El oído es la puerta vaivén de la intuición
Reynaldo Jiménez
La vida de Paulo Leminski (Curitiba, 1944-89) nos dice que fue poeta, novelista, traductor, compositor, publicista, biógrafo, agitador cultural, crítico y ensayista, además, claro, de cinturón negro en judo. Su Catatau es uno de los puntos más altos de la poesía experimental latinoamericana. “Novela-idea”, donde el propio Leminski elude toda percepción meramente descriptiva que pudiera presumirse completa de antemano y por lo tanto provista de una ya cerrada congruencia.
Resulta difícil pensar en un libro más excesivo que Catatau. Escrito entre 1966 y 1975, su autor estuvo pacientemente trabajando cada página de esta novela-idea, preso de un agudo sentido de liberación experimental. El grado de densidad poética que alcanzó no tiene parangón, haciendo quedar a Lezama Lima como un amateur de la lengua, un desabrido coleccionista de vocablos exóticos. En Catatau, esa experiencia abismal narrada en primera persona, toda explicación es redundante, por lo tanto carece de argumento; el libro implica el estallido de un espesor y textura de un instante dilatado. Un espacio enardecido en el tiempo intersticial. Un “ego-trip”. Un canto coral, desdoblado. Heterogéneo. Se trata de un impulso calculado en función de su rotura y en previsión de nuevos impulsos; un pensamiento que no responde a ninguna necesidad conocida. Por eso se abstiene de la conclusión moral. Libro centrípeto, lisérgico, busca captar en vivo, el proceso de la lengua portuguesa operando al compás de la desmesura. Tras su lectura, el lector pierde por lo tanto la manía de buscar cosas claras (léase: un mensaje). Se deja, en cambio, invadir por su presente continuo. El verbo así enciende otro juego: su música aportuñolada.
Todas las ramas del saber humano parecieran desfilar por estas páginas en transe. Entre lo sagrado y la iconoclastia, el flujo narrativo pendula furioso, polisémico. Pues “catatau” exhibe inúmeros significados en portugués y en brasilero, lo que multiplica –y potencia- los sentidos. Así late, desbocado, en fuga permanente hacia “la frontera entre lo inteligible y lo enigmático probable”, según definió el propio poeta muerto en 1989.
Con su ritmo tropicalista y una voz oscilatoria que entrecruza registros, Leminski domina los signos en la combinatoria: disuelve la distinción entre la prosa y la poesía y utiliza ampliamente la parodia y la sátira. Locuciones populares, extranjerismos, pasajes en alemán, latín… Es un texto lleno de refracciones, difracciones, desvíos, que impactan –repican- sobre las palabras, las sentencias, el lenguaje y la lógica. Es un texto polilingüista. Leminski lo escribió entre sus 20 y 28 años, y se adelantó a su tiempo por varias décadas.
La primera traducción de este hito a nuestro idioma fue realizado con ferviente heroísmo por el poeta Reynaldo Jiménez para Editorial Descierto, saldando así, una importante asignatura pendiente. Pone en circulación una obra límite. Disruptiva, libertaria, visual: total. Una novela que ensambla otras leyes. Nuevas catástrofes de signos, revelando dentro de los parcos límites del instante, un mundo rizomático de simultaneidades barrocas. Compartimos, entonces, las palabras con el traductor y poeta, Reynaldo Jiménez sobre su experiencia.
AM- ¿Cómo y cuándo surge la posibilidad de traducir “Catatau”?
RJ- La demorada urgencia con que acometí la traducción de Catatau no da ni para datas exactas. Fue una traducción buscada, o deseada, que inicié, después de poco más de una década acechándolo con ese anhelo, sin saber si algún editor se animaría siquiera a considerar su publicación, y tampoco, todavía, con el permiso explícito de sus legítimas herederas y editor. Los cuales fueron gentilísimos conmigo cuando me decidió a encarar el viaje sin vueltas, y porque ya “estaba persuadido” de que Catatau es en sí un-viaje-de-ida.
En principio traducirlo empezó siendo como para mí, destilado íntimo, para estudiar el libro yendo a cada partícula sígnifica e informal que se ahí, en efecto, por resonancia se presentan, siguiendo la posición de los signos de la más simple y a la vez exigente de la lectura poética, que es ése el tempo o enhebrado de velocidades donde se juega este libro desplegado en tanto y en cuanto textil. En el fraseo, respirando cada elemento, la infinita gama de decisiones que Paulo Leminski asumió en ese trance, no sabría decir hasta qué punto intermitente, sino francamente continuo de ocho años en que se puso el cuerpo al componerlo.
Que habrá sido lo más parecido a dejarlo venir, escucharlo alucinando como quien surfeara desde adentro la siempre furtiva concavidad en línea de fuga de la pororoca de esas junturas: el transoceánico dilema del sujeto moral y socializado, portador de las semillas significantes de una vasta tradición filosofante, humanista en toda su contradicción, más —si no contra— el dilatado instante extrahumano de los crecimientos selváticos en que la presencia humana no queda sino como la anécdota autorreferencial, muy cerca del rasguño que sería la esencia de cualquier trazo, inscripción.
Quiero decir: ese grito anterior a la voz (odumodneurtse, en el revertido espejo a que Vallejo “obliga”, otra, muy otra situación del ojo que lee, su tacto-en-acto) que amenaza por todas partes al sujeto cartesiano y sobre todo a la mentalidad, esa inflación, en cualquiera de sus rasgos, o todos juntos, como a la vez, en una cascada o arremetida de sobresaltos, que son, a su vez, conociendo un poco la biografía de Leminski, kakemonos de koans —alla Kerouac en el mecaniscrito de On the road, en cuanto despliegue de un rollo-ruta, aquí expandido hasta la implosión de las partículas en un párrafo único, un soliloquio esquizo que se presta a toda suerte de copulaciones imaginario-verbales, para desplegar transmutaciones, andanadas caleidoscópicas en que se ensaya, desde ningún aglutinar preexistente, salvo a partir de la imantación rítmica de las cosas-palabras.
Poniendo la atención en la sucesión en friso del jeroglífico mestizo, signo a signo, insisto, ya que en Catatau decir velocidades es tener que leer cada vez más despacio, averiguarse uno ahí leyendo cada recodo de un terreno infinitamente accidentado e irregular y que tiende al desacostumbramiento, desde luego sin enunciarlo. Al revés de esas continuas enunciaciones de propósitos que regulan el intercambio habitual de las levantadas de dedo y otras admoniciones a cargo de figuras supuestamente respetables de las letras, aparte bien adentro del “idioma”.
Acá, si hay asunto, pasa en la anexacta medida en que el ojo lector acompañe cada árbol-detalle sabiendo que el bosque-obra no se va a completar, ni redondear, ni al final, que tampoco hay, en cuanto conclusión lógicamente esperable después de tanto tiempo invertido en la lectura (o sea libros como Catatau desarman la lógica funcional de semejante inversión). Y porque en la captación simpática de Natura, el gran personaje-ambiente de las infinitas caras que en el libro involucra al desamparado Renato, el sin relato, lo que prima (y vera) es el ciclo.
El poema épico no, sino la épica poemática: pasa de pronto por el ojo lector del estallido del instante, expansión hacia lo informe en un ritmo que sólo se consigue en compasión de todas las arritmias, al asumir la ucronía de un ciclo innumerable, con lo cual Catatau, mix entrópico-epifánico, augura, en subtexto, utopías instantáneas que no ceden a la retención de su fijación nocional, y en esto que vale asumir esta “novela-idea”, tal plantea Leminski desde la portada, bajo el título, también como una ampliación genérica.
Ensayo en torno a la incógnita americana, monólogo que de hecho ha sido llevado a la situación performático-teatral, conjuro cuya letanía nos hace reír, todo el tiempo, incluso y sobre todo de nuestros propios tropiezos ante la letra chica, ante el detalle: ese empecinamiento por “corregir lo que está mal escrito”, la sospecha final, a falta de fin discurso o de mera entretención del habitué en los anecdotarios del culebrón novelado, de si no se tratará nomás de una gran errata, retrete porque nada retrata, ¡ni un personaje psicológicamente rescatable!
Desde ningún afirmar ni negar ni interrogar (la arrogancia del presunto “estado de pregunta”), la expansión de un momento, y así es cómo uno tuvo que acercarse a la potente irradiación de ese calor, con intención de la mayor aproximación isomórfica a toda esa irregularidad, aprovechar las posibilidades informalescentes de un guarañol, más que una lengua romance de llegada, un romance entre lenguas tan abierto y promiscuo como en el fraseo aborigen del magma-jazz leminskiano.
Como se sabe, la primera versión de Catatau fue el breve relato “Descartes con lentes”, del cual consisten, más o menos, el arranque y la declinación, o sea la madrugada y el momento en que se retira la luz de la relación, en términos cíclicos. Ya que final del libro no hay, en cuanto a que en Catatau se cierre alguna cosa, se estatuya una conclusión respecto a algo, aparte ese suspenso que deja vibrando, cuando cesa la transmisión, que nadie podrá leer de una sentada (la lectura continua en voz alta del libro, leído por distintas personas, podría haber llevado, si mal no consigno, unas 24 hs.).
Es por esa consistencia orgánica en transversalidades que el bordado leminskiano no coagula propósitos tópico de ninguna especie, aportando así, tan suelto de cuerpo, a la demolición de clichés.
AM- Personalmente, ¿qué es lo que más te atrajo de él como escritor?, ¿una simpatía estética-ideológica, lingüística, tal vez?
RJ- Leminski es uno de esos monstruos sagrados hacia quien uno puede darse el permiso, descarado y gozoso, de ejercitar la devoción. Cualquier acercamiento al tipo y a su obra va a resultar suscitativo, aproximación que puede ser hacia cualquiera de los aspectos de ese obrar leminskiano, además de su instigante vinculación, lateral y central a la vez, de lo que podría, hoy, entenderse, ya noción expandida, como tropicalismo. Obviamente hay una afinidad con diversos aspectos de este tremendo acechante de la palabra.
Sin descuidar tu pregunta, Augusto, la simpatía —compartida con muchos— hacia una figura y sobre todo una poética como la de Leminski, todo lo que ahí concurre, en tantos niveles, es inevitable, tiene el valor de los encuentros despertantes, sobre todo para alguien, como uno, que creció en los 60 y 70s. Aunque obviamente la figura trasciende esas y otras categorías, claro.
AM- ¿Qué premisas pensás debe encarar una buena traducción de un texto?, ¿existe la traducción definitiva?
RJ- No creo que exista la traducción definitiva, para nada, claro que no. Desde el momento en que no hay un texto definitivo. La mera transcripción de las sucesivas ediciones suele alterar en ínfimos o gravitantes detalles el devenir mismo de los vínculos con ese textil, caso los textos sagrados y las constitucionales nacionales, que deben ir mutando junto o a destiempo de los devenires de las comunidades en los que influye.
Por suerte un textil como Catatau, tan incorporante del accidente —Leminski dejó, en la segunda edición, que alcanzó a revisar y para la que había empezado a redactar notas de acompañamiento, de las que quedaron las primeras que llegó a hacer, junto a los dos ensayos-manifiestos que aparecen ahí, algunas erratas tipográficas de la primera edición, por considerarlas confluyentes con el desvariar del monólogo implicado, razón y relieve de esa voz confusa, coral a veces, desdoblada, anamórfica y deforme, irónica y tricksteriana, yudoka en su evitación de las adiposidades narrativas, minucioso en esa su actitud de abolición del relato y del discurso, poniendo adelante las texturas como saliendo de una garganta visibilizadora, como en la moviola de un empalme donde los fotogramas equivalen a cascadas de koans demoliendo las vilezas del razonamiento lineal o a lo sumo bidimensional.
Si traducir es una experiencia vital para el lector que busca afinar el oído interno, abrir aun más su capacidad de escucha en la lectura, haber pasado por esta versión de Catatau también implicó, entre muchas otras cosas, aprender primero duramente, luego alegremente, como en una liberación poética, porque es precisa, porque pone en foco —en tono— que de pronto no se puede “traducir bien” como tampoco se podría “escribir bien” (o mal), que la cosa no pasa por ahí, sino que remite a un proceso de rumia incesante, más acá del control de la razón conciente y supuestamente madurante del asunto implicante (valgan las rimas, chan-chán).
O al revés: nada cierra en Catatau, el final del libro es la luz de un día que se va, la señal del ciclo concéntrico, casi. El texto me suena a lo terminado (“terminé la novela, terminé la tesis”) mientras que el textil poemático, por así decir eventualmente y no para fijar el rótulo a manera de neonoción, es lo abierto, incluso lo que tiende a lo deshilachado y a lo informe.
Hugo Savino lo dice bien en una entrevista, con mejores palabras: mientras que todos saben qué es la novela, qué es el poema, el artista de la escritura es justo aquel que no sabe qué es el poema o la novela, aquel que vive la escritura en un proceso, no en vista a una consecución, a la colocación de un artefacto verbal en una serie en que se reconozca una idea de tradición, por ejemplo de males.
Es esa vida inesperada, a veces inhóspita del textil, lo que me interesa “traer” al intentarle una versión. De ahí el carácter electivo, insisto, de proyectos, largamente acariciados por otra parte —me llevó más de doce años asimilar el libro antes de animarme a verterlo— como el de traducir Catatau.
AM- Sobre la traducción, el ejercicio de traducir en sí. ¿Se vive como un acto de “posesión”, es decir, estar bajo el poder mántrico del autor a traducir?… Me gustaría saber cómo fue esa convivencia con la respiración personalísima de Leminski a medida que encontrabas las palabras en nuestro idioma…. Ese instante áureo, si se quiere, de comunión…
RJ- Sí, en este caso sí, me arrebató. Agradecimiento infinito por esa oportunidad. Esa voz que hace sonar adentro de la cabeza. Una circulación de laberintos reminiscentes y de estratos que hace aflorar todo el tiempo. La sensación de una épica, pero una épica distinta, ojo, no en el sentido en que la encajona para su estudio, en el formol de los tópicos literarios, de la falsa tradición, sino una épica del lenguaje en sí, habitado en cada detalle a la manera de un magma barrocodélico (término que es un regalo de Haroldo de Campos en su trato con Catatau): una épica del instante.
El tipo de lectura que te pone en el instante. Soportes para un tipo de meditación que no legitima al meditador sino que lo descoloca, lo co-loca, lo enloquece en sus preceptos y en su premura de sentido. De ahí lo de novela-idea, subtítulo del propio autor, que podría hoy parecernos un poco ingenuo, por el tecnicismo aparente, pero que releído sin embargo no deja de instilar un llamamiento a entrar a circular en(tre) otros andariveles de conciencia (de inmanencia).
Entendí, a la segunda versión de tres, siendo la tercera la invencida, la que quedó disponible para su publicación, por fin, fue durante esa segunda etapa de la traducción, marcada como tal por esto justamente, que esa respiración es la de un personaje de ficción que, careciendo de “paisaje contextual” del tipo descriptible, como en la Novela Siglo XIX que nos sofoca, e incluso de psicología (el Descartes de Leminski sería una entidad lingüística, como bien se encarga él mismo de apuntar) podría, cómo no, convertirse en el propio Leminski (uno de los pasajes en holandés ha sido interpretado por ahí como un posible autoepitafio: de darse una nueva edición en nuestra zona idiomática, trataré de que esos pasajes, que no supe, por razones obvias, traducir, estén disponibles en forma de notas a nuestra captación al menos, solicitando ayuda a algún traductor del holandés, ya que en mi traducción, si bien son brevísimos pasajes, quedaron como áreas opacas a mi propio entendimiento).
Está esa veta lírica que Leminski cultiva espontáneamente. También ocurre, aunque en otra intensidad y modulación, en esas biografías así como en otras “prosas” que confeccionó.
AM- ¿Recordás el modo en que trabajaste particularmente ese texto? ¿Es posible definir tu método de traducción? (si es que contás con uno)
RJ- El método es conectarme internamente con lo que intuyo de esa persona del autor, del aspecto suyo vertido en la obra en particular, para lo cual trato de estudiar todo lo que esté a mi alcance, incluso la biografía del autor, ensayos sobre la obra, documentos de cualquier tipo, etc.
Pienso al traductor como intérprete, pero también en el sentido del actor, que interpreta en simultáneo poniendo el cuerpo a disposición de la entidad, o la posible entidad cuyo obrar acompaña y “trae”.
Luego se trata de entrar a cada textil en su perspectiva y particularidades, jamás trasladar el método de traducción de un autor a otro, e inclusive, dado el caso, de un textil a otro aun siendo del mismo autor. Entonar, dar (con) el tono, está en la proa de mi ideario al respecto. Ergo: no sabría definirlo…
AM- Me has dicho que sos un traductor electivo. Así todo, ¿Con qué criterio decidís a qué autores traducir?
RJ- El entusiasmo. La insistencia (a lo largo de los años, se me impone traducir esos textiles, siempre y cuando no haya a la vista otras versiones disponibles de cierta calidad para arriba, digamos). No sé si tengo un criterio.
AM- ¿Qué lugar ocupa la imaginación en el proceso de traducción?
RJ- La imaginación es la del autor de origen y el intento de entrar —con la mayor intuición posible, eso sí— en esos precisos mundos. En esa proporción o desde ese propósito. Si bien es un concepto enriquecedor y estimulante, creo conveniente, a fin de no perder de vista la obra original, no sobreactuar la transcreación haroldiana.
Cabe a la vez subrayar que el acto voluntario de traducir es en sí una apuesta crítica, una manera —sustancial, debo decir— del ejercicio crítico, el cual implica básicamente prestar atención al textil que se está trayendo, evaluar en cada decisión —y Catatau impone asumir decisiones sin descansar en ningún nivel de acostumbramiento semántico, no es que una vez enganchada la intención tonal se pueda establecer ese seguimiento, sino que el textil desbarata constantemente sus propias decisiones, no permite remitirse a lo recién leído ni a lo que vendrá en páginas posteriores, pues justo su propuesta sería hacerse soporte de un presente incapturable…
Entonces no hay más que recurso que estar disponible a esa variación ya surgida de la proyección de imágenes que constituye la urdimbre sin trama de este friso fílmico, editado letra a letra en la moviola-pororoca.
AM- ¿Y el oído?
RJ- El oído es la puerta vaivén de la intuición. La traducción en tanto acto cocreador, hacerse lo suficientemente flexible como para que resuene la voz del otro a través de los resonadores propios, los cuales deben notarse lo menos posible. En Catatau, las exageraciones y bengalas son todas de Leminski.
Uno traduce, como quería Voss, a pesar de Goethe, que aborreció las versiones homérica de Hölderlin (esto aparece apenas aludido, como un guiño o un gran permiso, entre los repliegues y velocidades de una de las Galaxias de Haroldo), no el “contenido” sino un ritmo, una respiratoria, una cualidad del fraseo.
Por eso, al revés de Goethe y con Voss, a favor del extrañamiento que una traducción en trance de escritura poética introduce a la propia lengua, o sensación del idioma: las métricas griegas introducidas por Hölderlin a la lengua alemana, modificando con ello el espectro referencial, en otras palabras alterando la sola idea de tradición desde una experiencia de variación.
AM- ¿Cuál fue tu postura frente a un elemento específico de la escritura de Leminski como la elipsis?
RJ- No sé si entiendo esta pregunta. En todo caso reitero la alusión al cine: la elipsis como un recurso connatural a la evitación de linealidades temporo-narrativas, por ejemplo. Me resulta familiar, en parte escribo desde ahí. No sabría decir más por el momento.
AM- ¿Cuál creés que sea el lugar que ocupa hoy por hoy “Catatau” en la historia de la literatura brasileña?
RJ- No me atrevería a suponer una literatura brasileña homogénea reductible a una sola historia, error en el que suelen caer incluso algunos de mis más entrañables referentes, suponiendo que pueda contarse una sola, teniendo en cuenta lo gigantesco de la apuesta y la dificultad para comprehender tal diversidad de manifestaciones, tiempos (hay libros que tardan décadas en ser conocidos, tal la obra de Sousândrade: cien años después de escrita, ¿mientras nadie la leía, era o no era “literatura brasileña”?).
Aborrezco la condición nacionalista en general y más aplicada a las escrituras y más todavía a escrituras como Catatau, que tienden a desplazar fronteras en diverso andarivel. Más allá de esto, la poesía reunida de Leminski vendió en Brasil miles de ejemplares, en cifras que no pueden dejar de asombrarnos, mientras que Catatau no goza de la misma propensión y/o favor del público.
Sin desmerecer su poesía, que me encanta y muy parcialmente traduje, y que releo, se trata de escritos breves, con tendencia epigramática o haikaista, de acceso inmediato: todo un logro de Leminski, también autor de hermosas letras (y a veces músicas) de canciones, que también disfruto. Catatau en vez es exigente, pero no de alta cultura o grandes preparaciones intelectuales, sino de abandono de sí, opera como un alucinógeno. No le estaría recomendando alucinógenos a todo el mundo, aunque en lo personal pueda disfrutar y aun elogiar la experiencia.
Si se mide por cantidad, no creo que tenga sino el lugar marginal de la gran poesía en cualquier contexto contemporáneo: margen que es central a la luz de las escrituras y el tipo de pensamiento o debate que se juega ahí, casi sin mediación de los autores, o en todo caso más allá de sus opiniones y gustos personales, a veces. Ahí donde dialogan las obras, no sé si hay literaturas nacionales.
En todo caso a mí me gustó traducir esta y otras obras precisamente porque me ayudaron, en sus respectivos momentos, a demoler en mí mismo ciertas territorialidades. De ahí, también, la elección de textos alógenos, no necesariamente canónicos, aunque imprescindibles a esa conversación multicentrada de los textiles puestos a circular.
AM- ¿Señalarías alguna traducción que haya sido particularmente importante en tu formación?
RJ- Todas. Las que me dejaron boquiabierto (pienso en dos: Eliot, los Cuatro cuartetos, por Wilcock, y Carta de amor de Moro por Westphalen, aunque en este caso supongo intervención del propio Moro: son poemas originales). Pero también las muchas que no me convencen, cuando el textil de origen me interesa, las estudio. Casi siempre, vale decir, hay hallazgos valederos.
El esfuerzo por traducir es de por sí un oficio que, dado el tiempo físico que implica, merece mis mayores respetos. En sí. Ahora, qué difícil encontrar traducciones que suenen como si no lo fuesen.
AM- Leminski murió joven aún, a los 44 años. ¿De haber vivido más, es posible imaginarse otra proeza símil a Catatau?; ¿se asemejaría a la escritura de algún otro contemporáneo suyo?
RJ- No puede haber otro Catatau. Cuando Leminski escribió otra “novela”, en vez de ocho años la hizo en algunos meses. Esa renovación en el proceso redunda también en otra estructura, es otra “idea”.
AM- Intuyo que cada traductor debe contar en su vida con momentos míticos. ¿Fue tu primer viaje a Brasil, una experiencia semejante?, ¿aquella primera estadía te llevó a vincularte con la literatura de algún otro modo más vivo y directo?
RJ- La primera fue en 1986, si mal no recuerdo. Lo que me obsesionaba por entonces, y sigue, es la música popular brasilera, universo inagotable si los hay. No me doy cuenta de ese momento mítico, pues mi acercamiento fue gradual. Desde los letristas-poetas del tropicalismo y alrededores, Lispector, Guimarães Rosa, los poetas del modernismo, los concretos. Además, ¡hay tantos brasiles!
AM- Alguna vez Roberto Raschella dijo que toda traducción es, fundamentalmente, un ejercicio del gusto, ¿qué pensás?
RJ- No conozco el contexto del que sale la cita. En principio no estaría de acuerdo. Me parece que el trabajo artístico en general debe permanecer firme en la exigencia de ir más allá del gusto. El gusto es una noción retentiva. Ahora, si se trata de un sinceramiento, que atañe a lo estrictamente personal de quien lo emite, sea quien sea, no tengo nada que decir(le), cada cual sabrá.
Cuando me embarco en una traducción (muy de tanto en tanto y como quien hace un viaje largo) espero hacerme disponible a la posibilidad justa y precisamente de incorporar, usar palabras, modos de escribir que jamás hubiera acometido por las mías. Extranjerizarme yo mismo, en tal sentido, en cuanto a hacerme permeable a esos mundos diferentes, que no necesariamente condicen con el mío, pequeño mundo de mis gustos o disgustos, etc.
AM- ¿Te interesa discutir con otros traductores, a través de tu traducción?
RJ- No. Es un proceso privado. Aunque sí consulto detalles precisos y preciosos con colegas de mi mayor confianza.
AM- Has traducido a poetas extraordinarios: César Moro, Haroldo de Campos… Luego de traducir a Leminski, ¿sentiste que habías cumplido con algo?
RJ- Sí, ante todo con un deseo muy fuerte, inaplazable, cada vez. También veo a la traducción como parte de un intento crítico, o sea la crítica como edición, como traducción, como difusión de ciertas poéticas, como ensayo, como compilación de obras específicas o antologías panorámicas, todo eso siendo parte de una apuesta, si se quiere “cultural”. Veo esas traducciones en el mismo nivel de intensidad que la revista-libro que coedité, otras traducciones hechas al alimón, las antologías (de poesía peruana) o las recopilaciones (Perlongher, Fernández Carrera).
En todos los casos se trataría de ampliar el campo referencial, acercar a determinados ausentes de determinado contexto (indeterminarlo un poquito más, en cierto modo) y abrir el juego, de todas maneras infinito, de la lectura. Y de seguir aprendiendo: cada una de esas instancias o proyectos o retornos me fue necesario, como parte del viaje.
En todo caso son retornos como esta misma entrevista, querido Augusto, los que hacen sentir que el trabajo está cumplido hasta acá, sin desmedro de enfocar ahora hacia otros proyectos de traducción (espero estar neuronalmente disponible en algún momento para encarar la segunda y última novela de Leminski: Agora è que são elas). O un mensaje interpósitas personas que recibí de parte de Boris Schnaiderman —aquel emigrado judeo-ucraniano a Brasil y traductor al portugués de todos los grosos autores en lengua rusa— a quien no conocí personalmente, que había sido muy receptivo a las aportaciones de Leminski al momento de su aparición, uno de los pocos en reparar en la cualidad/calidad de variación de este obrar: Schaiderman me felicitaba, durante una breve estadía en São Paulo —adonde fui, entre otras cosas, a hacer una performance oral de pasajes de la traducción junto a los mismos trechos del original en la voz de Lucio Agra— por haberme lanzado a la aventura de traducir Catatau. Esto sucedió, por cierto, no mucho antes del fallecimiento de Schnaiderman. Llevo en mí el augurio o visto bueno de ese mensaje inesperado, un regalo de ésos que uno recibe, con todo el contrapeso del estímulo, fuente de mayor permiso anímico en estos ambientes sinuosos, tirando a poco receptivos, por los que nos toca circular.
Reynaldo Jiménez (Lima, 1959). Vive en Buenos Aires desde 1963. Ha publicado, en poesía, ensayo y antologías: Tatuajes, Eléctrico y despojo, Las miniaturas, Por los pasillos, Ruido incidental/ El té, 600 puertas, La curva del eco, La indefensión, Musgo, Reflexión esponja, Papeles insumisos de Néstor Perlongher (con Adrián Cangi), El libro de unos sonidos. 37 poetas del Perú, Shakti (traducciones al portugués de Claudio Daniel), Ganga, Plexo, Esteparia, El cóncavo. Imágenes irreductibles y superrealismos sudamericanos, El ignorado triunfo de la razón (antología de Gastón Fernández Carrera), Informe, Nuca, Filia índica, Ello inseguro, Antemano y Olla de grillos. Ha traducido, además de Paulo Leminski, obras de Haroldo de Campos, Josely Vianna Baptista, Arnaldo Antunes y César Moro, entre otros. Con Fernando Aldao grabó los cds La indefensión (2002) y Ex (2012).
Augusto Munaro
ph/ Sandra Enciso González