El viento sopla en la dirección indicada y con la fuerza justa, no es muy intenso, se desliza como una sencilla brisa que porta el impulso necesario para concluir con la anhelante espera que agobia a los hombres. Es el atardecer y todos sobrellevan en su agitada humanidad la apagada excitación de saber que algo extraordinario está por suceder, y no precisamente por los azares de la naturaleza, sino por el designio de un logro técnico que habrá de transformar la fisonomía de los rostros humanos para volverla extraña, inexpresiva, homogénea, con el aspecto quimérico de no ser ni mamífero ni insecto.
Es el 22 de abril de 1915 y un extraño silencio atrapa la imaginación de los soldados en las cercanías de la ciudad de Ypres.
Síntesis
El final semeja una difuminada disculpa, una justificación por la brevedad de lo dicho, por lo escueto de las palabras que no aparentan hacerle justicia al conocimiento logrado. Pero, aunque legítima, puede que no haya sido la principal razón para la casi imperceptible excusa formulada por nuestro autor (Alfred Russel Wallace). Es posible que sus intuiciones sobre las nuevas y excepcionales conquistas que imagina en relación con la síntesis de diferentes sustancias y compuestos lo hubiesen inquietado tanto que no era dable otra sensación que la disconformidad con la austera descripción que le era posible formular sobre una ciencia que supone tan digna como la física. Tal ansiedad pudo verse exacerbada por la consideración y la esperanza de que esos mismos procesos químicos que enuncia podrán constituirse, con el tiempo, en un logro instrumental de tal envergadura que, de ser utilizados con sabiduría, habrán de promover el bienestar y el progreso, revirtiendo la miseria que sabe y denuncia para su propia época.
Tras describir algunos de los más significativos logros técnicos en el campo de la química, Wallace concluye uno de los capítulos más breves de su obra El siglo maravilloso de la siguiente forma:
De este modo se ve que la química, como ciencia, tiene descubrimientos novedosos de una naturaleza tan sorprendente como aquellos que ocurren en el campo de la física. La dificultad para observarlos aquí se debe en gran parte al hecho de que ya tenemos en los capítulos anteriores algunas consideraciones sobre aspectos, tanto cotidianos como industriales, de invenciones químicas. Iluminación de gas, lámparas de aceite de petróleo, fósforos “Lucifer”, y todas las maravillas de la fotografía que son esencialmente aplicaciones de la química, y, esta última, con sus maravillosos resultados, tanto en las artes y en sus diversas aplicaciones en la investigación astronómica, no es superada por los logros de cualquier otro departamento de la ciencia. [1]
En un párrafo anterior de su trabajo, Wallace resume lo que considera algunos de esos grandes logros de la química de su tiempo como la síntesis de sustancias orgánicas que habrían de marcar el desarrollo industrial durante la primera mitad del siglo XX.
El carbón de hulla nos ha proporcionado una maravillosa serie de materias colorantes tales como la anilina y otros tintes, mientras que a partir del mismo material se producen benzol, ácido carbólico, nafta, la creosota, quinina artificial, y sacarina, un sustituto del azúcar. Los nuevos explosivos, tales como la dinamita y la nitroglicerina, se producen a partir de materias grasas, animales o vegetales, mientras que algunos de los mayores triunfos de la química moderna son la producción artificial de sustancias naturales que, se suponía, solo podían ser consecuencia de procesos orgánicos. Tales son el tinte índigo, el ácido cítrico, la urea, y algunos otros. [2]
El conocimiento científico y tecnológico, lejos de la universalidad que sugiere la descripción anterior, carente de nombres y actores, tiene un tiempo y un espacio, involucra de manera diferente a las naciones y a los pueblos y se define en rostros concretos como el de Justus Liebig, creador en 1825 junto a otros dos profesores de un Instituto químico-farmacéutico con el fin de impulsar la formación de profesionales en el campo de la química. Rechazado en un primer momento por la universidad, este centro se convertirá, por su concepción pedagógica, en una de las piedras basales para el liderazgo tecnológico de Alemania, nación constituida como II Reich tras la guerra franco prusiana. Con el correr de los años el de Liebig, junto con otros institutos de formación académica, promoverán el desarrollo de la química orgánica vinculada a la producción industrial. El mundo alemán liderará la obtención y la manufactura de colorantes artificiales impulsando la investigación sobre la estructura y la síntesis de miles de otros compuestos orgánicos. En sus estados se crearon empresas como la Chemische Fabrik E. Merck, la Badische Anilin und Soda-Fabrik (BASF), Agfa, Bayer y Hoechst AG, tan relevantes para la historia contemporánea, como lo pueden ser las nobles luchas libertarias, las crueles batallas o la muerte industrial en los campos en la cual muchas de esas empresas participaron escudadas en el silencio de los actos burocráticos y en la pulcritud de sus oficinas lejanas al barro del frente de guerra y al gas de las falsas duchas en los Lager. Muchas de estas mismas empresas participarán en una forma particular de organización institucional de la investigación científica que colocará a Alemania en un lugar dominante con respecto a otros países europeos. Promovidas por Friederich Althof, director del Real Ministerio Prusiano de asuntos eclesiásticos, educacionales y médicos, fueron creadas en tierras germanas una serie de instituciones científicas que, financiadas por poderosos industriales, se debían dedicar solo a la investigación, desligándose del deber por la enseñanza, la cual sería una obligación particular de las universidades. Hacia 1911 y como forma de recuperar un papel directriz del Estado en los asuntos científicos y tecnológicos, se crea el Kaiser Wilhelm Gesselschaft, que nucleará bajo su administración a los institutos de investigación financiados con capitales privados y cuya prioridad investigativa queda, en el comienzo, definida por los dos primeros centros que se crean en Dahlem, Berlín. Uno será dirigido por Emil Fischer, célebre químico galardonado con el premio Nobel y el otro por Fritz Haber, quien, un par de años antes, había propuesto un proceso para la síntesis del amoníaco.
Guerra: los comienzos
Lejana geografía para las naciones de Europa y lejano también el padecer de soldados y marinos que luchan en el pacífico y en el yermo territorio donde se entrecruzan los intereses de Bolivia, Perú y Chile por el salitre, fuente única de nitratos para la agricultura y la producción de explosivos. Lejana tierra para alemanes, franceses e ingleses que sin embargo requieren ese salitre. La guerra del Pacífico, que condenó a Bolivia a ser un país mediterráneo, le dio a Chile y a los capitales ingleses el monopolio de las sales nitrogenadas. Sin embargo, poco a poco, ese recurso habrá de perder su valor gracias al ingenio técnico de los químicos alemanes, hecho que puede resumirse en las grandilocuentes y excesivas palabras de Fritz Haber cuando le fue concedido en 1919 el premio Nobel correspondiente al año anterior por la síntesis del amoníaco:
Es posible que este proceso no sea la solución final. Las bacterias del nitrógeno nos enseñan que la naturaleza, con sus sofisticadas formas en la química de la materia viva, utiliza métodos que aún no sabemos cómo imitar. Baste decir que, mientras tanto, mejorar la fertilización nitrogenada de la tierra trae nuevas riquezas nutritivas para la humanidad y que los productos de la industria química pueden ayudar a los agricultores que, en la buena tierra, pueden transmutar las piedras en pan. [3]
En los años previos a la Gran Guerra, sin embargo, la coartada de ser benefactor de la humanidad que late en este pensamiento no parecía tan valiosa y puede que de no mediar la derrota de Alemania, estas palabras hubiesen sido distintas porque, en los tiempos anteriores a la batalla, lo verdaderamente significativo era lograr la producción de explosivos con independencia del nitrato chileno. Haber, ante todo, era un nacionalista alemán y por eso el drama que recorre la síntesis del amoníaco y de los nitratos; desde los umbrales de la Primera Guerra Mundial hasta la derrota del II Reich, se resume en un pensamiento que le pertenece y según el cual, en tiempos de paz, la ciencia sería universal, pero si es dada la guerra entonces la pertenencia de esa misma ciencia queda restringida al ámbito de la patria. Este juicio, por cuestionable que sea, tiene la virtud de erosionar, desde el compromiso de uno de sus más relevantes actores, la idea de que la ciencia podría erigirse por sobre las contradicciones de la historia y por sobre las pasiones políticas de los hombres. Además, revela el riesgo de una representación que supone a los científicos como actores universales de los dramas que marcan el devenir de los distintos pueblos y culturas. La transmutación de las piedras en pan, gracias a los fertilizantes artificiales producidos a partir del amoníaco obtenido por el método de Haber, puede ser un hecho cierto pero también lo son los muertos y los cegados por los gases químicos utilizados en el frente de combate, solo que en 1919 y con la derrota sobre la espalda, no era posible reivindicar con orgullo este logro técnico. Es interesante, en este punto, hacer un pequeño desvío para reflexionar sobre aquello que con el tiempo termina por ser juzgado como un éxito de la ciencia y sobre aquello que es relegado al olvido subsumiéndolo en la categoría de pseudociencia o de error, atribuyendo la responsabilidad de las dramáticas consecuencias, las que fuesen, a cualesquiera de todos los otros actores sociales. El filósofo español Reyes Mate sugiere el siguiente pensamiento:
La ciencia que todo lo cura y todo lo sacia, no sabe, claro, de pasados irredentos. Solo le interesa el pasado que ha tenido lugar y ha llegado hasta el presente, es decir, el pasado victorioso. Benjamin contraponía vigorosamente la ciencia a la memoria precisamente por sus diferentes actitudes respecto al pasado de los vencidos. Para la ciencia ese pasado es irrelevante, sea porque ha pasado mucho tiempo y ha prescrito, sea porque no hay quien se haga cargo de la factura pendiente. Por eso la ciencia archiva el pasado. La memoria, por el contrario, abre los expedientes que la ciencia archiva porque, ella sí, reconoce la vigencia de sus preguntas, aunque no tengan respuestas, aunque nadie pueda pagarlas. ¿Qué se deduce de todo esto? Que no se puede dejar en manos exclusivas de la ciencia la interpretación de la realidad. No se puede identificar ciencia con razón.[4]
El 4 de agosto de 1914, el ejército alemán cruzó la frontera Belga en su ofensiva contra Francia. Doce días más tarde la ciudad de Lieja capitulaba, poco después lo hacía Bruselas. De manera irreversible, y con el avance sobre Bélgica, las acciones bélicas se generalizan abandonando el acotado territorio de los Balcanes, núcleo de fuertes conflictos de carácter nacionalista, para comprometer a gran parte de Europa y hacia el final de la guerra a los Estados Unidos. Pero la lucha no sucede únicamente en el frente de batalla, ocurre también en el campo de las letras y en el de la invención, porque se deben dar justificativos que legitimen los actos que conducen a la muerte y a la mutilación y porque la investigación científica y tecnológica debe perfeccionar o desarrollar novedosos armamentos.
Guerra: el pacto
No hay otra posibilidad técnica que el silencio. Ni ruido, ni habla, ni siquiera el más leve de los murmullos puede existir. En ese silencio vive el sentido trágico del dinero, del poder que otorga, del amor que pretende comprar, desplegando su dura y negada crueldad.
En el apagado paisaje de su habitación, Balduin lamenta su suerte de pobre estudiante. Frente a su escritorio, reflexiona con una desanimada mirada que vaga sin atención sobre el mundo, tanto que no se percata de la entrada del viejo Scapinelli. Hombre bajo y ligeramente encorvado, porta una galera y un bastón que, sin embargo, son incapaces de darle dignidad. Vivificado por su malévola sonrisa y por una insidiosa mirada apenas oculta tras los redondeados lentes de sus anteojos, extrae de su bolsillo una pequeña bolsa llena de dinero que le promete al pobre la imposible riqueza. Las monedas y billetes caen sobre la madera de la mesa que hasta hace poco sostenía la desvencijada alma de Balduin, que sospecha y pregunta por el precio de tan alta fortuna. El hombre bajo agiganta su estatura y su poder elevándose sobre la rústica madera de una incómoda silla. Muestra con grandilocuencia el escueto contrato, tan breve y preciso como risible es lo que demanda:
«Declaro haber recibido 100.000 monedas de oro, a cambio de lo cual, doy al señor Scapinelli, el derecho de tomar lo que quiera de esta sala.»
Balduin. Praga, 3 de mayo de 1820.
Sorprendido por tan bajo costo, Balduin recorre con su vista el miserable cuchitril donde nada, de lo poco que hay, tiene valor. “Tome lo que quiera”, le propone, y firma. Sabe que tiene todo por ganar, solo que no ha mirado con suficiente atención al hombre que le concede la riqueza con tan extraña generosidad. Scapinelli lo apunta con su bastón mientras voltea la cabeza hacia el espejo donde los dos hombres proyectan su humana forma. “Señor estudiante Balduin, quiero la imagen suya que se refleja en el espejo, este es mi secreto”.
Balduin observa espantado como su figura abandona la hondura de la pantalla para acompañar a Scapinelli, quien se despide con una amable y sardónica reverencia agitando su indigna galera. El joven estudiante de Praga abandona su desazón en la creencia de que las faltas éticas, incluso las más severas, pueden ser olvidadas. Además —un pacto es un pacto—, y el que firmó le ofrece una enorme riqueza. Pero Balduin no pudo, no quiso, comprender el verdadero precio al que todo acuerdo con el diablo obliga.
Ludwig Fulda era ya un reconocido escritor alemán cuando en 1914 redactó la primera versión del Llamamiento al mundo civilizado (Aufruf an die Kulturwelt), documento que pretendió ser un justificativo a la invasión de Bélgica. Firmado por noventa y tres personalidades, entre los que se encontraban artistas, científicos, historiadores, teólogos, juristas, filósofos y filólogos, se constituyó en una trágica y extrema defensa del militarismo:
Como representantes de la ciencia y del arte alemán, por la presente protestamos al mundo civilizado contra las mentiras y calumnias con que nuestros enemigos están tratando de manchar el honor de Alemania en su dura lucha por la existencia, en una lucha a la que se ha visto forzada. La boca de hierro de los acontecimientos ha demostrado la falsedad de las derrotas alemanas; por consiguiente la falsedad y la calumnia demuestran su entusiasmo en este trabajo. Como heraldos de la verdad se levantan nuestras voces en su contra.
No es verdad que Alemania sea culpable de haber provocado esta guerra. Ni el pueblo, ni el gobierno, ni el emperador la han querido. Desde la parte alemana se ha hecho todo lo posible por evitarla. El mundo posee sobre esta cuestión documentos irrefutables. A lo largo de sus veintiséis años de reinado, Guillermo II ha demostrado muchas veces ser el protector de la paz mundial; muchas veces sus adversarios lo han reconocido. Y ese mismo emperador, a quien ahora se aventuran a llamar Atila, ha sido ridiculizado por décadas debido a su amor inquebrantable de la paz. Solo después de mucho tiempo, cuando una poderosa fuerza que, tras el acecho en las fronteras, se lanzó desde tres flancos, se lanzó sobre nuestro pueblo que se levantó como un solo hombre.
No es verdad que atravesamos una neutral Bélgica. Se ha demostrado que Francia e Inglaterra habían resuelto que no lo fuera, y del mismo modo se ha demostrado que Bélgica había accedido a esa estrategia. Hubiera sido un suicidio por nuestra parte no haber tomado la delantera.
No es verdad que la vida y la propiedad de todo ciudadano belga ha sido violada por nuestros soldados sin que amargamente haya sido necesario, porque una y otra vez, a pesar de las repetidas amenazas, los ciudadanos ponen emboscadas, disparando a las tropas desde las casas, mutilando a los heridos, y asesinan a sangre fría a los médicos mientras están haciendo su trabajo samaritano. No puede haber ningún abuso más vil que el ocultamiento de estos crímenes con el objeto de que los alemanes parezcan ser delincuentes, solo por haber castigado justamente a estos asesinos por sus malas acciones.
No es verdad que nuestras tropas trataran brutalmente a Lovaina. Furiosos de haber caído a traición sobre ellos en sus barrios, nuestras tropas, con los corazones doloridos, estaban obligadas a imponer un castigo a una parte de la ciudad. La mayor parte de Lovaina se ha conservado. El famoso ayuntamiento está bastante intacto, porque con gran autosacrificio nuestros soldados lo salvaron de la destrucción por incendio. Todos los alemanes, por supuesto, lamentan mucho si en el curso de esta guerra terrible han sido destruidas obras de arte o vayan a ser destruidas en algún momento en el futuro, pero pese a nuestro gran amor por el arte, que no puede ser superado por ninguna otra nación en el mismo grado, debemos rechazar decididamente comprar una derrota alemana por el coste de salvar una obra de arte.
No es cierto que nuestra guerra no respete las leyes internacionales. No conoce la crueldad indisciplinada. Sin embargo, la tierra del Este se satura con la sangre de mujeres y niños masacrados sin piedad por las salvajes tropas rusas, y en el Oeste, las balas mutilan los pechos de nuestros soldados. Aquellos que se han aliado con los rusos y serbios, y presentan una escena vergonzosa ante el mundo como el de incitar a los mongoles y negros contra la raza blanca, no tienen ningún derecho a llamarse a sí mismos defensores de la civilización.
No es cierto que la lucha contra el llamado militarismo sea una lucha por la civilización, como nuestros enemigos hipócritamente pretenden que sea. Si no fuera por el militarismo alemán, habría sido extirpada la cultura alemana. Para su protección surgió en una tierra que durante siglos había estado plagada de bandas de ladrones como en ningún otro país habían existido. El Ejército alemán y el pueblo alemán son un todo, y hoy esta conciencia fraterniza setenta millones de alemanes, sin distinción de rango, posición oficial y partido.
No podemos quitar de las manos de nuestros enemigos el veneno de la mentira. Lo único que podemos hacer es anunciar a todo el mundo que nuestros enemigos han dado falso testimonio; es a vosotros, que nos conocéis y que habéis vigilado con nosotros los bienes supremos de la humanidad, a quienes apelamos.
¡Creednos! Creed que llevaremos el combate hasta el final como un pueblo cultivado, al que la herencia de Goethe, de Beethoven, y de Kant le es tan sagrada como su hogar y su tierra. En ello empeñamos nuestro nombre y nuestro honor. [5]
La suerte de Fulda se fusiona con la del protagonista de El estudiante de Praga, película muda que fuera estrenada en 1913, en los umbrales de la Primera Guerra Mundial. Su pacto fue con el militarismo y un exacerbado nacionalismo, el mismo que décadas más tarde lo condenaría por su condición de judío. En 1933 y por la Ley de Restablecimiento del Servicio Civil Profesional, legislación antisemita del régimen nazi, fue dejado cesante de sus cargos, incluida su filiación a la Academia de Artes de Prusia: al serle negada la visa de ingreso a los Estados Unidos, se suicidó en Berlín en 1939.
Fritz Haber, quien firmó el manifiesto, tuvo un destino más trágico, porque su compromiso con el nacionalismo y el militarismo alemán fue aún más intenso.
Guerra: el gas
Es un río extenso, con un nombre que designa la identidad de una batalla, de un combate que impone un nuevo límite, una frontera que los generales no imaginaron.
Tras el combate del Marne, el avance alemán se detiene. Los soldados quedan varados en las fosas que cavan para sobrevivir, o para morir, o para caer heridos intentando la defensa o esperando una victoria que la guerra de trincheras parece negar.
El tiempo pasa implacable, pero la línea del frente permanece quieta, sumida en una lucha que no concluye. La navidad ya no será en las casas, ni en las plazas, ni con los hijos, ni con los placeres y dolores de la vida diaria. A pesar de los ataques no hay triunfos, solo se siente lo que parece ser una permanente derrota. En las galerías que recorren el terreno, los hombres se mueven como si fuesen hormigas bajo el mandato de las inviolables leyes de la naturaleza. Solo les queda la miserable rutina de tener que esperar el dramático fin de la vida personal. La guerra no progresa. Quienes deben decidir las acciones en el frente esperan nuevos desarrollos técnicos para que sus ejércitos puedan quebrar el statu quo de la red de fosas, zanjas y alambres de púas. Fritz Haber sugiere un armamento inédito. Aunque la idea no es totalmente original, ya se habían utilizado sustancias irritantes en proyectiles, supone una aplicación técnica distinta y efectiva, que parece portar la tramposa virtud de no violar la convención de la Haya de 1899 según la cual, “las potencias signatarias debían abstenerse de usar todo proyectil cuyo único objetivo fuese la difusión de gases asfixiantes o deletéreos”. Tal como lo reconoce el general von Falkenhayn, jefe del Estado Mayor del Ejército alemán, no es lo mismo rellenar proyectiles con gas letal que liberarlo para que el viento lo conduzca hacia territorio enemigo.
Fritz Haber confía en el cloro. Almacenado en cilindros metálicos, puede guardarse en la propia trinchera hasta que las condiciones meteorológicas permitan su utilización efectiva.
Albrecht von Wurtemberg, comandante del 4º ejército que se bate en Ypres, es el único oficial alemán que acepta colaborar en el primer ataque químico con gas cloro.
Walther Nernst, Otto Hahn, Gustav Hertz y James Frank, futuros premios Nobel, forman parte de la llamada Unidad de desinfección Peterson que posteriormente formará el 35 regimiento de zapadores (Pionierkomando), cuya función es probar y ejecutar la perspectiva de la guerra química desarrollada por Haber.
Max Born, un joven físico, quien también recibiría el galardón de la Academia Sueca, se niega.
En marzo, el regimiento 35 de zapadores se desplaza hacia el frente, a la zona de Ypres. Finalmente, los casi seis mil cilindros se instalan en la explanada de las trincheras, sobre bases de madera, cubiertos con potasa para neutralizar posibles fugas de cloro. El ataque será contra las fuerzas franco-argelinas dado lo óptimo de su disposición en un terreno favorable para la dispersión del gas.
Es el amanecer del 22 de abril de 1915. A las 4:00 horas debe comenzar el ataque, pero no hay viento. Las horas pasan, el día se hace extremadamente largo, todo se parece al infinito, detenido y eterno. Finalmente, poco después de las 17:00 sopla una brisa del Este y se abren las válvulas para liberar ciento cincuenta toneladas de cloro. En un principio y debido a la condensación de agua, se forma un velo blanco que cubre la línea alemana. La nube del mortífero gas se expande verde amarillenta a más de veinte metros por sobre el suelo. Cien segundos más tarde llega a las líneas francesas. Los soldados, aferrando sus gargantas, huyen por la parte trasera de las trincheras. En su libro La nube venenosa, Ludwig Haber describe el ataque pensado por su padre:
La primera orden de alerta de liberación del gas fue dada el 14 de abril a las 22.30 y cancelada a la 1:45 del 15 de abril. La segunda fue el 19 de abril a las 15:00 pero hubo una contraorden. Para entonces el [Alto Mando] se había vuelto cauteloso, y debido a la amenaza rusa en el frente austro-húngaro era renuente a enviar reservas destinadas para el Este para algo tan incierto como completar un ataque de gas. La tercera alerta fue dada el 21 de abril a las 17:00, primero se pospuso para las 4:00 del 22, luego para las 9:00 y más adelante para la tarde. Las tropas, los Pionierkomando y los especialistas habían tenido poco tiempo de descanso y estaban al borde de sus fuerzas. Estaban seguros de que los aliados habían sido alertados. Y de hecho así era. Tres semanas antes, algunos prisioneros le habían contado a los franceses, todavía al sur de Salient, sobre la instalación de los cilindros y en marzo había habido evidencia visual de la explosión de cilindros de gas. Pero los franceses ignoraron las advertencias…
La apertura simultánea de casi seis mil cilindros que liberaron ciento cincuenta toneladas de cloro a lo largo de siete mil metros en unos diez minutos fue espectacular…En minutos, los soldados franco-argelinos de las líneas del frente y de las de apoyo estaban envueltos por el gas asfixiante. Los que no se sofocaban entre espasmos huyeron, pero el gas los siguió. El frente colapsó. [6]
Poco después las tropas alemanas entran en las aldeas de Langemark y Pilkem, pero no avanzan hacia Ypres. Por la noche las fuerzas aliadas han vuelto a ocupar el mismo lugar en las mismas fosas de las que habían huido por el gas. El escritor Rudolf Binding relata su vivencia en Langemark:
Los efectos del certero ataque con gas fueron horribles. No puedo sentir complacencia alguna con el envenenamiento de seres humanos. Por supuesto, en principio el mundo entero protestará encolerizado para después imitarnos. Todos los muertos yacen sobre sus espaldas, con los puños cerrados, todo el campo es amarillo. Dicen que Ypres debe caer ahora.
Uno puede verla arder pero no sin sentir una punzada por la bella ciudad. Langemark es un montón de basura y todos los montones de basura se parecen, no hay sentido en la descripción de alguno de ellos. Todo lo que queda de la iglesia es la puerta de entrada con la fecha “1620”. [7]
Al día siguiente se produce un ataque contra el flanco de soldados canadienses. El resultado de la segunda batalla de Ypres está decidido. No hay triunfo, ni siquiera un soplo de honra, solo quedan quince mil víctimas de un armamento que marcará la vida de los pueblos de una forma en la que sus impulsores no pudieron imaginar. La nube venenosa de Ypres le dará una nueva forma al rostro humano: la máscara de gas.
Algunos meses después, en septiembre del mismo año, la predicción de Binding se torna real: los ingleses, en la batalla de Loos, realizan su primer ataque químico. Cada potencia beligerante desarrollará nuevas variantes para asfixiar y matar. Sin embargo, y con la frialdad del necesario análisis instrumental, es legítimo afirmar que los gases químicos no fueron un armamento que haya torcido el curso de las batallas y por supuesto tampoco el de la guerra. Fueron los fusiles, los cañones, los tanques y los cuerpos los que decidieron la suerte en la lucha de trincheras.
A pesar del impacto generalizado de los agentes químicos en el campo de batalla, los comandantes, y el Estado Mayor respectivo, tuvieron dificultad para ajustar su pensamiento y la planificación para poder hacer un uso efectivo de estas nuevas armas que eran totalmente diferentes a las de cualquier otro tipo con la que hubiesen sido entrenados. Los comandantes y el Estados Mayor no solo tuvieron dificultades para determinar cómo iban a emplear la nueva arma y aprovechar su ventaja táctica, también tenían que considerar los efectos del gas enemigo en sus propias tropas. Al participar en el conflicto sin la preparación para la guerra química, los comandantes nunca comprendieron plenamente el potencial del gas en el campo de batalla. [8]
Sin embargo y lejos del análisis numérico sobre las víctimas, incluso bajo el riesgo de una injusta lectura anacrónica, debemos considerar lo que no fue pensado, posiblemente por una fe ciega en la técnica, imaginada como una poderosa fuerza capaz de reducir por sí misma el dolor y las incertidumbres de lo humano que erróneamente se cree solo son los semejantes, no el “enemigo”. Cuando se abrieron las válvulas para liberar el cloro en el frente de batalla, se desplegó una nueva lógica que en poco tiempo mostraría un rostro más temible, aún más aterrador que el expresado en la inhumanidad de las máscaras, o en la asfixia, o en la ceguera de las trincheras. El gas utilizado en el frente de batalla se expandió mucho más lejos de lo imaginado impregnando a toda la sociedad, influyendo en la forma de ver el mundo:
La experiencia de la guerra condujo a una especie de trauma colectivo de todos los países participantes. El optimismo de la década de 1900 había desaparecido por completo, y los que lucharon en la guerra se convirtieron en lo que se conoció como “la generación perdida”, ya que nunca se recuperaron totalmente de sus experiencias. Para los años siguientes, gran parte de Europa se sumergió en un duelo. Se erigieron monumentos, recordatorios y cementerios en miles de pueblos y ciudades. Los soldados que regresaron a sus hogares después de la I Guerra Mundial fueron testigos de horrores que nunca antes se habían visto en la historia. A pesar de que fue entonces comúnmente llamado neurosis de guerra, ahora se sabe que muchos de los soldados que regresan sufrían trastorno de estrés postraumático. La experiencia del soldado con el gas contribuyó a sus horrores.
Este trauma social se manifestó de diferentes maneras. Algunas personas se rebelaron contra el nacionalismo y lo que supuestamente había causado y comenzaron a trabajar por una perspectiva de carácter internacionalista, apoyando a organizaciones como la Liga de las Naciones. El pacifismo fue cada vez más popular. Otros tuvieron la reacción opuesta, la sensación de que solo se podía confiar en la fuerza y en el poderío militar como forma de protección en un mundo caótico e inhumano que no respetaba las nociones hipotéticas de la civilización. Perspectivas “antimodernistas” fueron una reacción en contra de los muchos cambios que habían tenido lugar dentro de la sociedad. El ascenso del nazismo y el fascismo incluyen un renacimiento del espíritu nacionalista en los años anteriores a la II Guerra Mundial y, en principio, un rechazo a muchos de los cambios de la posguerra. Un sentimiento de desilusión y cinismo se cristalizó junto con un nihilismo cada vez más popular. Los horrores del gas venenoso, sin duda, contribuyeron a sostener una desilusión sobre la humanidad. [9]
T4
El médico observa con la misma atención o indiferencia que otras veces. Lee el expediente y lo marca con una cruz roja para que se incluya al paciente en el tratamiento que está obligado a recibir en alguna de las respectivas clínicas. Stephen Chorover, bajo una forma ficcional, relata uno de aquellos procedimientos terapéuticos:
Imagínese, por ejemplo, que forma usted parte del personal médico de un gran hospital psiquiátrico en las afueras de una ciudad importante. La institución es un destacado centro docente con una larga y honorable tradición médica en el que el adiestramiento clínico impartido a los estudiantes ha sido siempre de gran calidad y donde los pacientes han recibido, por lo general, los mejores tratamientos posibles a manos de expertos en neurología y psiquiatría, humanos y capaces.
Imagínese además que, acompañado por otras personas como usted —clínicos, investigadores, directivos—, un dignatario que visita el centro está cumpliendo la obligada inspección. (…)
La visita oficial de inspección está a punto de finalizar. Todo el grupo, incluidos usted mismo y el visitante distinguido, contempla a través de una ventana como unos veinte pacientes mentales, escoltados por los celadores del hospital, entran en el área de tratamiento, limpia y brillantemente iluminada. Los pacientes permanecen tranquilos mientras los celadores abandonan la sala, cerrando las puertas tras ellos. A la señal de uno de sus colegas, un miembro del personal oprime un determinado interruptor. Nada ocurre en los primeros segundos: los pacientes continúan tranquilamente de pie. Entonces, de repente comienzan a dar muestras de agitación, jadean, tosen, gimen, intentan inhalar con desesperación. Uno por uno van desplomándose. El tratamiento ha terminado. La manipulación del entorno ha producido una modificación de la conducta bien definida: los veinte pacientes están muertos. [10]
Clínicas como Hadamar o Sonnenstein, donde ocurrieron hechos como el que narra Chorover, fueron dos de los más importantes centros de ejecución para la Acción T4. Fueron lugares donde los rostros zoomorfos definidos por las máscaras de gas se trastocaron, contra el sentido que tuvieron en las trincheras, en expresión del humano deseo por la vida, porque a diferencia de lo que ocurriera en la Gran Guerra, ahora no había soldados, y para garantizar la muerte tampoco debía haber ninguna protección. Las víctimas ni siquiera sabían lo que realmente estaba sucediendo. Esta vez el gas debía expandirse contra la mirada desnuda de personas que habían sido declaradas “sin valor”.
El programa Acción T4, denominado así porque sus oficinas centrales se encontraban en la calle Tiergartenstraße 4, implicó la muerte sistemática de quienes fueron juzgados por el régimen nazi como “vidas indignas de ser vividas”(Lebensunwerten Leben). Según sus ejecutores se correspondía con un acto eutanásico porque no solo se beneficiaba a la sociedad en general sino que, además, se realizaba un acto compasivo hacia quien moría en manos del Estado. De hecho, mientras miles de personas eran asesinadas con monóxido de carbono en los “sanatorios” por la acción “piadosa” del Estado alemán, en Viena, Konrad Lorenz, médico y biólogo estudioso del comportamiento animal, publicaba el siguiente texto académico:
De la amplia analogía biológica de la relación entre el cuerpo y la úlcera cancerosa por una parte, y un pueblo y sus miembros convertidos en asociales por deficientes, por otra, se deducen grandes paralelismos, salvando las naturales diferencias… Todo intento de reconstrucción de los elementos destruidos en relación con la totalidad es, por lo tanto, desesperado. Por suerte, su extirpación es más fácil para el médico del cuerpo social, y para el organismo supraindividual menos peligrosa, que la operación del cirujano en el cuerpo individual. [11]
En 1973, Lorenz recibió el premio Nobel por sus descubrimientos concernientes a la organización y la aparición de patrones en el comportamiento individual y social. Aquel mismo año publicó un trabajo cuyos significados más relevantes nos remiten a su escrito de 1940 revelándonos cuán resistentes pueden ser, y cuán fácilmente son aceptados los juicios dichos en nombre de la ciencia y bajo la protección de premios y galardones, aunque sus consecuencias sean en extremo severas porque promueven o justifican la exclusión e incluso el exterminio. Nos permitimos discutir la concomitancia entre la ontología existencialista de Martin Heidegger y el nazismo, pero no hacemos lo mismo en relación con los trabajos sobre etología de Konrad Lorenz. Pareciera haber cierta inmunización con respecto a una crítica de las ciencias de la naturaleza y ciertos aspectos trágicos de su historia. En su libro Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Konrad Lorenz revive aquello que escribiera en 1940, con el agravante de haber sido redactado tras la Shoah y los experimentos médicos nazis. Es significativa la excusa en las últimas oraciones del apartado que citaremos y que corresponden al capítulo titulado, de forma harto problemática, como “Deterioro genético”:
Sobre todo la criminología sabe demasiado bien cuán pocas son las expectativas de convertir en seres humanos sociables a los llamados débiles mentales. Esto vale tanto para los débiles mentales de nacimiento como para aquellos que han tenido la desgracia de adquirir casi la misma perturbación por falta de educación, especialmente por internación (René Spitz). La falta de contacto social personal con la madre durante la más temprana infancia produce —siempre que no cause cosas aún peores— una incapacidad para establecer relaciones sociales cuya sintomatología es sumamente similar a la de una debilidad mental innata. De manera que de ningún modo todos los defectos innatos son incurables pero, en todo caso, menos aún son curables todos los adquiridos. El antiguo principio médico en cuanto a que “prevenir es mejor que curar” también es de aplicación a las perturbaciones psíquicas. (…)
La actual forma distorsionada de una democracia liberal se encuentra en el extremo máximo de una oscilación. En el extremo opuesto, del cual el péndulo viene desde no hace mucho tiempo, figuran Eichmann y Auschwitz, figuran la eutanasia, el chauvinismo racial y la justicia por linchamiento. Tenemos que tener en claro que hacia ambos lados del punto en el que cual el péndulo se pararía si estuviese en reposo hay valores auténticos: hacia la “izquierda”, el valor del libre desarrollo individual; hacia la “derecha”, el valor de una salud social y cultural. Hacia ambas direcciones son los excesos los que se vuelven inhumanos. La oscilación continúa y ya se divisa en los Estados Unidos el peligro de que, como reacción a la completamente justificada pero sencillamente desmesurada rebelión de la juventud y de los negros, el exceso le ofrezca a los reaccionarios de derecha un bienvenido pretexto para predicar el contragolpe con la misma vieja e incorregible desmesura. Sin embargo, lo peor de todo es que estas oscilaciones ideológicas no solo carecen de contención sino que presentan una peligrosa tendencia a autoalimentarse para convertirse en una catástrofe por falta de regulación. Es misión del científico tratar de hallar la manera de moderar esta oscilación diabólica.
Constituye una de las muchas paradojas en las que se ha metido la humanidad que, también en esto, los requerimientos en cuanto al trato humanitario del individuo se encuentren en contradicción con los intereses de la humanidad. La inferioridad del asocial marginal puede estar causada tanto por lesiones irreversibles sufridas en la más tierna infancia (¡internación!) como por carencias hereditarias, pero nuestra compasión con él impide que el no-marginal reciba la protección que necesita. Uno ni siquiera puede utilizar las palabras “anormal” y “normal” en relación con seres humanos sin ser inmediatamente sospechado de estar promoviendo la cámara de gas. [12]
En enero de 1942 se celebró la conferencia de Wansee en la cual se definió lo que sería conocido como la “Solución Final”, el exterminio de once millones de judíos europeos. De forma similar al programa T4, y bajo la excusa de la mejora biológica de la humanidad, las personas serían asesinadas por medio del gas. Nuevamente, como posibilidad de lucha y sobrevivencia las máscaras estarán ausentes, frente al Zyklon B solo habrá rostros y cuerpos desnudos.
Fritz Haber
“Yo era más que un gran líder de ejércitos, más que un capitán de industria. Mi obra llevó a la expansión militar e industrial de Alemania. Todas las puertas se abrían ante mí”. Pensamiento agónico de quien pactando con el poder no lamentó, como le ocurriera a Balduin, la pérdida de su reflejo en el espejo. Ahora es expulsado por el poder que le niega valor a su conversión religiosa, a su nacionalismo, a su pragmatismo técnico, regresándolo al rechazado judaísmo tiznando su espíritu con el ánimo del desahuciado, de quien pertenece a la nada, sin tiempo ni espacio. Morirá en 1934 fuera de Alemania, en Basilea, cuando, invitado por Chaim Weizmann, se dirigía a trabajar en el Instituto Sieff en territorio del actual Israel que en aquel momento se encontraba bajo mandato británico. Muchos de sus parientes serán asesinados en las cámaras de gas, lugar de muerte que no imaginó ni pensó pero que, de alguna forma, ayudó a crear. Haber fue un prominente teórico de la utilización de sustancias químicas como armamento. A pesar de la muerte y la ceguera, jamás hizo una crítica sobre su idea de aprovechar ciertos compuestos desarrollados con fines ajenos a la batalla para transformarlos en artefactos bélicos. Además, una vez finalizada la Primera Guerra Mundial y a pesar de la prohibición que pesaba sobre Alemania, siguió comprometido con la producción de gases letales.
En 1919, lejos del ámbito militar y como parte de su interés por los problemas de la producción agrícola, desarrolló un plaguicida que décadas más tarde sería utilizado en las cámaras de gas de Auschwitz y Majdanek. Aunque su muerte haya ocurrido en los umbrales del poder nazi y varios años antes de que comenzara el genocidio contra la judeidad europea de la que formaba parte, no nos es dable concederle una presunción de inocencia con respecto a la forma de asesinar en la Shoah porque como precursor de la guerra química inspiró el uso de su pesticida, el Zyklon B, como herramienta para el genocidio. Como afirmara el dramaturgo Tony Harrison en la obra Square rounds: “nunca vivirá para ver cómo sus paisanos alemanes aprovecharon su forma de matar contra sus paisanos judíos”.
Lo dicho aquí no debe verse como un dictamen condenatorio en busca de alguna forma de imposible justicia histórica, sino como fuente de reflexión sobre el presente que nos toca habitar. Podemos entender con mayor precisión lo que aquí sostenemos si consideramos algunas reflexiones en relación con determinados escritos de Charles Darwin referidos a los yaganes de Tierra del Fuego, a quienes consideraba “la clase más baja de hombres” o a la condición de la mujer sobre la que afirmó: “La diferencia fundamental entre el poderío intelectual de cada sexo se manifiesta en el hecho de que el hombre consigue más eminencia, en cualquier actividad que emprenda, de la que puede alcanzar la mujer”. Stephen Jay Gould se pregunta si debemos etiquetar a Darwin “como racista y sexista impenitente a lo largo de toda su trayectoria, desde las ingenuidades de su juventud hasta las profundas reflexiones de su madurez”. Por supuesto la respuesta que nos ofrece en su escrito “El estado moral de Tahití y de Darwin” es cuestionable en muchos puntos, no podría ser de otra forma sobre tan conflictivo tema, pero es más que interesante y porta el valor de promover la reflexión sobre un problema difícil. Aquí hemos de considerar solo un breve párrafo, el que hace a la cuestión que el autor denomina genérica y que refiere a la imposibilidad de comprender (tal vez pudiera ser aprender de) la historia cuando escalamos un supuesto Olimpo moral para juzgar desde su cima la actitud ética personal de cada uno de los actores del pasado. Ubicarse en las alturas del paisaje ético no es una táctica ingenua, es un acto de carácter intolerante y fundamentalista porque nos excluye de cualquier obligación o consideración para con el otro pensado como un sujeto autónomo. Pero este hecho de carácter autoritario es, la más de las veces, difícil de percibir, en particular cuando ocurre desde el campo de la ciencia donde se lo puede ocultar bajo la máscara de un bello humanismo. Según Gould:
… ¿Cómo podemos censurar a alguien por el hecho de repetir un prejuicio propio de su época, por mucho que deploremos hoy en día tal actitud? La creencia en la desigualdad racial y sexual constituía un credo clásico e incuestionable entre los varones de clase alta de la sociedad victoriana, seguramente tan controvertido como el teorema de Pitágoras. Darwin construyó una lógica distinta para explicar una certidumbre compartida por todos, y sobre ello sí podemos emitir algún juicio. Pero no veo qué objeto pueda tener la crítica virulenta de la aceptación, en gran parte pasiva, de las creencias populares. En lugar de eso, analicemos por qué un desatino tan potente y pernicioso pudo instalarse en las conciencias de entonces como certidumbre indiscutida.
Si decido repartir la culpa de los males sociales del pasado de manera individual, no quedará nadie digno de estima en algunos de los períodos más fascinantes de nuestra historia. Por ejemplo, y hablando a título personal, si tacho de inaceptable a todo antisemita victoriano, el repertorio musical y literario digno de mi aceptación resultaría triste y exiguo. Pese a que no albergo ni sombra de simpatía por los inquisidores activos, no puedo repudiar a todos los individuos que aceptaron de forma pasiva los criterios más arraigados de su sociedad. En lugar de ello, rechacemos estos criterios e intentemos comprender las motivaciones de los hombres de buena voluntad. [13]
Paradoja del escrito de Gould porque la última oración califica al actor de la historia, afirma aquello que se supone no debiera ser dicho. Esto nos lleva nuevamente a la tarde del 22 de abril de 1915 en las cercanías de Ypres. El viento sopla en la dirección esperada. En las trincheras alemanas Fritz Haber comanda la Unidad de desinfección, que es responsable de la supervisión técnica para la colocación y utilización de los cilindros con cloro. Está expectante. Tal vez se piensa como un hombre de buena voluntad.
Renuncia
Tras los ataques con gas, la agonía sellada en los cuerpos golpea la conciencia de los hombres definiendo una desgarradora ambivalencia. Haber es la figura humana que lo encarna: se pudo pensar a sí mismo como benefactor de la humanidad porque su proceso de síntesis del amoníaco permitió aumentar los rindes de la producción agrícola, pero tras la batalla de Ypres fue definido como criminal de guerra. La máscara de gas, forma del rostro humano heredada de la Primera Guerra Mundial, obliga a la reflexión, la que disuelve la ambigüedad porque desintegra al benefactor de la humanidad y deshace cualquier lugar sacro en el que la actividad tecno-científica podría encontrar refugio. De esta forma nos será posible expandir su comprensión porque habremos de entenderla como un hecho cultural y político. Si tenemos conciencia de este espacio simbólico, puede que seamos capaces de despojarnos de las engañosas promesas de un siglo maravilloso, de la búsqueda de la divinidad en los logros que promete la neurociencia y en el acto biológico que busca la perfección en un cuerpo técnicamente rediseñado. En estos tiempos, en el siglo XXI, no debemos olvidar el pensamiento de Rudolf Hess cuando sostuvo que el Nacionalsocialismo no era otra cosa que biología aplicada. La deriva eugenésica de las ideas darwinianas y las consideraciones de Alfred Russel Wallace sobre la vacunación y el origen de la mente humana nos advierten sobre las dificultades de nuestras decisiones, en particular cuando las defendemos porque las sentimos reflejo de nobles ideales. ¿Podremos renunciar a la idea de salvación tecno-científica para transformar su desarrollo en una condición que nos provea algo más de justicia, un poco más de gozo, y de ser posible, dolores menos intensos a pesar de los nuevos y difíciles problemas que habremos de enfrentar?
Eduardo Wolovelsky
El siglo maravilloso / C.C. Ricardo Rojas, 2016, UBA.
ph/ Soldados británicos con una ametralladora Vickers, usando máscaras anti-gas en la Batalla del Somme
[1] Alfred Russel Wallace, The wonderful century, its successes and its failures, Toronto, George N. Morang, 1898, p. 92.
[2] Alfred Russel Wallace, The wonderful century, its successes and its failures, Toronto, George N. Morang, 1898, p. 90.
[3] Fritz , Haber, “The synthesis of ammonia from its elements. Nobel Lecture”, June 2, 1920, <http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/chemistry/laureates/1918/haber-lecture.pdf> [Consulta: 25 de mayo de 2014].
[4] Reyes Mate, De Atenas a Jerusalén. Pensadores judíos de la modernidad, Madrid, Akal, 1999, p. 78.
[5] Citado en: José M., Sánchez Ron, El poder de la ciencia. Historia social política y económica de la ciencia (siglos XIX y XX), Crítica, Barcelona, 2007, p. 570.
[6] Citado en: Max F. Perutz, Los científicos, la ciencia y la humanidad, Barcelona, Granica, 2002, pp. 33-34.
[7]Rudolf G. Binding, A fatalist at war, Houghton Mifflin, Boston, 1929, p. 64. El subrayado es del autor.
[8] Walter S. Zapotoczny, “The Use of Poison Gas in World War I and the Effect on Society” en <http://www.wzaponline.com/PoisonGas.pdf> [consultado: 25 de mayo de 2014].
[9] Walter S. Zapotoczny, “The Use of Poison Gas in World War I and the Effect on Society” en <http://www.wzaponline.com/PoisonGas.pdf> [consultado: 25 de mayo de 2014].
[10] Stephan L. Chorover, Del Génesis al genocidio, Buenos Aires, Orbis, Madrid, 1985, pp. 17-18.
[11] Citado en: Benno Müller-Hill, Ciencia mortífera, Bacelona, Labor, 1985, p. 22.
[12] Konrad Lorenz (1973), Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Barcelona. Plaza y Janés, 1985. Pp. 31-32.
[13] Stephen Jay Gould, Ocho cerditos, Barcelona, Crítica, 1994, p. 255.