nos resistimos a entrar en  la lectura. Porque leer es también leernos. 

La libertad de pensamiento de Lucía, su búsqueda de un lenguaje que sea sólo suyo- pincelada y melodía- la conciencia despierta, que no teme lo desconocido, hace que uno como lector sienta que tiene el deber de arriesgarse. Es una cuestión ética. Pero a nuestro favor sabemos que un buen escritor nos preserva de la disolución. Nos permite, si nos damos la oportunidad, si no tenemos miedo a pensar, a experimentar, a percibir de otro modo el pasado, los diversos tiempos de nuestro organismo, nos permite, digo, acceder a una realidad más real que la otra, la que se vive afuera de la lectura, la realidad del mundo, que es común, que ya ha sido inmovilizada por las mentiras, los prejuicios, la cobardía, la costumbre, el conformismo, el anhelo de una seguridad que no existe, que la sociedad nos hace creer que es necesaria para protegernos de la muerte, pero que se nos vuelve en contra, porque al final, en el momento último, tal vez nos demos cuenta de que no hemos vivido, como le ocurrió a Iván Ilich, el inolvidable personaje de Tolstói.

Sofía González Bonorino
Leído en la presentación del libro de Lucía Mazzinghi: Todos vamos a morir, (Diarios 2019- 2020) El Fatalista, 2023