Las maneras, la moral y la novela / Lionel Trilling  

Los términos de la invitación que me fue hecha para dirigirme a ustedes esta noche fueron algo imprecisos.  La hora, el lugar y la cordialidad fueron perfectamente claros, pero en lo que concierne al tema, nuestros anfitriones no pudieron especificar de qué querían que yo hablara.  Querían que yo hablara de la literatura en su relación con las maneras, con lo que, como me lo dieron a entender, no quisieron decir realmente maneras.  Es decir, que no se refirieron a las reglas del intercambio personal en nuestra cultura; pero así y todo, tales reglas no estaban del todo ajenas a lo que quisieron decir. Tampoco quisieron decir maneras en el sentido de mores, costumbres, -aunque, una vez más-  éstas tienen que ver con el tema que pretendían.

Los comprendí perfectamente, así como no los habría entendido si hubiesen sido más precisos. Ya que estaban hablando de un tema casi indefinible.

En algún lugar por debajo de las afirmaciones explícitas que un pueblo hace a través de su arte, su religión, etc., existe una confusa región mental de intencionalidad de la que es muy difícil hacerse conciente.  De vez en cuando intuimos un fuerte sentido de su existencia cuando nos referimos al pasado, no debido a su presencia en el pasado sino debido a su ausencia.Cuando leemos las grandes formulaciones del pasado, nos damos cuenta que las estamos leyendo sin el acompañamiento de algo que siempre coexiste en las grandes formulaciones del presente. La voz de la intencionalidad y de la actividad multiforme se acalla;  es decir el zumbido de la implicancia que siempre nos rodea en el presente,  que nos llega bajo la forma de aquello que nunca se afirma totalmente: el tono de los saludos y las discusiones, el lunfardo y el humor, las canciones populares, la forma en que los niños juegan, el gesto que el camarero hace cuando deja la bandeja, la naturaleza de cada alimento que preferimos.

Algo del encanto del pasado consiste en el silencio, el gran zumbido de la implicación que nos hace distraer ha cesado y nos quedamos sólo con aquello que ha sido totalmente expresado y precisamente afirmado.  Parte de la melancolía del pasado proviene de nuestro conocimiento de que el amplio y no registrado zumbido de las implicaciones existió una vez y no ha dejado trazas, sentimos que debido a que es evanescente, es esencialmente humano.  Y sentimos también que la verdad de las grandes formulaciones del pasado que han sobrevivido no surge en su perfección sin él.  A partir de cartas y diarios personales, a partir de los remotos e inconscientes rincones de las grandes obras, tratamos de adivinar cuál era el sonido de la implicación multiforme y qué es lo que quería decir.

O cuando leemos la conclusión acerca de nuestra cultura a la que llegó algún dotado crítico extranjero -o algún estúpido crítico local- que posee sólo un conocimiento de nuestros libros, cuando tratamos de decir en vano lo que está mal, cuando decimos desesperadamente que ese crítico ha leído los libros «fuera de contexto», entonces somos conscientes del asunto que se me pidió que tratara en esta charla.

Lo que yo entiendo por maneras, entonces, es el zumbido cultural de la implicación.  Quiero significar el contexto evanescente total de sus afirmaciones explícitas.  Es esa parte de una cultura que está formada por expresiones de valor, pronunciadas a medias, o no pronunciadas o no susceptibles de ser pronunciadas.  Son sugeridas por las pequeñas acciones, a veces por las técnicas del vestido o la decoración, a veces por el tono, el gesto, el énfasis y el ritmo; otras veces por las palabras que son empleadas con una frecuencia especial.  Son las cosas que para bien o para mal unen a la gente de una cultura y la separan de la gente de otra cultura.  Es la parte de una cultura que no es arte ni religión ni moral ni política, y aún así está relacionada con todas estas formulaciones de la cultura.  Existe una modificación y una generación mutua.  En esta parte de la cultura reina la presunción, que es a menudo más fuerte que la razón.

La forma correcta de comenzar a tratar un tema es reunir la mayor cantidad de detalles posibles.  Sólo así entenderemos completamente aquellos que el dotado crítico extranjero o el estúpido crítico local no han entendido.  Comprenderemos que en toda cultura compleja no existe un solo sistema de maneras en conflicto, y que lo que queremos significar por cultura es el ajuste de este conflicto.

Pero la naturaleza de esta ocasión no permite esta acumulación de detalles y por ello trataré de llegar a una generalización y a una hipótesis, que aunque erróneas, nos permitirán circunscribir el tema.  Propongo generalizar el tema de las maneras norteamericanas para con el tema de las maneras.  Y dado que en una cultura compleja, existen, como ya dije muchos distintos sistemas de maneras y dado que no puedo hablar de todos ellos, elegiré las maneras (y la actitud para con ellas) de la clase media, alfabeta, lectora y responsable, que somos nosotros mismos. Específico que sean personas lectoras porque extraeré muchas conclusiones de las novelas que leen.  La hipótesis que propongo es que nuestra actitud para con las maneras es la expresión de una concepción particular de la realidad.

Toda literatura tiende a interesarse por la cuestión de la realidad -quiero significar simplemente la clásica oposición entre realidad y apariencia, entre lo que realmente es y lo que meramente parece ser.

«¿No está viendo?» es la pregunta que queremos gritarle a Edipo cuando se erige frente a nosotros y frente al destino, orgulloso de su racionalismo.  Y al fin de Edipo Rey demuestra de un modo particularmente directo que ahora ve lo que antes no veía. «¿No está viendo?» queremos preguntarle a Lear y a Gloucester, los dos padres engañados y autoengañados: la ceguera una vez más, la resistencia a las claras evidencias de la realidad, la seducción de la mera apariencia.  Lo mismo pasa con Otelo «La realidad está delante de tus narices, ¿cómo te atreves a ser tan estúpido?»  Lo mismo sucede con el Orgón de Moliere  «Mi buen hombre, mi honesto ciudadano, observa simplemente a Tartufo y así sabrás qué es qué».  Lo mismo pasa con la Eva de Milton: «¡Mujer, cuidado!  ¿No lo ves? Cualquiera puede verlo. ¡Eso es una serpiente!»

El problema de la realidad es fundamental y de un modo muy especial, en el gran antepasado de la novela, el gran libro de Cervantes, cuyo cuarto centenario festejamos este año. Existen dos movimientos del pensamiento en Don Quijote, dos nociones distintas y opuestas de la realidad.  Una es el movimiento que lleva a decir que el mundo de la practicidad ordinaria es la realidad en su totalidad.  Es la realidad del momento presente en toda su poderosa inmediatez de hambre, frío y dolor, quitándole valor al pasado, al futuro y a todas las ideas.  El resultado es desastroso cuando lo conceptual, lo ideal y lo imaginario entran en conflicto con esto, acarreando sus nociones sobre el pasado y el futuro.  Esto debido a que las formas cotidianas de la vida se trastocan; se revela que los prisioneros encadenados son hombres buenos, y son liberados, y a la prostituta se la toma por una señora.  Hay una confusión general.  en lo que se refiere a lo ideal, lo conceptual, lo imaginario o lo romántico -como se lo quiera llamar- la cuestión se torna ridícula.

Hasta aquí un movimiento de la novela.  Pero Cervantes transformó a los caballos y encontró que estaba cabalgando sobre Rocinante.  Cervantes comienza a mostrar que el mundo de la realidad tangible no es la realidad real después de todo, quizás no demasiado conscientemente en un primer momento, aunque la nueva visión está latente en la vieja desde el principio.  La realidad real es más bien la mente de Don Quijote, desenfrenadamente creadora y absurdamente fantasiosa: en su presencia, la gente se transforma, la realidad práctica se transforma.

En todo género puede suceder que el primer gran ejemplo contenga toda la potencialidad del género.  Se ha dicho que toda filosofía no es más que una nota al pie de página de Platón.  Puede decirse que toda la ficción en prosa es una variación sobre el tema de Don Quijote.  Cervantes plantea en la novela el problema de la apariencia y la realidad: los cambios y los conflictos de las clases sociales se vuelven el campo del problema, lo que, en cada momento de la historia, molesta a filósofos y científicos.  Y la pobreza de Don Quijote sugiere que la novela nació con la apariencia del dinero como un elemento social. El dinero, el gran solvente de la materia sólida de la vieja sociedad, el gran generador de ilusiones.  Lo que es casi lo mismo que decir que la novela nació en respuesta a la ostentación.

La ostentación no es lo mismo que el orgullo de clase.  El orgullo de clase puede no gustarnos pero debemos aceptar que refleja una función social.  Un hombre que mostraba orgullo de clase -en los días cuando se podía hacerlo- pudo haber sido alabado por lo que era, lo que en última instancia dependía de lo que hacía.  Así, el orgullo aristocrático se basaba en último término en la capacidad para pelear y administrar.  Ningún orgullo carece de culpa, pero se puede considerar el orgullo de clase como hoy se considera el orgullo de la profesión, hacia el cual se tiende a ser indulgente.

La ostentación es orgullo del estatus sin orgullo de la función.  Y es un orgullo incómodo del estatus. Siempre pregunta: «¿Pertenezco? ¿Pertenezco en realidad? ¿Y pertenece él?  Y si me observan hablar con él, ¿parecerá que pertenezco o que no pertenezco?  Es un vicio singular, no de las sociedades aristocráticas que tiene sus vicios propios, sino de las sociedades democráticas burguesas.  Para nosotros las legendarias plazas fuertes son los estudios de Hollywood, donde alguien con 2.000 dólares semanales no se atreve a hablarle a alguien con 300 dólares a la semana por temor a que crean que él gana nada más que 1.500 dólares semanales.  Las emociones que dominan a la ostentación son la incomodidad, la conciencia de sí, la autodefensa, el sentido que uno no es del todo real pero que de alguna manera puede adquirir realidad.

El dinero es el medio que, para bien o para mal, hace que una sociedad sea inestable.  No hace que la sociedad sea homogénea sino que provoca un cambio permanente de clases, una frecuente variación del personal de la clase dominante.  En una sociedad cambiante el mayor énfasis recae en las apariencias -ahora estamos usando el término en su significado común, como cuando la gente dice «una buena apariencia es muy importante para conseguir un empleo»-. Aparentar tener una posición es una de las formas de tener una posición.  La vieja noción del sólido mercante que posee mucho más de lo que aparenta, cede cada día más el paso al ideal de indicar el estatus a través de la apariencia, mostrando más de lo que se tiene: se da por sentado que en una sociedad democrática el estatus no proviene del poder sino de los símbolos del poder.  De aquí el desarrollo de lo que Tocqueville vio como una marca de la cultura democrática, lo que él llamó la «hipocresía del lujo». En vez de buenos artículos rústicos y de la clase media, nos enfrentamos con el esfuerzo de todos los artículos para aparecer como los artículos de los más pudientes.

Y una sociedad cambiante está obligada a generar un interés en la apariencia, en el sentido filosófico.  Cuando Shakespeare apenas trató el asunto que tanto preocupa a los novelistas -es decir, el movimiento de una clase a otra- y creó al personaje de Malvolio, comprometió inmediatamente la cuestión de la posición social con el problema de la apariencia y la realidad.  Los sueños de Malvolio de mejorar su posición se le presentan como la realidad, y en venganza, sus enemigos conspiran para convencerlo de que está literalmente loco y que el mundo no es como él lo ve.  Las afirmaciones de los personajes de Sueño de una Noche de Verano y de Christopher Sly parecen sugerir que el entremezclarse de los extremos sociales siempre sugirió a Shakespeare una incertidumbre de los sentidos.

La tarea característica de la novela es registrar la ilusión generada por la ostentación y tratar de penetrar la presumida verdad que subyace a las falsas apariencias.  El dinero, la ostentación, el ideal de estatus, todos éstos se vuelven objetos de fantasía en sí mismos, el soporte de las fantasías del amor, la libertad, el encanto, el poder, como en Madame Bovary, cuya heroína es la hermana de Don Quijote, con un desplazamiento de tres siglos.  La grandeza de Great Expectations comienza en su título: la sociedad moderna se basa en grandes expectaciones, que si algún día son alcanzadas, se ve que existen en razón de una realidad sórdida y oculta. La realidad de la novela no es la gentileza de la vida de Pip sino los rufianes, el asesinato, las ratas y la podredumbre de los sótanos de la novela.

Un escritor inglés, al reconocer que la novela se relaciona principalmente con la ostentación, habló bastante irónicamente contra ella.  «A quién le importa si Pamela logra exasperar al Sr. B. y casarse finalmente con él, si el Sr. Elton es algo más o menos que moderadamente gentil, si es pecaminoso que Pendennis casi bese a la hija del changador, si los jóvenes de Boston pueden llegar a ser tan refinados como las mujeres de mediana edad de París, si la prometida del Oficial del Distrito debería ver al Sr. Azis tan a menudo, si el guardabosque debería hacerle el amor a Lady Chatterley, aún cuando hubiese sido un oficial durante la guerra. ¿A quién le importa?»

La novela, por supuesto, nos dice mucho más que esto acerca de la vida. Nos dice del aspecto y del sentir de las cosas, cómo se hacen las cosas, qué es lo que valen la pena, lo que cuestan y cuál es su ventaja.  Si la novela inglesa en su interés especial por las clases sociales no explora, como lo dice el mismo escritor, las capas más profundas de la personalidad, entonces la novela francesa al explorar estas capas, debe empezar y terminar en las clases sociales; y la novela rusa, al explorar las posibilidades últimas del espíritu, hace lo mismo- cada situación en Dostoievski, no importa cuán espiritual sea, empieza con un punto de orgullo social y una cantidad de rublos.  Los grandes novelistas sabían que las maneras indican las más elevadas intenciones de las almas de los hombres, así como las más bajas, y se interesan perpetuamente por aprehender el significado de cada oscura insinuación implícita.

La novela, entonces, es una perpetua búsqueda de la realidad; el campo de su investigación es el mundo social; el material de su análisis son siempre las maneras como el indicador de la dirección del alma del hombre.  Se puede así entender el orgullo de la profesión que impulsó a D.H. Lawrence a decir: «Por ser un novelista, me considero superior al santo, al científico, al filósofo y al poeta. La novela es un brillante libro de la vida».

Pero la novela como la acabo de describir nunca se ha establecido en Estados Unidos.  No es que no hayamos tenido novelistas sino que la novela en los Estados Unidos diverge de su intención primitiva, que es, como ya lo dije, la investigación de los problemas de la realidad, empezando en el campo social.  El hecho es que los escritores norteamericanos verdaderamente creadores no se han interesado por la sociedad.  Poe y Melville estaban bastante apartados de ella; la realidad que buscaban era sólo tangencial a la sociedad.  Hawthorne estaba en lo cierto al insistir con agudeza que él no escribía novelas sino romances -de esta forma expresaba su conciencia de la falta de textura social en su obra.  Howells nunca se sintió satisfecho porque, a pesar de ver la materia social claramente, nunca la trató del todo seriamente.  En el siglo XIX, Henry James fue el único que supo que en la novela, para ascender a las cumbres morales y estéticas, se debían pisar los peldaños de la observación social.

Hay un famoso pasaje de la biografía de Hawthorne escrita por James, en que el autor enumera los elementos cuya ausencia no permite a la novela norteamericana alcanzar la textura social de la novela inglesa: no existe un Estado ni un nombre nacional específico, ni un soberano, ni una Corte, ni una aristocracia, ni una iglesia, ni un clero, ni un ejército, ni un servicio diplomático, ni señores provinciales, ni palacios, ni castillos, ni señoríos, ni viejas casas de campo, ni rectorías ni cabañas con techos de paja, ni ruinas cubiertas de hiedra, ni catedrales, ni grandes universidades, ni internados, ni una clase deportiva -¡ni siquiera un lugar como Epson o como Ascot!  es decir, no existen los medios suficientes para mostrar una cantidad de maneras; el novelista no tiene oportunidad de llevar a cabo su búsqueda de la realidad; no existe suficiente complicación de apariencias como para hacer que esta tarea sea interesante.  Otro gran novelista norteamericano de distinto temperamento, había dicho más o menos lo mismo, algunas décadas antes: James Fenimore Cooper había dicho que las maneras norteamericanas eran demasiado simples y tontas para nutrir al novelista.

Esto es convincente pero no explica la condición de la novela norteamericana en el momento presente.  Porque la vida en los Estados Unidos se ha hecho más compleja desde el siglo XIX.  Seguramente no se ha vuelto tan compleja como para permitir que muchos estudiantes entiendan a los personajes de Balzac -es decir, entiendan la vida en un país atestado de gente, donde las presiones competitivas, obligando que intensas pasiones se expresen salvajemente dentro de las limitaciones establecidas por una fuerte y complicada tradición de maneras.  Aún así, la vida aquí se ha vuelto más compleja y apremiante.  Pero con todo, no poseemos la novela que linda significativamente con la sociedad, con las maneras.  Fueren cuales fueren las virtudes de  Dreiser, no pudo redactar el hecho social con la debida exactitud. Sinclair Lewis es hábil, pero nadie, aunque esté encantado con él como satírico social, puede creer que su tarea pase de ser un entendimiento social.  John Dos Passos ve mucho, incluso en la gran forma de Flaubert, pero no puede usar el hecho social más que como un telón de fondo o una condición.  De nuestros novelistas de hoy, quizás solamente William Faulkner se interesa por la sociedad como el campo de la realidad trágica, pero tiene la desventaja de estar limitado a un escenario provincial.

Parecería que los norteamericanos tienen cierta resistencia a aproximarse a la sociedad.  Parecen creer que tratar con exactitud la cuestión de las clases sociales, tomar notas precisas de la ostentación es en cierto modo degradante.  Es como si sintiéramos que no se puede tocar el alquitrán sin mancharse -lo que por supuesto, puede ser el caso-.  Los norteamericanos no pueden negar que tienen clases sociales y ostentación, pero parecen considerar como una falta de delicadeza llegar a conocer estos fenómenos con exactitud. Hay que recordar que para una gran parte de nuestros lectores, Henry James tiene la culpa de haber reparado tanto en la sociedad como lo hizo.  Hay que recordar el diálogo que, por alguna razón interesante, se ha vuelto parte de nuestro folklore literario.  Scott Fitzgerald le dijo a Ernest Hemingway: «Los muy ricos son muy distintos a nosotros».  Hemingway respondió:  «Sí, tienen más dinero». He oído citar este diálogo muchas veces y siempre con la intención de sugerir que Fitzgerald era un apasionado de la abundancia y que había recibido una saludable reprimenda de su democrático amigo.  Pero la realidad es que después de un cierto punto, una cantidad de dinero se transforma en una calidad de personalidad: en muchos sentidos, los muy ricos son distintos a nosotros.  También lo son los muy poderosos, los muy talentosos, los muy pobres.  Fitzgerald estaba en lo cierto y casi exclusivamente con esta observación se ha ganado un lugar en el seno de Balzac, en el cielo de los novelistas.

Y si se me permite usar mi propia experiencia como prueba, puedo aducir la respuesta a una publicación mía en la que elogiaba a John O’Hara por su capacidad de observar la ostentación con agudeza.  Mis amigos me llamaron al orden, mis conocidos empezaron a saludarme fríamente.  Todos habían entendido que yo había dicho que la ostentación era algo bueno.

No es ni remotamente cierto que la clase lectora norteamericana no se interese por la sociedad.  Su interés fracasa sólo ante la sociedad que la novela solía representar.  Y si observamos las exitosas novelas serias de la última década, vemos que casi todas fueron escritas partiendo de una intensa conciencia social.  Podría decirse que nosotros definimos a un libro serio como aquél que nos ofrece una imagen de la sociedad susceptible de ser estudiada y condenada.  Cuál es la situación del granjero desposeído de Oklahoma y de quién es la culpa, en qué situación se encuentran los judíos, qué significa ser negro, cómo es el mundo de la propaganda, qué significa ser demente y qué es lo que hace la sociedad en ese caso y qué deja de hacer.  Todos estos asuntos son considerados los más fértiles para el novelista y ciertamente son las materias preferidas por nuestros lectores.

El público probablemente se engaña con respecto a la calidad de estos libros.  Si se trae a colación la cuestión de la calidad, la respuesta más probable es: no, no son grandes libros, no son «literatura».  Pero hay un complemento implícito: y quizás son mejores por ello.  No son literatura, son la realidad, y en tiempos como estos lo que necesitamos son grandes dosis de realidad.

Cuando dentro de algunas generaciones el historiador de nuestros tiempos emprenda la descripción de los presupuestos de nuestra cultura, con seguridad descubrirá que la palabra realidad es fundamental para su entendimiento de nosotros. Observará que para alguno de nuestros filósofos el significado de la palabra estaba en duda, pero que para nuestros escritores políticos, para muchos de nuestros críticos literarios y para la mayoría de nuestros lectores, la palabra no daba lugar a dudas, y además cerraba toda posibilidad de discusión.  La realidad es como la concebimos nosotros, es todo lo externo y tosco, grosero y desagradable.  Implícita en su significado está la idea de poder, concebida de un modo singular.  Hace algún tiempo tuve ocasión de observar cómo, en los estudios críticos sobre T. Dreiser siempre se ha dicho que Dreiser tiene muchas fallas pero no puede negarse que tiene un gran poder.  Nadie dice nunca «un tipo de poder».  Se da por sentado que el poder es siempre poder «bruto», crudo, feo e indiscriminado, al igual que un elefante parece serlo.  Muy rara vez se ve al elefante como un elefante es en realidad, preciso y discriminado, o como es la electricidad, cambiante y absoluta y apenas materializada.

La palabra realidad es una palabra honorífica y el historiador del futuro tratará naturalmente de descubrir nuestra noción de su opuesto peyorativo, la apariencia, la mera apariencia.  La encontrará en nuestro sentimiento acerca de lo interno: cuando detectamos trazas de estilo y pensamiento sospechamos que se está traicionando un poco a la realidad, que la «mera subjetividad» se está insinuando.  Sigue a continuación nuestro sentimiento acerca de la complicación, la modulación, la idiosincracia personal y acerca de las formas sociales, tanto las grandes como las pequeñas.

A esta altura de su estudio, es posible que el historiador descubra una contradicción enigmática.  Por un lado afirmamos que la gran ventaja de la realidad es una cualidad pura, fundamental, concreta, pero por otro, lo que decimos acerca de ella tiende a lo abstracto y casi parece que lo que queremos encontrar en realidad es la abstracción misma.  Así creemos que las clases sociales son uno de los desagradables hechos fundamentales pero nos impacientamos de sobremanera si se dice que las clases sociales son tan reales que producen diferencias reales de personalidad.  La misma gente que más habla de clases sociales y de sus males, piensa que Fitzgerald estaba deslumbrado y que Heminway tenía razón.  Una vez más, se podría observar que, en la medida en que elogiamos al «individuo» hemos procurado que no existieran individuos en nuestra literatura -es decir, que no existiera gente determinada por nuestro gusto por lo interesante, lo memorable, lo especial y lo precioso.

He aquí entonces nuestra generalización: que en la medida en que nos hemos comprometido con nuestra concepción particular de la realidad, hemos perdido nuestro interés por las maneras.  Para la novela ésta es una condición definitoria porque sin lugar a dudas en la novela las maneras hacen a los hombres.  No importa en qué sentido se tome a la palabra manera -es igualmente cierto en el sentido que tanto interesaba a Proust, o en el sentido que interesaba a Dickens, o, en efecto, en el sentido que interesaba a Homero.  La Princesa de Guermantes, incapaz de demorar su partida hacia la fiesta de la duquesa para recibir correctamente por parte de su amigo Swan la noticia de su inminente muerte, pero capaz de demorarse para cambiarse sus zapatillas rojas porque a su esposo no le gustaban: Mr. Pickwick y Sam Weller; Príamo y Aquiles- todos ellos existen en razón de sus maneras.

En realidad todo esto es tan cierto, tan creativa es la conciencia del novelista acerca de las maneras, que podemos decir que ello es una función de su amor.  Es una especie de amor que Fielding siente por Squire Western que le permite observar sus grandes detalles que hacen que ese ser insensible y sensitivo a la vez, cobre vida para nosotros.  Si esto es verdad, nos vemos obligados a extraer ciertas conclusiones acerca de nuestra literatura y acerca de la singular definición de la realidad que la ha determinado.  La realidad que admiramos nos dice que la observación de las maneras es trivial y aún maliciosa, que existen para la novela cosas mucho más importantes para considerar.  Como consecuencia nuestras simpatías sociales se han ampliado, pero en la medida en que lo han hecho, hemos perdido parte de nuestro poder de amar, dado que nuestras novelas nunca crean personajes que existen en la realidad.  Pedimos públicamente un poco de amor porque sabemos que los sentimientos sociales amplios deberían ser cálidos, y recibimos a cambio una especie de producto público que tratamos a toda costa de creer que no es frío como el hielo.  Los críticos de la novela de Helen Howe creyeron que su satírica primera parte, una excelente sátira de las maneras de un segmento de la sociedad, pequeño pero significativo, era maliciosa y poco satisfactoria, pero aprobaron la segunda parte, que es la historia del esfuerzo de autoacusación por parte de la heroína para entablar una comunicación con el gran espíritu de los Estado Unidos.  Con todo, tendría que haber quedado claro que la sátira tenía sus raíces en una especie de afecto, en una comunidad real de sentimientos que expresaba la verdad, mientras que la sátira, supuestamente tan «real», era una mera abstracción, un ejemplo más de nuestra idea pública acerca de nosotros mismos y acerca de nuestra vida nacional.  El novelista John Steinbeck satisface nuestro deseo de realidad sobre todo volviéndose un científico aficionado, y cree que sus representaciones de la realidad están llenas de afecto.  En su última novela, los personajes de la clase baja reciben un afecto doctrinario proporcional al sufrimiento y a la sexualidad que define su existencia, mientras que los mal vistos personajes de la clase media se ven sometidos no sólo al juicio moral sino al abandono de toda afinidad y son el blanco de la burla por sus desgracias y casi por su susceptibilidad a la muerte.  Hace falta sólo pensar un poco o tener un poco menos de sentimentalismo para percibir que la base de su creación es la respuesta más fría a las ideas abstractas.

Dos novelistas de la vieja escuela tienen una pre-visión de nuestra situación actual.  En The Princess Casamassima de Henry James, hay una escena en que la heroína se entera de la existencia de un grupo de revolucionarios conspiradores empeñados en la destrucción de toda sociedad existente.  Desde hace un tiempo se ha sentido atraída por un deseo de responsabilidad social; ha querido ayudar «a la gente», ha deseado fervientemente descubrir ese grupo al oír de su existencia, y exclama con alegría: «Entonces es real, es concreto».  Debemos proponernos oír el grito de alegría de la Princesa sabiendo que es una mujer que se desprecia, «que en su hora más oscura se vendió por un título y  una fortuna.  Considera a su acción como una frivolidad tan terrible que nunca podrá ser suficientemente seria como para compensar tal equivocación». Trata de encontrar la pobreza, el sufrimiento, el sacrificio y la muerte porque cree que sólo éstas cosas son reales; cree cada día más que el arte es despreciable; cada vez más abandona su conciencia y su amor por la única persona de su conocimiento quien más merece su conciencia y su amor, y desdeña cada vez más todo aquello que sugiera variedad y modulación, y está insatisfecha con la humanidad del presente en su anhelo por una humanidad futura más perfecta.  La novela hace hincapié en que cada paso que la Princesa da hacia lo real, hacia lo concreto, en realidad la aleja cada vez más de ella.-

En The Longest Journey de E.M. Forster hay un joven llamado Stephen Wonham que, a pesar de ser un caballero nato, ha sido criado descuidadamente y no tiene una noción real de las responsabilidades de su clase.  Tiene un amigo, un trabajador de campo, un pastor; y en dos ocasiones ultraja los sentimientos de cierta gente inteligente, liberal y democrática maltratando a su amigo.  Una vez, cuando el pastor desiste de un negocio, Stephen se pelea con él y lo derriba de un golpe; y la otra, en lo que respecta a un préstamo de unos pocos chelines, él insiste en que le sea devuelto hasta el último penique.  La gente inteligente, liberal y democrática sabe que ésta no es la forma de tratar a los pobres.  Pero Stephen no puede pensar en el pastor como un pobre, aunque sea un trabajador del campo-  más bien es un sujeto recíproco en una relación de afecto como un amigo – y por lo tanto Stephen puede descargar su ira contra él y pedirle que pague sus deudas.  Pero esta forma de ver las cosas se considera deficiente en inteligencia, liberalismo y democracia.

En estos dos incidentes tenemos la premonición de nuestra situación cultural y social actual: el vicio apasionado y autoacusador por una «fuerte» realidad que debe limitar su alcance para mantener su fuerza; la sustitución de los sentimientos humanos naturales y directos por la abstracción.

A propósito de esto, vale la pena hacer notar aquí cuán clara es la línea por la que las dos novelas descienden de Don Quijote, de qué forma sus jóvenes héroes surgen con grandes ideas preconcebidas; de qué formas ambas están relacionadas con el problema de las apariencias y la realidad: The Longest Journey bastante explícitamente y The Princess Casamassima indirectamente; de qué forma ambas evocan la cuestión de la naturaleza de la realidad procurando una reunión y un conflicto de distintas clases sociales y toman nota de las diferencias de las maneras.  Ambas tienen como personajes centrales a gente comprometida, específica y apasionadamente, con la injusticia social y ambos están de acuerdo en decir que actuar en contra de la injusticia social es correcto y noble, pero que elegir esta actitud no soluciona los problemas morales sino que por el contrario, genera nuevos y difíciles problemas.

He dado en otras circunstancias el nombre de realismo moral a la percepción de los peligros de la vida moral misma.  Quizás en ningún otro momento haya sido tan necesaria la empresa del realismo moral, ya que en ningún otro momento tanta gente se ha comprometido tanto para con la rectitud moral.  Existen libros que señalan las malas condiciones, que nos elogian por tomar actitudes progresistas.  Pero no disponemos de libros que nos cuestionen ni nuestras condiciones ni a nosotros mismos, que conduzcan a refinar nuestros motivos y pregunten qué puede subyacer a nuestros buenos impulsos.

No hay nada más terrible que algo subyace en efecto. Ni siquiera necesitamos a un Freud que lo descubra.  He aquí a continuación un texto publicitario de una de nuestras casas editoras más viejas y respetables.  Lleva como título: «¿Qué hace que los libros se vendan?» Blan & Cía. informa que el interés actual por las historias de terror ha atraído a un gran número de lectores a la novela de John Dash gracias a cómo describe la brutalidad del nazismo.  Tanto críticos como lectores han comentado el crudo realismo con que Dash trata las escenas de tortura en su libro.  Los editores pensaron en un primer momento en un público femenino debido a la historia de amor.  Ahora se encuentran con que el público masculino lee el libro debido a su otro aspecto.  Esto no sugiere una depravación más que corriente en los lectores masculinos, ya que «el otro aspecto» siempre tuvo su atractivo, sin duda negativo, incluso para aquellos lectores no comprometidos y para los que ni siquiera presenciarían un acto de tortura.  Cito el ejemplo extremo sólo para sugerir que algo puede subyacer, en efecto, a nuestro interés sobrio e inteligente por la moral política.  En este caso la indignación moral protege y es un aliciente para el placer producido por la crueldad.  En otras circunstancias, que se dijo es la emoción preferida por la clase media, puede ser en sí misma un placer exquisito.  El comprender esto no invalida la indignación moral sino que sienta únicamente las condiciones en las cuales esta debería manifestarse; sólo dice cuándo es legítima y cuándo no lo es.

Pero surge la siguiente pregunta: aunque sea importante para el realismo moral, cuestionar nuestros motivos, no se trata en el mejor de los casos de una cuestión secundaria?  ¿Acaso no es primordial que se nos informe directa e inmediatamente acerca de la dolorosa realidad que surge diariamente?  Las novelas que han cumplido con los aspectos antes mencionados, han logrado hacer un gran bien al hacer aflojar a la conciencia los sentimientos latentes en mucha gente, al dificultarles permanecer inconscientes o indiferentes, al crear una atmósfera en la que la injusticia no puede subsistir fácilmente.  Hablar del realismo moral está muy bien.  Pero es un proceso elaborado y aún artificial y podría reprochársele la intención de sofisticar la simple realidad, que es posible concebir fácilmente.  La vida nos urge, el tiempo es demasiado corto, el sufrimiento del hombre es muy grande e irresistible.  Debemos considerar con algo de impaciencia a todo lo que complica nuestro fervor moral al tratar con la realidad y cómo la vemos inmediatamente y queremos precipitarnos sobre ella.

Bastante cierto es todo esto: y por lo tanto toda defensa de lo que yo he llamado realismo moral debe hacerse no en nombre de una extravagante fuerza de sentimientos sino en nombre de la simple practicidad moral.  Existe un simple hecho social para con el cual el realismo moral tiene una simple relevancia práctica, pero es un hecho difícil de percibir.  Es que las pasiones morales son más voluntarias, imperiosas e impacientes que las pasiones egoístas.  Toda la historia coincide al decirnos que su tendencia es ser no sólo liberadoras sino restrictivas.

Es probable que en este momento estemos a punto de hacer grandes cambios en nuestro sistema social.  El mundo está preparado para esos cambios y si no tienen lugar en la dirección de una mayor liberalidad social, es decir hacia adelante, tendrán lugar casi necesariamente hacia atrás, en la dirección de una terrible tacañería social.  Todos sabemos cuál de estas direcciones deseamos.  Pero no basta con desearla, ni siquiera con luchar por ella -debemos desearla y trabajar por ella con inteligencia. Lo que quiere decir que debemos ser conscientes de los peligros que subyacen a nuestros deseos más generosos.  Una vez que hemos hecho de nuestro prójimo el objeto de nuestro interés iluminado, una paradoja de nuestra naturaleza nos lleva a seguir adelante, y transformarlo en el objeto de nuestra piedad, luego en el objeto de nuestra sabiduría superior, y finalmente en el objeto de nuestra coerción.  Es para prevenir esta corrupción, la más irónica y trágica que el hombre conoce, que necesitamos el realismo moral que es un producto del libre juego de la imaginación moral.

Para nuestro tiempo el agente más eficaz de la imaginación moral ha sido la novela de los dos últimos siglos.  Nunca fue ni estética ni moralmente, una forma perfecta, y sus fallas y defectos pueden ser rápidamente enumerados.  Pero su grandeza y su utilidad práctica radican en su infatigable tarea de comprometer al lector mismo en la vida moral, invitándolo a examinar sus propios motivos y sugiriendo que la realidad no es como él la ve.  La novela nos enseñó, como no lo hizo nunca ningún otro género literario, el alcance de la variedad humana y su valor.  Fue la forma literaria en la que las emociones de perdón y comprensión se dieron como emociones innatas, casi determinadas por la definición de la forma en sí misma.  En este momento su impulso no parece fuerte ya que nunca hasta ahora se había considerado tanto a las virtudes de su grandeza como debilidades. Aún así, nunca se necesitó tanto su actividad singular ni su empleo fue tan práctico, ni tan político ni tan social.  Tan grande es nuestra necesidad que si la respuesta de su impulso no es proporcional a ella, deberemos sufrir no sólo la decadencia de una forma literaria sino también la decadencia de la libertad.

 

Lionel Trilling

Traducción: Gustavo Goyen Larrosa

ph/ Lionel Trilling

«Las Maneras, la Moral y la Novela», apareció bajo esta forma, en inglés, y por primera vez en la Kenyon Review, 1948.