Alejandro Panagulis (II) / Entrevista de Oriana Fallaci

Oriana Fallaci – No tienes un aire feliz, Alekos.  ¿Cómo es esto? ¿Estás finalmente fuera de aquel infierno y no eres feliz?

Alejandro Panagulis – No, no lo soy.  Sé que no me creerás, sé que esto te parecerá imposible, absurdo, pero yo me siento más indignado que feliz, más triste que feliz.  Me siento como el domingo pasado cuando oí aquellos vivas que salían de la celda de los otros detenidos, e ignoraba el por qué de los vivas, y pensé: «Debe tratarse de alguna amnistía.  Papadopoulos está haciendo su proclama y prepara el espectáculo con una amnistía capaz de impresionar a los ingenuos.  Ahora puede permitirse el lujo de tener menos miedo.  Más bien de fingir que tiene menos miedo.  Tanto, que le cuesta sacarnos de aquí a alguno de nosotros».  Pensé:  «Alguno de nosotros» porque no creía que me liberase también a mí.  Y cuando lo supe, el lunes por la mañana, no experimenté ninguna alegría.  Ninguna.  Me dije: si ha decidido que le conviene ponerme en libertad también a mí, significa que su designio es más ambicioso; significa que piensa realmente legalizar la Junta en el ámbito de la Constitución y buscar el reconocimiento de los antiguos adversarios.  Entrando en la celda, el comandante de la cárcel me había anunciado la gracia: «Panagulis, has obtenido la gracia».  Le contesté: «¿Qué gracia?  Yo no he pedido gracia a nadie». Luego añadí: «En seguida os daréis cuenta de que meterme aquí dentro es fácil, pero echarme es difícil.  Antes de llegar a Eritrea, me habréis encarcelado otra vez». Eritrea es un arrabal de Atenas.

¿Le has dicho esto?

Claro. ¿Qué otra cosa podía decirles? ¿Acaso tenía que decirles gracias, muy amable, transmita mis saludos al señor Papadopoulos?  Además, el martes fue peor.  No sé si sabes que hay un procedimiento especial para leerle al condenado el decreto de amnistía, una especie de ceremonia con el pelotón que presenta armas, los otros en posición de firmes, etc. De manera que, hacia el mediodía, llega el procurador Nicolodimus para la ceremonia y me hacen salir de la celda para llevarme a las estancias del comandante donde están todos de pie, etc.  Yo veo una silla e, inmediatamente, me siento.  Extrañeza, sorpresa, y: «¡Panagulis! ¡De pie!», ordena Nicolodimus. «¡Por qué? -pregunto-, ¿porque tiene que leer un papel que llaman decreto presidencial, pero que para mí es sólo el papel de un coronel…? No, no me levanto. ¡No!»  Y sigo sentado.  Los demás de pie y yo sentado.  No me habría levantado de la silla ni que me hubieran hecho pedazos.  Tuvieron que celebrar la ceremonia mientras yo estaba así, cómodamente sentado.  Nunca he dejado de provocarles.  Cuando el teniente coronel fue a buscarme, hacia las dos de la tarde, también le provoqué a él… «Panagulis, eres libre.  Recoge tus cosas».  «Yo no recojo nada, recójalo usted.  Yo no he pedido que me dejen salir».

¿Y él qué dijo?

Oh, él repitió la frase de los otros: «En cuanto estés fuera ya no lo dirás.  Descubrirás la «dolce vita» y cambiarás de idea».  Luego tomaron mis bolsas y las llevaron hasta la verja, como maleteros.  Fue divertido porque dentro de una de las bolsas que me llevaban como maleteros yo había escondido las últimas poesías que he escrito y las pequeñas sierras que utilizaba para cortar los barrotes.  Son sierras minúsculas. Pero funcionan. Diecisiete veces encontraron estas sierras, pero siempre conseguí procurarme otras y, cuando salí de Boiati, tenía una docena.  Las tengo aquí, ¿ves?… Yo siempre espero que vuelvan a prenderme y que me lleven allí.  ¡Y quieres que sea feliz!

Pero, cuando estuviste fuera, cuando viste el sol y a tu madre, debió ser muy hermoso.

Ni siquiera fue hermoso.  Fue como si me quedara ciego.  Hacía tantos años que no salía de aquella tumba de cemento, hacía tantos años que no veía el espacio y el sol.  Me había olvidado de cómo era el sol y fuera hacía un sol intenso.  Cuando lo vi de cerca, tuve que cerrar los ojos.  Luego los abrí un poco, y con los ojos semicerrados empecé a andar.  Y andando empecé a descubrir el espacio.  Ya no me acordaba de cómo era el espacio.  Mi celda tenía un metro y medio por tres y caminando sólo podía dar dos pasos y medio.  Descubrir el espacio me dió vértigo.  Y lo sentí rodar a mi alrededor como un tiovivo, y me mareé, y estuve a punto de caer.  Aún ahora, si camino más de cien metros, me siento cansado y desorientado.  No, no fue hermoso.  Y si no lo crees no me importa.  O sí me importa y me aguanto.  Hacía un esfuerzo terrible para andar con todo aquel sol, con todo aquel espacio.  Y luego, de repente, en todo aquel sol, en todo aquel espacio, descubrí una mancha.  Y la mancha era un grupo de gente.  Y de aquel grupo de gente se destacó una figura negra.  Y me salió al encuentro y, de repente, se convirtió en mi madre.  Y detrás de mi madre se destacó otra figura.  Y se convirtió en la señora Mandilaras, la viuda de Nikoforos Mandilaras, asesinado por los coroneles.  Y yo abracé a mi madre, abracé a la señora Mandilaras y después…

Después lloraste.

¡No!  ¡No lloré! Ni siquiera mi madre lloró.  Nosotros somos gente que no llora.  Y si acaso se llora nunca se hace delante de los demás. En estos años lloré sólo dos veces: cuando asesinaron a Georghatzis y cuando me dijeron que mi padre había muerto.  Pero nadie me vió llorar; estaba en mi celda.  Y luego… luego nada.  Vine a casa con mi madre, la señora Mandilaras y el abogado.  Y en casa encontré a muchos amigos.  Estuve con los amigos hasta las seis de la mañana , y luego me fui a la cama, y no me preguntes si me ha conmovido dormir en mi cama, porque no me ha conmovido. ¡Oh, no soy insensible, sabes!  ¡No lo soy! Pero me he endurecido.  Me he endurecido mucho, y ¿qué otra cosa hay que esperar de un hombre que durante cinco años ha estado enterrado vivo en una tumba de cemento, sin otro contacto con el exterior que los que le golpeaban, le insultaban, lo torturaban, o intentaban asesinarlo? No me han ajusticiado después de haber dictado la condena de muerte, es cierto.  Pero me han sepultado igual: vivo en lugar de muerto.  Y por eso los desprecio.  Estaban en su derecho de matarme porque había cometido un atentado.  Pero no tenían derecho a enterrarme vivo en lugar de muerto.  He aquí por qué no siento más que rabia hacia esos payasos que ahora me permiten dormir en mi lecho.

Alekos, no digas esto.  ¿Quieres volver a la cárcel?

Si tuviésemos que mirar las cosas con lógica, tendría que haber vuelto allí antes de llegar a Eritrea.  Yo estoy dispuesto a volver a la cárcel en cualquier momento.  Desde este momento.  Desde ayer, desde anteayer, desde el instante en que me cegó el sol.  Te diré más: si es útil que yo esté en la cárcel, estaré contento de volver a la cárcel.  Porque ¿a consecuencia de qué tendrían que mandarme otra vez a la cárcel? ¿A consecuencia de lo que digo a los demás o a ti?  Pero decir lo que pienso ¿no es acaso uno de mis derechos en un régimen democrático, y no sostiene Papadopoulos que Grecia es una democracia?  Papadopoulos está muy interesado en mantenerme fuera y demostrar al mundo que no le importa en absoluto lo que yo diga.  Y, si quiere hacerme daño con inteligencia, tendrá que hacerme caer en alguna trampa.  Y esto ya lo ha intentado.  El día después de mi salida de la cárcel vino aquí un muchacho que decía ser estudiante aunque, hasta por el corte de pelo, se veía enseguida que pertenecía a la policía militar.  Me contó que hacía algún tiempo había matado a un norteamericano tomado como rehén para liberar a Panagulis, y luego me pidió algunas metralletas.  Lo eché a gritos y telefoneé inmediatamente a la policía militar.  Pregunté por el jefe, uno de los que me torturaban.  No estaba y le dije al telefonista: «Dile que si me manda a otro de sus agentes provocadores, lo mataré a puntapiés».  No han conseguido doblegarme en la cárcel, figúrate si van a hacerlo ahora.

Alekos, ¿no tienes miedo de que te maten?

¡Bah!  Dado que quieren aparecer como liberales, como demócratas, no les conviene matarme; por lo menos en este momento.  Pero podría ocurrírseles.  En marzo de 1970, inmediatamente después del asesinato de Policarpos Georghatzis, el héroe de la guerra de la liberación de Chipre y ministro del arzobispo Makarios, lo intentaron.  Eran casi las siete de la tarde y yo estaba en el quinto día de una nueva huelga de hambre.  De repente oí un silbido y el jergón se incendió.  Me tiré al suelo, grité: asesinos, bastardos, bestias, abridme la puerta.  Pero pasó más de una hora antes de que me sacasen de allí, antes de que me abriesen la puerta.  Una hora durante la cual el jergón se iba quemando, quemando… Ya no veía, ya no podía respirar.  Cuando llegó el médico de la cárcel, un joven subteniente, estaba en coma.  Como supe más tarde, les dijo que me llevasen en seguida al hospital.  Los hombres de la Junta se mostraron del todo indiferentes.  A menudo me desmayaba y no podía hablar porque el tórax me dolía e incluso respirar me producía dolores.  Después de cuarenta y ocho horas, el joven subteniente consiguió que me visitasen oficiales médicos de más edad y, cuando éstos vieron las condiciones en que me hallaba, se indignaron.  El jefe de los oficiales médicos dijo que era un crimen tenerme en la celda y telefoneó a sus superiores para protestar.  Si es cierto lo que supe más tarde, telefoneó incluso al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas que ahora es vicepresidente de la seudodemocracia, Odisseo Angelis.  Le dijo que su negativa a trasladarme al hospital era un acto delictivo y que lo denunciaría.  Y gracias a él, finalmente accedieron.  En el hospital me encontraron en la sangre un noventa y dos por ciento de anhídrido carbónico.  No hubiera resistido más de dos horas, y aunque hubiese superado las dos horas, tampoco hubiera sobrevivido. Pero… ¿tú sabes por qué liberaron a Teodorakis?

¿A Teodorakis? No.

Porque yo estaba a punto de morir.  Y estaba aquel francés en Atenas: Serban Schreiber. Y parecía que había venido para llevarme con él.  No me hubieran entregado a Serban Schreiber ni aunque hubiera estado bien, naturalmente. Y, además estaba en estado de coma debido a la tentativa de asesinarme.  De manera que, en previsión del escándalo que estallaría con mi muerte, le regalaron a Teodorakis.  Divertido, ¿no?  No quiero decir con esto que no me sintiera feliz por la liberación de Teodorakis.  Había sufrido mucho en la cárcel… Pero la historia sigue siendo divertida.

Interesante.  Pero ¿cómo te las arreglaste para tener pruebas de que habían intentado asesinarte?

Algunos días antes del hecho se habían llevado el jergón para «quitarle el polvo».  Sucedía muy raramente, cada tres o cuatro meses. Y, cuando lo devolvieron a la celda, el centinela se me acercó.  El centinela era un amigo.  Me preguntó: «Alekos, ¿habías escondido algo dentro del jergón?»  «No, nada. ¿Por qué?», pregunté.  «Porque he visto al cabo Karakaxas que maniobraba en su interior como si buscase alguna cosa».  No le di importancia al hecho entonces, pero lo primero que pensé cuando el jergón se empezó a quemar es que habían metido fósforo, o plástico o algo por el estilo.  Y el primer nombre que me vino a la cabeza fue el de Karakaxas.  Naturalmente me acusaron de haberlo incendiado yo mismo.  Pero cuando les recordé que desde hacía seis días me habían quitado hasta los cigarrillos y las cerillas, comprendieron que la cosa iba mal.  Vino a verme el mayor Kutras, de la policía militar, y me dijo:  «Si no le cuentas a nadie lo que ha sucedido, te doy mi palabra de honor de que te dejaremos libre para ir al extranjero».  Y como me negué incluso a discutir tal oferta, al cabo de diez días me devolvieron a la celda y, desde aquel momento, me prohibieron hasta las visitas de mi madre.  En cuanto a mi abogado, en cinco años no lo he visto nunca.  Nunca he recibido sus cartas él nunca ha recibido las mías.  Y también esto demuestra el comportamiento ilegal y criminal respecto a mí.  Evidentemente, tenían miedo de que yo revelase el intento de asesinato y por tanto toda mi correspondencia acababa en la mesa del director de la cárcel.  Hasta las cartas que le escribía a Papadopoulos.  Le escribía a Papadopoulos como jefe moral de la Junta, para expresarle mi disgusto y mi desprecio.  Debiera haber tenido el valor de publicar aquellas cartas, o por lo menos de hacerlas publicar.  Le he enviado tantas y a tantas direcciones… Y también escribía al presidente del Aerópago, el Tribunal constitucional.  Le enviaba telegramas para denunciar lo que había hecho conmigo y para decirle que me encontraba mal.  Pero tampoco él recibió nunca mis telegramas y…

  Y ahora ¿cómo te encuentras, Alekos?

Menos bien de lo que parece.  Mi salud no marcha.  Me siento siempre débil, agotado.  A veces me dan colapsos.  Ayer tuve uno y tuve otro apenas salí de la cárcel.  No consigo andar ni un rato: tres pasos y me siento.  Y, aparte de esto, hay un montón de cosas que no funcionan: el hígado, los pulmones, los riñones.  Me han llevado a la clínica y los primeros exámenes no han sido tranquilizadores; el lunes tengo que volver para que me hagan otros.  Todas aquellas huelgas de hambre, por ejemplo, me han debilitado.  Me dirás: ¿por qué infligirte además aquellas huelgas de hambre?  Porque en los interrogatorios las huelgas de hambre son un medio para hacerles frente.  Les demuestras que no pueden quitártelo todo porque tienes el valor de rechazarlo todo.  Me explicaré mejor.  Si rehúsas comer y les atacas, ellos se ponen nerviosos y el hecho de estar nerviosos no les permite aplicar una forma sistemática de  interrogatorio.  Durante las torturas, por ejemplo, si el torturado mantiene una actitud provocadora y agresiva, el interrogatorio sistemático se convierte en una lucha personal del propio torturado. ¿Comprendes? Quiero decir que, con la huelga de hambre, el cuerpo se debilita, lo que no permite que continúe el interrogatorio porque es inútil interrogar y torturar a alguien que pierde el conocimiento.  Estas condiciones se producen al cabo de tres o cuatro días sin comida ni agua, sobre todo si pierdes sangre por las heridas producidas por las torturas.  De esta manera se ven obligados a trasladarte al hospital y… Oh, también mis recuerdos del hospital son dolorosos.  Intentaban alimentarme con un tubo de plástico que me introducían en la nariz.  Sufría mucho, aunque tenía la sensación de ganar tiempo. Y luego…

  ¿Y luego?

Luego, del hospital me llevaban otra vez a la sala de torturas y continuaban torturándome.  Entonces yo hacía otra huelga de hambre, les provocaba otra vez, y otra vez me mostraba despreciativo y agresivo.  Y su sistema fallaba de nuevo.  Y de nuevo se veían obligados a llevarme al hospital donde, de nuevo, intentaban alimentarme con la sonda en la nariz.  También el comportamiento de algunos médicos era desagradable.  En el hospital, mis torturadores continuaban el interrogatorio, pero de manera menos consistente porque allí no podían usar sus métodos, por supuesto.  Ganaba tiempo, repito, y esto era sumamente importante para mí.  En pocas palabras: me hubiera resultado de todo punto imposible renunciar a la huelga de hambre.  Era un arma absolutamente indispensable.

Durante los interrogatorios lo comprendo… Pero después, Alekos, en la cárcel…

En la cárcel no tenía un medio más eficaz para expresar mi disgusto, mi desprecio, y para demostrarles que no podían doblegarme. Ni aunque fuera un detenido.  Rebelándome a través de la huelga de hambre tenía la sensación de no estar solo y ofrecer algo a la causa de Grecia.  Pensaba que si mantenía una actitud firme, valerosa, los soldados, los guardias y los mismos oficiales comprenderían que yo estaba allí representando a un pueblo decidido a vencer.  Además, muchas de las huelgas de hambre que hice en la cárcel estaban provocadas por el comportamiento de que hacían gala respecto a mí.  Me negaban hasta un periódico, un libro, un lápiz, un cigarrillo.  Y para conseguir un periódico, un libro, un lápiz, un cigarrillo, rechazaba la comida.  Durante días y días.  Hice una huelga que duró cuarenta y siete días, otra que duró cuarenta y cuatro, otra cuarenta, otra treinta y siete, dos de treinta y dos, una de treinta, cinco entre veinticinco y treinta días… Hice muchas.  Y, pese a ello, nunca dejaron de pegarme.  Nunca.  Recibí muchos golpes en aquella celda.  Las costillas que me rompieron cuando me pegaban con barras de hierro apenas curadas.

¿Cuándo te pegaron por última vez?

Si hablas de palizas serias, el 25 de octubre de 1972: al trigésimo quinto día de una huelga de hambre.  Vino Nicholas Zakarakis, el director de la cárcel de Boiati, y yo estaba tendido en el jergón.  Ya no tenía fuerzas y casi no podía respirar.  De todas maneras, empezó a insultarme y a decir que me habían pagado por el atentado a Papadopoulos y que había colocado el dinero en Suiza.  Y no me dio la gana de callar.  Reuní la escasa voz que me quedaba y le grité: «¡Malakas! ¡Puerco Malakas!» Malakas, en griego, es una palabra fea.  Zakarakis reaccionó con tal lluvia de golpes que aún me molesta recordarlo.  Habitualmente, yo me defendía.  Pero aquel día no podía mover un dedo y… También el 18 de marzo me propinaron otra paliza.  Me habían atado a la cama y me golpearon durante hora y media.  Cuando el doctor Zografos levantó la sábana y vió mi cuerpo, cerró los ojos horrorizado.  Era un cuerpo negro como la tinta, de la cabeza hasta los pies.  Me habían golpeado sobre todo sobre los pulmones y los riñones, y durante dos semanas escupí sangre y oriné sangre. ¿Cómo quieres que me encuentre bien ahora?  Además, lo de orinar sangre se debe a otra cosa que me hicieron durante el interrogatorio.

  No te lo preguntaré, Alekos.

¿Por qué no?  Es una cosa que también conté en el proceso y de la que informé a la Cruz Roja Internacional.  Me la hacía Babalis, uno de mis torturadores.  Mientras yacía desnudo, atado a aquella cama de hierrro, me introducía en la uretra un hilo de hierro.  Una especie de aguja.  Luego mientras los otros gritaban obscenidades, con el encendedor calentaban el trozo de hierro que quedaba fuera.  Una cosa tremenda.  Preguntarás: «Pero ¿no te hicieron el electroshock?»  No, no lo saben hacer.  Pero me hicieron esto y, cuando se habla de torturas ¿cómo se hace para determinar cuál es la peor?  ¿Estar diez meses esposado, diez meses digo, día y noche, no es acaso una tortura?  Diez meses día y noche.  Sólo a partir del noveno mes, me liberaron las muñecas durante algunas horas.  Dos o tres horas por la mañana, ante la insistencia del médico de la prisión.  Tenía las manos hinchadas, las muñecas me sangraban y en muchos puntos mostraban llagas purulentas… Conseguí informar a mi madre que presentó al procurador general una acusación oficial, escrita.  Y aquella acusación es una prueba porque, si mi madre hubiese escrito una falsedad, ellos la habrían incriminado; ¿sí o no? ¿Acaso no incriminaron a la señora Manganis cuando reveló que su marido, Giorgio Manganis, había sido torturado?  Metieron en la cárcel a esta gran señora, aunque había dicho la verdad.  Pudieron permitírselo porque, en su caso, habría sido difícil probar la acusación.  Pero en mi caso no.  No podían encarcelar a mi madre: las pruebas existían.  Y evidentes.  Eran las heridas y las cicatrices que llevaba por todo el cuerpo.  Si tuviera que hacer la lista de las torturas…. Mira estas tres cicatrices en la parte del corazón.  Me las hicieron el día que me rompieron el pie izquierdo con la «falanga».  Naturalmente, me hacían siempre la «falanga», que consiste en golpearte las plantas de los pies con un palo hasta que el dolor llega al cerebro y te desmayas.  Yo lo soportaba bastante bien.  Pero aquel día, Babalis golpeó con tal fuerza que me rompió el pie izquierdo.  Cinco minutos después, llegó Constantino Papadopoulos, el hermano de Papadopoulos.  Me puso la pistola en la sien y gritó: «¡Ahora te mato, ahora te mato!», y me golpeaba.  Mientras él me golpeaba, Theofiloyannakos me pinchaba sobre el corazón con una plegadera de hierro, despuntada:  «¡Te la clavo en el corazón, te la clavo en el corazón!»  Son estas tres cicatrices.

  ¿Y estas cicatrices de las muñecas?

Oh, éstas me las hicieron cuando fingían cortarme las venas.  Nada grave.  Sólo me hacían cortes superficiales.  Además, ¿sabes?, tengo cicatrices por todo el cuerpo.  De vez en cuando, descubro una y me digo: y ésta, ¿cuándo me la hicieron? A la tercera semana de torturas, ya no les hacía caso.  Sentía que la sangre me corría por un lado, que la carne se abría por otro, y sólo pensaba: «Otra vez».  Empezaban las torturas habituales azotándome con un cable.  Lo hacía Theofiloyannakos.  O me colgaban del techo por las muñecas y me dejaban así durante horas.  Es duro porque la parte superior del cuerpo, al cabo de poco rato, queda como paralizada.  Quiero decir que no sientes ni los brazos ni la espalda.  No puedes respirar, no puedes gritar, no puedes rebelarte de ninguna manera y… Ellos sabían todo esto, naturalmente, y cuando llegaba a este punto me pegaban bastonazos en los riñones.  ¿Sabes a lo que no me acostumbré nunca?  A la sofocación.  También me la hacía Theofiloyannakos, tapándome con ambas manos la nariz y la boca.  Era lo peor de todo.  ¡De todo!  Me tapaba la nariz y la boca durante un minuto, mirando el reloj, y sólo me dejaba tomar aliento cuando me ponía morado.  Dejó de hacerlo con las manos cuando le mordí.  Un mordisco que casi le arranco un dedo.  Pero entonces utilizó un cobertor y… Otra cosa que soportaba mal eran los insultos.  Nunca me torturaban en silencio. Nunca. Gritaban, gritaban… Con voces que no eran voces sino aullidos… y luego los cigarrillos encendidos en los testículos… Oye, ¿por qué quieres saber estas cosas sólo de mí? No es justo. No me las han hecho sólo a mí.  Ve al hospital militar 401, si te parece, y pregunta por el mayor Mustaklis. A él, durante el interrogatorio, le hicieron el aloni.  ¿Sabes qué es el aloni?  Los torturadores se ponen en círculo, te lanzan al centro y te golpean todos a la vez.  A él le golpearon sobre todo en la columna vertebral y en la nuca.  Quedó completamente paralítico.  Yace en un lecho como un vegetal, y los médicos le definen «clínicamente muerto».

 ¿Quisiera preguntarte una cosa, Alekos.  Antes de que sucediese esto, ¿soportabas bien el dolor físico?

¡Oh, no! No. El mínimo dolor de muelas me hacía sufrir mucho y no soportaba la vista de la sangre.  Sufría incluso viendo sufrir a la gente y admiraba con incredulidad a las personas capaces de soportar el dolor físico. Pero el hombre es una criatura extraordinaria, llena de sorpresas.  Es increíble cómo puede cambiar un hombre, y es maravilloso cómo un hombre puede revelarse capaz de soportar lo insoportable.  Aquel retórico proverbio de «el acero se templa con el fuego» es absolutamente cierto, ¿sabes?  Yo, cuanto más me atormentaban, más resistía.  Algunos dicen que, en las torturas, se invoca la muerte como una liberación. No es cierto. Al menos para mí. Mentiría si dijese que nunca tuve miedo, pero también mentiría si dijese que deseaba morir. Es la última idea que me hubiera pasado por la cabeza: morir. Pensaba sólo en no ceder, en no hablar, en rebelarme. ¡Si supieras cuántas veces les he golpeado también yo! Si no estaba atado a la cama de hierro, la emprendía a patadas, a mordiscos, a puntapiés. Era utilísimo porque entonces se enfurecían más y me golpeaban aún más fuerte y yo me desmayaba.  Siempre quería desmayarme porque es como reposar.  Luego volvían a empezar, pero…

Disculpa, Alekos. Tengo una curiosidad. ¿Tú sabías que el mundo entero se estaba ocupando de ti y protestaba por ti?

No. Me enteré el día en que ellos entraron a mi celda enarbolando los periódicos y gritando: «Los tanques rusos han entrado en Checoslovaquia. Ahora ya nadie tendrá tiempo ni ganas de ocuparse de ti». Y luego lo comprendí cuando me mostraron a los periodistas después de mi primera tentativa de fuga. Eran muchos, de muchos países. Y yo me dije: «Entonces, lo saben». Y sentí como una caricia en el corazón. Y me pareció que estaba menos solo. Porque la cosa peor, ¿sabes?, no es sufrir. Es sufrir solo.

Continúa tu relato, Alekos.

Decía que, cuando me insultaban «criminal, bastardo, traidor» y otras vulgaridades irrepetibles, yo les insultaba a ellos. Les chillaba cosas espantosas. Por ejemplo: «¡Me tiraré a tu hija!» Pero fríamente, sin perder la cabeza, ¿me explico? Yo, que soy tan pasional, con la rabia me vuelvo frío. Un día me mandaron un oficial proclive al interrogatorio psicológico. Uno de aquellos que dicen: «Querido, es-mejor-que-hables». Puesto que era tan amable, le pedí un vaso de agua. Me lo hizo traer, presuroso. Pero cuando tuve el vaso en la mano, en lugar de beber el agua, lo rompí. Después, con el vaso roto, me lancé contra aquellos bandidos. Herí a dos o tres antes de que se me echasen encima y me derribaran al suelo, sobre los trozos de vidrio, uno de los cuales me cortó casi por la mitad el meñique derecho. Hasta me cortó el tendón, mira. No puedo mover este dedo.  Es un dedo muerto. Y ¿sabes qué hizo aquel bestia de Babalis? Llamó al doctor y, sin desatarme las manos que llevaba atadas a la espalda, me hizo coser el meñique. Así, sin anestesia. ¡Espantoso! Aquel día grité. Grité como un loco.

Oye, Alekos, ¿nunca tuviste intenciones de hablar?

¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! Nunca dije nada. Nunca. Jamás comprometí a nadie. Jamás. Puesto que había asumido toda la responsabilidad del atentado, ellos querían saber quién habría asumido la responsabilidad del gobierno si el atentado hubiera tenido éxito. Pero de mi boca no salió ni media palabra. Un día que estaba tendido en la cama de hierro y ya no podía más, me trajeron un griego que se llama Brindisi. Había hablado y lloraba. Y llorando decía: «Basta, Alekos. No sirve de nada. Habla, Alekos». Pero yo pregunté: «¿Quién es este Brindisi? No conozco más Brindisi que un puerto italiano». El mismo día me trajeron a Avramis. Avramis era un miembro de la Resistencia griega, y era ex oficial de policía, un hombre valeroso, honesto. Negué que lo conociera y negué que perteneciera a la Resistencia griega.  Theofiloyannakos gritaba: «Como ves, él te conoce.  Ya lo ha admitido.  Reconócelo tú también y acabaremos para siempre con este asunto».  Yo le contesté:  «Escucha, Theofiloyannakos.  Si te tuviera durante una hora en mis manos, te haría confesar cualquier cosa.  Incluso que has violado a tu madre.  No conozco a este hombre.  Lo habéis torturado y ahora dice lo que vosotros queréis».  Y Theofiloyannakos: «Tanto si hablas como si no, nosotros diremos que has hablado».  Escúchame: ni siquiera bajo las torturas más atroces he traicionado a nadie. A nadie. Y ésta es una cosa que hasta esos bestias respetan.  La dirección de mis torturas estaba confiada al jefe de policía, el entonces teniente coronel y ahora general Joannidis.  Una noche, viéndome escupir sangre, sacudió la cabeza y dijo:  «No hay nada que hacer.  Es inútil insistir.  Sucede una vez entre cien mil que alguien no hable.  Pero aquí tenemos un caso.  Es demasiado duro este Panagulis. No hablará».  Joannidis ha dicho siempre: «El único grupo que no estamos seguros de haber diezmado es el de Panagulis.  Ese tigre rompía las esposas».  Bueno, tal vez no está bien que te lo cuente.  A lo mejor crees que soy un vanidoso y escribes que me gusta hablar de mí.  Pero te lo digo porque es una gran satisfacción.  ¿No es justo?

Sí. Lo es.  Y ahora quisiera saber otra cosa, Alekos.  Ésta: después de tanto sufrir, ¿eres aún capaz de amar a los hombres?

¿Amarles aún?  ¡Amarles más, querrás decir!  ¿Cómo se te ha podido ocurrir semejante pregunta?  ¿No creerás que identifico a la humanidad con los bestias de la policía militar griega?  ¡Se trata de un puñado de hombres!  ¿No te dice nada que en todos estos años hayan sido los mismos?  ¡Siempre los mismos!  Mira: los malos son una minoría.  Y por cada malo hay mil, diez mil buenos: sus víctimas. Aquellos por quienes hay que luchar. ¡No se puede, no se debe ver todo tan negro!  ¡He encontrado tanta gente buena en estos cinco años!  Incluso entre los policías. ¡Sí, sí!  ¡Piensa sólo en los soldaditos que arriesgaban la piel para llevar mis cartas, mis poesías, fuera de la prisión! ¡Piensa en todos los que me han ayudado en las tentativas de fuga!  Piensa en los médicos que me hicieron llevar al hospital y ordenaban a los guardias que no me ataran por los tobillos a la cama.  «No puedo hacerlo», respondían los guardias.  Y los médicos: «¡Esto no es una cárcel!  ¡Esto es un hospital!» ¿Y el tal Panayotidis que participaba en las torturas y me escupía siempre encima?  Un día se acercó a mí muy confuso y me dijo: «Alekos, lo siento.  He hecho lo que me mandaban hacer.  Lo hubiera hecho aunque se tratara de mi padre.  No tengo el valor de negarme.  Perdóname, Alekos».  Oh, el Hombre…..

¿Quieres decir que el Hombre es fundamentalmente bueno, que el Hombre nace bueno?

No.  Quiero decir que le Hombre nace para ser bueno y que más a menudo es bueno que malo.  Y mira: a mí, para aceptar a los hombres, me basta aquello que me sucedió cuando estaba en el hospital después de la tentativa de asesinarme con el jergón en llamas.  Había en aquella sala una anciana asistenta.  Una de esas viejas que friegan los suelos y limpian los lavabos.  Un día se me acercó, me acarició la frente y me dijo: «¡Pobre Alekos!  ¡Estás siempre solo!  ¡Nunca hablas con nadie!  Esta tarde vengo aquí, me siento a tu lado, y me cuentas cosas, ¿eh?»  Luego se dirigió a la puerta y allí la detuvieron los guardias que se la llevaron.  No vino aquella tarde.  Yo la esperé, pero no vino.  No la vi más.  Nunca he sabido qué le hicieron y …

¿Lloras, Alekos? ¿¡Tú!?

No lloro. Yo no lloro. Yo me conmuevo. La amabilidad me conmueve. La bondad me conmueve. Y ahora estoy conmovido. ¿Comprendes?

Comprendo.  ¿Eres religioso, Alekos?

¿Yo? No. Quiero decir que no creo en Dios. Si me hablas de Dios, te daré la respuesta de Einstein: creo en el Dios de Spinoza. Llámalo panteísmo, llámalo como te parezca.  Y si me hablas de Jesucristo, te diré que me parece bien porque no lo considero hijo de Dios sino hijo de los hombres.  El solo hecho de que su vida haya estado inspirada por la voluntad de aliviar el dolor humano, el solo hecho de que haya sufrido y muerto por los hombres y no por la gloria de Dios, me basta para considerarlo grande.  El más grande de todos los dioses inventado por el Hombre.  Verás, el hombre no puede prescindir de la idea del amor porque no puede vivir sin amor.  Yo he recibido mucho odio en la vida, pero también he recibido mucho amor.  De niño, por ejemplo.  Fui un niño feliz porque crecí en una familia en que nos amamos mucho. Pero no era sólo una cuestión de familia. Era una cuestión… ¿Cómo decirlo? De descubrimientos. Por ejemplo, durante la ocupación italiana nos habíamos refugiado en la isla de Leucade donde había muchos soldados italianos. Me llamaban siempre: «¡Pequeño, pequeño, pequeño!», y me regalaban algo: una chocolatina, una galleta. Mi padre, oficial del ejército, no quería que lo aceptase y pretendía que tirase aquellos regalos. Mi madre, en cambio, no:  «Tómala, y da las gracias». Mi madre sabía que no lo hacían para insultarme sino para ser amables.  Sabía que no eran soldados malos sino hombres buenos.  He sido menos feliz luego, de mayor.  No es fácil sentirse completamente feliz cuando te das cuenta de que a los demás no siempre les importan las mismas cosas que te importan a ti.  Y cuando veía a mis coetáneos indiferentes a los problemas de la vida, yo…., bueno, no era capaz de ser feliz. Como hoy.

Es curioso, Alekos; hablas como un hombre que ni siquiera puede concebir la idea de un atentado, la idea de matar.

Yo, antes del 21 de abril, o sea, antes del advenimiento de los coroneles, ni siquiera concebía la idea de matar.  No hubiera podido hacer daño ni a mi peor enemigo. Aún hoy, la idea de matar me repugna. No soy un fanático. Quisiera que todo cambiase, en Grecia, sin una gota de sangre.  No creo en la justicia aplicada de modo personal. Y creo mucho menos en la palabra venganza. Ni siquiera para quienes me han torturado concibo la palabra venganza. Uso la palabra castigo y pienso únicamente en un proceso. Me bastaría que le condenasen a un solo día de cárcel donde yo he estado cinco años.  Creo demasiado en la ley, en el derecho, en el deber.  De hecho, nunca le he discutido a Papadopoulos el derecho a procesarme y condenarme. siempre he protestado por el modo como cumplían sus órdenes, por las palizas que me daban, por las crueldades que me infligían, por la tumba de cemento en la que me tenían prohibiéndome incluso leer o escribir. Pero cuando uno hace lo que yo hice, el atentado quiero decir, no va contra la ley.  Porque actúa en un país sin ley.  Y a la no-ley, se responde con la no-ley. ¿Me explico? Mira, si tú vas por la calle y no molestas a nadie, y yo la emprendo a bofetadas contigo y tu no puedes denunciarme porque la ley no te protege, ¿qué piensas? ¿qué haces?  Fíjate: he hablado de bofetadas, de nada más.  Una bofetada ni siquiera hace daño, es sólo un insulto. ¡Pero incluso siendo así, tiene que existir una ley que me prohíba emprenderla a bofetadas contigo! ¡Una ley que me prohíba incluso darte un beso si tú no lo quieres! Y si esta ley no existe, ¿qué haces tú? ¿No tienes acaso el derecho de reaccionar y tal vez de matarme para que no te moleste más? ¡Tomarte la justicia por tu mano se convierte en una necesidad! Más bien en un deber.  ¿Sí o no?

Sí.

No me da miedo decírtelo: también conozco el odio.  Amo mucho al amor y estoy lleno de odio hacia los que matan la libertad, hacia los que han matado en Grecia, por ejemplo. Es difícil decir ciertas cosas sin parecer retórico, pero… Hay una frase que se encuentra a menudo en la literatura griega: «Feliz de ser libre y libre de ser feliz». De modo que cuando un tirano muere de muerte natural en su cama, yo… ¿Qué quieres que le haga?  Me siento trastornado por la rabia.  Me siento lleno de odio.  Según mi opinión, es un honor para los italianos que Mussolini haya tenido el fin que tuvo y es una vergûenza para los portugueses que Salazar haya muerto en su cama.  No se puede aceptar que toda una nación se convierta en un rebaño.  Y escucha: yo no sueño una utopía.  Sé muy bien que la justicia absoluta no existe, que no existirá nunca.  Pero sé que existen países donde se aplica un proceso de justicia. Y lo que yo sueño es un país en el que si eres agredido, insultado, privado de tus derechos, puedas pedir justicia a un tribunal. ¿Es mucho pretender? ¡Bah! A mí me parece que es lo mínimo que puede pedir un hombre. He aquí por qué la emprendo contra los cobardes que no se rebelan cuando sus derechos fundamentales son violados. En las paredes de mi celda escribí: «Odio a los tiranos y me dan náuseas los cobardes».

Es una pregunta difícil. ¿Qué sentiste cuando te condenaron a muerte?

De momento, nada. Nada.  Lo esperaba.  Estaba preparado y por tanto no sentí nada, salvo la consciencia de contribuir con mi muerte a una lucha que se continuaría a través de otros.

¿Y estabas seguro de que te fusilarían?

 Sí. absolutamente seguro.

Alekos…, ésta es una pregunta aún más difícil. No sé si querrás contestarla. ¿Qué piensa un hombre que está a punto de ser fusilado?

También me lo he preguntado yo.  Muchas veces.  Y he intentado decirlo en una poesía que escribí mentalmente la mañana en que vinieron a preguntarme si pedía el indulto y contesté que no… Es una poesía que expresa bien la idea de lo que pensaba en aquel momento.  Como las ramas de los árboles escuchan / los primeros golpes del hacha / así / aquella mañana / llegaban las órdenes / a mis oídos. / En el mismo momento / antiguos recuerdos / que creía muertos / inundaban mi pensamiento / como sollozos / sollozos lacerantes del pasado / por un mañana que no llegaría. / La  voluntad / aquella mañana / era sólo un deseo. / La esperanza / también se perdía, / pero ni siquiera un momento me arrepentí / de que el pelotón esperase.  Y mira, que yo sepa, hay tres escritores que lo han contado de un modo muy parecido al que yo he intentado.  Uno es Dostoievsky en El Idiota.  Otro Camus en El Extranjero. Y el tercero es Kazantzakis en el libro en que cuenta la muerte de Cristo.  Lo que decía Dostoievsky, lo sabía; había leído el Idiota.  Pero, el Extranjero no lo había leído y cuando lo leí mucho tiempo después, en Boiati, me impresionó descubrir que había experimentado las mismas cosas mientras esperaba la hora de la ejecución.  Me refiero a todas las cosas que uno querría hacer si no estuvieran a punto de cortarle la cabeza.  Escribir una poesía, por ejemplo, o una carta.  Leer un libro, crearse una pequeña vida en aquella pequeña celda.  Una vida igualmente maravillosa por ser vida… Pero sobre todo me impresionó leer la versión de Kazantzakis sobre la muerte de Cristo.  En aquel libro, Cristo en la cruz, cierra los ojos y duerme. Y sueña un sueño que es un sueño de vida.  Sueña que… Pero no quiero hablar de eso.  No es hermoso hablar de esto.

No importa, de todas maneras he comprendido que soñaste que hacías el amor con una mujer.  En el libro de Kazantzakis, Cristo sueña que ama a Marta y María, las hermanas de Lázaro.  Ya… diez minutos de sueño para soñar la vida… Es justo, es hermoso.  El resto de la noche ¿cómo la pasaste?

La celda era una celda desnuda, sin ni siquiera un catre.  Me habían puesto una manta en el suelo. Estaba esposado.  Siempre esposado.  Durante un rato estuve así esposado, tumbado en el suelo.  Luego me levanté y me puse a hablar con los guardianes. Mis guardianes eran tres suboficiales. Jóvenes, sobre los veintiún años.  Tenían el aspecto de buenos chicos y no me demostraban ninguna hostilidad, más bien parecían tristes por mí, abatidos por la idea de que dentro de poco me fusilarían. Para darles ánimo me puse a discutir de política. Me dirigía a ellos como si me dirigiera a los estudiantes de una manifestación. Les explicaba que no debían permanecer inertes, que tenían que combatir por la libertad.  Y ellos me escuchaban con respeto.  Incluso les recité una poesía que había escrito: Los primeros muertos.  Aquella sobre la que Teodorakis ha compuesto una canción.  Mientras la recitaba, ellos escribían los versos sobre los paquetes de cigarrillos.  Luego, con el cambio de guardia, llegaron otros tres, y tras éstos otros, entre los cuales había uno que cantaba en el coro de una iglesia. Me dejé arrastrar a un juego cruel. Le pedí que me cantase lo que cantan en las misas fúnebres. Me lo cantó.  Y yo, siempre bromeando, le dije: «Hay algunas palabras que no me gustan. Cuando cantes para mí, en la misa de funeral, no digas estas palabras. Por ejemplo, no me llames siervo-del-Señor. Nadie es siervo de nadie.  Ningún hombre debe ser siervo de nadie. Ni siquiera del Señor.  Y el prometió que no cantaría para mí aquellas palabras, que no me llamaría siervo-del-Señor.  Luego abandonamos aquel juego cruel y pasamos a cantar algunas canciones de Teodorakis.

Alekos…, ¿qué siente un hombre cuando le dicen que ya no le fusilarán?

Nunca me dijeron que se había suspendido la pena de muerte.  Durante tres años no me lo dijeron. Y la pena de muerte, en Grecia, es válida por tres años.  En cualquier momento, durante aquellos tres largos años, hubieran podido abrir la puerta de mi celda y decir: «Vamos, Panagulis. El pelotón de ejecución te espera».  La primera mañana, yo esperaba que me fusilasen hacia las cinco o las cinco y media. Hasta la fosa estaba preparada.  Cuando vi que pasaban las cinco y media, y la seis, y las seis y media, las siete, empecé a sospechar que había algo de nuevo.  Pero no pensé que hubieran suspendido la ejecución; pensé que la habrían retrasado algunas horas.  Tal vez el helicóptero había sufrido un retraso, tal vez el procurador se había encontrado con algún obstáculo burocrático… Luego, hacia las ocho, vino un pelotón a la puerta de mi celda. Y me dije: «Ya estamos», pero alguien dio una orden y el pelotón se alejó.  En seguida me dijeron que aquella mañana no me fusilarían porque era la fiesta de la Presentación de la Virgen y, por tanto, no había ejecuciones. Me fusilarían al día siguiente, el 22 de noviembre. Volvió la espera del amanecer, y la segunda noche fue como la primera, y al amanecer estaba de nuevo dispuesto.  Llegó un oficial y me dijo: «Firma la petición de gracia y no te fusilarán». Rehusé y, en el mismo momento en que rehusaba, oí a otro oficial que, secamente, daba una orden a los soldados: fuera. Y pensé: «Ahora sí que ya está. Ahora va en serio». Pero no sucedió nada y por la tarde me sacaron de la cárcel de Egina. Me llevaron al puerto militar y allí, con la motonave P21, me llevaron al despacho de la policía militar. Al de los interrogatorios.  Allí había un oficial que me dijo: «Panagulis, los periódicos han anunciado ya  tu fusilamiento. Ahora podremos interrogarte como nos gusta a nosotros. Te haremos decir todo lo que queramos y morirás bajo las torturas. Y nadie lo sabrá, porque todos creen que ya te han fusilado». Era sólo una perversa amenaza; aquel día no me torturaron. Al amanecer del 23 de noviembre, me hicieron subir a un automóvil y me dijeron: «Panagulis, las bromas han terminado. Te llevamos a la ejecución». Pero me llevaron a Boiati.

Alekos, me pregunto cómo te las has arreglado para mantener una mente lúcida después de haber pasado cinco años solo y sepultado en una caja de cemento un poco mayor que un lecho. ¿Cómo lo has conseguido?

Sencillamente, rechazando la idea de haber sido derrotado. Nunca me sentí derrotado. Por esto no dejaban de golpearme. Cada día era una nueva batalla. Porque quería que cada día fuese una batalla. Nunca me he permitido a mí mismo caer en la inercia. Pensaba en mi pueblo oprimido y mi rabia se convertía en optimismo. Esta energía que me ayudaba a imaginar siempre nuevos medios para escapar.  No quería huir por el simple hecho de huir, para no estar ya más en la cárcel. Quería huir para continuar mi lucha, para estar de nuevo con mis compañeros. Había entrado en la lucha decidido a darlo todo de mí, y la desesperación nacía de la certeza de haber dado demasiado poco, de haber hecho demasiado poco.  Cuando Grecia fue trastornada por la dictadura, yo dije a mis amigos: «Mi única ambición es la de dar mi vida para poner fin a esta dictadura, mi único deseo es el de ser el último muerto de esta batalla. No para vivir más que los demás, sino para dar más que los demás». Y hoy, con toda sinceridad, puedo decir lo mismo a mis amigos y no me importa que nuestros enemigos lo sepan. Lo prefiero. No me hago en absoluto ilusiones de estar vivo el día en que se celebre la victoria, pero creo de todo corazón que llegará a celebrarse este día. Mas para que esto suceda, tengo que seguir luchando. Y esta idea, junto a la idea de huir, me ayudó a no volverme loco.

Pero ¿cómo querías escapar de aquella tumba?

De las formas más increíbles. Ante todo, pensaba en la manera de enviar mensajes a mis compañeros… Aun sabiendo que había poquísimas probabilidades de que la fuga tuviera éxito, la idea no me abandonaba nunca. Nunca. Mi principio era el de hoy: fallar es mejor que abandonarse a la inercia. Ahora te voy a contar dos tentativas que fallaron, pero que me parecen divertidas. Una tarde, los guardias abrieron la puerta de mi celda, a la hora de siempre, y no me encontraron dentro.  Como había previsto, aquellos mantecatos se dejaron ganar por el pánico y empezaron a gritar, a resoplar, a acusarse recíprocamente, a buscarme en las paredes, en el techo y no pensaron en mirar en el único lugar donde hubiera podido esconderme: debajo del catre.  Estaba bajo el catre y me divertía mucho escuchándoles: «Eres tú quien ha entrado en la celda esta mañana». Y el otro: «¡Eres tú el que tiene las llaves!» «¡Basta, no nos peleemos! Pensemos más bien en encontrarlo». Y corrió, fuera de la celda, a dar la alarma dejando la puerta abierta. Me lancé fuera y corrí, en la oscuridad, unos cincuenta metros. Me escondí tras un árbol. De este árbol pasé a otro, luego a la sombra de la cocina y de allí a la muralla. El campamento era un único grito: «¡Alarma, alarma!» También yo gritaba, pero diciendo: «¡Cesó la alarma!» Esperaba que alguien me oyese y lo creyera. Sólo me faltaba saltar el muro. Estaba a punto de hacerlo cuando un soldado me vió y me detuvo.

¿Cómo te sentiste cuando te detuvieron?

No muy feliz, claro. Pero no me enfurecí y pensé: no importa, la próxima vez irá mejor.  La próxima vez fue con una pistola de jabón.  Me la había hecho yo, usando miga de pan y jabón, y luego la había pintado de negro con la punta de las cerillas usadas. ¿Sabes?, una cerilla cada vez, como si fuese una plumilla. El cañón lo había hecho con el papel de un paquete de cigarrillos y parecía totalmente un cañón de metal. Una tarde entraron como de costumbre en la celda para traerme la comida y… les apunté con mi pistola. Eran tres. Se asustaron tanto que el que llevaba la bandeja, la dejó caer. En cambio los otros dos parecieron paralizados. Todo era tan cómico que no pude continuar: el impulso de reír era demasiado fuerte. No me creerás, pero si no hubiera sido por aquellas ganas de reír tal vez hubiera conseguido escapar. Pero me quedó el consuelo de haberme divertido. Que no es poco.

Pero ¿cuántas veces has intentado escapar, Alekos?

Muchas veces. Una vez, por ejemplo, excavando la pared de la celda con una cuchara. Era en octubre de 1969 y, en aquel tiempo, había logrado que me pusieran un water-closet en la celda. Y luego, con una huelga de hambre, conseguí también que me pusieran una cortina delante del water-closet. Elegí aquel lugar para hacer el agujero: la cortina me servía de parapeto.  Trabajé por lo menos quince días y el 18 de octubre el agujero estaba hecho. Me introduje en él, pero no conseguí pasar del otro lado porque llevaba demasiadas ropas encima. Tuve que quitármelas, tirarlas fuera del agujero y meterme otra vez dentro. Esto me perdió. En efecto, pasó un guardia, vió los vestidos y dio la alarma. Inmediatamente cayeron sobre mí. El interrogatorio empezó en seguida. No querían creer que hubiese excavado la pared sólo con una cuchara. Me torturaron para saber cómo lo había hecho. ¡Oh, no puedes imaginar cómo me torturaron! Después de las torturas, me devolvieron a la celda y me quitaron hasta el camastro. Volví a dormir en el suelo, sobre una manta y esposado. Dos días más tarde reapareció Theofiloyannakos: «¿Cómo lo hiciste?» «Con una cuchara, ya lo sabes.» «¡No es posible! ¡No es cierto!» «¡Y a mí qué me importa si lo crees o no, Theofiloyannakos!» Y fue el principo de otros puñetazos, de otros puntapiés. Quince días más tarde, vino incluso un general, Fedón Ghizikis. Muy amable, muy educado. «No puedes quejarte, Alekos, si te tienen esposado.  Después de todo has hecho un agujero en la pared con una cuchara.» Y yo:»¿No creerá usted a esos imbéciles? ¿No tomará en serio la historia de la cuchara? ¿Qué? ¿Acaso una pared es como un flan?» Le sentó mal. Y por aquello tuve que recurrir otra vez a la huelga de hambre. No querían devolverme el camastro ni quitarme las esposas.  Por último me las quitaron y me devolvieron el catre, después de cuarenta y siete días de alimentarme sólo con algunas gotas de café. Escribí una poesía.

¿Cuál?

La que se titula «Quiero». Quiero rezar / de la misma manera que quiero blasfemar. / Quiero castigar / con la misma fuerza con que quiero perdonar. / Quiero dar / con la misma fuerza con que lo quería al principio. / Quiero vencer, / puesto que no puedo ser vencido.  Pero ahora te contaré otra tentativa. La de finales de febrero de 1970.  En enero me habían trasladado al Centro de Adiestramiento de la policía militar en Gudí y entre los guardias había un amigo. Planeé en seguida una nueva fuga. Mi celda estaba cerrada con dos candados.  Le pedí a mi amigo que comprara en el mercado todos los candados que pudiese, parecidos a aquellos dos.  Y junto a los candados, las llaves. Me trajo un centenar.  Las probamos una por una y una de ellas era la que buscábamos. Pero abría sólo un candado, evidentemente. Había que encontrar la segunda. Le dije que volviera al mercado y que comprase más candados. Lo hizo, y dos días después, el 18 de febrero, estaba él de guardia: de las 8 a las 11 de la mañana, de las diez a la medianoche más tarde. Empleamos la mañana probando los nuevos candados y encontramos la llave que abría el segundo candado.  Me volví loco de alegría: escaparía aquella noche.  Más bien nos escaparíamos porque él no podía quedarse allí después de la fuga.  Todo estaba preparado. Parecía imposible ningún fallo. Y, sin embargo… Dos horas después, hacia las once de la mañana, fueron a buscarme y me llevaron de nuevo a Boiati, donde me habían construído una celda especial. De cemento armado. El traslado a Gudí, ahora lo comprendía, había sido sólo mientras me construían la nueva celda. Una celda segura, de cemento armado.

¿La celda en que estuviste hasta el otro día?

Sí. Y me encerraron allí. También de esta celda intenté huir. La primera vez el 2 de junio de 1971.  Entonces me trasladaron de nuevo al Centro de la policía militar, pero también aquí intenté la fuga: el 30 de agosto. Fue la fuga que tuvo más publicidad porque estaba implicada Lady Fleming y siguió todo aquel proceso.  Mira, el secreto es no resignarse, no sentirse nunca una víctima, no comportarse como una víctima. Yo nunca me he hecho la víctima, ni siquiera cuando me consumía por las huelgas de hambre. Siempre he imaginado nuevas soluciones para escapar y siempre me he mostrado de buen humor o agresivo. Aunque reventara de tristeza. La tristeza… La soledad… La que he contado en aquel libro de poesía que ganó el premio Viareggio. Mira: a la soledad se la vence con la fantasía. Cuántas vidas he parido en mi mente intentando vencer la soledad. Y cuán intensamente he vivido cada vida a través de la fantasía.

Alekos, una vez conseguiste escapar, ¿no?

Si, con Jorge Morakis, que por culpa mía ha sido condenado a dieciséis años de cárcel y ni siquiera se beneficia de esta amnistía porque está condenado como desertor.  Jorge Morakis era un joven suboficial y me ofreció espontáneamente su ayuda. Oh, fue muy divertida mi fuga con Morakis. Yo iba vestido de cabo y llevaba en la mano el manojo de llaves de todas las celdas.  Cuando llegamos a la última puerta, tiré las llaves al soldadito de guardia y le dije: «Abre la puerta, quinto». El soldadito no me reconoció.  Abrió, y hasta le ordené que no diera los «quién vive» en caso de que volviéramos atrás. Comprende, siempre había la posibilidad de que algo no marchara y de tener que regresar a la chita callando a la cárcel en caso de no poder saltar el muro. La última puerta nos llevaba dentro del campamento militar; para salir de allí no había más que saltar el muro. Aunque el muro era muy alto y rematado por alambre espinoso. Me incliné, Morakis subió sobre mis espaldas y saltó el muro. Luego Morakis me tendió los brazos y ¡fuera! A pasear por Atenas. ¡Lástima que nos agarraron cuatro días después! Me detuvieron en casa de un traidor, Takis Patitsas. Este Patitsas tenía relaciones con la Resistencia griega desde 1967.  Trabajaba en una agencia de viajes y nos había proporcionado algunos pasaportes robados. En los interrogatorios me habían también torturado para saber algo de él y, naturalmente, no hablé. De hecho a Patitsas no le habían detenido nunca. Después de la fuga fui a su casa absolutamente confiado. Pensaba quedarme sólo algunos días. El tiempo de obtener información y contactos con mis compañeros de la Resistencia griega. Me recibió con besos y abrazos, pero al día siguiente abandonó la casa donde me hospedaba y no volvió hasta pasadas cuarenta y ocho horas. Hablamos, comimos juntos, y a la mañana siguiente salió diciendo que iba a trabajar. Pero no fue a trabajar. Fue a la comisaría y entregó las llaves. Y me detuvieron así: abriendo la puerta con las llaves de Patitsas. Como compensación recibió una tajada de quinientos mil dracmas. Unos diez millones de liras. Hablemos de otra cosa, por favor.

Si, hablemos de otra cosa.  Hablemos de Papadopoulos.

Mira, yo no puedo tomarme en serio al tal Papadopoulos. Es un tipo al que sólo se puede comprender analizando su historia. Una historia que demuestra en seguida lo deshonesto, mentalmente enfermo y mentiroso que es. Durante seis años no ha dicho más que mentiras y,  ¡cuántas veces se lo he escrito para vomitar mi disgusto! Sabes, aquellas cartas que le daba al director de la cárcel. En cada una le llamaba cómico, payaso, ridículo, bufón, criminal y enfermo mental. No creas que estoy exagerando o que me deje llevar por la ira. Todas estas cosas resaltan abundantemente en su biografía. Es el capitán que participó en el golpe de estado, fallido, de 1951; con los bergantines «Cristeas» y «Tabularis». El que, como teniente coronel, fue secretario de la comisión que preparó el famoso Plan Pericles con el que intentaron falsear los resultados de las elecciones de 1961.  Cuando el gobierno democrático ordenó un a investigación sobre el Plan Pericles, aquel cretino contestó que no conocía la sintaxis griega y por tanto no podía ser responsable. Encontrarás esta noticia en los documentos oficiales, y publicada en todos los periódicos griegos de entonces. Fue él quien, a principios de 1965, llevó a cabo un cabotaje en su sección y luego torturó personalmente a algunos de sus soldados para que confesasen que se trataba de un sabotaje comunista. Estaba al frente de la oficina de propaganda y de guerra psicológica y todos saben que fue él el inductor del episodio en el que intentaron asesinarme en la cárcel. Que, por lo demás, es un hombre ridículo, lo puede hasta demostrar el hecho de que ha hecho extensiva la amnistía a los torturadores. ¿Acaso esto no significa admitir que la tortura existía? ¿Y no equivale acaso a alentar otras torturas?

Sí, pero esto no le impide estar en el poder y permanecer en él.

Mira, si me respondes que todo esto no excluye su capacidad para mantenerse en el poder, te replico con una observación. Cuando estuve en Roma vi una película en que aparecía Mussolini hablando a la multitud desde el Palazzo Venezia. Y me pregunté, asombrado, cómo había sido posible que los italianos hubieran dado crédito durante tantos años a un hombre tan ridículo y que hablaba de manera tan ridícula. Y Mussolini era un dictador poderoso y, a su modo, capaz. ¿Robar el poder y mantenerlo impide acaso ser ridículo? La diferencia entre Papadopoulos y Mussolini es que, buena o mala, Mussolini tenía una base popular. Papadopoulos, en cambio, no la tiene. Su poder se basa sólo en la Junta, o sea, en diez oficiales que controlan a todo el ejército. Es el pequeño líder de una pequeña pandilla. Y, además, va de mala fe.  Se presenta hablando de revolución y, por si fuera poco, de democracia. ¡Democracia! ¿Pero qué tipo de democracia es una democracia donde uno se presenta a las elecciones solo, sin tener siquiera el pudor de inventarse un adversario y una oposición? Y dirás: pero tú estás fuera por la amnistía de Papadopoulos. Pero ¿no te das cuenta que se trata de un engaño, de una burla? ¿No comprendes que detrás de esta actuación se esconde una estratagema para prolongar la tiranía?

¿Qué piensas de Constantino, Alekos?

Siempre he sido un republicano, naturalmente, y no seré precisamente yo quien llore por Constantino. Además creó las condiciones para ser expulsado del país cuando forzó a Papandreu a dimitir, en julio de 1965.  No me interesa subrayar si Constantino me gusta o no.  Me interesa saber si Constantino es útil en la lucha contra la Junta. Quizá sí.  Porque tal vez Constantino tiene todavía influencia en algunas secciones del ejército; entre los oficiales sobre todo. Hoy por hoy no lo podemos ignorar. Y tampoco podemos plantear su problema. Ahora es un enemigo de la Junta y no tiene otra salida que la de continuar siendo un enemigo de la Junta.

Alekos, ¿crees que Papadopoulos os haya sacado para derrocarlo?

No. Él cree que no se está en condiciones de derrocarlo. Y aquí está su error, porque la resistencia en Grecia es una realidad. La gente participa en ella aunque por ahora sea de forma pasiva. Participa, por ejemplo, rechazando la dictadura por unanimidad. El compromiso asumido por todo el mundo político griego es el de seguir la voluntad popular. Y tal compromiso se manifiesta no ayudando a Papadopoulos a legalizar su régimen. Estoy seguro que ningún político respetable, en Grecia, participará en la mascarada de las elecciones. Debe comprender que podemos derrocarlo. Papadopoulos no ha salido de una guerra civil como Franco; salió de un golpe de  Estado. Cuando Franco llegó al poder sus opositores habían sido derrotados. Aquí es distinto. Aquí no ha sido derrotado nadie. Y, para que la dictadura termine, basta que el pueblo griego no se duerma como se durmió el pueblo italiano. El pueblo tiende siempre a dormirse, a resignarse, a aceptar.  Pero basta muy poco para despertarlo. Tal vez me falte realismo, información, e incluso lógica. Pero si se habla de lógica, respondo: ¿desde cuándo la lógica ha hecho la historia? Si la lógica hiciese la historia, los italianos no se hubieran dejado fascinar por Mussolini, y Hitler no hubiera existido, y Papadopoulos no habría acabado en el poder.  Sólo controlaba algunas unidades militares en Ática y algunas en Macedonia.

¿Cuál es tu ideología política, Alekos?

No soy comunista, si esto es lo que quieres saber.  Nunca podría serlo, puesto que rechazo los dogmas. Donde hay dogma no hay libertad y, además, a mí los dogmas no me van. Ni los dogmas religiosos ni los político-sociales. Y aclarado esto, me es difícil colocarme un distintivo y decir que pertenezco a ésta o aquella ideología. Sólo puedo decirte que soy un socialista; en nuestra época es normal, yo diría que inevitable, ser socialista. Pero cuando hablo de socialismo, hablo de un socialismo aplicado en régimen de libertad total. La justicia social no puede existir si no existe la libertad. En mi opinión, son dos conceptos inseparables. Y ésta es la política que me gustaría hacer si en Grecia tuviésemos una democracia. Ésta es la política que me ha seducido siempre. Si perteneciese a un país democrático, creo incluso que me hubiera dedicado a la política; porque lo que ahora hago o lo que he hecho hasta ahora no es política: es solo un flirt con la política. Y a mí me gusta flirtear, sí, pero el amor me gusta mucho más. Hacer política en una democracia se convierte en algo tan bello como hacer el amor con amor. Y ésta es mi desgracia. Mira, hay hombres capaces de hacer política sólo en tiempo de guerra, es decir, en circunstancias dramáticas, y hay hombres capaces de hacer política sólo en tiempo de paz, es decir, en circunstancias normales. Paradójicamente, yo pertenezco a los segundos. En resumen, entre Garibaldi y Cavour, prefiero a Cavour. pero hay que comprender que desde el momento en que la Junta se hizo con el poder ni yo ni mis compañeros habíamos hecho política. Ni la haremos hasta que sea derrocada. No debemos ni podemos hacer política a menos que contemos con una fuerza operante. Y esta fuerza operante es la resistencia, es decir, la lucha.

Tú dices que paradójicamente eres cavouriano. Desde luego, paradójicamente, puesto que como personaje político te has hecho famoso por un atentado más bien garibaldino.  Alekos, ¿alguna vez has maldecido el día en que cometiste aquel atentado?

Nunca. Y por las mismas razones por las que nunca me he arrepentido de ello. Mira, me hubiera bastado decir en el proceso que estaba arrepentido y no me hubieran condenado a muerte. Pero no lo dije, como no lo digo ahora, porque nunca he cambiado de idea. Y pienso que tampoco cambiaré en el futuro. Papadopoulos es culpable de alta traición y de otros muchos crímenes que en mi país se castigan con la pena de muerte. No he actuado como un loco fanático y no soy un loco fanático. Yo y mis compañeros hemos actuado como instrumentos de la justicia. Cuando a un pueblo se le impone la tiranía, el deber de cada ciudadano es matar al tirano. No hay que arrepentirse y nuestra lucha continuará hasta que la justicia y la libertad sean restablecidas en Grecia. Hemos tomado un camino del que no se vuelve atrás.

Lo sé. Háblame del atentado, Alekos.

Era un atentado muy bien preparado, hasta los mínimos detalles. Lo había previsto todo. Tenía que abrir el contacto eléctrico de las dos minas a una distancia aproximada de doscientos metros.  Las dos minas estaban bien colocadas. Las había fabricado yo.  Eran dos buenas minas. Cada una tenía cinco kilos de TNT y un kilo y medio de otro material explosivo, el C3.  Las había colocado a una profundidad de un metro a los dos lados del pequeño puente que el automóvil de Papadopoulos tenía que cruzar siguiendo la carretera que costea el mar de Sunio a Atenas. La explosión debía alcanzar una extensión de cuarenta y cinco grados y abrir una fosa circular de aproximadamente dos metros de diámetro.  Bastaría una sola explosión, la explosión de una sola mina, para dar en el blanco si el automóvil pasaba en el momento justo. Pero, por un error del compañero que la había colocado en el portaequipajes del automóvil, la mecha estaba anudada y enredada de tal manera que no se podía aprovechar más que unos cuarenta metros.  El hecho es que no era posible abrir el contacto a aquella distancia porque no hubiera tenido ningún lugar donde esconderme. El único lugar donde podía esconderme estaba entre ocho y diez metros del puente. De todas maneras tenía que intentarlo. Comprendí inmediatamente los inconvenientes y los peligros de tal situación. Lo más grave es que no podía ver bien la carretera.  Había hecho muchas pruebas, antes del atentado, y había elegido la posición a doscientos metros porque había notado que, cuando el automóvil quedaba entre el puente y yo, lo veía semioculto por una señal indicadora. Y aquél era el momento de hacer funcionar el contacto. En cambio, en la nueva situación, no tenía una buena panorámica de la carretera y, por tanto, no podía distinguir el automóvil en el momento en que hubiera debido encender la mecha.  El otro inconveniente de mi nueva posición era que escapar de allí resultaría casi imposible. A lo largo de la carretera, cada cincuenta o cien metros había un guardia, y un poco más lejos, muchos coches policiales. Uno de ellos a  no más de diez metros.

  ¿Y desde allí tenías que saltar al mar?

Exacto. Y una veloz gasolinera me esperaba, escondida, a unos trescientos metros. Enseguida me di cuenta que escapar no era casi imposible, sino imposible, pero decidí hacerlo igualmente. Abrí el contacto y salté inmediatamente al agua. Nadé bajo el agua durante veinte o treinta metros. Luego saqué la cabeza para respirar y en seguida me di cuenta que no me habían visto arrojarme al mar.  Los policías acudían desde todas partes hacia el punto de la explosión. Nadé un poco más y luego salí del agua para llegar a la gasolinera con más rapidez, avanzando por las rocas.  Corría muy agachado, con la cabeza baja.  Y de golpe vi que la gasolinera se alejaba.  El plan preveía que me esperase cinco minutos, no más.  Pero no me desesperé.  El plan tenía una alternativa: si la gasolinera no hubiera podido venir o tuviese que partir antes de recogerme, yo me escondería en una roca hasta que fuera noche cerrada.  Había muchos automóviles que me esperarían en diversos lugares y, saliendo de mi refugio, en la oscuridad, llegaría a uno de estos automóviles. Estaría incómodo porque no llevaría encima más que el traje de baño, pero esto no constituía un problema excesivo. Me escondí en una pequeña caverna y allí estuve dos horas.  Dos horas durante las cuales la policía costera y la policía militar me buscaron sin descanso.  Y durante aquellas dos horas empecé a sentirme optimista: si no me habían encontrado hasta entonces, no me encontrarían nunca.  Luego sucedió aquello que sólo se puede definir como fatalidad. Precisamente sobre la caverna donde estaba escondido había un oficial de la gendarmería. Oí que decía: «No está aquí, echemos una ojeada detrás de aquellas matas y busquémosle por la otra parte». Pero cuando iba a dirigirse hacia la otra parte cayó hacia atrás y… fue a parar precisamente delante de mí. Me vió enseguida. En una fracción de segundo cayeron todos sobre mí, golpeándome y preguntándome: «¿Quién eres?, ¿dónde están los demás? ¿Quién ha escapado en la gasolinera? ¡Habla, habla!» Y golpes y más golpes cayeron sobre mí… Fingí ser mudo y no contesté a ninguna de sus preguntas. Entonces me cogieron y me metieron dentro de un automóvil y….

No continúes si no quieres. Ya es suficiente.

¿Por qué? Iba a decir que en el automóvil estaban el ministro de la Seguridad Pública, general Zevelekos, y el coronel Ladas.  Un policía que me conocía desde hace tiempo exclamó: «¡Es Panagulis!», y los oficiales creyeron que era mi hermano Jorge.  El capitán Jorge Panagulis al que buscaban desde agosto de 1967.  Se pusieron a gritar: «¡Te hemos cogido, capitán! ¡Te costará la piel!» Necesitaron treinta horas para comprender el equívoco. Durante aquellas treinta horas me aplicaron los métodos de interrogatorio más brutales, más infames. Me decían: «Hemos arrestado a Alejandro, en Salónica. ¡Y Alejandro sufre aún más que tú en estos momentos!» Me preguntaban también sobre oficiales que, naturalmente, no conocía. Me preguntaron, por ejemplo, por el general Anghelis, que era en aquel tiempo comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Querían saber si estaba implicado en el atentado y me torturaban para saberlo. Estaban aterrorizados y me hacían cosas terribles y me interrogaban de cualquier manera menos sistemáticamente: con histeria. Cuando por último comprendieron que yo no era Jorge sino Alejandro, se enfurecieron hasta tal punto que redoblaron las torturas.

No pienses más en ello, Alekos.  Tal vez resulte atroz decirlo, pero todo ha ido como tenía que ir.  Porque hoy eres un símbolo al que hasta los enemigos miran con admiración y respeto.

Te pareces a esos que dicen: «Alekos, ¡eres un héroe!». No soy un héroe y no me siento un héroe. No soy un símbolo y no me siento un símbolo. No soy un líder y no quiero ser un líder. Y esta popularidad me cohíbe, me turba.  Ya te lo he dicho: no soy el único griego que ha sufrido en la cárcel. Yo, te lo juro, sólo consigo soportar esta popularidad cuando pienso que sirve lo mismo que hubiera servido mi condena a muerte. Pero, aún planteada así, es una popularidad muy incómoda. Y antipática. Yo, cuando me preguntáis «que-harás-Alekos», me siento desmayar. ¿Qué tengo que hacer para no decepcionaros? ¡Tengo tanto miedo de decepcionaros a los que veis tantas cosas en mí! ¡Oh, si consiguieseis no verme como un héroe! ¡Si consiguieseis ver en mí sólo a un hombre!

Alekos, ¿qué significa ser un hombre?

Significa tener valor, tener dignidad. Significa creer en la humanidad. Significa amar sin permitir que un amor se convierta en un ancla. Y significa luchar. Y vencer. Mira, más o menos lo que dice Kipling en aquella poesía titulada «Sí». Y para tí, ¿qué es un hombre?

Diría que un hombre es lo que tú eres, Alekos.

 

Oriana Fallaci  / Atenas, septiembre 1973

Trad. Antonio Samons

Publicado en Entrevistas con la Historia, Editorial Noguer, 1974